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lunes, 30 de junio de 2014

CORAZONCITO MÍO

CORAZONCITO MÍO
POR: JAVIER BARRERA LUGO

*Se recomienda leer este artículo con “Lágrimas de amor”,  interpretada por Olimpo Cárdenas, como música de fondo.


La anciana de noventa años logra lo que hasta ese momento  el pudor decretó como   imposible. Imitando el esfuerzo de una heroína griega llamada a inmortalizar en piedra la historia épica que sólo será recordada por aquellos que tienen altas dosis de cianuro y crudeza en las venas, acogió la perseverancia como escudo y logró materializar su deseo: sin mayores escrúpulos seduce a su vecino adolescente, el objeto del que  será su último deseo lúbrico. Las tardes en el balcón mostrando lo  que quedaba de sus piernas llenas de várices y suspendidas entre medias de lana que imitaban las extremidades de un bufón, las arrugas apetitosas para los ángeles del tiempo, las miradas profundas que auscultaron la lascivia mezclada con asco y pizcas de ternura que se dibujan en las muecas del muchachito, dan  fruto cuando el joven lleno de miedo, placer y culpa y ganas de morir por un instante, baja la cremallera de su pantalón para permitir que aquella mujer, que puede ser la abuela de su mamá, le practique sexo oral.
Esta es la trama del cuento Bésame otra vez forastero, del escritor chileno Pedro Lemebel, representante de ese estallido literario pos dictadura en el que la libertad de criterio salió de su madriguera  para encontrarse con un sentido trastocado del honor en el cual la modernidad no estaba regida por temas de inclusión, sentido común o una mancha palpable de tolerancia. Las bestias estaban guardadas en los cuarteles, pero las mentes de gran parte de la sociedad  anhelaban los golpes y la carga de miedo que prodiga la adopción de estándares en principio inmodificables.  Esa fue la herencia funesta que dejaron los militares en el inconsciente colectivo, el testamento podrido de Pinochet y su corte de ladrones asesinos que portaron mentirosos un uniforme ganado por hombres de verdad. El joven Pedro, escritor novel, Pedro Mardones Lemebel el hijo del panadero, el artista de performance y travesti  que tiene la literatura como religión, le escupe a sus paisanos que los tiempos de horrorosa oscuridad se acabaron para siempre jamás.
Sus apariciones se fueron haciendo cotidianas. Iracundo y maquilado de forma estrafalaria se desnuda frente al Congreso de la República, besa en la boca a candidatos a la presidencia de Chile y hasta se prende fuego, amparado por trucos teatrales, en un mitin político organizado por los miembros del partido comunista de Chile, quienes en un acto impensado comparten la fobia de la derecha para con este personaje cargado de tristeza chabacana y un ácido sentido del humor. Cada grano de arena de su creatividad es lanzado directamente a los ojos que no alcanzan a cerrarse. Llega la libertad;  Pedro lo que quiere es libertinaje, impregnar de candela el futuro intelectual del país, tan obtuso y pacato como los dueños de las industrias, las esposas de los políticos, ellos mismos,  y la clase media enfrascada en sus patéticas taras burguesas.
 En 1.983 comienza a trabajar en dos liceos ubicados en la periferia de la capital, donde muta como profesor de artes plásticas. Los compañeros de docencia lo ayudan a sacar a patadas de las instituciones. Su pecado: ir a impartir conocimientos vestidos de flores, pañoleta carmesí cubriéndole el cabello, largos tacones y sin afeitar. Una humillación calculada de la que saca los mejores réditos, evidencia ante todos los ojos y oídos que las izquierdas y las derechas de su país son homofóbicas, estúpidas, una sarta de melancólicos anacronismos dispuestos a pulverizar líneas que dividan la tierra. “¡No te van a esperar!” “¡No te quieren!” Le gritan las paredes de su habitación, lo sabe, le gusta tener esa certeza metida en cada glóbulo de la sangre, lo suyo es el escándalo sustentado por conceptos; todos sus detractores no hacen sino ponerle el trofeo en bandeja de plata.
Le desagradan los incipientes grupos de protesta LGTB, su maniquea forma de actuar, de victimizarse y atacar como perros, sólo rabia y cero discurso; la iglesia, todo lo que le sepa a militancia ciega. Él protesta brotando sus ojos, quitándose la ropa y pintarrajeándose de forma indecente.  Para él (ella), la sociedad se cuece en su mediocridad cuando hay que tomar una trinchera ideológica para defender lo que por naturaleza se establece. Mientras, la olla se ve grande, pelada, la subsistencia pega pellizcos y se esconde, camina dos pasos atrás de su sombra y no se deja ver de lleno el rostro. No está solo, la voz interna se lo dice, los apoyos se ofrecen discretos, sirven cuando se es consciente que la guerra es de uno contra el mundo. Se concentra en dictar talleres de crónica y cuento, la literatura le reclama tiempo de calidad y la “maricona” se pone seria dejándose seducir por su nueva ama.

Obtiene el primer premio del concurso  organizado por la caja de compensación Gaviera Carrera, con el cuento “Porque el tiempo está cerca”, un relato casi biográfico en el que narra las vicisitudes de un joven, que además de a la pobreza, debe hacerle frente a su homosexualidad prostituyéndose  en  sórdidos bares del centro de Santiago. Continúa escribiendo, realizando crónicas. Su primer libro, Incontables,  es publicado en 1.986.  Bautizo de fuego, el escándalo lo ayuda a llegar a  puerto. Desde ese momento la deuda queda apuntada en su orgullo, debe demostrarse que no sólo es un gay que escribe sobre gays y sus desventuras, debe ser un escritor, quitar de las mentes el rótulo de autobiógrafo de escasa envergadura que le talla en la frente.
En el transcurso de su carrera aparecerán  ocho libros de crónica, una novela, cuatro antologías, hasta un guión para novela gráfica en las cuales la temática transgénero se aborda a la par del quehacer político chileno (tan travestido como Pedro, aunque más carcomido por sí mismo), la dictadura y su posterior caída y hasta el SIDA como tema fundamental para un segmento de la población. De hecho en 2.011  de tanto pensar en la plaga lo que se le terminó jodiendo fue la laringe. Un cáncer le quitó parte de la voz, “justicia poética” debieron cantar aquellos a quienes el verbo volcánico de Lemebel les quemó el culo.
A Pedro se le debe la descripción de la marginalidad desde un punto de vista extraño. La evocación  de lo popular como un estilo válido culturalmente hablando, es la piedra maestra donde yace el sentido de su obra. El homosexualismo y su ejercicio son bastiones de su oficio de narrador, pero sondeando más profundo, los conflictos de clase,  la autoridad mal detentada, la defensa de lo individual y el poder, están inmersos en la grasa de sus relatos. Utilizando la palabra como una lija repleta de gránulos de acero muestra que los humanos sentimos igual, nuestros miedos son tan parecidos que por eso la enemistad entre pares es lógica, que los otros son espejos en los que no nos queremos ver, que ser gay y pobre, propenso a la nostalgia en una sociedad abiertamente desigual, es clavarse un puñal por puro placer, que las ropas y sus géneros son patentes en las cuales nos refugiamos para sentirnos buenos niños que se uniforman. Corazoncito mío,  decimos cada vez que amamos, cada vez que los impulsos de la biología nos llevan a lo  querido o lo fornicable, ese placer nos iguala sin distinciones de género ni mentalidad, estas verdades están pegadas con candela en los textos de Lemebel, sus entrevistas y puestas en escena. La legalidad es la negación de los actos nobles, también su sustento, es tanto el miedo a fallar que todo lo que nos parece raro debe ser destrozado a batazos, esa es la médula que mantiene viva la literatura del hombre-mujer-transgénero-”loca”,  a quien están dedicadas estas palabras.

Abrir la boca para respirar en medio de la muerte, hundir las uñas en el yeso de las paredes que encierran el espíritu y sus palabras... Pedro Lemebel utiliza el asombro para demostrarnos que deberíamos escandalizarnos por el hambre, la miseria, el asesinato que derrite las vísceras de la humanidad y no por una jauría de mariposas con colmillos de plata que todos los días en los barracones llenos de mierda y basura de las grandes ciudades  le dicen muy quedo a los transeúntes molidos por el tedio: “Corazoncito mío, ¿quieres una “mamada” para que esta muñequita tuya tan vieja y cansada no muera de hambre o física vejez?

lunes, 16 de junio de 2014

DESPERTARES

DESPERTARES

Por: Javier Barrera Lugo





Árida calidez de una noche
De espíritus que huelen los engranajes
Cuando las máquinas de ensamblar silencios
Se funden de tanto trabajar.

Yace el hombre desnudo sobre el pavimento,
Larvas comen sus dedos;  con una sonrisa
Que tiene el sonsonete lúgubre de una guitarra huérfana
Se inventa una vida, la felicidad mezquina,
El horror de una amante ausente de la cama
Donde el amor se hace a la fuerza.

Se hastió de las mentiras, lanzarse del décimo piso
Y quedar intacto.
Les devolverá a todos lo mismo que le den,
A eso lo llaman justicia poética; “ser un comemierda”,

Dicen sus conocidos. Simplemente crece para testificar
Que son demasiado pocos los dignos de confianza,
Los carnales, los hermanos, la gente para amar.
No se extraña lo desconocido,
Los niños ciegos saben eso cuando sienten
Las complacientes miradas de los inocuos.

Sangre, huesos, diminutos capilares y venas de cristal
Se comen el asfalto imitando bacterias,
Las manos son vientos castrados que se ahogan en la sala,
El hacer ya no es contrario al querer,

Está viejo y enfadado, sus fantasmas pesan en la conciencia,
Llorar a escondidas es una bajeza inútil.
Será fiel por una vez el noble guerrero,
Disfrutará el hambre, la carencia,
Encarnará a través de su ira, salvará el alma,
Lo primario es honor, ese es el secreto.

Yace el hombre desnudo sobre el pavimento,
Pero se levanta porque niega la muerte,
El hecho de navegar con la corriente

Siendo que es principio de fuego el latir del corazón.

lunes, 2 de junio de 2014

EL NEGRO QUE NUNCA TUVO MIEDO

EL NEGRO QUE NUNCA TUVO MIEDO

Por: Javier Barrera Lugo


Las calles fueron tomadas, literalmente, por el silencio. Contadas almas en pena, pasmadas por el exceso de licor y la sensación de vacío, llenaron de pasos mudos el retorno del día, enmarcaron el inicio de una pesadilla colectiva que sólo ocho años después pudo ser desalojada de los corazones. Pero las marcas que una navaja les trazó en la cara a  ciento setenta y seis mil personas que asistieron al Maracaná el 16 de julio de 1.950  y a los cien millones de brasileros que detuvieron sus vidas y las trasladaron a la cancha más famosa del mundo, seguros de lograr su primer título mundial de fútbol, aún hoy, supuran indignación y vergüenza que tiñen de abatimiento la bandera auriverde donde el lema Orden y Progreso resalta como una máxima por cumplir.
Los goles de Juan Alberto Schiaffino (21´ del segundo tiempo) y Alcides Ghiggia,-la estocada mortal- (34´del segundo tiempo), aterrizaron a una Nación que consideró como tarea cumplida, antes de jugar, el último partido de la copa que debían ganar. Toda ilusión le cedió el turno de fluir por las venas a la triste realidad: promesas absurdas de los políticos, miseria, racismo, exclusión y resignación que se hacían menos palpables cuando un grupo de hombres salía a patear entusiasta una pelota que volvía hermanos, por unas horas, a los esclavos y sus amos. Duro despertar para una sociedad acostumbrada a la alegría que se experimenta y se inventa también.
Pero esta hazaña se cuenta desde dos orillas. El tamaño del perdedor, las grietas que quedaron en el suelo tras su caída, hacen notable la victoria del David de este relato: la selección uruguaya de fútbol, liderada por Obdulio Jacinto Muiños Varela, Obdulio Varela para los conocidos,  mítica camiseta celeste número 5, el Negro Jefe, como era llamado por sus compañeros y la gente de la República Oriental, revalidaba lo que veinte años antes obtuvo un grupo de hombres que las arenas del tiempo enterraron para las generaciones siguientes. Varela y su pandilla cosecharon con gallardía un nuevo fruto para llenar de felicidad a sus paisanos. Devolvieron el estremecimiento provocado por el triunfo a un país pequeño geográficamente, pero que atesoraba un espíritu que era superior al de muchas potencias globales. Este título, alcanzado en tierras cariocas, se sumaba al primer campeonato del mundo (1.930) del que fueron anfitriones y ganadores,  las medallas de oro olímpicas del 24 y 28,  y las copas América del 16, 17,  20, 23, 24, 26, 35 y 42. Los dirigidos por Juan López, se coronaron vencedores pese a los pronósticos nada optimistas de sus propios dirigentes, de los mandamases de la FIFA, los organizadores del torneo, los mandaderos de las autoridades civiles y militares y del mundo que giraba alrededor  de una esfera de cuero y millones de preconceptos.
El Negro Jefe, desconoció los augurios de sus propios capataces de corbata y terno, quienes en un acto de indecencia, natural en los políticos, le pidieron al plantel antes de saltar al campo “ser dignos, perder por menos de seis goles, jugar con guante blanco (no dar patadas), porque según ellos estar en la final era de por sí una ganancia, un estandarte que colocaba a su país en el centro de las miradas”. Obdulio, un ser honesto y orgulloso de su estirpe mulata, una persona que nunca le tuvo miedo ni a la escasez, ni al trabajo, un individuo que no dio por sentada condición o destino, reunió a sus compañeros en la boca del túnel y les gritó unas palabras que orientaron al grupo hacia el éxito: “Vamos a jugar como hombres. Nunca miren a la tribuna. No piensen en toda esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo, y si ganamos no va a pasar nada, nunca pasa nada. Este partido se juega con los huevos en la punta de los botines. ¡Los de afuera son de palo!”. Las cartas quedaron sobre la mesa.
Albino Friaça, adelantó al local en el minuto dos del segundo tiempo. El partido estaba parejo, juego ansioso de Brasil, control por parte de Uruguay. Una vez validado el tanto, Obdulio, corrió al encuentro del árbitro, el señor George Harris, y comenzó a reclamarle un supuesto fuera de juego.  Mientras el traductor consultado por el juez ayudó a zanjar las diferencias de conceptos e idiomáticas, pasaron varios minutos. Nadie entendía la actitud del Negro Jefe, ni siquiera sus compañeros. El gol fue legal, obtenido sin ventajas; pero él tenía clara la estrategia: enfriar a los adversarios, desesperarlos, darle aire a sus muchachos. Sobre esto, en una entrevista conferida años después, contó los detalles de su ardid: “Si seguíamos así, si les procurábamos tiempo de respirar, nos pasaban por encima. Tomé el balón y busqué al inglés. El público comenzó a gritar, los rivales estaban desesperados. Inicié una guerra de nervios que tuvo recompensa”.
Y así fue. Vinieron el empate,  el gol del triunfo, el manejo formidable de los tiempos de juego por parte del Negro Jefe. El resto es novela, anécdota. El rito de premiación careció de pompa, la banda marcial, la calle de honor, la pirotecnia, todo lo alistado para hacer fastuosa la ceremonia de investidura del local como campeón se fue al tacho de la basura. Jules Rimet, presidente de la FIFA, abrumado por lo sucedido, perdido en medio de rostros llenos de lágrimas y apatía desbordante, comenzó a dar vueltas por la pista del estadio y sólo la intervención de Obdulio, quien le sacó el trofeo de las manos, lo salvó de parecer uno más de los orates que en ese momento no sabían qué hacer. Los uruguayos celebraron a rabiar mientras el público abandonaba silente el estadio. La final más emotiva en la historia del fútbol, la más dramática, la más sorpresiva, la más dolorosa para los habitantes de Brasil, dejaba de ser un hecho cumplido para convertirse en la leyenda fundacional del deporte que mayores adeptos tiene en el mundo. Como buen relato épico, este posee héroes, villanos, némesis como el Negro Jefe,  chivos expiatorios como Moacyr Barbosa, arquero de Brasil a quien su pueblo condenó al ostracismo, a la humillación pública, pero ese es otro cuento que algún día escribiré.

Mi patria es la gente que sufre

Una vez en el hotel, eufóricos, los integrantes del plantel campeón decidieron beberse unos tragos para celebrar su proeza. Los directivos uruguayos tomaron la vocería y todos se fueron de copas por los elegantes bares de la zona de Copacabana. El único que eludió tamaño despropósito fue Obdulio Varela, quien caminó en sentido contrario al del rebaño y se fue como cualquier parroquiano a las cantinas de la ciudad para compartir la pena con los habitantes de Río, quienes lo felicitaron y alabaron su labor, eso sí, sin poder ocultar sus miradas llenas de desolación. No estaba contento, sin quererlo había ayudado a alimentar al monstruo contra el que luchó desde su potestad: la dirigencia corrupta y abusiva. No se equivocó. Tras llegar a  Montevideo, los autoindulgentes mandos se premiaron con medallas de oro; a los jugadores y plantilla técnica, los hacedores del sueño, sus verdaderos patrones, los humillaron entregándoles medallas de plata y una remuneración simbólica que el Negro Jefe invirtió en la compra de un carro modelo treinta y uno que le robaron ocho días después. Fue tanta la paradoja con la autoridad mal ejercida que la camiseta y botines que usó en ese partido legendario reposan hoy en las galerías de la asociación uruguaya de fútbol. Hasta eso le terminaron quitando, jamás recibió una moneda por estos tesoros.
“Mi patria es la gente que sufre”, dijo a un periodista que lo interrogó sobre el desplante que le hizo a la élite y gobernantes de su nación. Impávido reconoció cuánto le dolió traicionar a los brasileros del común, al obrero, al pequeño empresario, al peluquero, a la prostituta, a la gente que con su laboriosa humildad hace posible que una comunidad progrese. Siempre defendió sus principios, a los de su clase. En 1.948 lideró la huelga de futbolistas uruguayos  que buscaban el reconocimiento de su sindicato. Pese a los tejemanejes de los “titiriteros” dueños de los clubes, la agremiación fue aceptada y aún continua vigente. Cuando le preguntaron si sintió miedo de ser vetado por su actuación, contestó lleno de humor que podía trabajar en lo que quisiera: “he sido albañil, ayudante de taller, hasta periódicos vendí; me fue bien y eso que en la prensa lo único verdadero que aparece es la fecha y el precio”.
Fue el único jugador de Peñarol, (militó también en Wanderers y Deportivo Juventud) que no lució publicidad en su camiseta. A mediados de los cincuenta, el equipo fue el primero de su tierra en publicitar marcas comerciales en la indumentaria, pero el Negro Jefe defendió con pundonor su postura vital, expresó fuerte para que a nadie le quedaran dudas: “Antes, a los negros nos llevaban  de una argolla en la nariz. Ese tiempo ya pasó”. Fue un hombre afable, honorable, controvirtió al injusto con argumentos, con actitudes coherentes, con una férrea personalidad a prueba de sacrificios. El negro que nunca tuvo miedo se retiró de la actividad sin aspavientos. No aceptó los pocos reconocimientos que sus poderosos enemigos quisieron brindarle para ablandarlo. Se fue sin decir una palabra, sabiendo que el pueblo, sus hermanos, sus iguales, nunca dejarían de idolatrarlo, de considerarlo el mejor de los suyos.

El dos de agosto de 1.996 dejó de existir el mejor mediocampista en la historia futbolística de Uruguay. La pena que le produjo la muerte de su adorada Catalina, la esposa fiel, meses antes, acentuaron sus dolencias de vejez. Setenta y ocho años trascurrieron desde que respiró por primera vez el aire de una tierra bendecida, pequeña, pero con un corazón inmenso de león. Las carencias económicas siempre lo acompañaron; como sucede con los deportistas de este lado del mundo fueron la falta de apoyo, de moralidad de los dirigentes a cualquier escala, la necesidad de aprovechar las oportunidades, las que le grabaron ese carácter a prueba de fuego que lo llevó al Olimpo no sólo del fútbol sino de la consecución de metas cuando más agudas fueron las circunstancias. Ahora en Montevideo, en Maldonado, Colonia, en los potreros de las ciudades donde el talento brota milagroso, miles de niños refieren su mito, lo veneran, es su herencia. Saben que desde que el Negro Jefe dejó de jugar, la celeste no ha obtenido resultados siquiera parecidos, que ahora la histórica garra charrúa se confunde con el simple agravio, con la sucia agresión. El Negro nunca tuvo miedo porque desde el principio estuvo seguro de llegar hasta donde quiso… Lo logró con honores.