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lunes, 28 de octubre de 2013

SEMILLAS Y TIERRA


Semillas y Tierra
Edilberto Blanco Benavides, Agricultor. Costa Rica


Los dos hombres estrecharon sus manos para sellar la negociación. En la habitación del exclusivo edificio, cuidadosamente elegido de entre los lugares más discretos, se habían reunido para precisar los últimos términos del acuerdo y afinar los detalles de las futuras transacciones.
Ciento cincuenta kilómetros al norte, una bandada de pericos -bulliciosos en extremo-, habían despertado ese miércoles 8 de marzo. Pasaron la noche encaramados en el gran higuerón que todas las generaciones vieron en el patio de la vieja casa de los abuelos.
Miguel despertó de un salto cuando, al mover su cuerpo, un intenso dolor estremeció los músculos de su espalda. Recordó el trabajo pesado del día anterior, hizo un recuento de las tareas pendientes, observó su reloj y, haciendo un gran esfuerzo, se levantó de un impulso.
Escuchó en la cocina el quehacer de su madre. Mujer de cedro, de manos generosas y vientre prodigioso de seis partos. Se dirigió hacia ella, recostó la cabeza en su hombro y recibió con reverencia su bendición. Desayunó té del romero plantado en el jardín con tortillas del maíz recién cosechado. En el noticiero radial, un funcionario del Ministerio de Comercio proclamaba los múltiples beneficios que traería a la economía nacional la ratificación del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Miguel recogió sus herramientas y salió al campo.
Al abrir la puerta se encontró con un día de verano, del corto verano del trópico húmedo. Al fondo, el bosque nuboso cundido de vida: innumerables tonos de verde, las nubes bajas transitando por entre los inmensos árboles que, ajenos a la legislación ambiental vigente, alzan sus ramas libres al cielo, al sol y al viento. Avanzó por el camino pedregoso que conduce a su parcela, respondió jubiloso el saludo de sus vecinos recién también salidos al camino, respiró el aire frío de la mañana, sintió la brisa en su rostro, agradeció la luz del sol.
Cuando llegó a su destino bajó las herramientas de su hombro y se detuvo un instante a reconocer el lugar que lo hacía sentir libre y seguro. Era un pueblito de 36 familias, ubicado bien alto, en el último de los cerros de la sierra volcánica central. Gente de manos endurecidas lo habitan. Manos duras por cultivar verduras y hortalizas, y a la vez tiernas de cultivar niños. Gente como de tierra. Hasta de color parecido, como había pensado Miguel alguna vez, después de observar sus manos mestizas.
En seguida se ocupó en desactivar los rudimentarios sistemas de riego que, trabajando durante toda la noche, mojaron la superficie que lograron alcanzar con el agua revitalizadora. Satisfecho observó sus siembras. La tierra se parece a las madres –pensó-, que dan la vida y hacen que crezca.
«Mi abuelo fue el primero que puso cañerías en este pueblo» –había anotado tiempo atrás en su cuaderno de guardar memorias-. «Me lo dijo don Carlos Salas. Antes, el agua venía por canales desde el río, lo supe por mi tata. Esos canales los abrieron los Castro, que eran gente tan trabajadora. Mi abuelo imaginó los campos regados en verano, entonces construyó un tanque arriba, en la loma, que llenó con el agua de uno de los canales. De él sacó las cañerías que sembró en sus tierras. Luego de ver lo lindas que se pusieron las siembras, los vecinos también lo hicieron. Eso fue hace como treinta años».
Haciendo a un lado sus pensamientos, inclinó su existencia quedando frente a frente con la tierra. Esperó un instante que se apartara un grillo y en seguida sus brazos abalanzaron la azada que partió el aire y abrió el suelo, formando la herida que guardó y luego nutriría las semillas heredadas que harán renacer brotes nuevos con caracteres ancestrales.
Acabada la tarea se sentó en el suelo. Espontáneamente surgió de sus labios una melodía e inmediatamente comenzó a cantar: «De colores, de colores se visten los campos en la primavera… de colores, de colores son los pajarillos…». Al momento sus ojos aguaron el recuerdo de la vocecita gastada de su abuela. Mujer de roble que partía cestos de pan con sus manos, que alimentó con su cuerpo herido a 15 hijos, y que con la fortaleza de su espíritu nutrió una gran descendencia. Ella se parecía a Dios –pensó-. Tenía un corazón muy grande…
Consumido estaba en sus pensamientos cuando divisó a Chico Alfaro bajando la cuesta en dirección a donde él se encontraba. Traía apagada su habitual sonrisa. Miguel secó rápidamente sus lágrimas con el dorso de su mano sucia y se levantó. Los dos hombres se encontraron en sus miradas y estrecharon sus manos con rudeza. Luego se sentaron de frente a la inmensa llanura.
-Mirá Miguel. Vamos a tener que reunirnos hoy, el comité del acueducto.
-¿Y eso?
-Me dijo Emélida que llegaron unos papeles de la capital. Hablan de la nueva Ley de Aguas. Parece que el gobierno se quiere adueñar del acueducto. Por lo menos eso fue lo que entendió ella, que fue la que lo leyó.
-¡No creo!, ¡debe ser que se confundió! ¿Cómo después de que nunca nos quisieron ayudar van a venir a decir que algo que nosotros hicimos es de ellos? ¡Jamás…!
-Mirá, no sé. Llégate a la junta y ahí veremos de qué se trata…
Durante el resto del día, un sentimiento de intranquilidad invadió el pecho de Miguel. Recordó lo mucho que costó alcanzar la organización y ni qué decir de las dificultades durante las largas jornadas de trabajo abriendo zanjas y moviendo piedras que se resistían a abandonar el lugar que por tanto tiempo habían ocupado. Muchos vecinos se hicieron uno solo en la ardua tarea de traer el agua del río a los campos y de la misma naciente hasta las humildes casas. Revivió las fatigas y también la alegría del día en que por fin el acueducto comunal fue inaugurado.
Llegada la hora de la reunión, mientras Emérita leía con su voz atardecida, un aire de ansiedad invadió el salón comunal:
«…Hacemos de su conocimiento que, a partir del momento en que la nueva Ley sea publicada en el periódico oficial, la administración de todos los acueductos rurales del país pasará a ser responsabilidad del Estado. Las Juntas vecinales deberán traspasar dicha administración por medio del protocolo establecido...»
-No es justo –dijo Lucrecia, después de escuchar todo el contenido del documento oficial-. Nosotros hicimos el acueducto, mujeres y hombres trabajamos con nuestras manos para que llegara el agua limpia hasta las casas, pensando en que los chiquitos dejaran de padecer de diarreas. ¡Sólo nosotros sabemos lo que nos ha costado!
-¡Y ahora que estábamos empezando a pensar en el proyecto de tratamiento de aguas servidas! –añadió Victoria-.
-Lo que me extraña –agregó Chico- es que el gobierno ahora quiera administrar el acueducto, mientras que hace un tiempo ni siquiera nos puso atención cuando fuimos a pedir ayuda para construirlo.
-Una no es tonta - concluyó Emélida-. Algún negocio ha de haber...
La junta trazó algunas pautas a seguir: primero informar a los vecinos y escuchar sus propuestas, luego contactar otras organizaciones administradoras del recurso hídrico en la región... - El camino es largo -dijeron.
Al regresar a su casa Miguel se sintió envuelto por la brisa fría del anochecer. Se sintió cansado. En el aire el rugir del río, que baja el cerro con estrépito indomable.
Cuando llegó a su casa apenas probó la comida que permanecía aún caliente sobre el fogón. Se dirigió a su cuarto. En la habitación de al lado su madre elevaba su plegaria persistente y siempre nueva: «No nos dejes caer en la tentación de abandonar, y líbranos del mal». Tomó su libro y lo abrió en la página que acostumbraba. Hacía algunos años había descolgado el crucifijo que tenía en la pared porque creyó que era mucha desconsideración apoyarse en alguien que padecía un estado tan lamentable. Luego de un tiempo lo volvió a colocar después que leyó en su libro las palabras que ahora tenía frente a sus ojos: «Destruyan este templo y lo levantaré en tres días».
Ciento cincuenta kilómetros al sur, el representante de la virtual empresa concesionaria (hombre de buena presencia y acento extranjero) estrecha la pulcra mano del funcionario gubernamental. No se miran. Acaban de precisar los términos del acuerdo y ultimar los detalles de las discretas transacciones.
Las comunidades son como la tierra –pensó Miguel-. Ella hace que nazcan de nuevo los árboles allí donde ya le cortaron los que había hecho crecer... son como Dios...

Cientos de pericos terminaron por fin de acomodarse para dormir en las ramas del inmenso higuerón.

martes, 15 de octubre de 2013

ALAS DE COLIBRÍ

ALAS DE COLIBRÍ
Por: Javier Barrera Lugo

SEMPER SIMUL, SEMPER CARMINA, CATA DE MI ALMA.


Te pusiste de acuerdo con Isabel para subir al techo a contar estrellas. De alguna forma tienen que hechizarse con la esperanza de volver al lugar que siempre ha sido su casa. Sí, lo descubrí tres días después de conocerte. No eres de este planeta y mi hija es una hermosa indígena alucinada con las luces que siempre están cubriendo el Pacandé. Está fresca la temperatura y al pedazo de universo que vemos esta noche no le cabe un color más. Amarillos y rojos enmarcan el espectro de la cruz del sur, verdes y violetas colocan un anzuelo a la díscola Shaula, el aguijón, que titila furiosa cuando percibe que la observan desde aquí. Vaya si son tercas con el cuentito de dejarme solo fumando en la hamaca. Yo también quiero encaramarme en las tejas, ver bólidos fugaces que parecen escribir recuerdos familiares en el cielo mientras caen. Amorosas, no me permiten tamaña intromisión.
Ustedes toleran mis particularidades y hacen lo posible para no cambiarme. Sin palabras me explican que no debo subir, que no es mi momento de empezar una aventura radical. Les agradezco la sutil aclaración. Mis horas de conversación casi inconsciente, los profundos silencios que las desconciertan, son escaso aliciente para dañarles el período de sosiego. Hipnotizadas, señalan el lugar del cosmos a donde su travesía las llevará. Lo entiendo todo, es un compromiso hecho con su libertad el que me hace retirar. Dejan de lado las insinuaciones, entran a la habitación y aprovechas para colocarle a Isabelita el vestido rojo que Don Héctor le regaló para su cumpleaños. Una de las últimas memorias que grabará mi mente es también el inicio de una despedida sin rimbombantes anuncios. Debo aprender a intuir tus pasos, muchachita.
La niña parece estar en trance. Le dices al oído, como si recitaras un estribillo, que esta noche  le saldrán alas en la espalda como las que tú tienes y ella tiene escondidas y siente hormiguear porque quieren salir, que al fin podrán volar a través de los soles propicios de Yacó hasta la zona donde el río grande resguarda los secretos de tu raza celestial. Mientras tanto, la llevas al lugar más alto de la casa para contarle las cosas que viviste cuando tenías su edad, lo que soñaste y lograste, el día que calzaste tu primer par de botas de caucho con el objetivo de salvar a la gente que de verdad te importa, los pormenores de la semana que con Marysol, la “monita”,  tu mejor amiga, escalaste montañas de sal pegadas al mar cuando estaban en la “universidad pública” y se soñaban casadas con algún comunista estudiante de física cuántica.
Dentro de muy poco abandonarán todo, me dejarán, se irán  lejos y cada mañana después de ese día, me darán un beso antes de que despierte para que mis instintos estén seguros de que no soy otro poeta varado que se siente perdido en un mundo que no entiende. Las tendré cosidas a la piel como consuelo ante su ausencia, sus vocecitas chillonas y plácidas acompañarán los tiempos en que nada parezca tener sentido, cuando el silencio sea una cuchilla que corte con milimetría mis tobillos. Pero no voy a estar triste antes de tiempo. Ni lo sueñes, preciosa. Primero, describiré tus ojos rasgados en mi libreta, la sonrisita que le pinta el rostro a Isabel  cuando hace la siesta y por fin estamos tranquilos por ser una familia que gracias a los dioses le huye a la perfección. Juntas hacen la poesía anárquica que derrotó la oscuridad de mi caverna.
Mientras observan el cielo voy a tomarme la tasa de café  que no me gusta con tu tía Anita. Sus cuentos de espanto seducen mi imaginación, pero ella, tan amorosa en sus palabras escasas, no me contará historias de descabezados o lloronas amputadas, prefiere decirme que Isabelita es igualita a ti cuando llegaste una mañana caminando por el sendero de arena con un par de relucientes alas preguntando si en estas tierras los colibríes tenían también azules las plumas. Desde allí las observo y me parecen irreales, me miras y por fin asumo que está completa el alma, audaz el corazón, que soy capaz de hacer cualquier cosa que me dicte ganar la tibieza de la sangre.
La señora Anita se despide, tiene que ir a rezar su acostumbrado rosario por los vivos y sus esperanzas. Camino la senda que separa aquella casa acogedora del lugar donde el tiempo parece haberse detenido. Las encuentro bajando de las alturas llenas de lucecitas pegadas a la ropa. Los cocuyos las hacen levitar.  Isabel finge un berrinche y veo clara por primera vez la mirada de Teresa en los ojos de su nieta, esa fuerza de los espíritus que nunca se rinden. Me das un beso para confortarme. Descubres los omoplatos de la hermosa hija que nos regalaron los delirios y veo que dos pequeñas protuberancias le pelean a la piel y los tirantes del vestido el aire que necesitan. Estás orgullosa, asustada, tu hija también es un ángel. Entras a dormirla y yo me quedo horrorizado intuyendo lo que pasará.
Es imposible negarme el llanto. “Llevo tus marcas en mi piel”. Retumba en mi cerebro la profecía de Fito, el dueño de las mariposas multicolores y eso no tiene mayor relevancia ahora, pero quiero dejarlo patente como sentimiento en esta narración. Lo que experimento no es tristeza sino una horrible hilera de mordiscos que me hielan el estómago. “Nostalgia. Así pica en la panza”, dices con ternura. Y continuas: “Yo siento lo mismo. No es una emoción cómoda. Pero también tengo claro que nos volveremos a ver, ten fe”, concluyes. Te abrazo. Sé que después de esta noche me hablarás a través de espejismos, que me acompañarás y no podré tocarte, que todo para nosotros está decidido.
Trato, pero es imposible conciliar el sueño. No quedará nada, estaré solo, no es justo salir del paraíso de esa forma, pienso egoísta, es lógico, pero creer eso me ruboriza. No dejó de mirarte, de tocarte. Isabel da vueltas en la cama, se acerca sonámbula, descansa su brazo izquierdo sobre mi pecho y empieza a hablar dormida, igual que mis sobrinos, mi viejo, mis hermanos y yo lo hemos hecho desde el nacimiento. Es nuestra marca genética. Empiezan los sonidos del desierto. Un millar de pájaros cantan con tal intensidad que los muros parecen derrumbarse, están felices, tú y la nena tienen su naturaleza, saben que falta poco para que en grupo, remonten la cordillera y llenen a Yacó con innumerables destellos plateados de música.
Te levantas como si hasta ahora iniciaras la parte bonita de la quimera. Besas a Isabel,  ella despierta y se abraza a lo poco que soy en este momento. Un viento tibio, contundente, se mete en la habitación y manda por los aires toda la materia innecesaria. Tomas a mi hija y sales al patio, suben las escaleras, esta vez para siempre, y es por arte de fantasía, que las veo desplegar unas alas pequeñas de colibrí, azul metálico, voraces, tan hermosas que con frases es imposible describirlas.  Me lleno de angustia y de alegría al mismo tiempo. Descansan. Ya todo son senderos que tus labios enuncian y no puedo ubicar. Isabelita abre sus brazos plenos de inocencia, me dice “te amo papá” y sin mirarme, resuelve entregarse a una corriente de vacío que la eleva del tejado. Tú, frenética, me dices que te hice feliz desde que te conocí, enjugas mis lágrimas y me das el beso que recordaré por eternidades repetidas. Desde ahora todos mis espacios serán las seis de la mañana de un sábado injusto que no se agotará.

Alejo y Sulma me recogen del piso. Todo se consuma, por lo menos eso creo. Anita, la tía que conocí tan poco y quiero como a mi mejor amiga, me dice resignada: “Hay que dejarlas ir, mijo. Existen seres que necesitan inundar con su fuego los interminables lugares que la oscuridad deja secos. No se preocupe.Si algo me han enseñado las correrías por el mundo es que angelitos caminando la tierra hay muchos y usted está condenado a encontrárselos y a quererlos con locura”. La gratitud es una palabra insuficiente para explicar lo que siento por aquella mujer.

No volveré a Yacó, lo presiento. Toda esta belleza que termina por doler no la asumo propia si mi hija y Catalina no están. Sé que nos encontraremos otra vez, nos abrazaremos y miraremos las estrellas. Les hice prometer que cuando tenga que cruzar la línea de árboles y las alas me salgan de la espalda, ellas, La Filipina y la hijita indígena que amo, esos dos hermosos colibríes, me dirán al oído que ya pasó  lo peor.

lunes, 7 de octubre de 2013

DON JOSÉ

 DON JOSÉ

José Orozco Juárez, Santa Ana, El Salvador.

Don José, hombre sesentón, terminaba de cenar, cuando de repente se acordó.............
El pueblo se llamaba San Juan, y era uno de tantos del país, donde el hambre se sentía con ganas ya que más que pueblo, era una aldea semi-urbana, con casas de adobe y un gran patio, donde gallinas, cerdos y perros convivían en total armonía (aunque no siempre).
La familia Díaz, que vivía en los arrabales del arrabal que era San Juan, se componía de 9 miembros: Don Crisógono y Doña Vicenta (Don Cris y Doña Chenta) quienes eran los padres de 7 hijos, 4 hombres y 3 mujeres, siendo José (Pepe) el más pequeño. Vivían de la agricultura, si así se le puede decir, poseer un pedazo de tierra en las afueras de San Juan, que no llegaba a media hectárea, y donde cultivaban maíz y frijol, que en años buenos alcanzaba para medio abastecer a la familia y en años malos, había que dedicarse a otros menesteres como hacerla de peón de albañil, mozo de los grandes hacendados que acaparaban las mejores tierras, siendo uno de estos últimos Don Samuel, a quien todos decían “Tío”.
Así fue creciendo Pepe, entre algunas clases en la escuela del pueblo y los trabajos en la milpa de Don Cris y la hacienda del “Tío”. El trabajo en esta hacienda era del agrado de Pepe, ya que el patrón le mostraba cierta deferencia, pues el joven era muy atento y servicial y también le gustaba el orden que reinaba en todos lados, y lo que más le impresionaba, era el empeño y la constancia que ponía el “Tío” en el trabajo. A pesar de lo bueno que le parecía el trabajo, también se dio cuenta de otras cosas, que no le parecieron tan buenas, y era que el patrón consentía demasiado a las jóvenes más hermosas del pueblo, y las invitaba a llegar a la hacienda en donde a base regalos insignificantes o por unos cuantos pesos, abusaba de su inocencia, y esto era lo que le enojaba a Pepe, ya que en una ocasión vio llegar a su novia Everilda (la Eve), aunque según ella, no pasó nada con el patrón.
Otra cosa que le enojaba era el ver el maltrato de los capataces y jefes de la hacienda sobre los peones y demás trabajadores, quienes por cualquier motivo, con razón o sin ella, eran humillados físicamente con golpes y oralmente con palabras soeces, y estos capataces, no contentos con eso, hacían trabajar hasta turnos de 12 horas a los empleados del “Tío”, que más que empleados eran unos verdaderos esclavos, y todo por sacar adelante a la familia.
Cuando la gente se dio cuenta de que, aunque se sufría, pero a pesar de ello, se salía con los gastos de la familia, muchos aun de otros pueblos y regiones, iban a pedirle trabajo al “Tío”, pero pocos eran lo que lo conseguían, aún así, otros por el afán de conseguir algo, se presentaban subrepticiamente con los capataces, y éstos, aprovechándose de la situación, aplicaban medidas más severas de represión, y aunque los contrataban, era con menos salario que los demás, pero con más obligaciones. Esto redundaba en beneficio de los capataces, ya que ellos cobraban al patrón salarios completos, pero al trabajador le pagaban menos y aquellos se llenaban los bolsillos de dinero mal habido.
Algunos, en su afán por conseguir trabajo, aunque fuera clandestinamente, contrataban a algunos inescrupulosos (coyotes), para que los presentaran a los capataces y así conseguir su deseo de trabajar. Esto se prestó para otro negocio turbio, ya que muchos se hicieron pasar por coyotes y solamente recibían el pago del servicio y desaparecían como por arte de magia. Algunos que lograban entrar de contrabando a la hacienda, sufrían lo indecible, ya que el “Tío” tenía como guardianes, a unos perros enormes, que al darse cuenta de algún intruso, arremetían contra él, causándole en muchas ocasiones la muerte. Y el “Tío” se hacía de la vista gorda.
Esto vino a agravar más la situación, ya que muchos vendían sus animalitos, inclusive su casa, para pagar la cuota que los coyotes les exigían. Cuando el “Tío” se dio cuenta de este manejo, también exigió su cuota a los coyotes, y sólo para “taparle el ojo al macho”, realizaba campañas ridículas, para detener el tránsito de “indeseables” por su hacienda.
Con el paso del tiempo, Pepe, ahora José, se pudo casar con la Eve, pero en su mente bullía el afán de hacer algo, (pero qué), a favor de todos sus compañeros y amigos que trabajaban con el “Tío”. Está por demás decir que éste se consideraba el amo de la región, ya que dominaba todo, desde el comercio hasta el cura, así es que los pequeños agricultores (fuera de la hacienda todo era pequeño) y comerciantes, se tenían que plegar a los antojos gansteriles del “Tío”, quien imponía precio a las compras y ventas de todo lo negociable en la comarca.
Lo peor era, que como el “Tío” acaparaba todo tipo mercancía, sólo a él se le podía comprar todo: comida, vestido, inclusive las semillas para sembrar. En fin, que no se `podía concebir actividad alguna en la cual no estuviera involucrado el “Tío”.
Dándole vueltas al asunto, José se encontró con Juan, un amigo suyo al que no veía desde hacía muchos años, ya que éste se había ido a estudiar a la capital y ahora regresaba a su pueblo con la idea de establecerse ahí, puesto que la carrera que estudió fue agronomía, y ahora graduado como ingeniero agrónomo, venía a hacer algo por su pueblo.


José lo puso al tanto de todos los problemas que tenían, principalmente con el “Tío”, problemas que al principio alarmaron a Juan, pero que después vio que sí había remedio para ellos; ya que si el “Tío” tenía el dinero, Juan poseía la inteligencia.
Lo primero que hizo Juan fue, convocar a todos los agricultores para convencerlos que no había necesidad de depender ya del “Tío”, sino que ellos mismos podían ser autosuficientes para satisfacer sus propias necesidades, lo único que se necesitaba, decía Juan era trabajo, fuerza de voluntad y honestidad.
Al principio casi todos los agricultores se entusiasmaron, pero después, solo quedaron los que sí estaban convencidos de que podían por sí mismos salir adelante, ya que esto implicaba doble trabajo y mucho esfuerzo.
El siguiente paso fue: preparar el terreno para la siembra, pero sin usar abonos químicos, sino abonos orgánicos que el mismo Juan les enseñó a preparar; claro que esta preparación tardó el doble de tiempo que la que hicieron los que habían usado químicos.
Siempre tratando de mejorar, Juan se dio a la tarea de conseguir semilla nativa para sembrar, esto sí le costó mucho trabajo, pero a fin de cuentas, adquirió la suficiente semilla para sembrar, tanto él como sus compañeros.
El siguiente paso de Juan, fue el enseñar a sus compañeros a seleccionar la semilla, para así tener asegurada la siembra del próximo año.
Afortunadamente ese año, fue bueno: llovió lo necesario, no hubo cosas negativas en el trabajo, aunque sí por el lado del “Tío”, quien al ver la cosecha de Juan y compañeros, quiso comprársela a un precio ridículo, alegando que era de una semilla de baja calidad; pero éstos no se desanimaron, y aunque tuvieron que recorrer mucho camino, al fin lograron vender a buen precio su cosecha, fuera de los límites del monopolio del “Tío”.
Esto le causó malestar al “Tío” pero no tuvo más remedio que resignarse y con el tiempo fue perdiendo autoridad y dominio sobre los demás; pero eso se debía a que Juan supo organizar a la comunidad, buscando nuevos horizontes, luchando con honestidad, fomentando la paz y la justicia, a tal grado que con el tiempo, se constituyó en el líder del pueblo de San Juan, y José fue su aliado incondicional.
El “Tío” se dio cuenta que ya era imposible oponerse a casi todo el pueblo y optó por enclaustrarse en su hacienda a disfrutar sus millones de dinero bien y mal ganados.......
Pero eso sucedió hace muchos años, ahora Don José se sienta a recordar con su familia, todos esos acontecimientos de antaño. Su amigo Juan y líder del pueblo, en busca de ayudar a más gente, emigró a otra región para seguir apoyando el desarrollo integral de las personas y las comunidades.
No faltaron dificultades, pero lo único que le queda de satisfacción a Don José, es que la humildad, la honestidad, la solidaridad, el bien común, son la base para un desarrollo personal y comunitario, todo ello aunado al fomento de la paz y la justicia social.