*ÁNGEL Y SU ABUELA
Escrito por: Camilo Etna
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Lo
más preciado que poseemos los hombres, creo yo, son los recuerdos. No soy
autoridad en temas tan complejos, siendo optimista, mis talentos pueden
contarse con los dedos de la mano izquierda, la más cercana al corazón, me dijo
alguna vez Marcela, mi novia de la secundaria. Espero no generar expectativas
desproporcionadas o falsas. A los treinta y siete años, debo confesar que no
soy una persona confiada, espero pocas cosas de la gente y me es difícil
terminar sorprendido con los milagros ajenos.
Pero
es un grupo minúsculo de esta misma gente y su desprecio constante a doblegar
lo bueno de sí, la que le da un buen par de bofetadas a mi inocencia pragmática
para que despierte. Sus actos generosos se agazapan en rincones insólitos del
mundo y cuando menos lo espero, saltan sobre mi desazón y le clavan los
colmillos, inoculan en mi torrente sanguíneo dosis espaciadas de fe, tan
necesaria y escasa en estos tiempos de ruido excesivo.
Hace
un par de años, dos seres le dieron motivos certeros de esperanza a mi alma que
comenzaba a desfallecer a causa de una ceguera consciente, la más cruel de
todas. Dos seres, un autobús, el cielo que negó cerrarse sobre un acto generoso
del cual fui testigo exclusivo. Tantas cosas sucediendo en un momento señalado
por la pasmosa febrilidad de las rutinas.
Mi
jefe ha sido reacio siempre a que viaje por carretera cuando debo ir a hacer
las auditorias financieras de las sucursales comerciales de la empresa. Me
tildó de maniático cuando, argumentando una fobia severa a volar, compré los
pasajes a Santa María, la segunda ciudad del país, donde los números del
negocio eran más rojos que Stalin.
-¡Jodes
mucho, Bejarano! Vas a gastar diez veces menos tiempo si tomas un avión hasta
Santa María. Puedes ser un genio con los números, pero nada práctico,
muchacho-dijo jocosamente, cerrando el tema, ya que el presidente de la
compañía lo esperaba en la recepción del edificio para la reunión semanal de
comité-Partido de golf de los jueves, aquí entre nosotros-
Me
salí con la mía desde ese día, aunque lo de la fobia no es del todo mentira. No
es que piense que el avión se estrellará contra una montaña y lo único por lo
que identificarán mi cadáver será el reloj con caja y pulsera de titanio que
promociona una figura del deporte extremo y yo adquirí para darle gusto al adolescente que nunca pude ser. ¡NO!
Los aviones, según mi modesta opinión, quitan ingredientes a las cosas, alteran
la percepción del mundo, te sesgan. El autobús, por el contrario, te permite
ser tú, disfrutar de lo tuyo en una reunión de desconocidos en la que el
paisaje te salva de sentirte total y criminalmente encerrado. En ese entorno de
cristales grandes, metal, tierra y verde, te confortas analizando pensamientos,
leyendo escritos prohibidos para neoliberales, inventas historias para el
compañero de silla mientras duerme feliz con la boca abierta. Es el verdadero
sentido de libertad momentánea, su expresión sin máscara, teniendo en cuenta
mis circunstancias.
Los
autobuses son perfectos para la poca rudeza de mis planes. Ese tiempo muerto
entre el punto A y el punto B, que debido a la infraestructura deficiente de
este país pude ser H, M, Z, =, ó 6, lo utilizó para sentirme escrupuloso en la
inspección de pormenores diversos: la comodidad del vehículo, el hecho de ser
simple observador cuyas opiniones carecen de relevancia, los paisajes que
ofrece esta tierra loca y mágica en lo que vivo y a la que ni siquiera las
decisiones estúpidas de los políticos de carrera han podido destruir (hasta en
eso son ineptos, los malditos). El plasma
asume texturas precisas cuando el conductor pisa el acelerador. Todo el
que hace parte de la “burbuja” con ruedas, disfruta con la sensación primaria
del movimiento. La gente vive su cotidianidad a orillas de la carretera y no
les importa mucho que aquellos que vamos resguardados por el aire
acondicionado, nos preguntemos quiénes son o porqué hacen tal o cuál cosa.
¡Vive y deja vivir! Ese parece ser el acuerdo tácito.
Como
es lógico, todo paraíso tiene, según algunas percepciones, “manzanas podridas”
o magulladas al menos, que ponen en la palestra de las conclusiones, una brutal
y refrescante que en mi caso, impera: la perfección agota las posibilidades de
la belleza. Cuando fui niño (porque lo fui, ¡eh!) y viajaba con mis viejos de
vacaciones, las travesías por carretera eran verdaderos rituales de hermandad:
rancheras estridentes que fusilaban bocinas y eran cantadas a pulmón por los
pasajeros, conversaciones entrañables con el desconocido compañero de silla y
hasta copas oscilantes de aguardiente engalanaban la ceremonia anarquista de
irse de paseo.
Todo
ahora es demasiado aséptico para mi gusto: las personas se enchufan a sus
dispositivos electrónicos apenas abordan el autobús y desenchufan su cerebro embotado
de información, minutos antes de que el viaje finalice. No sé ustedes, pero creo
firmemente que el progreso, aunque esencial, definitivo y urgente, malogra la calidad de
las cosas sencillas. Por eso, sólo por eso, el valor del acto que me permitiré
contar después de este preámbulo necesario, dignifica lo que somos como especie
hecha para soñar y cumplir sueños, por lo generoso y valiente que fue y es
todavía.
…………………………………………………
“Nieve de Primavera” de Yukio
Mishima, el libro que me regaló de cumpleaños mi hermano Martín, debía esperar para
ser leído. Llegué a la puerta de la empresa de buses, en la terminal, a eso de las siete y dos de la mañana. Tras
el regaño (velado tras una hermosa sonrisa de comercial de pasta dental) que me
propinó la encargada de abordaje, subí
escoltado por la mirada de desaprobación de una veintena de cabezas uncidas por
sendos pares de audífonos. -“¡Canallas!”-Pensé,- “Ni siquiera descuidan sus
llamadas por celular el día en que me crucificarán…”-Así de “cálido” empezó el
viaje que nunca podré olvidar.
Tras
varios minutos de agonía en los que intenté acomodarme en mi lugar y lo
conseguí con sudor, lágrimas y golpes de morral no intencionados a algunos de
los pasajeros, inicié mi acostumbrada revisión a los compañeros de viaje. Me
acomodé en el asiento dieciséis, mitad del autobús, lugar estratégico para
cualquier observador. Delante de mí, explayado en los puestos once y doce, un
hombre corpulento sacaba de su funda una computadora portátil, de los amplios
bolsillos del gabán varios teléfonos móviles, tres bolsas gigantescas de
frituras reemplazaban al incómodo vecino de silla (no exagero, eran
monumentales) y varios catálogos con ofertas de aparatos electrónicos,
tapizaban los restantes espacios que le correspondieron en suerte.
Lo
observé perplejo por algunos minutos. Era un tótem parsimonioso metido en un
cielo que no fue construido para un ser de su envergadura. Cuando notó que lo
miraba con morbosa curiosidad, soltó una sonrisita bobalicona e irguió
con maestría, casi con ternura, el dedo medio de su mano izquierda.
-Mensaje
recibido…-balbucee, derrotado.
“Un
viaje rutinario” concluí, sin mucho ánimo. Levanté la mirada y empecé a
etiquetar a algunos de los viajantes según su ubicación y características
destacadas:
Puesto
dos: una mujer madura usaba artes de malabarismo para
maquillarse sin error mientras el autobús evadía algunos baches.
Puestos
siete y ocho: una pareja de enamorados se devoraba a besos (y
quién sabe que más pasaba bajo la chaqueta que les cubría tórax y
extremidades).
Última
hilera del autobús: un grupo de muchachos de ambos sexos hacían
aspavientos “nada graciosos” y renegaban al mismo tiempo por la suspensión de
dos semanas y nota desaprobatoria en matemáticas y otras materias no definidas,
que les impuso el prefecto de disciplina del colegio. Con palabras soeces se
referían al mentado funcionario (Leve olor a cigarrillo. Fue imposible lograr
una verificación).
Puesto
catorce: ¡Uyuyuii! ¿Dónde estuviste toda mi vida…? Una
rubia con excelentes razones para hacer pecar a cualquiera, se deleitaba con el
paisaje y traicionera, buscó los ojos que la observan y le producían escozor en
el cuello. Se estrelló de frente con mi cara de idiota. ¡Vaya sorpresa!
Además
del sonrojo, tampoco pude esconder pertinentemente mi panza, ni mi facinerosa e
incipiente calvicie. Como el genio a prueba que soy, le solté mi saludo
instintivo: levanté de mala forma la mano y moví los dedos de manera hipnótica
(Es un hecho. ¡Soy un fracasado!)
Ella
me miró con descaro, hizo palpable su superioridad, sabía que me tenía en el
punto en que creí deberle algo. Olvidó el bochorno que le produjo mi
indiscreción y se sumergió en los secretos de su cartera. Por instinto de
supervivencia, tomé el libro que me regalo Martín y empecé a hojearlo sin mirar,
buscando minimizar los efectos de aquella derrota contundente. Suicida, la volví
a mirar… Ella me miró. Sus párpados a medio cerrar, sardónicos, enviaron un mensaje cifrado que terminó por
decretar el nocaut cuando la interpretación del lenguaje no verbal ganó espacio
a mi obtusa esperanza:
-Tiene
retraso mental. Es un hecho- ¡Sin
palabras….!
Puestos
nueve y diez: una señora mayor y un niño. El chico estaba
absorto, leyéndole a la mujer en voz alta. Ella prestaba atención a las palabras
mientras su mirada se disipaba entre las montañas que la ventanilla no se esforzaba
en ocultar. La entereza de nuestra estirpe en medio de un océano de
trivialidad.
…………………………………………………………..
“-¡…Ya
habrá estado bañándose en el río!
La
tía Polly miró a Tom con suspicacia.
-¿Es
verdad eso?-preguntó.
-¡No,
tía!-exclamó el chico, con aire ofendido…”
La
señora no pudo contener una sincera carcajada. El niño pasó su mano sobre la de
ella, imponiendo orden y continuó con la lectura. Un frío haz de energía cruzó
mi espalda. Conmovido hasta los huesos, volví a ser, por unos segundos
gustosos, el muchachito de once años al que la profesora Ligia León, le obsequió “Las aventuras de Tom Sawyer”, en
la clausura del grado quinto de primaria. El niño leía el primer libro que
décadas antes, me abrió el mundo de la literatura. Un milagro que buscaba desde
que le mentí a mi jefe, se materializaba de la forma más extraña. Mi atención
no se separó de ellos ni un instante. Los pasajeros de los puestos nueve y diez
eran lo único importante.
El
niño leía en forma desaforada. Su voz nítida rompía la monotonía impuesta por
el ruido del motor. La señora, de vez en cuando, le pasaba una botella de jugo
para que se refrescara. Mientras el bebía, la señora describía minuciosa detalles de los lugares por donde transitaba
el autobús: cielo, colores, intensidad de la luz, número de vacas… La rubia,
sádica y hermosa, trataba de adivinar porqué decliné la imposición de seguir
adorándola. Movía las manos, se quitaba y colocaba la chaqueta, llamaba mi
atención, pero este siervo estaba felizmente extasiado con la camaradería de
esos dos seres de maravilla. Sin saberlo, eran redentores de mi espíritu,
emparentado con la voracidad del infierno.
-Paramos en Portobello. Quienes necesiten
comer algo o estirar las piernas, es su oportunidad. Nos demoraremos veinte
minutos-dijo el conductor a través del megáfono.
La
señora retiró el libro del regazo del niño. Él, estiró los brazos para quitarse
la tensión muscular. Guardé el libro, que ni siquiera había empezado, en mi
mochila y me preparé para bajar. Eran las doce del día. Íbamos un poco
atrasados, pero por primera vez en mucho tiempo, no sentía el acoso de la
ansiedad o el fastidioso cansancio por las horas de viaje. Traté de mirar los rostros
del niño y la señora mientras caminaba por el pasillo del autobús, pero ella se
inclinó a colocarle una gorra roja al niño que gimoteo exasperado.
Me
dirigí al kiosco y compré gaseosa y emparedados. Busqué un lugar en la vereda
para sentarme… La sorpresa al encontrarme de frente con lo que esta odisea
tenía para ofrecerme, sólo permitió que mis manos se abrieran para soltar lo
que las distraía.
El
niño desplegó su bastón, buscó la
seguridad del brazo de la señora y se encaminaron hasta donde yo me encontraba.
Pidieron dulces, emparedados de pavo y dos botellas de té. Una sonrisa llenaba
aquella cara pecosa y sonrosada por el
sol. La señora le dijo algo al oído y el niño no quiso contener una sonora
carcajada que constriñó sus facciones. Después de pagar, se sentaron en una
piedra y procedieron a comer en silencio.
Siempre
he tenido aversión por el color que invade los ojos de los ciegos de
nacimiento. Un coágulo lechoso y encarnado les coarta el sentido más urgente e
importante, según mi austera opinión. Los del chico, pese a tener esta misma
condición, eran vivaces y violetas, tenían profundidad; pese al frenesí de
movimientos involuntarios, escrutaban las cosa que el sonido delataba. No sé si
puedan entenderme.
No
pude quitarles la mirada, me parecían y aún me parecen, mágicos representantes
de una sabiduría primaria, radical, instintiva.
Venciendo la apatía, que tantas buenas oportunidades me hizo perder, me
acerqué y fui sincero, por primera vez en mucho tiempo, respecto a mis
pensamientos y la impresión que los dos me causaron. La señora, me miró sin
recelo, sonrió y me presentó al niño, que tuvo una actitud similar hacia mí.
-¿Cómo
te llamas, niño?-pregunté para romper el hielo.
-Ángel
Bula, me llamo…
-¡Vaya
coincidencia!-interrumpí-mi padre también se llama Ángel. Miguel Ángel Bejarano Rosas.
-¿Vives
con él?-me interrogó.
-Hace
mucho que no lo veo, Ángel. Yo vivo en la capital y la casa de él está en
Junín, un pueblito cercano a Santa María. Es triste que nunca tenga tiempo para
visitarlo-dije.
-A
mí me pasa lo mismo. Vivo con mi papá en la misma casa, pero hace mucho que no
lo veo-dijo antes de que la carcajada volviera a llenarle la cara.
Aprendió
a leer en el instituto para ciegos, donde vivió por tres años. Su maestro de
alfabeto Braille le regaló el libro de Tom Sawyer, que le leía a su abuela cada
vez que podía. Eso me lo contó con alegría palpable.
-
Unas siete veces. A la abuela le gusta mucho. Dice que Tom, le recuerda a mi
padre cuando era chico- contestó cuando le pregunté cuántas veces lo había
leído.
El
conductor hizo sonar la bocina, avisando, como era debido, que reiniciaba el
viaje. La señora Rosalía, así me dijo Ángel, que se llamaba su abuela, me miró
con compasión, pero no con lástima. En el trayecto que nos separaba del autobús
me reveló más de la vida de lo que había aprendido mal y a las patadas por
treinta y siete años.
-No
ha hecho sino mirarnos todo el camino, señor Bejarano. ¿Le parecemos raros?
Sonrojado
negué con la cabeza. Ella siguió hablando.
-Angelito,
es un niño bueno al que no sé quién le puso las cosas más difíciles. Sus ojos
son un accidente, nada más. ¿Quiere saber porqué me lee tantos libros? Yo nunca
aprendí a hacerlo, señor. No sé leer. Pero soy curiosa, me gustan las historias
de otras personas, de otros países y tiempos, la facilidad que tiene mi nieto para contarlas. Por si no
lo ha notado aún, Ángel, es muy inteligente, noble. Me dice que no se siente
mal por ser ciego… Que uno no puede extrañar lo que no ha tenido jamás…El niño
me cuenta sus libros y yo le cuento como son las cosas que no puede ver.
Ayudarlo a imaginar, es lo único que una persona como yo puede hacer por una
persona como él, señor Bejarano-
El
corazón me dolió al escucharla. Por decima tercera vez en el día, comprobaba que
era un asno lleno de prejuicios, un amargado. Ellos dos, tan distintos y
cercanos, entendían mejor los secretos del mundo. Eran generosos. La tristeza
invadió mi alma. Para que no lo notara, seguí interrogándola:
-Señora
Rosalía. ¿Qué espera de Ángel?
Sorprendida,
miró al niño con ternura. Sabía que él esperaba escuchar la respuesta.
- Que
aproveche lo mucho que la vida le ha brindado, señor. Tiene talentos, es
honesto. No puede ver con los ojos, es una ventaja que lo protege de los
prejuicios. Ángel y yo nos suplimos las carencias. En este mundo hay mucha
gente a la que le faltan cosas y sensaciones. Está entrenado. Jamás estará
solo.
Subimos
al autobús y cada quien ocupó sus lugares. Alguna fibra interior debió sufrir
un fuerte tirón, porque apenas toqué la silla y me sentí cómodo, el sueño se
apoderó de mí. Me desperté a unos kilómetros de la estación de autobuses de
Santa María. Los busqué por cada uno de los puestos y ya no estaban. ”Se
bajaron en un puesto intermedio cerca de Alto Bolívar...” confirmó el conductor, algo aturdido por la
insistencia de mis preguntas.
No
pude sacarlos de mi mente ese día, aún hoy cuando viajo en autobús y saco de la
mochila mi acostumbrado libro (mi vicio y placer sin culpa), ellos aparecen
como la encarnación de una clase especial de pureza. En la noche, cuando llegué
a Junín, a visitar después de tres años a mi padre, en el calor de la tercera
botella de whisky, el viejo me acarició el rostro como nunca lo había hecho.