HISTERIA DE KAUIL
SEMPER
SIMUL SEMPER CARMINA, CATA
PREMONICIÓN
POR:
JAVIER BARRERA LUGO
Las manos se le adormecieron. No era el dolor
regular que aparecía después de los entrenamientos el que inundaba los centros
de sufrimiento del cerebro; en ese momento un tibio palpitar tomaba posesión de
coyunturas, huesos, tejidos, carne, tendones y los volvía masas sin autonomía
incapaces de unirse para producir movimiento. La defensa del título mundial fue
salvaje. Las culpas nadaban bajo la rutilancia del coliseo y el silencio del
cuarto ayudaba a hacer punzante esa sensación.
Ella dormía desde las nueve; la contemplaba
con un dejo de ternura mientras frotaba entre sí los amasijos de dedos anestesiados
intentando hacerlos reaccionar. Por entre las rendijas de la persiana la luz se
colaba grisácea y resaltaba facciones de ese rostro lleno de detalles pulcros:
nariz rara pero hermosa, párpados lisos, boca pequeña, barbilla afilada,
pómulos discretos. El insomnio, el sufrimiento y la belleza, trilogía nefasta,
rompieron la poca cordura que sobrevivió al combate, que entendía, le cambió una
vez más la vida.
Calculó siete horas más de suplicio
individual; ella no despertaría antes de las ocho. Se levantó con cuidado
tratando de no apoyarse sobre las palmas hinchadas. Las doscientas malditas
abdominales que realizaba desde que tenía memoria cada mañana, le ayudaron a
lograr su objetivo. Del gabinete del baño sacó los analgésicos y tomó dos de un
sólo envión. Fue todo un karma lograr colocar el par de pastillas bajo la
lengua. Se tiró sobre el sofá. A la lista de incomodidades se sumó el
asfixiante calor que envolvía la sala; el ventilador estaba apagado y así se
quedó. Encender el cigarrillo fue una prueba para su persistencia: con el muñón
derecho aprisionó la cajetilla y con el izquierdo deslizó el pucho hasta la
tapa de la mesa. Paciente, se arrodilló, hizo rodar el cilindro de papel, lo
sujetó con la boca, fue hasta la cocina, accionó la hornilla de la estufa y se
acercó a la llama. La bocanada primera fue un acto de conquista que perduró
hasta que consumió el último gramo de tabaco.
El dolor de las manos cedió veinte minutos
después. Sintió que ese avance en su problema era un logro menor. La falta de
sueño la producía aquella charla que tuvo con Maidana, su empresario, su amigo,
antes de la pelea.
-Todo
está listo, hermano. Te caes entre el quinto y el noveno. La idea es que los “simios”
del público tengan tiempo de emborracharse. Ya mi gente cuadró las apuestas. De
lo tuyo “metí” cuatrocientos mil… Imagínalo, cinco “palos verdes” que te
pagaron por subirte al ring y por perder, te ganas casi la misma cantidad…
Negocio redondo, buen retiro, plata en el banco… Nunca digas que no te cuido.
Pensó que la paradoja es el alimento que
mueve las cosas en el mundo. No es que dejarse ganar fuese un asunto que
atentara contra sus valores; en un gremio lleno de trampas se había sacado la
lotería con su representante, el único tipo honesto, según las proporciones,
que puso siempre su integridad, su futuro, por encima de cualquier
consideración ética; pero lo que sucedió
unas horas antes rompió los límites de su coherencia. Asumió el arreglo como
una actitud lógica para un hombre de treinta y cinco años que estaba a punto de
retirarse después de veinticinco años entregados a destrozarse el lomo contra otros
tipos igual de pobres a él. Sus carros, casas y lujos no se pagaban solos. El
bendito cuento del honor, esa vaina que aparece en la mente cuando se ha comido debidamente por varios años, complicó una ecuación
sencilla que había aprendido a resolver desde que tenía uso de razón.
“El
macho” Álvarez, sobre el papel, era uno de esos aparecidos acostumbrados a que
les desintegraran la cara por unas cuantas monedas, un bruto que desaparecía
sus bolsas de sparring con la rapidez
de una esnifada de cocaína, su amor certificado. Nueve a uno marcaban las apuestas; el negocio era demasiado
rentable para decir que no. Los “patronos” de la asociación de boxeo estaban de
acuerdo, su representante actuaba, los jueces fueron arreglados, su rival salía
del gimnasio para los burdeles que eran su casa y donde era tratado con los
mimos propios de un hijo pródigo. Ser noqueado por un tipo así era humillante,
pero como dicen los gringos, “Business
are Business”.
La pelea se desarrolló según el libreto:
jabs, cruzados al aire, mucho de provocación ficticia, un campeón en problemas,
guardia baja. ¡Estúpido!… Dolor, mucho dolor. Knock-out en el sexto round que
a los ojos del público fue legal. Un plan llevado hasta el final con todo el
decoro, aunque la realidad le escupió feo en el rostro: los puños de “El
macho”, parecían forjados en plomo y su cuerpo sintió el castigo. Aquel hijo de
la vagancia fue más rápido, contundente, lo venció sin atenuantes; sólo él lo supo
y eso le bastaba para sentirse mal. El miedo se instaló en su cabeza, su
libreto se consolidó como dolorosa verdad. Le dolió ver celebrar sin convicción
a un idiota engañado en el propio engaño. “La perra suerte de una pandilla de
tramposos”, concluyó para sí. En el camerino recibió los agradecimientos de sus
cómplices, de Gina, su mujer, y la tentadora propuesta de una revancha millonaria
antes de seis meses.
No resistió el calor. Entró al baño y preparó
la ducha. Ella ni se inmutó, era prisionera de sus sueños. Recordó, después de
mucho tiempo, que la amaba de verdad; era el árbol que hacía viable la vida en
su desierto. No buscó el imposible de desnudarse por su cuenta, así que entró a
la ducha con la pantaloneta puesta. El agua le calmó los dolores del cuerpo, el
pómulo suturado, los moratones del tórax, el ojo cerrado. Sintió que los años
le mordían el lóbulo de la oreja. “Eres un hombre millonario”, se dijo, “además
de un cobarde que fue consciente de su necesidad de perder y perdió descubriendo
su debilidad. Valiente ex campeón sin lustre”.
Cerró el grifo y se quedó varios minutos con
la puerta cerrada esperando a que el calor del ambiente le secara el cuerpo. Se
miró las manos y no pudo contener la lágrima que le rajó como una cuchillada lo
poco sano que le quedaba a su mejilla derecha.