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jueves, 29 de noviembre de 2012

MIENTRAS ESPERO


 MIENTRAS ESPERO

Gracia Aguilar Bañón
















Aquí sentada mientras espero que llegue el “ayudante” para que le lleve esta comida a mi hijo, no puedo hacer otra cosa que repasar mi vida y contársela a ustedes, aunque no tengo muy claro para qué. Quizá para desahogarme, para frenar un poco esta rabia que no puedo gritar, porque me harían callar.
Llevo ya dos horas y sé que aún me queda un buen rato. Estas cosas van lentas. Cuando viene Nuri, mi hija, la atienden más rápido, tiene suerte, o lo más seguro es que le haya gustado a alguno de estos policías. Yo ya soy demasiado vieja (demasiado parecida a estas otras tantas mujeres que esperan también aquí, a mi lado, enfrente de mí) para recibir un trato especial. Así que ellas y yo nos limitamos a insistir, una y otra vez, hasta que deciden hacernos caso, por cansancio o aburrimiento o, en ocasiones, cuando conseguimos reunirlos, por los “chelitos” que les ponemos disimuladamente en la mano. Hay veces que nos exigen el dinero sin tapujos y si les decimos que no tenemos nada, nos hacen esperar a propósito, tan jodones, nos ignoran, para que aprendamos que al día siguiente no debemos volver con las manos vacías. Como vine yo hoy, sólo con la comida de Domingo y con una camisa limpia para que se cambie. Ya son diez días los que lleva ahí dentro, el pobre, que no hizo nada, que me lo cogieron siendo inocente.
Sí, ya sé que piensan que soy su madre, que qué voy a decir si es mi hijo, que pesa más el corazón que la cabeza. Pero no crean que espero que todos ustedes me comprendan, no, que lo único que quiero es que me escuchen. Ustedes no van a poder hacer nada por cambiar esto, ni yo tampoco lo pretendo, que quede claro. Bien sabe la vida que ya he aprendido a conformarme, a aceptar lo que venga con resignación. Soy pobre, pero no pendeja. Y no rezo cada noche para que mi situación cambie, lo que le pido a Dios es que me de fuerzas para seguir viniendo cada día, para que Domingo no acabe en el olvido como le pasa a la mayoría de los que están igual que él. Que eso es lo triste. Así terminan: en las celdas de esa maldita cárcel, sin posibilidades ya de salir porque nadie se acuerda de ellos, convirtiéndose en uno más, en uno de esos tantos.
...Míralo, ahí viene el “ayudante”, con esa cara de poder, como si no supiera que en realidad es tan desgraciado como yo...
Ya sabía que no me iba a hacer caso, pero tenía que intentarlo. Lo malo es que está anocheciendo y no dejé la cena preparada. Menos mal que Nuri se hará cargo. Que se está portando muy bien esa hija mía del alma a la que no supe encaminar. Ya me la puedo imaginar a ella dentro de diez años en este mismo lugar, sentada aquí donde yo estoy, trayéndole comida a uno de sus ahora pequeños. Porque la vida da vueltas y se repite. No quiero decir con ello que mi madre, que Dios la tenga en su gloria, se encontrara algún día en esta situación (no, eran otros tiempos, entonces no te metían en la cárcel, directamente te hacían desaparecer). Pero que alguien me explique si no cómo es posible que a ella la abandonara mi padre, que a mí me terminara dejando el que nunca llegó a ser legalmente mi marido (porque ya estaba casada con otra) y que el condenado ese que dejó preñada por tres veces a la Nuri desapareciera con la última barriga.
Mi pobre Nuri... No supe evitar que pasara por lo mismo que yo. Me quedé sola cuando los muchachos estaban en la edad más difícil, y entre el trabajo y la casa se me escapó. Por ser la más grande y hembra dejó de estudiar para ayudarme con los pequeños... Sí, qué bien lo veo ahora, de lejos, cómo se repetía la historia, pero entonces no fui consciente. Lo normal era que una chica ayudase a su madre en la casa. Y ahora ya no sabe, no puede hacer otra cosa.
Ni siquiera ha encontrado a un hombre que la trate mejor. En eso yo tuve más suerte. Ya grandes los muchachos apareció Francisco. A la Nuri no le hizo mucha gracia, al fin y al cabo era la que más se acordaba de su padre y de lo que me hizo sufrir. Pero Francisco es bueno. No soy la única, eso lo sé y lo acepto, no estamos ya para poner condiciones, pero me trata bien, trae dinero a casa y se porta con los muchachos, aunque no sean hijos suyos. Y las comadres por fin me dejaron en paz. “Que se te va a pasar el tiempo y la edad no perdona”, “que luego, con arrugas, ya no te va a querer nadie”, “que un macho es necesario en una casa”, “que no puedes quedarte sola”. Qué pesadas se pusieron.
...Bueno, ahí viene otra vez con su misma cara. A ver si ahora tengo más suerte...
Creo que me vuelvo a casa con la comida. Hoy ese desalmado tiene el día torcido, seguro que ha quedado con la novia después del trabajo y le querrá brindar unas cervezas, por eso no da el brazo a torcer. Como que no le hubiera dado yo el dinero si lo tuviera, con tal de que mi Domingo comiera caliente...
Me cuesta entender a estos desdichados. No paro de preguntarme si no tendrán madre, si no sentirán un mínimo de respeto, de compasión, por unas mujeres mayores que lo único que hacen es preocuparse por sus hijos. Qué malo es eso de creerse con autoridad. En realidad ellos no son más que unos pobres desgraciados, pero tienen fuerza ante nosotras, pueden jodernos la vida y lo hacen.
Yo me he esforzado por conseguir que mis hijos sean unos buenos muchachos, y lo he logrado, por eso digo que Domingo no se merece estar ahí dentro. Él nunca ha dado problemas, consiguió su trabajo en la fábrica, incluso participa en alguna actividad de la parroquia. Cierto que se toma su cerveza de vez en cuando, pero ni siquiera toca el ron, y a las dos novias que ha tenido las ha tratado con respeto. Pero tuvo que pasar por el puente en el peor momento. Mira que se lo advertí tantas veces: “Hijo, da el rodeo, aunque sea más largo el camino, evita el puente, que todos sabemos lo que se mueve allí”. Y le pilló la redada. Lo metieron con los demás en la furgoneta y para acá que se lo trajeron. No le encontraron nada, pero tampoco lo sueltan. No me pidan que les explique porqué. Aquí no hay motivo, simplemente las cosas pasan. Y digo aquí, porque me han contado que existen otros lugares en los que no ocurre esto. Yo no hago caso a habladurías, pero la gente sí se lo cree e incluso se va a buscarlo. Así alimentan a los tiburones, porque muchos no llegan, se quedan en el camino, se los traga ese mar traicionero. Como le pasó al hijo de la comadre María. La acompañé a que reconociera el cuerpo, si es que aquello podía llamarse cuerpo. Dios mío, no fui capaz de ver en esa masa de carne al Roque, al pequeño Roque que creció junto a Domingo y se dejó llenar la cabeza de sueños. La comadre sí lo reconoció, o al menos es lo que quiso creer, porque así pudo darle un entierro. Les parecerá tonto, pero consuela tener una tumba a la que visitar y llevar flores.
A mí me cuesta pensar que allí, en la otra orilla, hay algo mejor que esto. Quizá si lo viera con mis propios ojos… Pero no piensen que sería capaz de arriesgar la vida por ello. Mi sueño no es dejar mi país. Al fin y al cabo no se vive tan mal. Si la gente aprendiera a conformarse y a vivir en paz: comer, comemos todos los días, y un techo no nos falta. ¿Para qué más?
...Mira qué bien, se va el mamarracho ese, a ver si tengo más suerte con el que entre...
¿Ven porque no me quejo? Dios acaba sonriéndome siempre: el que ha entrado es ése al que llamamos “pequeño buena persona”.
“No se preocupe mi doña, que yo se lo hago llegar”, me ha dicho al coger la comida y la camisa. Ojalá y hubiera alguno más como él. Ahora ya puedo irme tranquila, andando, a pesar de que es un paseo largo, porque ni dos pesos llevo para la guagua, pero así me da tiempo para ser agradecida. Y a ustedes les dejo en paz. Alégrense por mí y no le den mente a todas las tonterías que dice una vieja cuando el cansancio le amenaza.
...Es más tarde de lo que me creía. Está oscuro. Espero que la vida me siga favoreciendo y me proteja en el camino que me queda por delante...

sábado, 24 de noviembre de 2012

IMPERIO DE HUMO Y PIEDRA


Semper simul, Semper carmina.


IMPERIO DE HUMO Y PIEDRA
Por: Javier Barrera Lugo


Para: Martín Suárez B.

La dignidad parece relativa en una ciudad donde la mayoría de nosotros utiliza el ladrido como táctica de disuasión. La factoría,  el rebusque, la falta de empleo, la calle donde se aprenden la prostitución, la mensajería y la poesía, son maestras despiadadas que nos esquilman el placer de soñar sin consecuencias. Olvidadas, quedaron las realizaciones que existieron sólo en los atrofiados cerebros de los tecnócratas, aquellas promesas que nos vendieron los dueños del caos para hacerse elegir de algo y robar a placer. Ahora ese reclusorio para sordos al que llamamos sociedad, se encarga de oprimir los sentidos de quienes nacimos humanos y nos fuimos haciendo monstruos en silencio, de a poco cada día. “Qué le vamos a hacer”, dicen la mayoría de los habitantes de esta sabana, mientras observan por las ventanas de sus oficinas como se oculta el futuro que parece nunca asomarse completo por este paraíso en llamas.
La tarea es imaginar algo mejor para todos, aunque la fe no sea una cualidad que sobre en esta ciudad de cadenas, lo digo de corazón, sin odio. Caminamos por el vacío y sólo los desprendidos tendrán posibilidades reales de no volverse diosecitos sádicos. Aquellos capaces de darle un gramo de alegría al prójimo sin esperar recompensa por ello, serán bendecidos con la gloria que se demuestra en pequeños actos generosos. Sin ánimo de parecer una plañidera aferrada a las columnas del templo, creo que al mundo le sobra el tufillo de crueldad que desesperanza y le faltan certezas para luchar beneficios generales a la hora de cerrar cuentas.
¿Se preguntan por qué escribo estas líneas en tono mesiánico-jactancioso? (por si acaso,  no vendo la revista ATALAYA; A continuación lo aclaro todo: hace un par de semanas choqué de frente con la realidad. Los prejuicios de la gente me lanzaron un navajazo a la cara que produjo una herida llena de fuego y suciedad, desnudó lo patéticos que podemos ser los hombres como especie dominante del planeta. No soy soberbio, pero juzgo, me unto, no coloco la otra mejilla,  mi intención es quitar una máscara, averiguar sin anestesia cuánto de nuestra alma quedó refundida en la mediocridad que los amos del mundo nos inculcaron; mi propósito, amigo lector, es confirmar que le hacemos caso a las mentiras del mercado a ojo cerrado y nos comportamos como cerdos (come lo que puedas, atragántate y escapa) condenados a sobrevivir a cualquier precio, a comprar la felicidad que se exige como dogma en los anuncios de televisión. Aristas que confrontan una verdad feroz para los seres que rondamos esta comarca en guerra: somos esclavos, no artífices de nuestra realidad.
Seis y treinta de la tarde, viernes 26 de octubre de 2.012. Abordo el bus para retornar a casa después de un día de labor. El trancón absorbe lo poco de energía vital que le queda a la gente que va apiñada en los quince vehículos de transporte público, los treinta y dos carros particulares y un sinnúmero de taxis que atiborran la entrada de Álamos, a esa hora. Metros adelante, un hombre saca desesperado la mano de la chaqueta que la protege del frío, solicita ser llevado y aborda con dificultad el vehículo. Paga el pasaje completo (no es de los que ruega que lo lleven por mil pesos) y empieza a cantarle al mundo, con la peor voz del mundo, que es otro discapacitado vicioso que afea lo mundano, un mocho mundial, el “patuleco” que acaba de emerger del más profundo recoveco del inframundo; que va hasta La Gaitana,  uno de los barrios más “picantes” de Suba, y necesita dinero para comprar jabón, comida y unos caramelos para sus sobrinos de tres y cuatro años, “las únicas personas, después de mi mamita, que no me ven como un incompleto pedazo de mierda”. Concluye su petitorio con una sentencia lapidaria: “Y no me miren mal, aunque huelo a feo yo también pagué completo el pasaje y tengo derecho a sentarme en la silla azul”[1]. Un par de hombres que ocupan estos puestos exclusivos no le hacen caso, observan extasiados a la pareja que en ese momento abandona un motel, detallan las facciones, curvas, pliegues y cabello mojado de la mujer vestida de negro. Imaginan.
El trancón juega contra el discapacitado, contra la tolerancia de todos los que intentamos no centrar los pensamientos en el hedor de aquel hombre que pone a prueba el mecanismo democrático que sustenta una tarifa de transporte. Su reclamo de comodidad piadosa es anulado por el silencio del par de voyeristas a los que la lascivia vedada, les mantiene abierta la boca como asnos. ” ¡Jamás se van a levantar estos malparidos!”, pienso  con rabia. El calor del bus atestado hace peor el tufo de aquella masa quejumbrosa. Habla sólo, berrea, cuenta detalles de su adicción, de los sobrinos a los que quiere obsequiar golosinas en halloween, de su paso por el colegio con excelentes notas, del abandono, de una vida (la suya) que a ningún pasajero interesa. No es momento para misericordias, la fetidez es insoportable.
Una dama sentada en la segunda fila de asientos, al lado derecho del pasillo, saca un frasco de perfume barato y comienza a rociarse la hipotética aura que rodea su figura mofletuda.  Un acto que hace patente el “¡bájese h.p. ñero…!”, aunque sin palabras, hipócrita y pendenciero. No creo que aplique justicia a conciencia, el instinto la ciega, pero su desesperada reacción detona un incidente que evidencia lo muerta que parece estar también la piedad. Miradas van y vienen, se estrellan accidentalmente, evaden responsabilidades individuales. Los reclamos, mentales al principio, se vuelven balbuceos y terminan por ser aullidos de manada horrorizada cuando un hombre (si se puede tildar así a un  parásito que destila odio) descarga a gritos su resentimiento. Bufa quejas como un niño sin carácter, excluye al indigente como si este fuera un saco de basura mal ubicado. Se dirige a la cabina del conductor, quien se ha hecho el de la vista gorda todo el tiempo, y le hace una agresiva petición:

-¡Baje a este tipo ya!-ordena. Acto seguido, sustenta su demanda: - ¡Usted no puede mezclar gente con “desechables”!  Quién quita que este “huevón saque un arma y nos atraque… ¡Que lo baje, hombre… O le hacemos para este “tiesto” y no respondemos!-vuelve a insistir y la mayoría de pasajeros, actuando como cobarde gavilla, inician un vergonzoso motín.
No me indigna solamente el comportamiento de los demás, indigna mi silencio cómplice, mi pusilanimidad. No es justo lo que sucede, lo sé y por el momento no hago nada. Callo por miedo, me excuso en “no meterme en lo que no me importa”, y lo repito autocomplaciente diez veces más. Entiendo lo del olor y las consecuencias que genera, pero si nos basamos en la teoría económica que domina al mundo y acatamos simplistas, el libre mercado (pague su comodidad, quien tiene el capital tiene el poder) y no en conceptos primarios de segregación, el indigente tiene todo el derecho a transportarse en el bus y viajar sentado. Cumplió las reglas, pagó completo, ¡PAGÓ! señores defensores del sistema. La gente decente obvió esta pequeña norma y no contentos con esto, comienzan a pontificar respecto a lo que debe hacer el indigente: “¡que se baje!” dicen muchos, “¡bájelo a la brava!”, ordenan  otros, el resto optamos por callarnos, mirar hacia otro lado y esperar el resultado. No pasa nada de lo antes mencionado.
El indigente, en un acto de lógica dignidad, le insiste al conductor sobre el pago que hizo. Da razones acertadas para que se le cumpla el derecho a ser transportado. Apela a las migajas de buen corazón que le puedan quedar a los pasajeros, pierde los estribos, exige, pero nunca de mala forma. La respuesta que recibe es una amenaza directa del conductor: “se baja o lo bajo, h.p.” dice para recibir los favores de la turba ansiosa, mientras, bamboleaba de lado a lado una gruesa varilla de acero. No aguanto más, es inaceptable lo que ocurre. Le digo al conductor que no proceda de esa manera, que sigua la ruta y se deje de pendejadas. El hombre mira con arrogancia al vacío, no se digna verme a los ojos, me insulta: “Entonces bájese usted y ayúdele a su “novio” a subirse a otro bus, sapo” Me quedo sin palabras… Igual hubiesen sido un desperdicio. La gente se suma a la ofensa y me dicen una docena de cosas del mismo o mayor calibre. “Todo está consumado”, pensé.
El conductor, en un acto desesperado, al ver la dignidad a toda prueba  del indigente, toma un galón con agua y se la empieza a lanzar en pequeños espasmos, como si de un endemoniado se tratara. Los pasajeros comienzan a gritar extasiados, (turba estúpida) para que el bus retome la marcha. Se rindieron. El conductor vocifera: “¡entonces jódanse y aguántense el olor!”. Acto seguido, cierra su cabina y acelera furioso. Deja abierta la puerta del bus y comienza a mecer el vehículo de lado a lado de la vía, parábolas imaginarias manchan el asfalto, la gente protesta. El mal está hecho. Quiere que la física y su actitud pedante lancen por los aires a aquel desafortunado maloliente que despedaza los sueños de grandeza de los enfurecidos habitantes de un imperio de humo y piedra que agoniza bajo el fuego de su propia insensatez.
Me bajo y las miradas de odio acompañan la escapada. El indigente guarda silencio, la gente ya no protesta, mastica la rabia como si de dulce veneno se tratara. Mis sentidos experimentan alivio, el alma parece estar herida de muerte. ¿Por qué demonios una sociedad sodomizada por sus majaderos dirigentes es capaz de fragmentar aún más la dignidad de los menos afortunados? Eso es lo que se consigue con un  linchamiento, negar al otro, su esencia. Rebajando la índole de la víctima crece la autoestima del agresor. Nuestra sumisión consciente es menos escabrosa si la contrastamos con el patetismo que les atribuimos a otros. De eso se trata el juego hoy en día: patearle las costillas al que esté en el piso atolondrado, al que no puede defenderse. Sinfonía de cobardes. Reglas sucias rigen estos tiempos de gente dócil por convicción.
Días después, estallan otro tipo de verdades en mi entorno. Compruebo que no todo está perdido, que el anhelo todavía abre ventanas, cimenta  actos nobles, apadrina milagros cotidianos y sublimes. David y Liliana, con ojos nublados por lágrimas alegres y miles de esperanzas, nos enseñan a un grupo de conocidos, las imágenes en tercera dimensión del hijo que esperan. Un hecho cargado de belleza me quita el mal sabor de boca que dejó lo sucedido unas noches antes. Fe, decencia, humildad, ganas de cambiar el mundo. Una nueva vida tiene el poder de cambiarnos el espectro oscuro que quiere aplastarnos de golpe. Viendo a aquel niño preparándose para invadir el mundo, entiendo lo que tantas veces leí y no dimensioné en su momento: No podemos rendirnos. Merecemos algo mejor de lo que tenemos. Los sueños no se negocian.

¡Gracias, Martín!


[1] En el transporte público de Bogotá las sillas azules están destinadas para ser utilizadas por personas en situación de discapacidad, mujeres embarazadas y personas de la tercera edad.

EL PADRECITO ANGELITO


viernes, 23 de noviembre de 2012

MUJER


MUJER


Por: Sandra Sandoval, SanLiSan



Vuelvo a ser mujer, de ojos temerosos, de silencios compartidos, de quejas y reclamos que se desvanecen con un beso.

Vuelvo a ser mujer de aspavientos matutinos con  hileras interminables de sueños vividos, de amor vehemente que no se cansa de quererte.

Vuelvo a ser mujer de pliegues suaves, de senos erguidos al amor que se enfilan al más pequeño roce de tus dedos.

Vuelvo a ser mujer de mil sabores, de besos llenos del amor del mundo, de miradas que agravan los silencios libidos de nuestras conversaciones.

Haces que mi mujer, la que llevo adentro, renazca cada día en mí, en medio de la fiesta de todo lo que has traído para mí en este tiempo.

Y quiero volar a tus recuerdos, saber todo lo que quieras que sepa, conocer tus oscuras libertades, tus pecados más profundos.

Te llenaré de besos nuevos cada luz de día, refrescaré  tus mares de deseo dejándome ser todas las diosas coronadas de tu sexo.

Y me regalaras esas plegarias de amor a la luz de cualquier estrella, en medio del diluvio o el calor más intenso en nuestras pieles.

Vuelvo a ser mujer, con deseos nuevos, desviviéndome en tus ojos claros que me ciegan, en tus labios que se cruzan con los míos temerosos, húmedos.

Vuelvo a ser mujer, con sueños ávidos como mil tormentas de una sola vez, de espasmos grandes y serenos estallados con tu amor.

Vuelvo a ser mujer de búsquedas, con ganas de caminar y descubrir de nuevo el mundo y entregártelo para que lo hagas a tu antojo.

Vuelvo a ser mujer, de cálidos abrazos, de amor por todas partes, de manos suaves que se pierden para lograr una caricia, de ilusiones grabadas con tu nombre.

jueves, 22 de noviembre de 2012

LA REALIDAD DE UN SUEÑO


LA REALIDAD DE UN SUEÑO



Juan Hasty González, Cuba


Una mañana de mayo, cuando muchos árboles se llenan de flores y el sol resplandece en el alba, un niño llamado Chefi, despierta y se da cuenta que no está con sus padres, ni con su familia - ¿Dónde está papá y mamá?- se preguntó. Se sentía tan solo y fue entonces cuando se decidió a caminar por aquel hermoso lugar y descubrir todo a su paso, todo lo que ve es ajeno a su vista, pero agradable. Extrañado se pregunta -¿Por qué estoy aquí?- y al instante una voz de tono dulce embargó su corazón y le dijo:
- Chefi, ¿Quieres saber qué anhela realmente tu corazón?
Sorprendido se pregunta - ¿Por qué estoy aquí? ¡No sé quién me habla! ¡Muéstrate! ¿Dónde estoy?
Sigue caminando y al rato se encuentra con el mar, deseoso de sentir el fresco aire del mar y ver su color verde y azul, abre sus brazos, respira profundo, sopla la brisa suave en su piel, detenidamente observa las aguas; agua de siempre, agua con vida, aguas extendidas, aguas dormidas.
El niño Chefi sigue sin entender y una vez más la voz le dice:
- Ahora no es necesario que entiendas nada, sino que comprendas que debes de crecer y seguir adelante, caminando sin mirar atrás
Siendo obediente a la voz, se desplaza por toda la orilla del mar, las olas bañan sus pies una y otra vez, de pronto comienza a correr largo tramo de la playa, se detiene y se da cuenta que se encuentra en el mismo lugar donde dormía, de pronto despierta y comprende que estaba profundamente dormido y todo era un gran sueño.
Chefi se había quedado acostado en un parquecito de la escuela. Camino a su casa, las flores que se desprenden de los árboles le caen a cada paso que da como si fuera nieve del cielo, flores hermosas, rosadas y blancas.
Muy contento con el sueño que había tenido exclama:
¡Voy para mi casa que está en mi pueblo, que está en mi tiempo!
¡Voy para mi casa que ya he aprendido a mirar el cielo!

viernes, 16 de noviembre de 2012

CAEN LOS SUEÑOS


CAEN LOS SUEÑOS
Por: Aldo Joel Balcázar Toledano


“Queridos enemigos de siempre dejo este mundo de dolor,
nunca se olviden que el llanto de la gente va hacia el mar”
Fabulosos Cadillas.

Nunca llegó a entender en qué momento semejante ejercicio dejó de tener la importancia que debería tenerlo; la seriedad de la que había escuchado hablar. -La vida es lo más importante, pero sin libertad-. En qué país, con qué dictador se transforma en un juego de papel. Vidas de papel tiradas en el agua.
Unas gotas de sangre salpican. La jícara de sangre para regresar a la realidad, el líquido más parecido al agua desde hace algunos días. ¿Cuántos días llevo aquí? Cuatro o tres, no deben ser más. No podría aguantar más de una semana. Más sangre y gritos de su torturado de cuarto lo obligan a intentar abrir los ojos pero es imposible.
-Nada más mírate cabrón, con esa cara hasta parece que llevas dos días de madriza continua, peor que boxeador. Ya ni la chingas ¿qué va a decir tu madre? ¿Quieres ver a tu madrecita de nuevo? Claro, todos queremos a nuestras madres, de una o de otra forma, pero en estas condiciones ¿Qué va a pensar de ti?
Mírate con los ojos cerrados, los labios abiertos, ya casi no te reconozco, todo desmadrado. En fin, has visto la película del jorobado, esa de Disney -el cuerpo no responde- pues él está más carita que tu. -Y suelta un golpe-. Para ser sinceros está bien cabrón que regreses a casa, no porque no queramos que regreses, sino porque ya no tienes. Sabes, fue destruida en la balacera que hubo con el cártel…quien sabe qué pinche cártel enfrentamos, y como la cosa estuvo bien difícil y, estos pinches narcos tenían bombas… pues se destruyó como cuatro casa. No sabías. Aquí está en los periódicos. No que muy enterado de la situación del país. Puras pendejadas tú y esta bola de revoltosos.
Hay algo bueno entre tanto desmadre en todo el país, y es que le estamos ganando al narco. Y hay gente que piensa que los militares en las calles son sólo para violar, maltratar, detener a los estudiantes, matar, quemar casas, torturar indígenas, investigar a grupos guerrilleros y quien sabe que tantas pendejadas más. Puras mamadas. Lee, lee, en los periódicos, en la tele, en la radio y hasta el presidente nos respaldan, nos protegen.
Pon atención que esto es importante -vuela otra mano y un pie- porque cuando quedes en libertad y un puñetazo, libertad y una patada, libertad patada, libertad puño, puño y libertad, libertad, libertad.
Imposible gritar o sentir dolor -pero sin libertad, ¿cuántos días?-no se puede pensar, recordar la última tarde allá afuera, en libertad repetía el oficial aplicando una buena dosis de golpes y palabras.
Ir a la escuela por la mañana, encontrarse con los compañeros, hablar de las cosas, de todas las cosas en general, pero como un instinto innato nos encabronamos en los hechos políticos. Gritábamos tan fuerte que en ocasiones las personas de afuera de la casa se quedaban paradas y se iban con rapidez. Ver a mamá de nuevo ¿por qué aparece mamá des pues de la gente corriendo? Botas negras bien lustradas, pantalón verde corriendo por la calle gritando ¡qué va a decir tu madre! Cenar con la familia, subir al cuarto y poner un disco. Los están buscando, mejor cuídense. El ejército viene para acá a combatir el narco local, se escribe en el diario del municipio. Cuídense… los buscan… ejército, y la canción del león Santillán encuadran la noche. Te quedas dormido.
Tal vez todo fuese un sueño. Los golpes ya no duelen. En el subconsciente todo es más suave. Abres los ojos y ves a una persona vestida de verde, los cierras y estás en un cuarto oscuro, tirado en una cama. Abres los ojos y te encuentras en el cuarto, los cierras y el de verde golpeando. -No duelen los golpes, ya no duelen-. Cierras los ojos para despertar en un lugar extraño con verde hablando de periódicos y del narco. A la izquierda se encuentra Iván inmóvil en una laguna de sangre, Lucía con el sostén roto sin pantalones, el cuerpo pálido con grandes lunares morados, en frete otras dos personas que no has visto nunca. Una nube de mosquitos se acerca a ti y comienza a picarte. -No duele-, piensas, pero cada vez son más fuertes, se convierten en pájaros hasta llegar a ser puños golpeándote en el cuerpo. Pero ya no duelen. -Pon atención que esto es importante-. Cierras los ojos y despiertas en un lugar oscuro, el mismo de hace rato. No puedes ver nada, pero sientes un alivio. -Este es mi cuarto, son las horas de la noche, las tres o cuatro, los perros no ladran y está oscuro. Empiezas a distinguir dimensiones. Es mi cuarto-. Tu cuarto, no ha pasado nada. Los vuelves a cerrar para ver otro lugar extraño. Sólo puedes ver algunas cajas de madera, una pared de metal, huele a perro muerto y una montaña de maniquíes con ropa pintados de verde, morado y manchas rojas te impiden ver más allá. Intentas moverte pero hay más muñecos encima de ti y no puedes. Un ruido de motor llega a tus oídos. Cierras los ojos, prefieres despertar, el olor es insoportable. La oscuridad te llena de calma, ahora estás seguro de que esta oscuridad le pertenece a tu cuarto. Nada ha cambiado. Descansas y vuelves a dormir.
El ruido del motor es más fuerte y el olor te sigue hasta tu rincón, tu cuarto, y decides terminar el sueño que ahora es una pesadilla que te sigue hasta tu recámara, a la oscuridad y tranquilidad de tu recámara.
Los maniquíes de un principio son en estos momentos cuerpos fétidos con ojos sin sentido, viendo a todos lados, viéndote y buscando una salida que te exigen encontrar. El piso se abre y todos caen de aquel lugar que es un avión. De abajo se acerca el agua. -El llanto de la gente va hacia el mar-, piensas. Las máscaras están con otro rostro, más contentos, más felices, liberados de torturas, diría yo. Otros no han cambiado mucho, siguen tristes. -Estoy volando entre máscaras de tristeza, logros a medias, sueños rotos; si, no hay felicidad entre nosotros, hay una especie de liberación del maltrato al que nos han sometido. No hay felicidad. Hay sueños inconclusos, utopías cayendo de aquel avión por encima de nosotros, de nuestro trabajo. Un avión cagando utopías-.
El mar está acercándose, los cuerpos me tocan, se agarran a mí. Cierro los ojos para despertar, no quiero morir. Los abro pero el mar está más cercano ¡despierta! Cierro los ojos pero otra vez el agua, el aire se hace presente. No puedo respirar, apenas me doy cuanta. Todo era tan tranquilo, ahora es demasiado rápido pero no llego al mar. Cierro los ojos y el mar, abro los ojos y el mar, en las dos partes agua. Sueño o no, no puedo cerrar los ojos, no puedo abrirlos ni moverme, ni volar, en los sueños se puede volar cuando quieres, pero calma, calma, sólo tienes que… Pero el mar.

sábado, 10 de noviembre de 2012

PREDICANDO UN SUEÑO


PREDICANDO UN SUEÑO
Varmis Terrero Cuevas

Él tenía hermosas barbas coloradas y un cuerpo montaraz. Había nacido en el vientre del bosque y criado entre la soledad de la naturaleza y los animales salvajes, sin fe, sin religión, aunque en su vida se registró una noche clara el curioso hecho de haber derrotado con suma dicción teológica los argumentos de cinco predicadores de la civilización. Por la primavera se echaba a andar bajo la luna, y frente al río su voz trinaba junta a las de los insectos cantores y los blancuzcos peces. Se alimentaba de culebras prehistóricas que atrapaba bajo las estupendas piedras. Era bastante alto y muy fuerte. En su cuerpo robusto ardía una infinidad de razas: los blancos de la Península Ibérica, los negros del África, los indios de la Madre América, etc. Sus cuerdas bucales sonaban como las piedras al caer, su cara era una enorme roca. Sus dos brazos eran largos y gordos y tenían una enorme fuerza. Su nombre simbolizaba la vastedad de la naturaleza y sus disímiles formas. A ese tal --a Augusto Sanz Villamercedes-- vine a conocerlo aquella fresca noche de junio del 2004, bajo la luna rosada.
La búsqueda de una nueva ruta en nuestro firme itinerario de Misioneros de la Luz nos había llevado un día hasta el mundo de los seres imaginarios y felices. Estimábamos que los hombres de nuestras tierras tenían claro el mensaje de Jesús y por eso un día nos fuimos a predicar sobre la vasta selva: sobre la extensa arboleda, los extraordinarios ríos, los monstruosos animales, los valerosos hombres. Éramos cinco: yo y mis cuatro mejores camaradas de toda la vida: Yimi, Eri, José Luís y el hombre de las cinco vocales: Aurelino.
Una noche nos recluimos a leer La Palabra alrededor de la llamarada ardiente, y, entre el susurro de los infinitos insectos y el ras de las hojas de los árboles al recibir el contacto de la brisa, sentimos las pisadas de unos pasos gigantescos. Cerramos rápidamente las Biblias y volamos ágilmente los arbustos cercanos y caímos dentro de una vivienda desarrapada que habíamos descubierto aquella misma tarde. Desde allí volvimos a sentir las pisadas del monstruo que se avecinaba y el desbarajuste demoníaco de los árboles ante su llegada triunfal. Un golpe duro deshizo la puerta de la pequeña y desde el infierno de la obscuridad rugió la estridente voz de lo que había allá afuera. Nos dijo:
-Abandonen, amigos, el escondite innecesario. Les prometo que les cuidaré de los demonios que por aquí rondan. También les prometo paz. Vamos, salgan.
Aurelino, el jefe indiscutible de la misión, imploró con voz nerviosa desde la esquinita en donde estábamos por la vida de todos. Una sombra muy negra nos invitaba a salir y nos garantizaba el pellejo. Salimos y nos colocamos bajo las numerosas estrellas y nos recibía una sombra cuya cabeza se perdía en lo alto. Nos dijo:
-Buenas noches, amigos, soy Augusto Sanz Villamercedes, el Hombre de la Selva, el Hombre de esta América. Veo que son bastante jóvenes y que están inmersos en un inmenso peligro. (Las fieras los asechan para comerlos vivos.) Sólo los valerosos y bienaventurados salen con el precioso don de la vida al salir de esta hermosa parte del Universo. Pueda que ustedes mueran esta noche. ¿Qué buscan sino la muerte? ¿Algún secreto? Pueda que ustedes mueran esta noche. ¿Buscan algún secreto? Quisiera saber.
-Anunciamos el Amor –cantó la todavía nerviosa voz de Aurelino.
-Buscamos a quien dar el anuncio del Evangelio –agregó Yimi.
-Aquí se necesita a Dios y se lo traemos –dijo José Luís.
Eri y yo, los más tímidos y débiles de todos, optamos por la caridad del silencio. Ya comenzábamos a tener algo de confianza en el extraño, quizás por la arrogancia de sus enormes brazos robustos. El Hombre de la Selva continuó:
-¿Quieren romper con nuestro presente? ¿Están arriesgando sus vidas a favor de la Utopía que les sonríe bajo los brazos? Aquí está también la muerte. Han encontrado lo primero porque quien les apareció fue un hombre que tal vez sueña como ustedes, y no una serpiente o un tigre feroz o un león. Pero hablemos. Mis padres vinieron alguna vez aquí desde la civilización, y decidieron no regresar jamás. Aquí nací, aquí he de morir. Me respetan las fieras salvajes y los árboles, no me pican las sierpes venenosas, la naturaleza me ha estado grande con migo. ¿En qué puedo servirles?
-Queremos que soñemos juntos –dijo, por fin, Eri.
El hombre le tendió su mano de acero. Luego se volteó hacia mí y me dirigió su cara repleta de misterios. Yo comencé a morir de miedo, los muchachos a reír. Acicateado por mi timidez y nerviosismo, el Hombre de la Selva emitió un sonido brusco al través de sus bembas. Me preguntó:
-¿Tu nombre?
-Gerson –le contesté, tal vez con la ayuda de los demás. Y, todavía nervioso, agregué--: Queremos que a esta parte de la Patria Grande llegue Jesús. Él tiene la respuesta.
Tomó mis manitas, más pequeña que cualquiera de sus rugosos dedos, y apretándolas no demasiado duro, dijo:
-Has descubierto el Universo. Eso me obliga ahora a intercambiar en esta fresca noche con ustedes algunas palabras.
-Escuchemos –dijo Aurelino, con su dedo índice acostado sobre todo el largo de la nariz.
-Soy –inició mirando las estrellas el Hombre de la Selva-- un ser humano que nació y crió en medio de los animales salvajes y feroces, las aves silvestres y cantoras y los árboles milenarios y verdes. De ellos aprendí el valor de la armonía y la convivencia y aprendí que la brisa es música. Desde niño observaba vivir a los animales que respetaban más su condición de animales que el hombre su condición de hombre. Los seres vivos relacionados formaban sobre la tierra el ecosistema; los organismos animales y vegetales, el bosque; mis padres y mis hermanos, la humanidad. Desconocían quizás el Dios que ustedes esta noche anuncian, pero le obedecían cuando convivían y proclamaban el amor. Conocer al Señor es hacer lo que él mando, aunque varíen las formas y las culturas. No les he dado muerte porque he aprendido en medio de este vasto mundo que la convivencia entre los seres humanos sólo la sostiene eternamente la caridad del amor al prójimo.
-Seamos uno, y proclamemos la civilización del amor –le interrumpe Aurelino--. La selva la necesita.
-¡Es que ya lo tenemos! –rugió Augusto Sanz--. El Evangelio es compartir, nosotros compartimos. El Evangelio es comunión, nosotros partimos en comunidad el pan. Nuestro principal mandamiento es: Amar al Prójimo Más que a Sí Mismo.
-Pues no necesitan más nada –me adelanté a decir, superados ya mi timidez y nerviosismo.
-Es todo lo contrario –continuó Augusto Sanz Villamercedes--. La selva necesita pelear para que todo aquello perdure. Los pueblos de esta América quieren darnos lo que todavía ellos no han experimentado y que nosotros tenemos de sobra. En sus tierras aún no ha sonreído la Justicia de Dios. Sus hombres, sus políticos han negado lo que ustedes hoy predican. ¿Es posible que se predique sin el ejemplo? En esta Patria Inmensa, el Evangelio no sólo debe proclamarse en los altares de las Iglesias. Debe caminar las calles, hacerse sentir sobre la gente, cantar entre las multitudes, reinar desde los Palacios de Gobierno. Hagan que sus hombres vivan ese mensaje y luego tráiganlo a la selva para que evaluemos los puntos de coincidencia. Con serenidad y sencillez, llévenlo a todos los barrios de sus pueblos y háganlo una sola voz: la voz de los que quieren vivir. Dios llama a todos a hacer realidad su reino en medio del hambre y las continuas violaciones a los derechos humanos. ¡Hagan la revolución e instauren el Gobierno del Señor!
-Los hombres se resisten a recibir a Cristo –me adelanté a decir--, por eso elegimos la selva.
-Eso no es excusa –Augusto Sanz lanza otra vez sobre mí su cara enorme--. En sus tierras trabajen hasta el final y díganles a los hombres que dirigen, que Jesús ha llegado para ocupar sus lugares en los Palacios de Gobierno, que los humildes necesitan vivir, que es hora de la utopía de la liberación, que soplan nuevos vientos y que la fe ha terminado por asumir su verdadero rol. Eso es predicar el Evangelio. Punto.
El sueño nos atrapó en medio de su brillantísima exposición que parecía haber venido desde la nada para indicarnos el verdadero camino de la felicidad. Al otro día, cuando despertamos, nos dijo no haber dormido durante toda la noche. Lanzó luego su potente brazo sobre la Biblia de José Luís, la ojeó con decidida paciencia y comentó:
-Me parece bien esta utopía.
Decidió acompañarnos hasta la línea perdida que divide a la barbarie de la civilización. Allí nos confió que estábamos ya fuera del peligro. Le soltamos desde el otro lado un adiós y él una sonrisa. Nos restaba un camino largo.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

LA NIÑA TRISTE


LA NIÑA TRISTE
Por: Josefina Solano Maldonado


Hasta que salía de los ojos una mezcla de embrujo y alquimia, sortilegio oscuro para el dios Tariacuri, hasta que los negros y grises teñían las montañas mexicanas de Tenochtitlán, hasta que la tinta manaba como una savia oscura del corazón malherido de la deidad, la niña Aurorita, olvidada de colores y sol, iba dibujando un paisaje sinuoso en el que siempre rotulaba un nombre: Cumiechúcuaro o región de los muertos. Por doquier manos desencajadas, piernas gangrenadas, cintos y látigos bordeando la lámina como una cenefa que brotara del terror.
Hacía poco que la niña Aurorita iba a la escuela. Desde que nació había llevado una vida trashumante, deambulando con su padre por todo México, ofreciendo cacharros y cucañas de buhonero a las mujeres que salían a su encuentro. Ahorita vivía en una casa, situada en un barrio humilde de la capital. La maestra Lupita se dio cuenta de que algo pasaba. El aspecto de la niña era desaliñado, se sentaba siempre en el último banco, y allí junto a la ventana, clavaba sus ojos en los árboles desmedrados del patio. En clase estaba como ausente, no jugaba con sus compañeros, permanecía siempre aislada y silenciosa, haciendo siempre el mismo dibujo sin colores vivos, dibujos como la producción de un mundo agresivo y deshumanizado.
-¿Y mamita?
-No tengo mamita, doña Lupe.
-¿Por qué vistes de esa manera?
-No tengo dinero para comprarme ropa nueva. ¡Hasta luego, maestrita!
La niña salió corriendo, esquivando el interrogatorio de la maestra. Al llegar a casa, Aurorita encontró a su padre, echado sobre la mesa, ante una botella de charanda y otra de tequila. Tenía el hombre las misierucas y roñas propios de una condición rebelde que mojaba en abundante alcohol. Su faz estaba llena de cacarañas y los ojos, veteados de ramalazos rojos, flotaban en una linfa acuosa y amarillenta dando a su mirada el carácter ruin de los borrachos. Desde que había abandonado su oficio de buhonero, no hacía más que beber buscando cobardemente el olvido de la mujer a la que había amado y perdido en el parto de Aurorita. Consumía esperanzas, fumaba gregarismos, su lenguaje entre leguleyo y vulgar denotaba su hastío y flaqueza.
-¡Aurorita! ¡Aurorita! Ven a platicar conmigo, chamacona.
-Papito, ¿sabes que la maestra Lupita no quiere que vaya a la escuela con este vestido descolorido y harapiento?
-Tienes ya once años, Lupita, tienes edad para defenderte de alimañas como esas.
-Pero tú tan desobediente como siempre, ¡ojalá nunca hubieras nacido!, eres la culpable de que muriera tu madre.
La niña no rehuyó las miradas como había hecho otras veces y abordó a su padre nuevamente:
-La maestra Lupita me ha dicho que yo no tengo la culpa de nada.
-¿Entonces por qué murió tu madre? ¡contesta!.
-Murió porque se puso enferma, yo no tengo la culpa.
-¿Enferma dices? ¿enferma?, tú la hiciste enfermar. Yo no quería hijos pero ella se empeñó, y llegaste tú, mala pécora, arrebatándomela para siempre.
-¡La maestra dice que yo no tuve la culpa!
-¡No me grites! Voy a enseñarte lo que esa zorra no hace, voy a enseñarte normas de comportamiento y buenos modales, renacuajo.
El papito se quitó el cinto y golpeó a Aurorita hasta dejarle marcada la espalda. Como siempre hacía después de la paliza, la niña se encerró en su pieza y comenzó a dibujar el Cumiechúcuaro. Negros. Grises. Dioses con lengua de serpiente. Manos blandiendo espadas. Cuerpos perforados.
Después de acabar la botella de tequila el papito empezó a golpear con los puños la puerta de la recámara diciendo:
-¡Sal de ahí y prepara la cena que para eso eres una mujer!
La niña se acurrucó tras las cortinas.- ¡Qué salgas, chamaca del demonio!
Tan violentas fueron las embestidas que la puerta cedió abriéndose de par en par.
-¿Dónde estás, charra?
Aurorita siguió agazapada tras las cortinas como un animal enfermo. Cuando el hombre la encontró, la agarró por la trenza y la obligó a salir de la recámara.
-¡Prepara la cena ahorita mismo!
La niña entró en la cocina y sin que su padre la viera saltó por la ventana que daba a un descampado seco y polvoriento. Corrió hasta llegar a casa de la maestra.
-Maestra, Lupita, mi papacito me pega.
Lupita le desabotonó el vestido y vio la espalda amoratada. Con sumo cuidado le fue bizmando las heridas, le enjugó el rostro, le puso un huipil limpio, y la acunó en su regazo como un bebé.
-Había una vez una niñita que vivía en un jacal, situado en un lejano rancho de Oaxaca. Día tras día despellejaba panochas y milpes que luego vendía en el mercado. Todos los que por allí pasaban miraban su cara y sólo encontraban una expresión triste. Pronto se corrió la voz por todo el país de que en Oaxaca había una niña que no sabía sonreír. Fueron muchos los que se acercaron hasta aquel lugar remoto para ver a la chamaquita. Ella seguía en su labor, con la cabeza gacha y los ojos acuosos por el llanto. Vino cierto día un payaso del circo que recientemente había llegado a México, se puso delante de ella e intentó por todos los medios hacerla reír. No resultó. Fueron vanos los intentos de acróbatas, saltinbamquis, mozos y viejos para que la niña triste aprendiera a ser de otro modo, para viera la hermosura azul del cielo, para que visitara los tianguis, para que se divirtiera con los juguetes de chicle y papa, para que oyera el ayotl, timbal de tortuga, que muchos se ofrecían a tocarle. Llegaron hombres que le hablaron de Moctezuma, llegaron ancianas que le contaron historias de hechiceros aztecas y princesas chichimecas. Pero ella siguió siendo la niña triste. Una mañana de primavera, se acercó hasta ella una mujer de larga cabellera y huipil bordado que sentenció que alguien la había desterrado al Cumiechúcuaro tolteca, donde sólo había melancolía y tristeza. Aquella mujer se acercó a la niñita, le acarició las mejillas con sus manos suaves, recogió en sus dedos el amargo llanto, la abrazó arropándola junto a su pecho y la besó hasta el cansancio. Después de repetir aquel ceremonial durante tres días, la niña triste sonrió. ¿Sabes lo que le pasaba a la niñita?
-¿Qué maestrita?
-Que nunca supo lo que era el amor y la ternura hasta que aquella mujer se lo ofreció. Tú eres otra niña triste, pero yo voy a conseguir rescatarte del Cumiechácuaro, para enseñarte que también existe el cariño. ¿Cuántos besos te han dado a lo largo de tu vida?
-Papito no me ha besado nunca, doña Lupita.
La maestra besó a Aurorita y la llenó de besos, logrando arrancarle una sonrisa.
-Así me gusta, mi niña. No volverás a ser una niña triste.
No habían acabado la plática, cuando oyeron que alguien golpeaba violentamente la puerta. Doña Lupita abrió y se encontró frente a ella a un hombre borracho con un cinto en la mano.
-Le has llenado de pájaros la cabeza a mi chamaca, maestra, y eso no se hace.
-¡Váyase de mi casa!
-¿Dónde está mi hija?
-Le he dicho que se vaya de casa.
Fue tal la algarabía y trapatiesta que el borracho formó que los vecinos acudieron alarmados. La luz incierta de la tarde aislaba la sombra de Aurorita, escondida tras un sillón, con los ojos cerrados y las manos puestas en los oídos para no oír, para no ver, para no sentir de nuevo el miedo.
-¡Quiero a mi hijita! ¡la quiero! -gritaba el borracho mientras golpeaba el suelo con el cinto.
No tardaron en personarse las autoridades policiales, que comprobaron que era cierto la que tantas veces doña Lupita les había contado en comisaría. Al cabo de dos meses se dictaminó que la niña se quedara bajo la guardia y tutela de la maestra.
La niña Aurorita le fue devolviendo el color a sus dibujos.
La niña Aurorita aprendió a abrazar.
La niña Aurorita aprendió a reír.

viernes, 2 de noviembre de 2012

ANTECEDENTES


ANTECEDENTES
Por: vilaregut matavacas

Un rayo de luz, entre tantos como atravesaban el aire y la atmósfera, dio en un pedazo de metal redondo medio oculto entre el polvo de la calle. Santiago vio el destello. Caminó unos pasos sobre los diminutos granos de arena que apenas se mantenían unos instantes en el mismo lugar y se agachó. Sus dedos redondos y tostados como el café rodearon el pedazo de metal, lo levantaron del suelo, jugaron con él dándole vueltas y lo guardaron en su bolsillo. En el aire, ante sus ojos, apareció un trompo de colores transparente. Santiago casi pudo notar como el mecate blanco de algodón se enredaba en su dedo índice. Había estado ahorrando para comprar un trompo durante las últimas semanas y ahora la luz del sol le regalaba el último peso que le faltaba. Sonrió y siguió caminando entre el polvo de las calles de su pueblo.
El sol calentaba el negro alquitrán del asfalto y éste abrasaba el aire que sorprendido culebreaba por encima de las calles de la ciudad. Ronald miraba el espejismo en el horizonte que dibujaba el final de la cuesta por dónde subía al taxi que le llevaba al aeropuerto. En ese aire intrépido que se hacía visible ante sus ojos por el calor, Ronald se vio rodeado de gentes de tez morena que le agradecían su esfuerzo y dedicación, su altruismo para con ellos, los pobres desheredados de la tierra, que ahorita, y gracias a él tendrían un pozo de agua en su comunidad. Casi pudo sentir sobre su piel las sonrisas blancas, por el contraste de las pieles, de los más pequeños del lugar. Sonrió y siguió cómodamente sentado en el taxi que le llevaba al aeropuerto a través de las calles de la gran urbe.
El cursor, una rayita negra y vertical, parpadeaba sobre el fondo blanco electrónico de la pantalla. La luz como azulada del monitor iluminaba el rostro de Jamileth. Ya no quedaba nadie en la oficina, solamente el celador escuchando la radio en la pequeña recepción de la casa que servía de sede a la pequeña organización no gubernamental. El lugar dónde Jamileth laboraba y de donde recibía un poco de dólares para sobrevivir con su chigüín de cinco años. Acababa de leer el correo electrónico que confirmaba la hora de llegada del vuelo que traía al técnico cooperante de la contraparte de su organización en el norte. El nombre de Ronald había aparecido al final del texto, en el centro de la pantalla, firmando el mensaje. El nombre de alguien de quien tenía que inventar el rostro pues no conocía nada de él. Las únicas pistas que tenía eran sus mensajes escritos con un lenguaje que no escapaba del marco lógico que la relación requería. Jamileth estaba cansada, llevaba muchas horas frente la computadora. Le ardían los ojos. En ese ardor apareció su imagen, se miraba un poco mayor. Junto a ella un hombre le tenía la mano. Estaban sentados, elegantemente vestidos, la marcha triunfal del avance de los egipcios sobre los etíopes de la ópera Aida de Verdi amenizaba el momento. Era la promoción de su hijo. El protector de pantalla oscureció su rostro y la sacó del ensimismamiento. Movió el ratón y la luz de la computadora iluminó tenuemente la sala de nuevo. Jamileth apagó la computadora. Recogió sus cosas. Enllavó el cuartito dónde ella trabajaba y salió a la recepción. Dijo un “que pase buenas noches don Apolinar” y salió. Llegó dónde su mamá para recoger a su hijo y juntos platicando sobre sus cotidianidades se fueron a su casa. Allí nadie les esperaba.
Santiago caminaba con un gran balde de agua sobre la cabeza. Con el antebrazo en posición horizontal y la mano izquierda a la altura de la cabeza se ayudaba a mantener el equilibrio sujetando el fondo del recipiente. Con la mano derecha sujetaba la parte superior del balde. Recordaba el día que habían inaugurado el pozo. A partir de ese día sólo tuvo que caminar unos cien metros para halar agua. Recordaba también los meses que anduvo un extranjero por el pueblo revisando la construcción del pozo. Parecía que se llamaba Ronald pero todos le llamaban “gringo”. Se le veía ir de aquí para allá quemado por el sol y brillante y resbaloso por el sudor.
Ronald estaba elegantemente vestido en una lujosa sala de conferencias. Ante él un grupo de personas miraba las fotografías que mostraban los trabajos de construcción de unos pozos en algún país desconocido y la sonrisa de algún que otro chaval o chavala acarreando agua en un balde sobre su cabeza. Había estado apenas unos tres meses en ese país y ahorita estaba presentando a su audiencia una conferencia sobre el trabajo realizado y los principales problemas que achacan al país y la forma de solucionarlos. Durante su estancia había hablado largamente con Jamileth. Él le había regalado palabras como objetivos general y específicos, indicadores, actividades, evaluación, ciclo del proyecto, efectividad… Ella le había hablado de su hijo, de sus veinticinco años, de su trabajo. El parecía haberla escuchado, pero ahora lo que ella le dijo no impregnaba su discurso. Al igual que cuando hablaba con ella un “yo” iniciaba sus frases y poco de lo que no era de su mundo particular entraba en sus ideas.
Jamileth había llegado al aeropuerto para recibirle y prácticamente no se había separado de él en los tres meses que duró la visita de Ronald. Para cumplir con su trabajo había descuidado un poco su vida particular, la íntima. Procuró siempre tener listo lo que él demandaba en lo referente al proyecto y organizó el tiempo libre del extranjero de manera que éste se fuera completamente satisfecho del país. Le llevaron a conocer los lugares más bellos. Parajes que muchos de los habitantes de la zona jamás habían visitado y que con poca probabilidad visitarían. Pasear y hacer turismo es un lujo que no se podían permitir. Un quehacer que no formaba parte de su cultura. Tal vez un legado más de la situación actual del mundo. Una herencia más de la historia que vivieron sus antepasados y de la situación de dominio sobre sus tierras que tuvieron los antepasados de los extranjeros de occidente. Jamileth había heredado un contexto que no le dificultaba viajar. A Ronald le habían legado unas circunstancias que le facilitaban viajar. Tal vez los dos viajaban pero no del mismo modo, el viaje de Jamileth era otro, al igual que su mundo. Las oportunidades siguen sin ser las mismas para todos.
Cuando terminaron de construirse los pozos Ronald ocupo su tiempo en la identificación y redacción de otro proyecto. Jamileth le siguió atendiendo y conoció un poco más de su prepotencia y de ese aire de superioridad que exhalaba el extranjero. Otro proyecto significaba continuidad en su trabajo. Jamileth sabía que dependía de la ayuda externa para subsistir y que la injusticia que sufría la mayoría de la población de su país era la razón de su fuente de vida. Ronald, aunque estaba en una situación similar, no era tan consciente de ése hecho. Le faltaban todavía bastantes viajes para descubrirlo y sentir cierto desasosiego e incluso cierto ridículo existencial ante quienes se había mostrado prepotente y ante él mismo.
Santiago no pudo comprar el trompo que había soñado. Un día llego a su comunidad un gobernante de los grandes. Un señor elegantemente vestido, con un bigote ridículo pero que él debía de considerar que le daba cierta dignidad. Llegó en un medio de transporte distinguido, un carro caro o tal vez en helicóptero. Saludó a varias personas del pueblo, a algunos de los más pobres también. Habló lo que alguien calificó como un gran discurso. Muchos no entendieron el porqué de tanta palabra vacía. Pero así hablaban los políticos. Terminó pidiendo reales al pueblo porqué resultaba que sin saberlo el pueblo y el país entero tenían una deuda. Otra herencia del pasado y de una historia mal contada. Santiago se sintió conmovido y hasta sintió lástima por ese señor tan elegante y tan desdichado. En verdad también se sintió algo obligado a contribuir con la patria. Así que entregó sus pocos pesos, los que tenía destinados al trompo. Todos menos uno, el que le regaló el sol. Un poco en el fondo de si mismo sintió como que le robaban. El gobernante refinado recogió bastante y fue a pagar la deuda a otro gobernante de otro país. Con esa plata el otro país hizo grandes inversiones pues era bastante dinero. Con lo que le sobró el gobierno fue caritativo y entregó esas migajas a grupos de personas, todas ellas profesionales, que trabajaban en organizaciones que elaboraban y ejecutaban proyectos. Alguien podría decir que proyectos de desarrollo pero ese término es demasiado específico y puede llevar a conclusiones erróneas.

Jamileth encendió su computadora. Como cada mañana revisó el correo electrónico. Habían pasado varios años desde la primera visita de Ronald. En la bandeja de entrada había un mensaje de él. El gobierno de su país había destinado una aportación económica a su organización. El financiamiento para el proyecto de letrinas estaba garantizado. Ya llevaban varios proyectos juntos y aunque cada vez era más difícil conseguir plata esta vez habían tenido suerte. Ronald viajaría en los próximos meses y volvería a encontrarse con Jamileth. A lo largo de los años se podría decir que se habían hecho amigos, aunque seguían en realidades distintas. Ronald seguía hablando de sí mismo y escuchando poco a Jamileth. Aunque algún cambio poco perceptible se había producido en el extranjero. El calor volvería a calentar el asfalto y el aire intrépido se volvería otra vez visible ante los ojos de Ronald cuando fuera cómodamente sentado en el taxi que le llevaría al aeropuerto. En esta ocasión ningún espejismo o sueño se le apareció entre el aire serpenteante.
Ronald continuaba ajeno al mundo. Seguía con su necesidad de ayudar a los pobres a los desamparados. Aunque había viajado ya bastante todavía no había descubierto la injusticia. Sentía y pensaba la pobreza como una desgracia, casi como algo inherente a la sociedad y contra la que se luchaba con trabajo y esfuerzo. Nunca habló de injusticia en sus conferencias o charlas ni se reveló para pedirla y exigir dignidad. Facilito el acceso al agua de muchas personas e hizo que sus vidas fueran un poco más cómodas. Hubo bastantes niños que murieron de cólera y muchas madres que lloraron porqué perdieron a sus hijos.
Jamileth seguía sin compañero, había tenido uno pero le salió miedoso y se fue. Le dejó otro hijo. El hijo mayor se aplazó y no había salido de promoción. En la pantalla del ordenador y cuando los ojos le ardían Jamileth todavía podía ver la graduación de su hijo. El muchacho casi nunca estaba en casa. Únicamente llegaba a pedir comida y reales. Jamileth había procurado educarle correctamente. Le había llevado a marchas a favor de la justicia y de la dignidad. Había pintado con él mantas sobre los derechos de los niños y las niñas. Había participado con los jóvenes y adolescentes del barrio en talleres y capacitaciones sobre salud sexual y reproductiva. Había diseñado y pintado con ellos murales reivindicativos en los muros de la ciudad. Ahora su hijo andaba vagando fuera de su control. Jamileth sentía que se le perdía su primer hijo. Ella nada podía hacer. Su hijo tomaba ya sus propias decisiones. Jamileth se convenció de que en cualquier forma de vida que uno elija, uno puede ser feliz. No negó la posibilidad de que su hijo fuera feliz aunque por el momento no se cumpliera lo que ella había imaginado para él. Sufría pero esperaba que su hijo fuera feliz. Aprendió a despojar de todo perjuicio el concepto de felicidad. Cada uno escoge… pensaba y debe de tratar de ser feliz en su elección.

El pequeño Santiago aunque, un poco mayor, seguía notando el mecate blanco de algodón en su dedo índice y seguía soñando con un trompo de colores. Se sentía capaz de hacerlo girar y con él hacer girar el rumbo del mundo.