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martes, 19 de noviembre de 2013

NIVELES DE MALDAD

NIVELES DE MALDAD


Por: Javier Barrera Lugo

Siento miedo cuando los fantasmas revisan las habitaciones de las personas que amo. Sí. Aprendí hace mucho que la ley de la compensación existe, acciones similares revierten un acto inicial y sus consecuencias. Me cuelo en las casas ajenas no sólo a robar. Huelo las ropas de mis víctimas, intuyo sus costumbres, imagino cuánto han cambiado desde que les tomaron las fotos que dejan sobre sus mesas de noche como tributo al silencio.
No siento vergüenza al asumir que soy un ladrón, además de una suerte de espécimen obsesivo que se desvive por dejar en perfecto orden la escena del delito. ”Nada de revolcar. Tiende las camas. La policía no puede ver que los afectados por mis fechorías habitan una vivienda que parece haber sido afectada por un tornado”, me digo en medio de sonrisitas estúpidas y un sentido de la responsabilidad que rebasa, para algunos, el concepto de trastorno mental. No soy un enfermo, un esteta habita en mí. Aborrezco la anarquía doméstica, eso no tiene nada de perverso. Pegotes de chocolate en los mangos de las puertas, calzoncillos secándose sobre el lavamanos, zapatos regados por todo lado, me asquean. Trátenme de loco, prefiero serlo a aguantar el impudor ajeno, la falta de pulcritud.
A mis hijos no les permito la mínima incorrección en este aspecto. “Niveles de maldad”, les recalco, podemos concedernos la potestad de juzgar y cometer un crimen, pero lo que realmente importa es que las huellas que dejemos denoten el sentido de asepsia que en el fondo es la firma que le otorgamos a una obra cruel. Las tragedias tienen su parte de belleza implícita, los defectos son aminorados por el sentido de decoro que les resta violencia y abuso. Bastante tendrá de asqueante para las autoridades ver rostros descompuestos, lágrimas por baratijas, mocos saliendo de unas fosas nasales expandidas y rojas. Niveles de maldad, así de simples deben ser los paradigmas que rijan nuestra cotidianidad.


**TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS POR JAVIER BARRERA LUGO. SEPTIEMBRE 2.013

lunes, 11 de noviembre de 2013

EL ENTRAÑABLE

ENTRAÑABLE INDESCIFRABLE

Cuando comenzó a vivir, tal vez tendría 13 o 14 años. Eran pues los años maravillosos de colegio, de las amistades eternas, de la primera novia, y por qué no, el inicio de las grandes decepciones.

Siempre se considero bueno, y para justificarse aplicaba a sí mismo aquel adagio popular de que aquel que reza y peca empata.


La severidad de un padre ebrio e intransigente contrastaba con la figura malgeniada y luchadora de su madre, la pasividad, alegría y confianza que le despertaba uno de sus hermanos, y, la angustia existencial, locura temporal,  bohemia inescrutable y tristeza pertinaz del mayor confraterno de este clan. Todo esto convertía a este grupo en una mezcla perfecta de especímenes patológicos; y a la larga esta masa familiar que lo envolvía lo fue apartando lentamente de la inocencia sutil que a todos nos rodea.

No pasaron muchas madrugadas  para que se creara en él la necesidad de inventar dentro de sí un mundo independiente de este mundo, y ya con la decisión tomada y la loca idea de revolucionar la tierra, que en algunas oportunidades a todos nos envuelve, empezó a sumergirse en coloquios nocturnos, en hacer amistades peregrinas y durables y en apartarse del circulo vicioso de su familia, todo esto amparado por la sombra fatal de su inconformismo.

Un hombre realmente inteligente y alegre dio paso reverencial a su silencio y despreocupación; la sonrisa de niñez se transformo entonces en un carácter irascible y huraño, y, las manifestaciones emotivas que entonces empezaban a nacer, fueron sepultadas para siempre por una máscara imborrable de dureza y estoicismo propio de las estatuas marmóreas de los próceres.

En fin, todo había cambiado y alrededor suyo surgió entonces la preocupación impajaritable de su horda. Pero no era una angustia gratuita, no, eran sus hechos los que afanaban, pues aquel a quien hasta ese momento todos creían niño, había crecido y ni su madre con regaños, ni sus hermanos con sus desplantes, ni aún su padre con su carácter recio lograban entenderlo.

Tomo salidas inconclusas, busco bajo las rocas el destino fugaz de su existencia, atravesó el mar inmisericordioso de la vida, batallo muchas noches con su almohada,  pero nunca, ni en ningún lugar de estos encontró respuesta a  sus preguntas, al final él,  solo él, y dentro de él encontraría la verdad que tanto añoraba en su silencio: había madurado.

Atrás, pero no para siempre quedarían las locuras de adolescencia y la terrible edad de los destrozos, en la memoria cercana añoraría los amigos de antaño, los lugares visitados y las experiencias recibidas; sonreiría al recordar las noches eternas de impaciencias, de abotagamientos etílicos, de conversaciones eternas, de amor a la naturaleza verde y de amaneceres vacíos, y al final, y, pensativo, entraría en catarsis reflexiva, colocando su norte al sur del de los demás para demostrarse satisfecho que siempre tuvo la razón.

Nunca entenderán sus motivos, tampoco lo acompañaran en sus razones, tal vez jamás crecerá para los otros, pero ya en el ocaso de sus experiencias entenderán el juicio empírico de sus vivencias, pues al fin y solo en ese momento los demás comprenderán lo maravilloso y complejo de su existencia.

Hoy como ayer seguirá siendo el niño de la casa, porque al final hoy como ayer, es el niño de mi casa. 

 
Fernando Vanegas Moreno

lunes, 4 de noviembre de 2013

INFIERNO DE SILENCIOS

INFIERNO DE SILENCIOS
Por: Javier Barrera Lugo

No es una ventaja decidir cuándo vas a morir. Va en contra de la lógica de la  creación. Irás al “limbo”, le dijo Mery Johana con sangre fría. De tanto sacrificar sueños por causas urgentes, se volvió inmune a la prudencia, a darle importancia a las sensibilidades ajenas.
Henry la miró con rabia. Una sonrisa socarrona fue el cuchillo con el que deseó removerle el tatuaje del antebrazo izquierdo que denunciaba en letras de molde el apellido del marido: LINARES. Intentó contener la respuesta.Una justificación innecesaria le ganó el pulso al decoro que le dio fama de cínico:
-Todo está decidido, mujer. Tanto trago, viejas y “manes” de quienes sólo conocí profundidades, medidas o protuberancias, la resaca de todo eso, me activó la soledad de los escrúpulos. No voy a pelear contra lo que hice, voy a asumirlo.

-Quedan cosas por enmendar, no seas soberbio.

-¿Volver a Armenia a pedirle perdón a los “pelagatos” con los que me malcrié?  ¿Cumplirme la fantasía de ir a un prostíbulo donde ya no puedo hacer nada?  No Mery, prefiero terminar rápido con esto, sin condiciones… Dejar este infierno de silencios.
No le alcanzó la piedad para mirarlo a los ojos. “Qué hago acá”, murmuró para sí. Su presencia como voluntaria en ese hogar para enfermos terminales, como siempre en su vida, fue impuesta por una mala decisión. Como siempre en su vida, sus anhelos, viajar al Vaticano, conocer a Jorge Barón y sus patadas de buena estrella, ir a la universidad para estudiar algo e inculcarle el valor del sacrificio a su hijo de nueve años, Byron, quien heredó del padre  la tendencia a los excesos, se aplazaron indefinidamente.
    A ciegas, tomó la mano izquierda de Henry y la apretó.  Sin pretenderlo pudo testificar cómo la lágrima que un hombre asustado no quiso evitar, le devolvía la dignidad a una mejilla hueca y verdosa.
-¿De verdad no tienes miedo?

-Es igual a cuando pariste a tu hijo, no sabías nada, pero terminaste haciendo algo bueno.

-No sabía, debía. El lío era inminente, pero en tu caso…

-A ti te tocó, yo quiero. Tu Dios no intervendrá.

-No blasfemes- dijo Mery. Y agregó-: Él no nos ordenó hacer pendejadas. Acepta el castigo.

-Mira cómo sufrió Linares por asumir el castigo. Tuvo suerte de recapacitar pese a tenerte a su lado. Fuiste una buena esposa.
Mery salió del cuarto sin despedirse. Al cruzar el pasillo, el dolor la alcanzó. Lloró lo suficiente para asumir las preguntas que evadió mucho tiempo por respeto a la memoria de su único hombre: ¿Pensó Linares antes de suicidarse lo mismo que pensaba Henry? ¿Hizo lo que quiso…, se obligó?
La alarma del reloj de pulsera no le permitió contestarse. Eran las seis y media, oscurecía. Tenía cinco minutos para llegar al rosario que el padre Arboleda ofrecería por los integrantes de la infancia misionera que esa noche salían para un encuentro en Montería.


**Todos los derechos reservados. Javier Barrera Lugo.