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lunes, 28 de enero de 2013

EL OCASO DE LO IMPERANTE


Semper simul, Semper carmina.




EL OCASO DE LO IMPERANTE
Por: Javier Barrera Lugo

Al hombre le ocurre lo mismo que al árbol. Cuanto más quiere elevarse hacia la altura y hacia la luz, tanto más fuertemente tienden sus raíces hacia la tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, lo profundo — hacia el mal.
-Primera parte, del árbol de la montaña. Así habló Zaratustra, Friedrich Wilhelm Nietzsche.





El superhombre y sus traiciones

 La escena no puede ser más dramática: un cochero muele a latigazos el lomo de su caballo  en una calle aledaña a la Piazza Carlos Alberto de Turín. Un ente que camina despacio, ropas oscuras, mirada encendida y pegada al piso, al presenciar tamaño acto de brutalidad, reacciona lanzándose sobre el cuello del animal tratando de protegerlo. Su heroísmo lo testimonian dos marcas que quedan fulgurantes en su mejilla izquierda. Los curiosos no pueden creer lo que observan, un hombre alto, robusto, de espeso bigote rojizo, gimotea aferrado a la bestia de tiro, como el niño que en un par de segundos ha perdido el candor. Y no se equivocan, un acto vacío de compasión, excepcional en un tipo que cataloga este sentimiento como muestra de debilidad, empuja a Friedrich Nietzsche, nihilista por excelencia,  al hogar donde deben descansar los asesinos de dioses: la locura.
Hombres y dioses comparten la culposa maldición de crearse y destruirse por la eternidad. ¿Qué sería de unos y otros sin idolatría? El filósofo, desafío la cuadrícula de su tiempo y se lanzó iracundo contra las estructuras que encasillaban los estamentos de poder y servicio de los cuales era víctima. Proclamó, en textos cargados de furia, la muerte de Dios y las instituciones nacidas de aquel concepto. Reyes y profetas, militares y siervos, todos eran el producto de una nauseabunda explicación que se fabricó mientras la vergüenza estaba ausente. Pero no se limitó al hecho simple de romper con una costumbre atávica, se acercó a una respuesta nada popular para llenar el vacío: “están por su cuenta, vean que es lo que quieren de ustedes mismos, volvimos al primitivismo donde los débiles desaparecen y los fuertes hacen patente el sentido de gloria que debe identificar el alma de cada hombre creado para trascender”, me grita el santo esquizofrénico Nietzsche, desde sus cuarteles en la inmortalidad.
El hombre que se quita capas de conformidad sintiendo las bofetadas que le lanza la certeza de ser su propio dueño, deja de desear y acepta lo que debe hacer para sobrevivir. Cobardía y temor, valores de subordinación que fueron enseñados, toman el nivel de insulto para el espíritu liberto. Los pregones llaman al apostolado de lo individual en pos de lograr la pureza instintiva del grupo. Si se necesita expiar algo, es quien siente la necesidad de pureza el que colocará su propia cabeza en el patíbulo y la cortará. Lo radical purifica, la sumisión del esclavo que se encadena gustoso a la piedra que todo lo dicta según conveniencias ajenas, llama a asumir el despertar como primer paso para lograr la verdadera liberación. La perfección es insalubre si no está presente el concepto de evolución.
El nuevo hombre, más bien el viejo hombre rescatado de las brumas del tiempo, el cazador, debe emerger en medio del nuevo imperio que sustentan las máquinas. La revolución industrial está en pleno apogeo y el filósofo ve cómo los pasados grandiosos de las naciones se pulverizan bajo el galope del nuevo orden del mundo. Desafortunadamente, ignora el gladiador vehemente y bigotudo que las deidades se esconden y urden planes para hacerse nuevamente necesarias. La religión deja de ser camino, pero la producción en masa, la fábrica, se van convirtiendo en los nuevos axiomas de culto y simbolismo que necesitan los dueños de la historia para propagarse una vez más. La naciente estratificación tiene una base fuerte y llena de mediocridad, es lo mismo de lo mismo con los mismos, pero llena de maquillaje que hace más soportable la carencia impuesta.
Muchos siguieron la línea del alemán y fracasaron, otros simplemente se doblegaron o perdieron en las guerras industriales que se expandieron como plagas, rápidas y voraces. Nietzsche, creo yo, termina en el hospital siquiátrico al comprobar que una bestia de carga, tiranizada a la fuerza, tenía más dignidad que aquellos que se colocaron y aún nos colocamos, los aperos con una rapidez tan detestable como habilidosa. Nada tiene importancia y esa negación hace que todo en el fondo tenga sentido; el alemán asesino de dioses lo entendió sin dulces palabras o sesudos análisis que no llevan sino a la muerte del alma. El
superhombre no es más que un traidor asqueado de vivir bien muerto en un universo que se cae a pedazos y por el que nadie apuesta una pizca de lealtad.

Una bala en el cráneo de Ronald Mc Donald


La gente en este país siempre se queja de las condiciones paupérrimas en las cuales trabaja, sueldos de hambre, jornadas extensas en las que se queman un montón de posibles años de vida y muchas neuronas en vano. Nos peleamos por las monedas, parecemos  limosneros con traje y unos sueños demasiado obtusos. Y este mal no es exclusivo de la base, quien más lo padece es la clase media, la carne grasosa de un emparedado social que arrastra no sólo los prejuicios instaurados por la bendita televisión, a eso deben sumarle que son quienes remolcan la nada modesta obligación tributaria del país. ¡Sí, señores, es así: la clase media sostiene la burocracia y el desarrollo de esta república nada independiente. Las transnacionales, la gran industria y los ricos con sus exenciones ganadas a punta de sobornos y campañas de reelección financiadas se libran de pagar lo que deberían. Los más humildes, no tienen con qué hacerlo. ¿De dónde creen que salen los recursos para las embajadas, las camionetas blindadas de los congresistas, el funcionamiento del estado y los “tumbados” de Samuel, Uribito y su corte de bufones? ¡Pues sí, amiguito, de usted y de mí!
No voy a pronunciarme al respecto, de esto se encargan los gurús de la “opinadera” nacional. Lo que me interesa es analizar cómo los que más trabajan, a los que todo les cuesta tanto, los que pagan la vagancia de la dirigencia y deben  someterse a la dieta de arroz con huevo cuando las cuentas no cuadran,  tienen en mente comprar y aparentar como terapia para quitarse las pulgas del espíritu. Aguantarse las estupideces de un jefe holgazán y exigente, o los arrebatos narcisistas de un cliente inepto cada semana sólo para adquirir el celular que cuesta dos o más meses de salario bruto porque “para eso me jodo, para darme mis gusticos”, demuestra lo sordos que son los protagonistas de la historia que hoy se está haciendo(o deshaciendo según el lente por el cual se observe).
Esta carencia de norte es palpable en cada fundo neoliberal de este planeta infartado. En todo el mundo la frustración se anestesia comprando objetos ostentosos y nimios, con prejuicios e idílicos escenarios prefabricados estilo serie de televisión  hollywoodense. Chuck Palahniuk,  escritor gringo, hace palpable no el problema sino la solución que se le ocurre adecuada, en la novela “El club de la pelea”, de la cual se hizo una película también,  protagonizada por Norton y Pitt. Este manifiesto nihilista y para algunos “homoterrorista”, además, plantea la destrucción del sistema capitalista, del consumismo, de los dioses que ahora se disfrazan de corporación transnacional, iniciando la debacle desde el individuo, el cual creará una nueva sociedad basada en el primitivismo humano (cortada la necesidad-cortada la solución y el solucionador). Presenta al caos personal como un purgante que en el mediano plazo depuraría la conciencia social de la humanidad.
Palahniuk, entrega perlas que mueven nuestras estructuras síquicas, adelanta  y frena con violencia cualquier instinto de autocomplacencia, tira una bofetada para hacernos despertar. Para la muestra un botón, expresado por Tyler Durden, protagonista del libro:
“La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco nos hemos dado cuenta y estamos, muy, muy cabreados.
La solución que plantea  Durden, es la de renunciar a los fáciles absurdos de la diosa codicia, volver a los orígenes, a no desear lo que no se ha de  ganar, a patearle el culo a nuestra propia mediocridad, a probar qué tan comatosos están nuestros instintos, a ser tan grandes que al final del día  lo mejor que nos pase sea ignorar a dónde vamos a llegar. Los hombres de estos tiempos nos sentimos huérfanos, defraudados, las iglesias se vacían y a los centros comerciales no les cabe un alma más, la mente nos dice que no somos nadie (y parece tener razón) por lo tanto nos atiborramos de comida impura en los Mc Donald’s, envenenamos  a nuestros niños con esa basura química y salimos sintiéndonos un poco menos gente, pero admirados por los vecinos del 402, que se colgaron con varias cuotas del carro último modelo que compraron antes de que echaran al marido del trabajo donde estuvo veinte años besando testículos sin ninguna consecuencia.
La esperanza parece latente y tiene ganas de existir. El sentido individual se vuelve pulsión, no hay hermandad sin sacrificio, ni honor posible en una batalla que parece perdida. La mentalidad de vasallos, planteada por Nietzsche, toma relevancia en nuestros días, está viva y hambrienta: lo malo, el servilismo, quedarse callado y aguantar atropellos, agachar la cabeza y esperar el hueso de premio por portarse bien, es un despropósito mayor para quienes no buscan resurrecciones. El enfado de los seres se ahoga siendo legítimo y Durden, expone en otra frase cuán dormidos estamos los que en teoría, tenemos el poder real y cuánto de arrogancia hay en quienes detentan un poder de humo:
“Persiguen a la gente de quien dependen, preparamos sus comidas, recogemos su basura, conectamos sus llamadas, conducimos sus ambulancias y los protegemos mientras duermen... Así que no se metan con nosotros.”
Siento que las próximas guerras de los hombres que comienzan a despertar serán más por reconocimiento que por dinero. Una sociedad enferma y sin identidad sirve de preludio a una lluvia de fuego. Le planteé esta  visión a la Doctora Ana María Arboleda, Sicóloga y lo único que me dijo, con su estilo frentero y elegante, fue que este planteamiento era una simple manifestación de radicalidad. Estoy de acuerdo con ella, las ideas nihilistas no son la panacea de un mundo mejor, pero encuentro atractivo en estas teorías el sentido de avasallamiento de la mediocridad que todos, en algún momento, hemos defendido por comodidad. La tranquilicé prometiéndole que no iniciaría una revolución de odio, ese no es mi objetivo, de hecho, las teorías expresadas por dos pensadores de siglos diferentes me parecen atractivas y peligrosas si llenan el cerebro equivocado. No pretendo retorcer la conciencia de nadie, simplemente dejo para su reflexión, respetado lector, un berenjenal de ideas no tan salidas de madre.
Dos preguntas finales:
1-¿No le encantaría darle un gancho de derecha en la quijada a ese jefe que lo aterroriza con amenazas de despido, pese a que usted cumple hasta la saciedad todos sus caprichos? (Su yo interior sabe que tanto él como usted se lo merecen.)
2-¿Acaso no le gustaría meterle una bala en el cráneo a una de esas estatuas macabras de Ronald Mc Donald, sentadas en esas bancas de parque junto a los parqueaderos de la hamburguesería, que asustan a los niños por la pinta de asesino en serie y violador de aquel nefasto payaso pro obesidad?


23 enero 2.013
**Si esta columna le genera algún comentario puede escribirme al correo: baluja74@hotmail.com

lunes, 21 de enero de 2013

CUENTO CORTO DE GABRIEL GARCÍA MARQUEZ


CUENTO CORTO DE GABRIEL GARCIA MARQUEZ

Un científico, que vivía preocupado con los problemas del mundo, estaba resuelto a encontrar los medios para aminorarlos.
Pasaba días en su laboratorio en busca de respuestas para sus dudas. Cierto día, su hijo de 7 años invadió su santuario decidido a ayudarlo a trabajar. El científico, nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuese a jugar a otro lado. Viendo que era imposible sacarlo, el padre pensó en algo que pudiese darle con el objetivo de distraer su atención. De repente se encontró con una revista, en donde había un mapa con el mundo, justo lo que precisaba. Con unas tijeras recortó el mapa en varios pedazos y junto con un rollo de cinta se lo entregó a su hijo diciendo: "como te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto para que lo repares sin ayuda de nadie". Entonces calculó que al pequeño le llevaría 10 días componer el mapa, pero no fue así. Pasadas algunas horas, escuchó la voz del niño que lo llamaba calmadamente. "Papá, papá, ya hice todo, conseguí terminarlo". Al principio el padre no creyó en el niño!
Pensó que sería imposible que, a su edad hubiera conseguido recomponer un mapa que jamás había visto antes. Desconfiado, el científico levantó la vista de sus anotaciones con la certeza de que vería el trabajo digno de un niño. Para su sorpresa, el mapa estaba completo. Todos los pedazos habían sido colocados en sus debidos lugares. ¿Cómo era posible? ¿Cómo el niño había sido capaz? De esta manera, el padre preguntó con asombro a su hijo:
- Hijito, tú no sabías cómo era el mundo, ¿cómo lo lograste? Papá, respondió el niño; yo no sabía cómo era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre. Así que di vuelta los recortes y comencé a recomponer al hombre, que sí sabía cómo era.
"Cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta la hoja y vi que había arreglado al mundo".


GABRIEL GARCÍA MARQUEZ

lunes, 14 de enero de 2013

BONUS TRACK




CHARLITA
Por Fernando Vanegas Moreno


Andrés, un enloquecido padre, habla con Antonia, su hija de cinco años, sobre la banalidad de Pinocho y los complejos egocéntricos de Dumbo. De pronto, la niña sorprende al papito con lo siguiente:
-¿Papi, cuántos años tienes?
Él, con cara de filósofo de los Laches, mirada de ternura infinita y una sonrisa encriptada le responde:
-¿de vida o de existencia?
-¿acaso no es lo mismo?, interroga la inocencia…,
-Amor…, de vida tengo 38, esos y nada más. De existencia tengo esta vida, y otra, y otra más, y las que tu necesites para seguirte amando.
-entonces papi…, somos eternos.
Depronto, la habitación se convirtió en un abrazo.

MONÓLOGO


MONÓLOGO
Ender Rodríguez Molina, San Cristóbal, Venezuela



Y aquí ando de nuevo muy, pero muy jodido entre ramales. Veo angustias acostumbradas en el polvo de esta calle mía, terca y torpe, golpeando las puntas del pasto verde torturado. No he nacido en las costillas blandas de la montaña que piso. Yo más bien, solía recordar a mi madre, como dulce prodigio, como tierra sepia. En el ocaso, siempre caminábamos juntos hacia el mar, ella y yo hacia el cielo azul. Las gigantes olas de las aguas del origen iban y venían en el vaivén de este mi planeta, mi pequeño y turbio mundo. Ahora, sólo cordilleras tengo a los lados, caminos y riachuelos cortados, casitas como miles de cajas, ladronzuelos y matones, negociantes hijueputas, entre otras alimañas. Así es la vida, como buen acertijo de dioses imprudentes del trópico. ¡Ah, bueno claro! También he vivido al lado del oasis. Ofelia, ha sido mi mujer. Unas hermosas lunas bajo su cuello, la selva de almíbar cerca del ombligo, y atrás un gran sol doble, protegiendo su figura toda. En su centro, el lugar del inicio, donde viven los seres, su vientre de agua pura. De allí salieron niños, mis propios hijos. Unos ya en el cementerio, bajo crisantemos y cruces. Otros, labrando la aurora, sin pasta, ni ropa, tan jodidos, locos y sin modales como su padre. ¡Vaya herencia coño! De todos modos, no me quejo así no más, sé que exista el sitio a donde voy. Sobre el fogón del hogar del patrón, escupí. Pasé noches en el mismo infierno, peleando contra molinos y rapiñas. Las balas iban y venían también con la vida, la cárcel, y un desierto sin migas de pan caliente. Las golondrinas a veces huyen, yo no. La mujer de mi vida apretaba el gatillo en su mente, sola y ausente, quería morir. Triste sufría por la enfermedad de nuestro pequeño. Luego murieron ambos. Signos de interrogación había en el cuerpo de mi niño, un tumor maligno reía tras el costado de un ángel. Debo ahora recordar, las buenas cosas de esta flor de la vida. Con la muerte del pequeño, encontré una vida más, renací pues. Dejé la extraña manía de maldecir a los muy cabrones, que también maldecían sus vidas. Había siempre muchos infelices y pobres, intentando joderse unos a otros como siempre. Ahora los bendigo. El asesino a veces sabe más de amor perdido, que otra cosa. Un tipo abandonado se vuelve quizás un absurdo corazón, sin tiernos deseos. ¿Será huérfano de la belleza? Alejado del afecto y lanzado contra la nada. En mi calle parece haber enemigos pero saben, si pienso bien, no es del todo así. En un huerto, juntos hacíamos algo común, glorioso encuentro de manos. Se juntaban las dudas, los cuentos y todo florecía, la mujer del vecino traía un trozo de algo para comer. Y hasta los pedacitos, se compartían en el edén donde nada había. Parecían familiares hermanos de alguna placenta quienes siempre conspiraban y peleaban. Esos días, no hubo guerras, mezquinos impulsos, ni rabia. A veces, no sabemos enterrar la ira y buscar la aurora entre todos. Para varios de nosotros, podría ser más fácil iluminarnos, la aurora se asoma apenas, ¡Coño, pero casi no la vemos! Debemos aprenderlo ahora. Hay ritos donde somos hermandad, se muestra la hermosura, el amor, pero a veces se esfuma. En mi historia, tengo unos hijos vivos, igual jodidos, igual hermosos. Tengo una casita de latas y pedazos de piedra, cartón, madera. Llueve y entra un río. Nosotros ponemos el calor, la alegría. Nada nos distrae de vivir la vida rodante. Ella no se detiene, sólo avanza a pasos medianos. Vienen tormentas, pleitos, coñazos con el poder, vainas con la injusta bregadera del absurdo, pero ahí vamos, lentos y alegres en la aurora. A pesar de todo, nada nos distrae, nada nos tumba el porvenir de levantarnos recios. Acá a mi lado, sigue Ofelia, el mar de mi madre vive ahora en mí. Su agua me acobija, y mis hijos son miles y miles. Mi clan es mayor, ya no es de sangre, es de espíritu. Cada noche el rancho suena como el mar de mi madre. El oleaje va y viene como destino simple, como belleza y elixir de vida. Ofelia ya no vuela, duerme en la sombra de las alegres casas malhechas, el río casi seco que resiste, y las gentes. No pido más.


viernes, 4 de enero de 2013

LOS HÉROES SON PARIDOS EN LA DERROTA


Semper simul, Semper carmina.

LOS HÉROES SON PARIDOS EN LA DERROTA
(Un homenaje a los boxeadores con o sin lustre)

POR: JAVIER BARRERA LUGO


La histeria de la gente se queda clavada en la memoria de los golpes que se dan y se reciben. La adrenalina, poderoso estimulante, invita a ir de frente al peligro, a no esquivarlo sino a estrellarse a toda velocidad contra él, guarecer vísceras y  mentón, buscar el espacio y lanzar puñetazos como una fiera ansiosa por obtener lo que las circunstancias se empeñan en negar. Una pelea pareja es en esencia el encuentro de dos necesidades, de dos talentos, dos preparaciones similares, que desnuda más las falencias que los atributos, porque el boxeo es un deporte en el que se cobran las debilidades sin importar el nombre, donde el hambre, entendida como una fuerza primordial encaminada al logro, endurece el carácter y en muchos casos pasa por encima de la técnica como factor  de desequilibrio.
El que menos necesita pierde, el que menos sufre pierde, el que tiene grandes los escrúpulos pierde. Un torbellino de sueños mutilados se aferra a la oportunidad que en la mayoría de los casos no vuelve a presentarse. Es matarse y matar, defender lo poco o mucho que se quiere. Una realidad de vida,  oportunidad de seducción, axioma puesto en práctica cada día y eso no aguanta mayores análisis. ¿Hay algo más parecido a la existencia que al boxeo?
No parece ironía mejorar la vida destrozando parte de ella. En un cuadrilátero se salvaguarda la libertad del individuo por procurar ser el mejor. Los accidentes y tentaciones en los que se puede caer son sólo el precio que paga quien ambiciona, porque la lucha no se limita al otro, el verdadero combate es el que libra cada pugilista con sus miedos, con las carencias que le fueron volviendo piedra los instintos. Este deporte, como ninguno otro, confronta el horror de ser poderoso a punta de golpes e inteligencia con la aplastante realidad de vagar como un desconocido. Carlos Monzón, la leyenda argentina y referente heroico de Don Héctor, mi padre, lo resumió todo: “Cuando comencé en el boxeo, no tenía botas, y entrenaba solo descalzo hasta que me dolían los pies, por las astillas clavadas en la piel en el piso de madera; eso es el boxeo, y con tal de boxear lo hago de cualquier manera y con quien me pongan en frente”.
Y no enfoco esta reflexión hacia boxeadores llenos de fama y medios de comunicación pisándoles los talones, esculcándoles la intimidad, buscándoles el quiebre. No escribo sobre Floyd Mayweather HBO, Óscar de la Hoya, el Golden Boy versión ridículo sueño americano logrado, ni de Marvin Hagler, el calvo dinamita, tampoco de Tommy Hearns y su fantástico afro semi caído, o del “canelo” Saúl Álvarez y sus demoledores golpes rojos peso wélter. No relato la vida de “Pambe” el ídolo de Andrés, con más vidas, contradicciones y situaciones neuróticas que un cimarrón fanático de degollar amos españoles. De quienes quiero contar algo es de aquellos hombres que con menos estrella mediática, por pocas monedas y mil desafíos, se suben a un tinglado para resguardar el honor y las cosas importantes en las que creen. Los verdaderos mártires en una historia plagada de intrepidez, excesos, traiciones y un silencio en extremo brutal cuando la ferocidad de nosotros, la plebe, es saciada.
“El paraíso es una jungla enmarcada con mierda”, me dijo, a propósito de esta columna, el ilustre boxeador aficionado en su juventud,  recalcitrante militante de izquierda, poeta esencial, el gran y desconocido Retador, Señor Don Florentino Borrás, amigo personal de este escribidor, relatando la sensación de estar parado en un ring esperando la campana para salir a dejar la piel. Y es así, por más pobre que sea una comarca, un par de minutos hacen la diferencia en el alma de un hombre que entrega el pellejo y reclama el del contrario buscando la atención del público, que excitado apuesta lo poco que tiene (sobre todo las esperanzas) en un par de bestias que desean atrapar una centésima de inmortalidad.
Los héroes son paridos en la derrota”, comenta el poeta Borrás, y continua desarrollando su punto: “Los que se arriesgan no tienen cartel, la mínima opción. De doscientos mil pendejos ávidos de triunfo sobresale uno, el más salvaje, el que más pelotas tiene, el que más aburrido está de comerse las sobras del banquete. Porque esa es otra cosa, muchos de los pretendientes se conforman con tomar trago, acostarse con una fulana y aparecer fotografiados en alguna revista como la tuya, Barrera, una que nadie lee…” Dice en medio de carcajadas.
“Pero ese orgullo de estar en el centro del universo es adictivo, sabes. Cada puño lo recibes con cariño, te enervas, te ciegas. Cada golpe es un seguro porque sabes que el próximo te va a doler menos, lo vas a aguantar. Por lo general el que pierde toma su mochila, los pocos pesos que le dan y se va de juerga con los que apostaron en su contra. En cambio el que gana empieza a soñar, a atormentarse, a ver Las Vegas, el Madison o Mónaco, demasiado cerca. Pero para llegar hasta allá no sólo tienes que ser superdotado, además, te tienen que creer;  eso es lo jodido. Yo conocí de trato a los hermanos Cardona, grandes campeones mundiales, creídos, unas “mulas” para dar “coñazos” y recibirlos. Su cuento era fundamental y sencillo: no tenían ataduras, eran carismáticos. A ellos se les notaba el hambre de ser, lo trasmitían, eso ya no se ve hoy. Ahora los boxeadores son modelitos, tienen la carita intacta, sus apoderados saben que un rostro limpio vende lo que sea. Como dijo no sé quién, desconfío de los boxeadores con la jeta deforme,  se nota que no paran un verraco golpe… Y hasta razón tiene”. 
Cuando le pregunté su opinión sobre las penurias económicas de muchos  de los boxeadores, famosos o no, me lanzó otro sermón: “En el caso de los que no sobresalimos te digo que uno no extraña lo que no ha tenido, te conformas porque sientes que llegaste a tu límite ganando veinte pleitos, perdiendo diez  en un pueblo o una liga departamental, o te das cuenta que eso no es lo tuyo, que tienes que alquilarte de obrero o de pronto estudiar. El problema es para los que llegan alto y ganan: se acostumbran a lo bueno, aparecen los carros lujosos, las mujeres caras, el trago fino, los presidentes, la gente que no los deja ni caminar…Ya sabes, se vuelven huevones, hipnotizados a los que se le llenan las tinieblas de leche. Cuando vuelven a entrenar para defender lo que consiguieron, les duele todo, todo les molesta y para no perder el negocio, los promotores les ponen “embuchados”, algún don nadie que quiere asegurarse un dinerito o un vago con ansias de fama y se confían. Vuelven a pelear rechonchos, arrogantes, les habla el diablo al oído, se embelesan con la fama y cuando empiezan a decirse “por qué no entrené, por qué trasnoche, por qué tantas vainas, van de culo para la lona, se les esfuma el espejismo que compraron sin protestar…”
“…Así es hermano, le pasan por encima a doscientos mil pendejos y se noquean ellos mismos. Eso sí que duele. Si eres “Mano de Piedra” Durán, vas y vuelves, ganas, pierdes, te engordas como un cerdo y unos meses después apareces como un dios griego a reclamar lo que te quitaron, pero ese hombre es único, otro enchape, poeta, es Baco y Apolo en una sola mente, tiene amor propio. Los demás agarran lo poco que les dejaron sus malas juntas y se devuelven a su tierra a ser deidades pequeñas que esperan que los malditos políticos les cumplan con la pensión que en una campaña les prometieron y los noticieros se acuerden de ellos cuando piden limosna en alguna calle de la costa… Es asqueroso”.
Florentino, en un acto de buen narrador, deja el tema ahí, sin más análisis para que mi cerebro pueda trabajar la historia y el influjo de las musas sea cambiado por trabajo honesto. Ahora le preocupa la métrica de uno de sus versos convulsos y fascinantes. Margot, su esposa, lo llama al celular y él sale disparado; ella es el único amo que reconoce este creador de caos. Pero yo sigo sacando conjeturas, envenenándome de historias con protagonistas sin rostro que forman un monstruo gigantesco cuando se unen. Todo lo narrado por Borrás, suma a la mitología, le pone el tono de patetismo necesario cuando se pretenden crear leyendas fundacionales. La falta de recursos no es pobreza, eso lo sé, pero como hace de falta esta palabra en un relato como este. Y niego colocarla porque el valor es para rebelarse y estos hombres en pequeña o gran medida lo hacen, le ponen la cara a los guantes  ajenos, al egoísmo y a la falta de fe, algo que por pudor estúpido o simples conformismos algunos desechamos y hasta de indigno lo clasificamos.
El boxeo es inocencia y ésta siempre será el objetivo perseguido por los ladrones que guían el mundo. La violencia es sólo una forma de decirle Ya basta a la imposición, y como en todos los aspectos de la vida unos logran más cosas que otros y lo hacen de frente, ante miles de ojos y por un breve espacio de tiempo  logran que su nombre sea coreado por gentes tan parecidas a ellos que asusta. Una apuesta fuerte hace la diferencia en una sociedad donde es más fácil quedarse callado y hacer espacio.
Las luces del bar se apagan y todo vuelve a ser lo que jamás ha dejado de ser pese a las cálidas palabras del amigo. Me dirijo a casa y pienso como titular esta reflexión. Un par de negros jóvenes y cuajados atraviesan la calle y un supuesto inevitable para el prejuicioso que habita en mí, cruza rápido la mente: “Por más ganas que le pusieras nunca le sacarías la madre a un gorila de estos, Borrás”. No puedo dejar de sonreír como un mentecato.  Inmediatamente borro la broma y entiendo lo que Florentino, quiso decirme todo el tiempo: que un boxeador honesto no se arruga, nunca subirá al ring teniendo la certeza de perder, así en el séptimo le machaquen la cabeza y la lona sea el destino temporal de un ángel caído.
Antes de entrar a la urbanización fumo un cigarrillo. A la imaginación se me vienen algunos combates épicos en honor a la lealtad: Florentino “Charalá” Borrás vs Rodrigo “Rocky” Valdez/ Javier “el loco” Barrera vs. Manny “Pac-Man” Pacquiao/Poetas Varados vs tecnócratas de porra… Bueno, creo que esos combates serían de pronóstico reservado y muchos besos al piso de la ambulancia… ¡Te quiero Stallone!
Bogotá, 03 de enero 2013