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domingo, 14 de diciembre de 2014

LO MEJOR DEL 2014

LO  MEJOR DEL 2014

Los idiotas nos despedimos por unos cuantos días, pero no podíamos irnos sin agradecer a todos nuestros lectores y colaboradores su participación y sus comentarios, además, y es obvio, de su tiempo al momento de leernos y apoyarnos…, volveremos el próximo enero y esperamos seguir contando con su compañía y su fidelidad a estas páginas, les deseamos felices fiestas y un próspero 2015, un abrazo fraterno para todos.

GRUPO EDITORIAL IDIOTA INÚTIL



ALAS DE COLIBRÍ
Por: Javier Barrera Lugo 



SEMPER SIMUL, SEMPER CARMINA, CATA DE MI ALMA.
TRES AÑOS SON EL INICIO DE LA ETERNIDAD; LA FELICIDAD, UN INSTANTE QUE ME ENSEÑASTE A VIVIR. NUNCA TE OLVIDARE, TE AMO.

Te pusiste de acuerdo con Isabel para subir al techo a contar estrellas. De alguna forma tienen que hechizarse con la esperanza de volver al lugar que siempre ha sido su casa. Sí, lo descubrí tres días después de conocerte. No eres de este planeta y mi hija es una hermosa indígena alucinada con las luces que siempre están cubriendo el Pacandé. Está fresca la temperatura y al pedazo de universo que vemos esta noche no le cabe un color más. Amarillos y rojos enmarcan el espectro de la cruz del sur, verdes y violetas colocan un anzuelo a la díscola Shaula, el aguijón, que titila furiosa cuando percibe que la observan desde aquí. Vaya si son tercas con el cuentito de dejarme solo fumando en la hamaca. Yo también quiero encaramarme en las tejas, ver bólidos fugaces que parecen escribir recuerdos familiares en el cielo mientras caen. Amorosas, no me permiten tamaña intromisión.
Ustedes toleran mis particularidades y hacen lo posible para no cambiarme. Sin palabras me explican que no debo subir, que no es mi momento de empezar una aventura radical. Les agradezco la sutil aclaración. Mis horas de conversación casi inconsciente, los profundos silencios que las desconciertan, son escaso aliciente para dañarles el período de sosiego. Hipnotizadas, señalan el lugar del cosmos a donde su travesía las llevará. Lo entiendo todo, es un compromiso hecho con su libertad el que me hace retirar. Dejan de lado las insinuaciones, entran a la habitación y aprovechas para colocarle a Isabelita el vestido rojo que Don Héctor le regaló para su cumpleaños. Una de las últimas memorias que grabará mi mente es también el inicio de una despedida sin rimbombantes anuncios. Debo aprender a intuir tus pasos, muchachita.
La niña parece estar en trance. Le dices al oído, como si recitaras un estribillo, que esta noche  le saldrán alas en la espalda como las que tú tienes y ella tiene escondidas y siente hormiguear porque quieren salir, que al fin podrán volar a través de los soles propicios de Yacó hasta la zona donde el río grande resguarda los secretos de tu raza celestial. Mientras tanto, la llevas al lugar más alto de la casa para contarle las cosas que viviste cuando tenías su edad, lo que soñaste y lograste, el día que calzaste tu primer par de botas de caucho con el objetivo de salvar a la gente que de verdad te importa, los pormenores de la semana que con Marysol, la “monita”,  tu mejor amiga, escalaste montañas de sal pegadas al mar cuando estaban en la “universidad pública” y se soñaban casadas con algún comunista estudiante de física cuántica. 

Dentro de muy poco abandonarán todo, me dejarán, se irán  lejos y cada mañana después de ese día, me darán un beso antes de que despierte para que mis instintos estén seguros de que no soy otro poeta varado que se siente perdido en un mundo que no entiende. Las tendré cosidas a la piel como consuelo ante su ausencia, sus vocecitas chillonas y plácidas acompañarán los tiempos en que nada parezca tener sentido, cuando el silencio sea una cuchilla que corte con milimetría mis tobillos. Pero no voy a estar triste antes de tiempo. Ni lo sueñes, preciosa. Primero, describiré tus ojos rasgados en mi libreta, la sonrisita que le pinta el rostro a Isabel  cuando hace la siesta y por fin estamos tranquilos por ser una familia que gracias a los dioses le huye a la perfección. Juntas hacen la poesía anárquica que derrotó la oscuridad de mi caverna.
Mientras observan el cielo voy a tomarme la tasa de café  que no me gusta con tu tía Anita. Sus cuentos de espanto seducen mi imaginación, pero ella, tan amorosa en sus palabras escasas, no me contará historias de descabezados o lloronas amputadas, prefiere decirme que Isabelita es igualita a ti cuando llegaste una mañana caminando por el sendero de arena con un par de relucientes alas preguntando si en estas tierras los colibríes tenían también azules las plumas. Desde allí las observo y me parecen irreales, me miras y por fin asumo que está completa el alma, audaz el corazón, que soy capaz de hacer cualquier cosa que me dicte ganar la tibieza de la sangre.
La señora Anita se despide, tiene que ir a rezar su acostumbrado rosario por los vivos y sus esperanzas. Camino la senda que separa aquella casa acogedora del lugar donde el tiempo parece haberse detenido. Las encuentro bajando de las alturas llenas de lucecitas pegadas a la ropa. Los cocuyos las hacen levitar.  Isabel finge un berrinche y veo clara por primera vez la mirada de Teresa en los ojos de su nieta, esa fuerza de los espíritus que nunca se rinden. Me das un beso para confortarme. Descubres los omoplatos de la hermosa hija que nos regalaron los delirios y veo que dos pequeñas protuberancias le pelean a la piel y los tirantes del vestido el aire que necesitan. Estás orgullosa, asustada, tu hija también es un ángel. Entras a dormirla y yo me quedo horrorizado intuyendo lo que pasará.
Es imposible negarme el llanto. “Llevo tus marcas en mi piel”. Retumba en mi cerebro la profecía de Fito, el dueño de las mariposas multicolores y eso no tiene mayor relevancia ahora, pero quiero dejarlo patente como sentimiento en esta narración. Lo que experimento no es tristeza sino una horrible hilera de mordiscos que me hielan el estómago. “Nostalgia. Así pica en la panza”, dices con ternura. Y continuas: “Yo siento lo mismo. No es una emoción cómoda. Pero también tengo claro que nos volveremos a ver, ten fe”, concluyes. Te abrazo. Sé que después de esta noche me hablarás a través de espejismos, que me acompañarás y no podré tocarte, que todo para nosotros está decidido.
Trato, pero es imposible conciliar el sueño. No quedará nada, estaré solo, no es justo salir del paraíso de esa forma, pienso egoísta, es lógico, pero creer eso me ruboriza. No dejó de mirarte, de tocarte. Isabel da vueltas en la cama, se acerca sonámbula, descansa su brazo izquierdo sobre mi pecho y empieza a hablar dormida, igual que mis sobrinos, mi viejo, mis hermanos y yo lo hemos hecho desde el nacimiento. Es nuestra marca genética. Empiezan los sonidos del desierto. Un millar de pájaros cantan con tal intensidad que los muros parecen derrumbarse, están felices, tú y la nena tienen su naturaleza, saben que falta poco para que en grupo, remonten la cordillera y llenen a Yacó con innumerables destellos plateados de música.
Te levantas como si hasta ahora iniciaras la parte bonita de la quimera. Besas a Isabel,  ella despierta y se abraza a lo poco que soy en este momento. Un viento tibio, contundente, se mete en la habitación y manda por los aires toda la materia innecesaria. Tomas a mi hija y sales al patio, suben las escaleras, esta vez para siempre, y es por arte de fantasía, que las veo desplegar unas alas pequeñas de colibrí, azul metálico, voraces, tan hermosas que con frases es imposible describirlas.  Me lleno de angustia y de alegría al mismo tiempo. Descansan. Ya todo son senderos que tus labios enuncian y no puedo ubicar. Isabelita abre sus brazos plenos de inocencia, me dice “te amo papá” y sin mirarme, resuelve entregarse a una corriente de vacío que la eleva del tejado. Tú, frenética, me dices que te hice feliz desde que te conocí, enjugas mis lágrimas y me das el beso que recordaré por eternidades repetidas. Desde ahora todos mis espacios serán las seis de la mañana de un sábado injusto que no se agotará.
Alejo y Sulma me recogen del piso. Todo se consuma, por lo menos eso creo. Anita, la tía que conocí tan poco y quiero como a mi mejor amiga, me dice resignada: “Hay que dejarlas ir, mijo. Existen seres que necesitan inundar con su fuego los interminables lugares que la oscuridad deja secos. No se preocupe. Si algo me han enseñado las correrías por el mundo es que angelitos caminando la tierra hay muchos y usted está condenado a encontrárselos y a quererlos con locura”. La gratitud es una palabra insuficiente para explicar lo que siento por aquella mujer.
No volveré a Yacó, lo presiento. Toda esta belleza que termina por doler no la asumo propia si mi hija y Catalina no están. Sé que nos encontraremos otra vez, nos abrazaremos y miraremos las estrellas. Les hice prometer que cuando tenga que cruzar la línea de árboles y las alas me salgan de la espalda, ellas, La Filipina y la hijita indígena que amo, esos dos hermosos colibríes, me dirán al oído que ya pasó  lo peor.



LA FE

Por: JAVIER BARRERA LUGO

La cuadrilla estaba en silencio paleando tierra junto al dique. Después de recoger los trastos del desayuno me acerqué al amo para ver qué necesitaba. “Te voy a comentar algo que nunca debes olvidar”, dijo sin mirarme, utilizando un tono paternal que me dejó perplejo. Una actitud rara emanada de un tipo que demostró, desde que sus santos lo pusieron aquí, que había nacido para ordenar, no para convencer. Un súbdito leal de la corona en faena de conquista económica, que desde el principio aclaró que nuestras tierras le pertenecían al rey de España y las riquezas que encontrara en ellas iban como ganancias de la encomienda con la que le premiaron su labor de evangelización. Bajé la mirada esperando que sus palabras no fueran reforzadas por las acostumbradas bofetadas con las que premiaba mis servicios.
Su pecho lleno de sudor brillaba como una de esas piezas doradas que papá Diógenes enterró junto a las matas de coca el día que el amo degolló a mi hermano por intentar fugarse. Tomó aire, hizo una introducción a la cuestión que quería explicarme e inició su retahíla. Para el padre Fraga, los malestares del cuerpo jamás podrían compararse al dolor del alma. “Uno termina por acostumbrarse a las punzadas en las piernas, al latidito fastidioso de la mejilla cuando un absceso propiciado por el escorbuto amenaza con hacer explotar una encía llena de pus; es más, creo que uno se habitúa al eterno zumbido de un oído congestionado por la infección, pero el peso de una tragedia,  la forma en que destroza los pocos espacios que la mente le otorga a la lucidez,  es un suceso para el cual no existen remedios suficientes”.
A sus cuarenta y siete años sabía de lo que hablaba. Se necesitaba tener su corpulencia, su fuego interior, para escapársele tantas veces de las garras a la señora muerte y sus consecuencias. Siendo un niño, en su natal Lugo, experimentó la putrefacción de la carne viva producida por la viruela. Espantosas cefaleas le negaron la posibilidad de pensar, las pústulas que le deformaron el rostro y dejaron clavados en un marco de bulbos y cisuras sus ojos verdes, le dieron a su fisonomía la dura dignidad del sobreviviente. La fiebre lo condujo a testificar delirios en los que era perseguido por demonios que le quemaban las plantas de los pies con tizones al rojo vivo. Doña Jacinta, su madre, recordaba esto cada vez que prosternada en tierra daba gracias a la Virgen de los Dolores por haberlo salvado de los estragos de la enfermedad.
“Cosa difícil, Simeón”, dijo, utilizando mi nombre de converso. “Crucé un pasadizo lleno de luz blanca, maciza, tuve conciencia de encontrarme con personas que creí cercanas, pero no reconocí a ninguna; un sentido de confianza anómalo… No creo que puedas entenderlo… Y esa maldita sensación de concebir lo que me dijo una voz sin palabras llegó a frustrarme. No sé si fue la de Dios, la del diablo, la de la tía Concepción o la de una puta metafísica… Me sentí pasmado, no bien; se trató del acto mismo de desencarnar. La agonía fue atroz…En un momento el destello se hizo tenue, desapareció; me encontré con el rostro de mamá lleno de lágrimas que mezclaron miedo con alegría y la alabanza al único Dios verdadero…”¡Te has salvado!”, es lo único que logré entenderle…Nunca olvidaré aquello”. Guardé silencio. El hombre cruel que conocí en mi ocupación de guía por el monte, el “azote de los indios”, como lo llamaban sus secuaces, fluía como una hoja seca sobre la memoria de sus tormentos.

Fue de los primeros curas que llegaron junto a los invasores a tomar posesión de esta selva. Nunca creyó que nosotros, “los animales”, “los inferiores”, “las bestias de párpados rasgados y mirada  ladina”, “los estúpidos que exhibíamos nuestras “vergüenzas” sin el menor recato”, tuviésemos un alma para salvar. Tantas veces lo vi desgarrando a latigazos el lomo de cargueros por derramar algunos granos de la provisión, que aquella confesión me llenó de horror las venas. “Este tipo me quiere hacer algo. Como las serpientes, se acerca sigiloso y no bien me descuide, me dará un trancazo en la cabeza. En menos de lo que dura un suspiro, seré carnada para algún Yacaré1”, pensé.  Cuando un hombre deja expuesto un flanco hará lo posible por cerrar esa brecha y este indio que relata, estaba parado en la mitad de ella. Para mi fortuna, esa certeza sólo la tuve yo.
A las cinco de la tarde me ordenó servirle algo de comer. Una porción de cazabe2, una laja de pescado salado y agua fueron los alimentos que por cinco minutos lo sacaron de su obsesión por darle estructura de medición a los diferentes tipos de padecimientos de los que puede ser víctima un hombre. Se limpió la boca con la manga de la camisa y profirió un eructo que hizo volteara varios de los esclavos que desde la mañana le escarbaban las tripas al río tratando de sacarle alguna partícula de oro. Su mano izquierda, grande como la cabeza de un jaguar, buscó por instinto la cacha del machete. Acarició con impudicia el pedazo de hueso tallado mostrándole con ese acto a los de mi raza, a los negros, a sus iguales, peones encargados de su seguridad, quién era el que mandaba.
Se acercó y prendió el chicote con uno de los tizones que alimentaban el fogón. Me indicó con la mirada y un sutil movimiento de cabeza que le arrimara la mochila. “El dolor, muchacho; el dolor es todavía peor cuando somos nosotros, no las circunstancias, quienes lo propiciamos. Sé que no lo entiendes, pedazo de bestia, para ustedes y sus dioses mentirosos la muerte es una estación de la naturaleza. He promulgado bien el mensaje de Cristo, mi embuste; gracias eso descubrí que la vida es lo que hacemos, lo que ganamos, lo que callamos, lo que perdemos. Nada tiene sentido si no respiramos… La fe es la mentira cómoda que no nos permite sucumbir… ”. La Biblia emergió del interior de la talega como si fuese un niño que expulsan las entrañas de su madre.
De una alforja sacó la botella de anisado y empezó a beber el contenido en pequeños sorbos. Ordenó que me acostara junto a la entrada del bohío. Mientras el licor le inundaba el cerebro recitó algunos salmos. Ya borracho comenzó a bramar por la existencia truncada de su hijo Antonio, un joven de veinte años que meses antes fue asesinado en un pleito de tierras con otro grupo que tentaba  la suerte en una mina cercana a la ribera del río Capanaparo. Todos en el campamento bajaron los ojos y se enroscaron para dormir. Los blancos, ansiosos por la reacción de su jefe, liaron algo de tabaco, buscaron sus aposentos y se enclaustraron para fumar en silencio. Las armas las dejaron por precaución bajo las esteras.
Los sonidos de la selva tomaron posesión del campamento. Pequeños insectos se pegaron a mi barriga, pincharon la piel, succionaron, se llevaron lo poco de sangre que me quedaba en el cuerpo. “Dolor; hasta un ser intrascendente sabe el significado de esa palabra que posee tantas caras”, expresé entre dientes, con  rabia.  Mientras las brasas tragaban furiosas aire para no sofocarse, fui tocado por el embrujo del sueño. Los gimoteos del padre Fraga chocando contra las telarañas, sus estertores cargados de desesperación, matizaron las imágenes de la mujer que me prometió en sueños, cincos noches antes, esperarme para escapar tras la espesa niebla que en las mañanas cubre a los fantasmas del río con los que Antonio y mi hermano juegan a ser dueños de unas riquezas que no son de nadie.

1.    Yacaré: Caimán suramericano, de piel negruzca parecido al cocodrilo pero más pequeño y con el hocico redondeado en la punta.

2.    Cazabe: Torta hecha con harina de la raíz de la mandioca.



COLOQUEN TRAMPAS AL POEMA
Rafael Serrano (QEPD)

Coloquen trampas al poema
Cácenlo con balas de plata;
no preparen simples rayos de aluminio
o navajas de hojalata.

Si abre la boca,
Inmediatamente sofóquenlo con sal
Antes que suspire
y si mira con sus ojos de ignominia
Muéstrenle un Cristo, un crucifijo.

Ámenlo también.
Dejen que muerda el cuello
de su universo
y admírenlo
cuando cruce su sarcófago
entre el fuego y la humedad,
cuando lo vean como un murciélago
de alas membranosas.

No se sorprendan
si les habla de Esopo o de Heráclito,
de Napoleón o de los Borgia
pues él se ha escapado de la historia.

No crean en la errabunda quiromancia
De los gitanos que lo rondan,
pues ellos mienten como poetas
o como estrellas.

Tiéndale una trampa
a este caballero que evade los arcabuces
y los espejos;
nunca será cazado en su belleza
como un utensilio
de la realeza Transilvánica.

Les pido, eso sí,
no suspender ajo en el filo de sus palabras.
No entierren una estaca en su corazón
mientras sueña con un cuello de cisne
o una noche eterna.

Fábrica de agujas, 1995



ELLA





A mi esposa, quien me dijera alguna vez que ya no escribía para ella…, escribo es por ella.


Hoy lo hago público: no sabe cocinar; si hablamos en términos gastronómicos, más allá de un arroz, es impensable…, y sin embargo; el café que me brinda cada mañana, es el mejor que he probado en mi existencia, siempre está acompañado de ese amor que da aroma y vida a todo lo que toca. Recuerdo esas primeras mañanas de unión, cuando en su afán de verme sonreír y darme el “buenos días” con esa taza de café del que les hablaba, confundió el azúcar y la sal, provocando en mí, a lo largo de aquella jornada, interminables dolores estomacales y sonrisas cómplices al recordar esa inocencia. Como no amarla si he sobrevivido 13 años a sus intentos amorosos de complacerme.
También hoy lo confieso: detesta las labores de la casa, para ella es un suplicio abrazar una escoba o dedicar dos horas a cuidar una lavadora; no, no va con ella. La academia, el estudio, su profesión; esas son realmente sus pasiones, lo que hace que cada día me sienta más orgulloso de su historia, de su obrar. Con el tiempo deje de pensar en mi vida para apoyar incondicionalmente la suya, y es que lo merece…, a ver me explico: no proviene de una familia adinerada, ni lleva a cuestas apellidos rimbombantes, es de universidad pública, se endeudó con el Estado para sacar su carrera adelante, su posgrado y maestría también es fruto de su esfuerzo, nadie le regaló nada, ni papi, ni mami, ni hermanos pudieron o quisieron apoyarla, se ha hecho a pulso y cada batalla la ha ganado; otra razón para amarla y dejar de lado su pequeña flaqueza ante lo doméstico, además, es muy cumplida con la dotación laboral, y durante  estos años me ha obsequiado  unos delantales “diiiiviiinos”.
Tiene una pelea casada con el deporte y, aunque paga puntualmente su mensualidad en el gimnasio, sé que lo hace más por callar mi perorata que por convertirse en una supermodelo de curvas marcadas y labios que digan “cuchucou”, nada de eso, su deporte extremo es dormir, y aunque come sanamente, no cambia el chocolate por más cantaleta que yo le dé. Yo sé que detesta el ejercicio; ella sabe que mi preocupación, más allá de su figura, es su salud y entonces ese tema lo hemos convertido en pacto silencioso…, yo no molesto mucho y ella, bueno ella, va de vez en cuando. Tercer punto para la Mona. Como no enamorarme si ella misma lo describe cuando me exalto: “yo no estoy gorda, estoy rellenita de amor, así que no molestes”  y me deja en silencio, y empiezo a compartir su congestión romántica.
Es de mal genio mi Monacho, bastante…, pero nunca dejo de repetirlo, ella es la parte seria de este matrimonio, no es tan afable como yo, mejor, no es tan pelota como este servidor, y aclaro, no es que yo sea un pelele, pero si hablamos de madurez, uy, hay si nada que hacer, me lleva (en ese sentido), 20 años o más. Es la combinación perfecta; lo amargo y lo dulce, lo claro y lo no tan claro, el sol y la lluvia. Y esa es mi cuarta razón “los polos opuestos se atraen”, nadie puede cambiar eso, es una ley física.
Hemos viajado, si, varias veces, pero también hemos descubierto lo simple y hermoso que puede ser caminar por cualquier calle comiendo helado, como un par de estudiantes de colegio, como empleada en permiso dominical, como todos nosotros en algún momento lo hemos hecho (y no se sonrojen, que lo he visto en personajes que hoy están muy encumbrados). El dinero que para ella es tan supremamente importante, para mí solo es eso, dinero, y es ahí, en esa dicotomía, donde volvemos a ser uno, pues hasta el momento ninguno de los dos ha tenido la razón absoluta. “El dinero no compra lo esencial, pero sin plata no se consigue lo básico”, y recuerdo en esos momentos a mi viejo profesor de sociología Pacho Rocha y su premisa invariable: “la riqueza aísla, la pobreza excluye, hoy el poder y el tener valen más que el ser”…, aplauso fuerte Mona, apretón enorme para el viejo maestro Rocha.
En fin, me aparte unos momentos; volvamos a mi esposa: “suele ser violenta y tierna, no habla de uniones eternas”…, y me disculpa Pablo, pero aunque cité esa frase, mi esposa no es violenta, si es tierna y si habla de unión eterna y tal vez por eso siempre anda pendiente de mis cosas, de mi salida, de mi llegada, de mi alegría; de mi tristeza…, hoy puedo asegurar que nadie, absolutamente nadie me conoce tan bien como ella. Una más a su favor.
Le encanta el rock, pero no de cualquier tipo: el clásico, (y la vieja sabe), el que nació acompañado de psicodelia, LSD y libertad, no el de los pseudo grupitos y artistas de hoy que basan su fama en sus escándalos y no en su talento musical. Puede durar horas eternas escuchando un buen riff, y si le pido el nombre de una canción, grupo o vocalista, la repuesta es inmediata…. jajajaja y no fue nunca (ni siquiera lo soñó), a un concierto de Samantha Fox, ¿verdad Cervantes?
Ya llega. Estas pocas líneas son una sorpresa, ojalá le gusten. Pero antes de poner punto final, les voy a  abrir mi corazón, les voy a contar el porqué diariamente revivo mi amor hacia esa gigante de ojos verdes: ella (aquí entre nos), ella hace mi mundo mejor, me alegra, me divierte, me entristece, me sube, me baja, me llena. Y la mejor razón, la más grande, (es un secreto, aquí, en vos baja), tomados de la mano, no envejecemos los dos…, simplemente ella acompaña mis canas.

Fernando Vanegas Moreno
Un día pintado de gris en la calle y de alegría en su corazón, un beso Mona.





EL SENTIDO DE LA VIDA EN ROJO

POR: JAVIER BARRERA LUGO.


Saray Ramirez Pérez, una adolescente bogotana (nace el 25 de junio de 1996) quien se destaca no sólo por su alborotada melena roja y sus carcajadas estridentes, sino por su notable talento como poetisa, es la invitada de esta semana al blog Idiota Inútil, donde además de la semblanza que inicia, incluimos un par de sus versos: Por el beso clandestino y La noche no fue de nosotros.
Saray, integrante como alumna del Taller de creación literaria de IDARTES 2.013, fue la primera persona con la que interactué en dicho evento. Aunque se cataloga como una “tímida muchachita”, su empatía, don de gentes y una pizca de excentricidad llaman la atención de las personas cuando la conocen. En ese momento, agosto de 2.013, cursaba el último grado de bachillerato en el colegio Nicolás Buenaventura de la localidad de Suba. Me sorprendió su edad, comparada con la de la mayoría de los participantes; pensé que era una de esas niñitas que escampan en cuanto evento de carácter cultural se organiza simplemente por alentar un cliché de rebeldía, pero me equivoqué: una creadora precoz, una voz refrescante en el ámbito lírico de la ciudad emergió de entre las nieblas de los cerros del noroccidente de Bogotá.
Nuestras primeras conversaciones no se limitaron al espectro del lenguaje escrito, sus influencias sonoras (autoproclamada “enferma” por HIM, Janis Jopplin, Marceo Parker, The Strokes) vinieron al caso en la plática, porque además de hacer voces en grupos de rock, respira música, es música. Así como son música en el alma sus gatos: Poe, el amarillo (llamado por este escribidor snowball II) y su adorado Dalí (Q.E.P.D.), el negro.
Escribe desde el 2.010, y cuando le pregunto hasta dónde quiere llegar, a quién quiere llegarle con sus letras coloradas, cuáles son sus metas, me responde tajante: “La verdad busco personas a las cuales no les gusten mis escritos, (sin incluirme) intuir distintos puntos de vista, saber qué es una puñalada literaria y sentirme más enamorada de la literatura, amar más y más. ¡Ah!, también aprender a escribir.”  Así de desconcertante y “pila” es Saray, una militante de las letras tan dignamente representadas por sus “malditos” autores favoritos como llama a Alejandra Pizarnik, Edgar Allan Poe, Julio Cortázar, Albert Camus y Ernesto Sábato.
Desde esta tribuna auguramos un desarrollo literario lleno de éxitos para Saray. Todo el apoyo para una mujer cuyo color de cabello sintetiza el sentido intenso de su espíritu: rojo.

Una última cosa. Pueden acceder a más literatura de la pelirrojita en su blog: http://sarayramirez.blogspot.com, y en el blog del Taller de Creación Literaria de Suba: http://contactoescritosuba.blogspot.com.
Disfruten de la creación de Saray Ramirez y no olviden comentar, reenviar a sus contactos y promover, la creación de la nueva sangre poética de la ciudad.



POR EL BESO CLANDESTINO

“Ya sé, ya sé ¿pero qué cosa hubiera podido
Dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido ahora? De
Alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que
Siguieras”.

Tomando pastillas, de esas que no son de colores, que son pálidas como las palmas de mis manos, rebosantes de químicos. Quería morir, solo quería dejarlo todo atrás, abandonar el sucio suelo que me protegía de la sociedad, de esa pútrida urbe que me escupía a la cara cada vez que intentaba mirar el sol. Tafil, felicidad en cuestión de una cápsula ansiolítica, que proporcionaba mínima solución a mí absurda existencia, y le daba un poco de sentido al comer, respirar, cagar, y mínimamente hablar. Si una cantidad de Tafil me daba tranquilidad y felicidad, por qué no mejor unas cincuenta o más dentro de mi ansiedad. Ya no tenía vasos con agua, no, no, no, no. Basta con tan solo un poco de saliva acumulada en forma de coágulo, para pasar por mi garganta a mi gran amor Tafil, Tafil, Tafil, Tafil.

Me las tragué enteritas, una por una y la recordé, ¡maldita sea!, usted, con todos esos colores, que la hacían más y más bella. No necesitaba mucho de usted para saber que la tenía toda. Ese libertinaje que usted me brindaba y que al irse me lo arrebató. Cada Tafil que me tragué amargamente, me recordó el sabor de su boca muerta. Ese color perlado de sus dientes que veía feliz al salir el alba. Sí, me acordé en mi último respiro de vida, en la última sensación de sangre caliente pasar por mi cabeza. Sí, usted sabía muy bien que me encantaba ver su bello arte plasmado en las paredes y corredores de nuestra casa, ver ese color carmesí que tanto le gustaba, que con él hacía más hermosa su cara. Esa noche me dibujé en su cuerpo, hice un boceto de amor sobre usted, abrazándola la ahogué, esperando el beso clandestino que nunca me dio.

En conclusión, ya para acabar esta mierda, para acabar nuestra mierda, para acabarme, y para olvidar que la acabé. Me tragué la última pildorita de recuerdo, de amargura, con la esperanza de encontrarme con usted, llegar a ser por fin libre de mis pensamientos y correr de la vida, esa que me atormentó tanto, esa que me hizo perderla. Mi último suspiro de arte, de su arte, que desvaneció dejándome un dibujo secreto debajo de la caja de Tafil, ese dibujo que acentúo el querer morirme más rápido, el querer ir a buscar ese hedor que yo propicie e ir a buscar su último suspiro, aquel que extinguí, devolverlo a su frágil cuerpo, y darle un beso, ya no tan frío, ya no tan blanco, un beso artístico repleto de colores, ya la muerte lo alcanzó y sé que es el mejor de todos.



LA NOCHE NO FUE DE NOSOTROS

Y así pasó la noche, la noche desgraciada,
Cabellos tuyos, cabellos míos
Pasean la alfombra desgastada.

Sueño, bendito sueño
Apodérate de nuestros pensamientos
Ellos tan sucios, sufren de insomnio.

No logrará la manceba
Pegar el ojo en toda la noche,
Con su escapulario decrépito lleno de telarañas.

Aquel ajado objeto no permite
La unificación de aquellos cuerpos,
Cuerpos ansiosos por descansar.

El hambre saciada al amar es
Penuria, penuria mía
Ya no se aguanta más.

O es tocar ese seductor ente,
O es morir de abstinencia al contemplarte, 
Desnuda sí.

Como cuando el agua del mar,
Pasa sobre la tersa arena
Y la deja desguarnecida.

¡No tengas miedo!
Que mi piel cubrirá la tuya,
Si así lo quieres.

Despojaremos las sabanas tortuosas,
Mandaremos al infierno esa ropa
Sólo si el momento lo permite y hay deseo.

Si tú me lo concedes, y 
Si la noche se antoja de fundirnos
Siendo la noche no nuestra.

Nuestros párpados contabilizan cada segundo,
Malgastado hablando
En donde la noche no sea ni tuya, ni mía.

Quiero que la noche sea
Unión de mentes corrompidas
Donde la oscuridad confunda nuestras almas.

Esperemos a que lleguen 
Los primeros reflejos del alba
Y nuestros cuerpos sigan aún con vida.

Saray Ramirez Perez.




NO SIEMPRE GANA DISTANCIA…

Fernando Vanegas moreno


“Ojalá pase algo que te borre de pronto, una luz cegadora, un disparo de nieve, ojalá por lo menos que me lleve la muerte…”. Serian las dos de la mañana y este estribillo se ahogaba en las gargantas de cuatro andariegos malpensantes. Era la muy difícil época de la adolescencia, del colegio, de los primeros amores, de las génesis del dolor. En un rincón, Ernesto y Oscar exaltaban un nombre: Monika. Así, con K, aquella por la cual se paralizaba el universo barrial de uno de ellos, en el extremo opuesto, Vladimir y yo, llorábamos a una ausencia de ojos verdes; lo había dejado, y tras ella se fueron las ilusiones de ese ser que hasta hace poco era el más fuerte de ese combo de perdidos. No sabíamos nada, pero la vida se encargaría de mostrarnos que lo peor vendría después.
En una habitación cercana, Doña Carmen, la mamá consagrada de Rincón, oía el llanto de su hijo y amparada en su carácter fuerte, pero acompañada a la vez de esa ternura que es propiedad exclusiva de las madres, nos gritaba (sin mucha convicción), que apagáramos la bulla, que esas no eran horas de molestar y despotricaba, a “esos”, los amigos de su hijo.., pero de nada servía, entre más nos gritara, más se  acrecentaba el llanto y el dolor: “para que se quiere tanto, para que, si el amor es falsedad es ilusión, que nos hace llorar y padecer, que nos enferma muy ligero el corazón”, eso y solo eso era lo que le escuchábamos a Julio Jaramillo, mientras el licor, cada vez más escaso en la botella pero muy abundante en nuestras almas, oxigenaban ese ambiente de malquerencia y de emoción.
Vladimir, mi amigo, mi hermano, el que muchas veces fungiera como mi roca de salvación, en ese momento no era sino un pedazo de mierda, arropado por la cobija siempre conveniente de la conmiseración, pero no importaba, ahí estábamos nosotros, dispuestos a lo que fuera por aplacar (así fuera solo un poco), ese tsunami de pena que lo arrasaba todo en su interior. “Sábado al fin, termine de estudiar te propongo un hermoso plan”, continuaban las canciones, que como viles masoquistas hacíamos sonar en esa vieja casa, de un viejo barrio, de una, aún más antigua ciudad.
Esa madrugada y por dejar de fastidiar, decidimos, grabadora en mano, echarnos a la calle a culminar nuestra historia etílica, a dar fin al tiempo del dolor, a matar de una vez por todas esos sentimientos de rencor y de pasión; de nada sirvió el regaño de una mamá furiosa, menos, la voz precavida de Oscar, quizá el más maduro de los cuatro, había llovido y el frio se colaba hasta en los bolsillos, pero qué más daba…, su niña de ojos color esperanza se había marchado y era momento de perder. Y volvía a comenzar: “El tiempo pasó y mi temor aumentaba, en dicha medida aumentaba mi amor, el miedo a perderte me mortificaba, vivir para amarte era mi obsesión”  . No sé cuánto tiempo pasó, lo cierto es que de pronto me vi rodeado por tres almas perdidas: Vlas, quien lloraba por aquella a quien tubo y  no supo conservar; el otro, en ese momento caminaba en su mente de la mano de una mujer que hasta ese instante solo era un sueño inalcanzable, el tercero se hundía en el juego maligno de la duda: su amor de siempre o alguien nuevo que lo había parido a un mundo desconocido de sentimientos; ah y por supuesto yo…, yo fumaba y bebía, no tenía más que hacer, fumar, beber y escuchar. Ni siquiera imaginaba que el destino un año después, me ubicara en un lugar más profundo que en el que Vlas se encontraba esa mañana.
Cuando se agotaron las lágrimas, cuando el licor desapareció y cuando las baterías de la grabadora se fundieron, llegó el momento de retornar a casa. Ernesto tomó un taxi, Oscar y yo, cada uno tomándolo de un brazo, dejamos a Rincón en su casa (obvio, luego del regaño justo de una progenitora llevada de la ira) y juntos, decidimos que nuestro tiempo de caminar apenas había empezado…., andamos mucho…, hablamos más: de la noche, del amor, del dolor…, de la esperanza. Éramos muy jóvenes, pero algo nos decía que la vida es un mar de mierda que hay que cruzar con la boca abierta, y que por eso mismo era fundamental aprender a nadar con la boca cerrada, que la esperanza y el mañana surgen de cómo se actúe hoy, que todo pasa en un continuo devenir…, que en ese momento solo él, yo, el amanecer y las calles desiertas existíamos, y que tal vez algún día, en algún momento, ese amanecer y esas calles volverían a reunirnos, no solo a los dos, sino a todos y todas las protagonistas de esta historia que hoy, 22 años después me atrevo a contar.
Desde entonces no los he vuelto a ver, Sé que Oscar y Ernesto, como pocos, conquistaron y aún viven con las inspiradoras de sus sueños, Vladimir, bueno, Vladimir con el tiempo volvió a ser esa fortaleza que siempre conocí; son felices, o eso deseo, y yo, pues marica yo, sigo esperando que aquellos amaneceres y aquellas calles vuelvan a reunirnos, y que como telón de fondo, como música incidental suene esa frasecita icónica y Cabralesca con la que me despidiera una mañana hace dos décadas, un bacán que amparaba la nostalgia en el confín de sus locuras: “No siempre gana distancia el hombre que más camina, a veces por ignorancia, andar se vuelve rutina, no por gastar los zapatos se sabe más de la vida, ni poco ni demasiado todo es cuestión de medida”




 ¡SEÑORA SE FUE PACHECO!

Por: Fernando Vanegas Moreno


Fernando, las tareas, Fernando, tienda esa cama, Fernando, lave la loza…, doña Ana se empecinaba en ponérmela difícil con la maternal amenaza de no dejarme sentar frente al televisor  a compartir  mis alegrías con la real cohorte de Pernito, Tuerquita, Bebé, Tribilin y el mayor y más entrañable de los payasos: Fernando González Pacheco.”Pachecolo”, ese afable personaje que con su carisma y buen humor llenó de alegría los hogares colombianos por muchos años.
Papá era más chantajista, sus exigencias iban desde el noble oficio de lustrarle los zapatos hasta (hoy me da risa, en esos días no) la colaboración obligada en reparaciones locativas del hogar, muy “chimbas” por cierto, pues luego empezaba el desfile de albañiles, plomeros y electricistas calificados, tratando de rehacer las cagadas que MacGiver y su vástago habían ocasionado, obvio, siempre con el ceño fruncido de mamá que no podía dejar ese “le dije”, que hacía que el viejo  se escondiera entre las hojas del periódico simulando leer.
Y después del periodo de esclavitud paternal, me veía yo haciendo fuerza (fuerza nacional; con las nalgas, como si toda nuestra energía partiera de ese chacra que en castizo es culo… como cuando creemos que el avión no se cae, gracias a nuestro poder nalgar), por los “pelafustanillos” de mi edad, que al otro lado de la pantalla intentaban ascender la “barra kilométrico”, una vara de dos o tres metro, engrasada y en cuya cúspide se encontraban algunos balones, bicicletas, tenis, “combos Gel’Hada, o nada”, bonos Gegar Kennels, para otorgar a tu mascota un Kid completo de aseo y entrenamiento y otras cuantas nimiedades que hoy no recuerdo. Luego, los payasos…, ah, los payasos (¿ya no existen cierto?), chistes flojos, rutinas estúpidas y pastelazos idiotas, pero como me divertían. Y ahí, en medio de esa batahola estaba él, Pacheco, un carnal que se auto describía feo  para que las bellas dijeran lo contrario, un feo que se convirtió en uno de los más bellos colombianos.
Vendría luego “Compre la Orquesta”, programa donde uno, desde la comodidad de la sala intentaba “caer en la nota” y adivinar de primerazo el instrumento que Fernando nos hacía sonar a “nombre de la abejita Conavi” y que, de plano llevaba la melodía de la canción…, apuestas con los hermanos tratando de acertar el tema musical del que se trataba y sonrisas varias cuando el presentador salía con peluca u otra locura propia de su repertorio. Fueron muchos los programas que dejó Pacheco: Sabariedades, Exitosos; Los tres a las Seis (con doña Gloria valencia y el bobito de J Mario), Quiere Cacao, el programa del millón…, tantos.
Como periodista nunca he visto un mejor entrevistador que González Pacheco, era cálido, ameno, genial, no se complicaba, eran charlas de amigos, donde él sacaba lo mejor de cada persona, su sonrisa permitía y transmitía confianza entre sus interlocutores y “charlas con Pacheco”, es sin duda alguna, ejemplo a seguir para los nuevos y los no tanto, pseudo comunicadores de hoy. Recuerdo la realizada a “comanche”, líder del extinto cartucho; Fernando, desnudo al negro sacando a flote al filosofo, al pensador que se escondía tras los harapos y su caudal de mugre, y la recuerdo porque quería hacer lo miso, ser un gran conversador, un gran periodista, un mejor ser humano, así era él…, excelente.
“Pachecolo” se nos fue, no por una deficiencia respiratoria como repiten los medios, Pacheco se fue en esa barca conducida por el olvido y la decidía; como Juan Harvey, como doña Alicia de Rojas, como en su momento Diego Álvarez. Fernando se fue peleando contra la depresión y contra la mala memoria de los que crecimos viéndolo y aplaudiéndolo. Ya no volverá el Torero, ni el boxeador; ausente estará para siempre esa voz ronca que entonaba sin asomo de vergüenza “ahora seremos felices”, tal vez su canción favorita, y Pirry, ya no tendrá a quien emular, pues fue González, el primer personaje extremo de nuestra pantalla chica.
En alguna ocasión, caminaba yo con Jaime Baquero, compañero y amigo entrañable en los aciagos días de universidad…, andábamos por Chapinero, ese sector tradicional de Bogotá, cuando el hombre me suelta a quemarropa esta reflexión: “nos vamos envejeciendo cuando en lugar de mirar ropa en los almacenes, nos dejamos llevar por los títulos de los libros que exhiben en las estanterías de los comercios” y vaya que últimamente he visto muchos títulos, cada vez siento más lejana la inocencia de los primeros años. Ya no lustro ni mis propios zapatos y la famosa frase de “quiere cacao” solo se la escucho a una lora vieja, que es propiedad invaluable de una tía que todas las tardes se enreda en conversaciones inútiles con el animalito hasta que alguna de las dos es vencida por el sueño.
Un español más colombiano que el ajiaco y el tamal supo generar en un país agobiado de violencia e injusticia, todo el cariño y la admiración que ningún otro ha logrado, un ser que sin utilizar la fuerza se coló en los corazones y en los hogares de toda una Nación, un ser humano único, irremplazable e inigualable, ese era Fernando González Pacheco, el viejo ingenioso, el infantil adulto, se va, y tras  él momentos inolvidables, tantos, que solo me resta decir: “Señores, se escapó nuestra niñez… ¡señora se fue Pacheco!”


 SOBRE LA CUMBRE DEL MEDIODÍA

Alejandro Marcelo Corona, Córdoba, Argentina

Un profundo barranco nos devoró las piernas durante varias horas. El sol caía plomizo sobre nuestras espaldas; entre las profundidades de las yungas anduvimos, machete y hombre, fogoneando la esperanza, abriendo paso a la columna que de a poco se despeñaba por la gruesa estampida del calor izado desde el barro húmedo y gredoso.
A lo lejos una bandada de pájaros cortó la quietud de la mañana ya antigua. Rasaron sobre nuestros cascos, eran guacamayos azules que de pronto le devolvieron la vida a nuestro camino. Un ruido a furia de agua comenzó a endulzarnos la fatiga. Buscamos su paso. Cuando encontramos el peso del río violento algunos de nuestros compañeros se precipitaron a refrescarse.
Era el primer contacto con agua, luego de andar por la espesura selvática entre el barro y los animales, las enfermedades y las desesperanzas. ¿Era esta la exigencia que nos pedía la revolución? ¿El dolor extremo, la clandestinidad, el olvido de nuestros seres queridos? ¿Defender la Patria Grande contra la intromisión constante del imperio, mientras el resto duerme en la tranquilidad de su casa?
Renegaba en mis pasos consumidos por el pensamiento huraño. Recordaba las palabras de Camilo Torres, buscar a través de medios eficaces la felicidad de todos, amar así verdaderamente a los empobrecidos de nuestro continente. Mi mente vagabundeaba, increpándome, rasgándome la conciencia cristiana, revolucionaria, socialista.
Miré el agua con su traje de vida y recuperé el optimismo. Cuatro compañeros se desprendieron de la columna, llegaron a la orilla, comenzaron a desnudarse, cuando tomaron contacto con la comisura del río una ráfaga de metralla ardió desde una barricada en la otra orilla. Aquel ramalazo de fuego y plomo dejó tres cadáveres en la arena.
- ¡Carajo, los gringos! – grito Arnulfo Rojas tirándose al piso
Tomamos resguardo de inmediato. Dos hombres en el agua boqueaban su último aliento sobre la corriente rojamente enardecida de muerte. Aquella línea de fuego descargó su ensañamiento sobre nuestros cuerpos. Silbaban en nuestras cabezas como avispas enojadas las balas del enemigo. Nos cubrimos tomando una posición de fuego favorable.
Cuando estuve a salvo, comencé a leer los disparos buscándole el origen. De cuclillas detrás de un paraíso robusto, coloqué mi ojo sobre la mira del rifle hacia la barricada. La posición aquella permitía desnudar la presencia del ejército de aquel dictador.
Totalmente descubiertos, eran dos; juro que odié aquel momento. El sol se ponía de azufre y descansaba su rigor sobre mi parietal. Ejecuté con calma dos disparos certeros; pude observar el desplomo del primer soldado, el segundo, sorprendido, no pudo huir a tiempo y fue destrozado en la ejecución.
Apenas disparé, volví mi espalda para apoyarla sobre el paraíso que se mantenía erguido, atestiguando mi terrible miedo. Respiraba hondo, asustado; era mi primer disparo sobre un ser humano.
- ¡Vamos al foco Antonio! – gritó Ceferino Roldán, advirtiéndome que revisarían la zona y yo debía resguardar sus espaldas.
Afirmé con la cabeza e hice un gesto de movimiento con la mano derecha mientras sostenía con el antebrazo izquierdo mi fusil caliente. El silencio azotaba junto al sol mi espinazo con un escalofrío duro; la adrenalina me salía por las uñas, me rascaba la cara, todo era como un pesado sueño.
El río incrementó su fuerza. Tres compañeros procuraron retener sin suerte los cuerpos sin vida de los caídos por el fuego enemigo. La vehemencia del agua no permitía a la pequeña tropa alcanzar la otra orilla. Los soldados hacían grandes pasos para cruzar, el agua les cubría hasta las rodillas, los fusiles eran alzados con las dos manos para evitar humedecer la pólvora.
Jamás mis manos habían dado muerte a nadie. No podía creer que éstas manos hubieran quitado de la faz de la tierra a un ser. Con la mira puesta sobre la barricada enemiga buscaba percibir un mínimo movimiento, los cuerpos yacían. Decidí salir de mi escondite. Fue una pésima decisión. El fusil apuntaba hacia la dirección de los cuerpos pero descuidé el frente.
- ¡Cúbrenos las espaldas, mierda! – se enfureció Ceferino.
Cuando volví mis ojos a la mira, pude observar que un tercer hombre se alzaba con las metrallas de los dos caídos y gritó:
-¡Mueran, indios de mierda!
En el mismo momento que gatilló sobre sus armas, le acerté un primer impacto sobre el hombro provocando una ráfaga de metrallas como una víbora desbocada que se arrastraba por todos lados. Mis compañeros disparaban, buscaron refugio en vano sobre el corazón del río, pero sin demora le acerté un segundo impacto que le ingresó por el cuello y un movimiento reflejo hizo que se cubriera de inmediato la garganta que se teñía de púrpura, cayendo inerme hacia adelante.
Los ojos de ese hombre se abrían grandes, yo podía verlos a través de la distancia, quizás sorprendidos de hallar la muerte se agigantaron hasta perecer. Ese hombre no buscaba la muerte, pero la halló sobre la cumbre del medio día. Ninguno de nosotros vino a buscar la muerte. Juro que lo vi en sus ojos, ese hombre vino a buscar la gloria y encontró este final. Los ojos bien abiertos, sorprendidos, comenzaron a llenarse de moscas cuando cayó duro junto a sus compañeros desvanecidos.
Por fin la columna alcanzó la otra orilla. Yo hice lo mismo, con una esperanza ciega de encontrar a aquellos hombres con vida, de no sentirme un asesino. Los soldados revisaron las pertenencias, se peleaban por ellas. Uno se probó la camisa manchada con la sangre final. Otro se guardó un anillo de oro, otro tomó una medalla del Jesús Redentor, las botas eran reñidas por dos soldados tupizeños. Cuando llegué, los tres cadáveres ya estaban casi desnudos. Yo tomé un cuchillo que reposaba cerca de su bota.
Tirado junto a la mano derecha de un combatiente, una fotografía. Limpié la sangre que la cubría. Una mujer hermosa abrazaba al hombre, dos niños sonreían con una belleza parecida a la felicidad. Digo, a ese momento de la vida en que ella nos golpea la puerta y nos invita franca a su morada. Aquel hombre había conocido la felicidad que yo anhelaba buscar con la revolución. Con este grupo armado quería buscar algo que nos pertenecía a todos.
Aquel hombre partía desde la felicidad, tenía una familia, una mujer que aguardaba su regreso. Dos niños que veían cada mañana inútilmente el retorno de su padre. Una mujer se recostaba sobre una almohada cálida pronunciando su nombre.
Yo contemplaba la fotografía. Una lágrima quiso lacerarme. Una mujer lo soñaba y yo le había quitado la vida. Yo, que no era soñado por nadie, que nadie me esperaba en un sueño, sin mujer que aguardara por las noches mi regreso. Ningún tejido del insomnio era empuñado por una mujer. Al menos por la que yo amo.
Con estos mismos dedos, con los que una vez dibujé los labios de aquella mujer dormida. Con este mismo índice que recorría sus lunares, que los contaba, que surcaba su espalda rosada y pura. Con esta mano que le escribió los versos más nutridos del amor, con esta misma mano pude detener la vida. Con la mano de dar amor, di también la muerte. Cruzó un rayo negro sobre mi frente. Quise volverme María a tus brazos, a tu sonrisa tierna. Quise tirar el fusil, abandonarlo, correr a tu lado. Te imaginaba, tú chica de bien, sin coincidir conmigo en la revolución, juzgándome, enjuiciándome por asesinar a un ser humano, por darle muerte. Enojada, explicándome una y mil veces que la violencia no soluciona nada. Y yo sollozando por tu encono.
Me había descubierto, sobre el río Tupiza, como un desdeñable asesino. El bautismo de fuego me había dado un nuevo espíritu. Quise hacerme fuerte.
- Volvamos al camino - dijo Ceferino, nos aguardan en la vertiente.
Yo dejé a los hombres tirados, me persigné tres veces. Te imaginaba diciéndome que Dios no justifica ninguna muerte, que soy una contradicción andante. Estrujé fuerte mi fusil y seguí la columna. Intenté dejarte en aquel costado del río. Fue inútil. Volvería a descubrirte como una pesada mochila sobre mis espaldas algunas leguas más adelante.
Ya no era el mismo, el fuego me había devorado el alma. La revolución murió en el horizonte de mi vida. De manera egoísta apareciste tú y quise dejarlo todo por correr a tus brazos. Preso de mi libertad, de elegir este camino seguí andando bajo el grillete del orgullo. No sabía que matar tenía este agrio sabor a justicia. El sol rompía con sus olas de fuego mi cuerpo débil y tu recuerdo ardientemente vivo me incendiaba en las manos de asesino, tú cada vez más lejos y a mí me dañaba el oscuro olor a muerte que tiene la libertad en este continente, que solía ser un paraíso.




PREMONICIÓN

POR: JAVIER BARRERA LUGO

HISTERIA DE KAUIL
SEMPER  SIMUL  SEMPER CARMINA, CATA


Las manos se le adormecieron. No era el dolor regular que aparecía después de los entrenamientos el que inundaba los centros de sufrimiento del cerebro; en ese momento un tibio palpitar tomaba posesión de coyunturas, huesos, tejidos, carne, tendones y los volvía masas sin autonomía incapaces de unirse para producir movimiento. La defensa del título mundial fue salvaje. Las culpas nadaban bajo la rutilancia del coliseo y el silencio del cuarto ayudaba a hacer punzante esa sensación.
Ella dormía desde las nueve; la contemplaba con un dejo de ternura mientras frotaba entre sí los amasijos de dedos anestesiados intentando hacerlos reaccionar. Por entre las rendijas de la persiana la luz se colaba grisácea y resaltaba facciones de ese rostro lleno de detalles pulcros: nariz rara pero hermosa, párpados lisos, boca pequeña, barbilla afilada, pómulos discretos. El insomnio, el sufrimiento y la belleza, trilogía nefasta, rompieron la poca cordura que sobrevivió al combate, que entendía, le cambió una vez más la vida.
Calculó siete horas más de suplicio individual; ella no despertaría antes de las ocho. Se levantó con cuidado tratando de no apoyarse sobre las palmas hinchadas. Las doscientas malditas abdominales que realizaba desde que tenía memoria cada mañana, le ayudaron a lograr su objetivo. Del gabinete del baño sacó los analgésicos y tomó dos de un sólo envión. Fue todo un karma lograr colocar el par de pastillas bajo la lengua. Se tiró sobre el sofá. A la lista de incomodidades se sumó el asfixiante calor que envolvía la sala; el ventilador estaba apagado y así se quedó. Encender el cigarrillo fue una prueba para su persistencia: con el muñón derecho aprisionó la cajetilla y con el izquierdo deslizó el pucho hasta la tapa de la mesa. Paciente, se arrodilló, hizo rodar el cilindro de papel, lo sujetó con la boca, fue hasta la cocina, accionó la hornilla de la estufa y se acercó a la llama. La bocanada primera fue un acto de conquista que perduró hasta que consumió el último gramo de tabaco.
El dolor de las manos cedió veinte minutos después. Sintió que ese avance en su problema era un logro menor. La falta de sueño la producía aquella charla que tuvo con Maidana, su empresario, su amigo, antes de la pelea.

-Todo está listo, hermano. Te caes entre el quinto y el noveno. La idea es que los “simios” del público tengan tiempo de emborracharse. Ya mi gente cuadró las apuestas. De lo tuyo “metí” cuatrocientos mil… Imagínalo, cinco “palos verdes” que te pagaron por subirte al ring y por perder, te ganas casi la misma cantidad… Negocio redondo, buen retiro, plata en el banco… Nunca digas que no te cuido.

Pensó que la paradoja es el alimento que mueve las cosas en el mundo. No es que dejarse ganar fuese un asunto que atentara contra sus valores; en un gremio lleno de trampas se había sacado la lotería con su representante, el único tipo honesto, según las proporciones, que puso siempre su integridad, su futuro, por encima de cualquier consideración ética;  pero lo que sucedió unas horas antes rompió los límites de su coherencia. Asumió el arreglo como una actitud lógica para un hombre de treinta y cinco años que estaba a punto de retirarse después de veinticinco años entregados a destrozarse el lomo contra otros tipos igual de pobres a él. Sus carros, casas y lujos no se pagaban solos. El bendito cuento del honor, esa vaina que aparece en la mente cuando se ha comido debidamente por varios años, complicó una ecuación sencilla que había aprendido a resolver desde que tenía uso de razón.
 “El macho” Álvarez, sobre el papel, era uno de esos aparecidos acostumbrados a que les desintegraran la cara por unas cuantas monedas, un bruto que desaparecía sus bolsas de sparring con la rapidez de una esnifada de cocaína, su amor certificado. Nueve a uno marcaban  las apuestas; el negocio era demasiado rentable para decir que no. Los “patronos” de la asociación de boxeo estaban de acuerdo, su representante actuaba, los jueces fueron arreglados, su rival salía del gimnasio para los burdeles que eran su casa y donde era tratado con los mimos propios de un hijo pródigo. Ser noqueado por un tipo así era humillante, pero como dicen los gringos, “Business are Business”.
La pelea se desarrolló según el libreto: jabs, cruzados al aire, mucho de provocación ficticia, un campeón en problemas, guardia baja. ¡Estúpido!… Dolor, mucho dolor. Knock-out en el sexto round que a los ojos del público fue legal. Un plan llevado hasta el final con todo el decoro, aunque la realidad le escupió feo en el rostro: los puños de “El macho”, parecían forjados en plomo y su cuerpo sintió el castigo. Aquel hijo de la vagancia fue más rápido, contundente, lo venció sin atenuantes; sólo él lo supo y eso le bastaba para sentirse mal. El miedo se instaló en su cabeza, su libreto se consolidó como dolorosa verdad. Le dolió ver celebrar sin convicción a un idiota engañado en el propio engaño. “La perra suerte de una pandilla de tramposos”, concluyó para sí. En el camerino recibió los agradecimientos de sus cómplices, de Gina, su mujer, y la tentadora propuesta de una revancha millonaria antes de seis meses.
No resistió el calor. Entró al baño y preparó la ducha. Ella ni se inmutó, era prisionera de sus sueños. Recordó, después de mucho tiempo, que la amaba de verdad; era el árbol que hacía viable la vida en su desierto. No buscó el imposible de desnudarse por su cuenta, así que entró a la ducha con la pantaloneta puesta. El agua le calmó los dolores del cuerpo, el pómulo suturado, los moratones del tórax, el ojo cerrado. Sintió que los años le mordían el lóbulo de la oreja. “Eres un hombre millonario”, se dijo, “además de un cobarde que fue consciente de su necesidad de perder y perdió descubriendo su debilidad. Valiente ex campeón sin lustre”.
Cerró el grifo y se quedó varios minutos con la puerta cerrada esperando a que el calor del ambiente le secara el cuerpo. Se miró las manos y no pudo contener la lágrima que le rajó como una cuchillada lo poco sano que le quedaba a su mejilla derecha.





EL PODER DE LO QUE NO SE DICE


POR: JAVIER BARRERA LUGO

HOMENAJE A GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ.

Cuando el destino parece colocarnos una mordaza de madera que nos revienta la jeta,  es la voluntad personal la que sale en nuestra defensa para que no nos sofoquemos, para que le partamos con un golpe seco el hocico a las condiciones preestablecidas: hay que arriesgarse. Errores, aciertos, las consecuencias que deriva una decisión, son simples baldosas que van marcando una ruta para aquellos que viven a su manera y no como la sociedad o sus circunstancias les indican. El triunfo consiste en ser leal con las convicciones personales, mirarse al espejo cada día y comprobar que la figura lánguida que se mira escrupulosa en una película de vidrio y plata coincide con el antropoide que desnudo, intenta transmitir sinceridad cuando afirma no ser esclavo. Conciencia de ser, escribe una lengua de fuego en el costado de las montañas de cascajo.
Aquellos que confrontan sus miedos generan ideas fabulosas que fluyen a través de vicios, maneras o hitos de redención; crean espacios paralelos donde los conceptos desechados por los propietarios del desorden germinan y se pegan a las paredes como enredaderas de oro. Esos hombres y mujeres aportan desde su individualidad algo de belleza, dan esperanza, la desechan si es una medida que conforta gratis, le dicen a sus iguales que no están solos mientras caminan por el infierno que se incendia; valientes a quienes el hambre les parece requisito y no privación cuando se encaminan a conquistar lo que merecen, claro está, sin los reparos maniqueos de los éxito-motivadores.
De García Márquez se ha escrito tanto, se ha dicho mucho, se ha leído tan poco, que su vida cobijada de éxito genera sin fin de comentarios que rebasan el concepto de leyenda: que fue alcahuete a sueldo de Fidel y su revolución plagada de babas, que le besaba por instinto de clase el fundillo a los poderosos, que ni un centavo le regaló a Aracataca, un pueblo saqueado por la rapiña de las “nobles” familias del Magdalena desde la conquista, que no creía en Dios -como si eso fuese incompatible con la ética personal-, que se lo “pidió” a la mujer de Vargas Llosa y por eso el energúmeno Mario le puso el ojo morado de un puñetazo, que fue financiador e ideólogo del M-19, que le ayudo, junto a “Tirofijo”, a ganar la presidencia de Colombia al inepto de Andrés Pastrana, que era insoportable en público e irritante en privado, que era agorero, ególatra, quisquilloso, inseguro y las pitonisas desfilaban por el estudio de su casa desenredándole las telarañas del futuro que lo agobiaba, que nunca lo quiso  la dirigencia de esta patria porque siempre sospecharon de él. Tantas cosas señaladas, tanta espuma saliendo todavía de las bocas rabiosas que la envidia o la razón ponen a funcionar, mentira llana o simple subjetividad que lo hicieron el ícono sin memoria de una comarca acostumbrada a celebrarlas victorias de los vecinos.
No sé si lo dicho por sus detractores y fastidiosos aduladores  tenga algo de verdad, a lo mejor ; a mí, un tipo obsesionado con publicar, un poeta inédito que trata de hurgarle la curiosidad dormida los editores de las grandes casas comerciales de libros, un engendro que todavía conserva algo de mística, sólo me interesa de Gabo, además de su maravillosa literatura, la historia de cómo vio la luz Cien años de soledad, la mejor novela escrita por un ser de las américas, el sufrimiento, las memorias, los sacrificios, el ultimátum, la gloria que llevó a su octogenario autor al centro del universo de las palabras a finales de los sesentas.
Génesis de una fastuosa elegía: la soledad.
Una familia compuesta por los padres y dos hijos vive en el barrio San Ángel de México D.F. El progenitor es escritor, colombiano, costeño para ser preciso,  cuenta treinta y ocho marzos, estatura promedio, bigote poblado, panza de flaco, patillas a la moda y cabello ondulado que muestra los primeros latigazos grises de la edad. Hasta ese momento ha publicado cuatro novelas que han dejado un sabor agradable en el público. Cientos de artículos periodísticos y una veintena de relatos en revistas especializadas completan su cosecha. Goza de cierto reconocimiento en el ámbito de las letras, pero lo que quiere es ser el dios de los escribientes; un llamado interno, llámenlo premonición, le garabatea en las obsesiones este deseo que luchará con tesón.
En 1961 ganó el premio ESSO de novela por La Mala Hora. Vivió en Nueva York, donde fue corresponsal de Prensa Latina, agencia de noticias del régimen cubano. Este encargo le granjeó fama de comunista en infinidad de círculos de “inteligencia” y termina exiliándose voluntariamente al sur de la frontera gringa cuando elementos reaccionarios lo amenazan con represalias legales y gansteriles. Es un hombre místico que cree en los anuncios que le dispara la intuición en ayunas. Hace rato la diosa fortuna le escupe acertijos y respuestas desde la montaña: “¡Haz caso, camina hacia mí!”, cacarea en insomnios. Otra razón para emigrar, una de estas elucubraciones a las que asigna el poder de la causalidad le dicta entreverar la novela que le cambiará de manera tajante el curso de la vida.
El tipo soñador dispone sus recursos escasos para los siguientes seis meses de manutención y designa albacea del pequeño tesoro a su esposa: le entrega cinco mil dólares y se sumerge disciplinado en la materialización codificada de las cosas, los espectros olorosos a sudor, los hechos que como pájaros siniestros canturrean de noche sobre la cabecera de la cama, en jornadas de medida privación, escasas luces materiales que terminaron cambiadas por chorros burbujeantes de creación palpitaban como  caldos primigenios que atravesaron la corteza de la tierra y se regaron sobre el limo para instituir la vida, tareas que iniciaban temprano en la mañana y fenecían con la noche en pleno furor; semanas de berenjenas al almuerzo, a la comida, como “calentado” para el desayuno; triste pasta sin sabor por dieciocho meses que duró la redacción de su obra cúspide, del capitel dorado en el que se sustentó la “mierda de la gloria”, como lustros después el costeño bigotón bautizó la celebridad; pero me adelanto a los hechos.
Durante el proceso todas las obsesiones de un hombre adicto a la ensoñación parecen salirse de la reminiscencia para colorear los cristales de la casa. Como serpientes sembradas aun muñón, los dedos no cesan de teclear, cada personaje cuenta su historia mil veces, le escudriña el ADN a García Márquez, le recuerda que alguna vez estuvo vivo, que lo conoció, que sus reflexiones hicieron parte de esas memorias sentimentales a las que son propensos los creadores y los asesinos, si no es que en el fondo son la misma cosa. Los coroneles, los Aurelianos, los Arcadios, Remedios y Memes, los Mauricios de las mariposas, los Melquiades, en mi concepto el alter ego del escritor, pulsan las garrapatas metálicas que zurcen de leyenda casi seiscientas cuartillas que redefinen el panorama de la literatura. Sin quererlo, un autor que tuvo que vender su carro para financiar el año de trabajo que no presupuestó porque el libro se le salió de las manos para su suerte, le otorga la mayoría de edad a la primera escritura Latinoamericana que se desliga del tedioso acervo español que a los revoltosos geniales del continente nuevo les parece caduco y limitado.
Una mañana de agosto de 1.966 la esposa y el escritor llevan el manuscrito hasta la oficina postal para jugarse los últimos restos. Consagración u olvido: la bala de plata da vueltas en el tambor. Fue necesario que Mercedes, la compañera fiel, empeñara en el monte de piedad su secador de pelo, la batidora y un calentador de ambiente para conseguir el valor del envío postal hasta Buenos Aires, donde Francisco Porrúa, funcionario de Editorial Suramericana, esperaba la nueva obra de un prometedor narrador a quien convenció de enviarle el material. El costo de despacharla resma era de 82 pesos, ellos sólo contaban con 53, así que tomaron la decisión de remitir la mitad de las hojas. Para su sorpresa, cuando llegaron a casa, se dieron cuenta que habían enviado la mitad final, no el inicio de la obra. Sus expresiones, mezcla de hilaridad, horror, pizcas de solemnidad, esperanza, cerraron el capítulo donde los sacrificios por un sueño fueron las arras de la inmortalidad para el periodista-escritor y cineasta Caribe, y desde ese momento, de ningún lugar.
Semanas después llega un cheque por 500 dólares como anticipo de los derechos de autor. Porrúa quiere el manuscrito completo, publicarlo; algo le dice que se encontró de frente con un monstruo ansioso por comerse la historia y pintar una nueva cicatriz en la cara ajada de la realidad. No se equivocó. En 1967 el mito comienza con ocho mil ejemplares impresos, hoy el dragón de fuego expele por su mandíbula la copia cuarenta millones y asumo que una cantidad similar vomita la piratería. Cien años de soledad, se vuelve un referente para todo el que asume el reto de describir lo que ve. Es raíz para una nueva forma de contar las cosas, su presencia afirma o revoca, le llena de sangre los ojos a puristas y reformistas, muchos la llaman biblia, otros pasquín, la valoran, quieren chamuscarla en las hogueras, inician una idolatría estúpida, juzgan la obra y a su autor, quien busca sin éxito escindirse del trabajo materializado, pero la gente no necesita ídolos y milagros por separado, así que lo cocinan a fuego lento, le echan en cara su amistad con el Castro mayor, su patriarca carente de otoño, con Clinton, el embajador que roba el mar para que se lo coman sus paisanos. El hombre serio termina siendo un monigote para la gente de una aldea y sus pensamientos aldeanos que juzgan sin conocer, sin leerlo siquiera. “Que se jodan los cataqueños, los colombianos, son ellos quienes eligen a los ladrones que no les colocan agua, luz y servicios. Limosneros, hermano.  Gabo no tenía por qué arreglar los problemas que otros generaron. ¡Tierra de ignorantes, republiqueta de mierda…!” Borrás, mi amigo, el gran poeta de Charalá, expresa en voz alta la verdad que nadie quiere enfrentar: Gabriel José también era humano, egoísta, omiso como cualquiera de nosotros.
Para mí, García Márquez fue rehén  de soledades propias y  sus virtudes terapéuticas, de sus azotes, un hombre obsesionado con el amarillo, de los pocos colombianos famosos que ha sido ejemplar (y miren a quién elegimos el año pasado en History Channel… Merecemos la suerte que tenemos, no hay duda), un hombre que le dio más a esta tierra comparado con todos los políticos, castas religiosas o sus millonarios obtusos. Un hombre que nos mostró la verdad que escuece, de cómo repetimos las guerras intestinas, la codicia, los amores sin pasión. Un ser tan común que lo único diferente que hizo fue utilizar su genialidad diciendo lo más importante sin palabras.
Duerme poeta, ya lo tuyo quedó hecho, de malas quien no quiso entender. Hay cosas que no se venden, que no nos pueden comprar, que no permitiremos que nos quiten, hay sueños que son sagrados y deben cumplirse a cualquier precio…

Este escrito basó algunos datos en un artículo de Winston Manrique Sabogal. http://cultura.elpais.com/cultura/2014/04/20/actualidad/1397951177_520783.html


EL NEGRO QUE NUNCA TUVO MIEDO

Por: Javier Barrera Lugo

Las calles fueron tomadas, literalmente, por el silencio. Contadas almas en pena, pasmadas por el exceso de licor y la sensación de vacío, llenaron de pasos mudos el retorno del día, enmarcaron el inicio de una pesadilla colectiva que sólo ocho años después pudo ser desalojada de los corazones. Pero las marcas que una navaja les trazó en la cara a  ciento setenta y seis mil personas que asistieron al Maracaná el 16 de julio de 1.950  y a los cien millones de brasileros que detuvieron sus vidas y las trasladaron a la cancha más famosa del mundo, seguros de lograr su primer título mundial de fútbol, aún hoy, supuran indignación y vergüenza que tiñen de abatimiento la bandera auriverde donde el lema Orden y Progreso resalta como una máxima por cumplir.
Los goles de Juan Alberto Schiaffino (21´ del segundo tiempo) y Alcides Ghiggia,-la estocada mortal- (34´del segundo tiempo), aterrizaron a una Nación que consideró como tarea cumplida, antes de jugar, el último partido de la copa que debían ganar. Toda ilusión le cedió el turno de fluir por las venas a la triste realidad: promesas absurdas de los políticos, miseria, racismo, exclusión y resignación que se hacían menos palpables cuando un grupo de hombres salía a patear entusiasta una pelota que volvía hermanos, por unas horas, a los esclavos y sus amos. Duro despertar para una sociedad acostumbrada a la alegría que se experimenta y se inventa también.
Pero esta hazaña se cuenta desde dos orillas. El tamaño del perdedor, las grietas que quedaron en el suelo tras su caída, hacen notable la victoria del David de este relato: la selección uruguaya de fútbol, liderada por Obdulio Jacinto Muiños Varela, Obdulio Varela para los conocidos,  mítica camiseta celeste número 5, el Negro Jefe, como era llamado por sus compañeros y la gente de la República Oriental, revalidaba lo que veinte años antes obtuvo un grupo de hombres que las arenas del tiempo enterraron para las generaciones siguientes. Varela y su pandilla cosecharon con gallardía un nuevo fruto para llenar de felicidad a sus paisanos. Devolvieron el estremecimiento provocado por el triunfo a un país pequeño geográficamente, pero que atesoraba un espíritu que era superior al de muchas potencias globales. Este título, alcanzado en tierras cariocas, se sumaba al primer campeonato del mundo (1.930) del que fueron anfitriones y ganadores,  las medallas de oro olímpicas del 24 y 28,  y las copas América del 16, 17,  20, 23, 24, 26, 35 y 42. Los dirigidos por Juan López, se coronaron vencedores pese a los pronósticos nada optimistas de sus propios dirigentes, de los mandamases de la FIFA, los organizadores del torneo, los mandaderos de las autoridades civiles y militares y del mundo que giraba alrededor  de una esfera de cuero y millones de preconceptos.
El Negro Jefe, desconoció los augurios de sus propios capataces de corbata y terno, quienes en un acto de indecencia, natural en los políticos, le pidieron al plantel antes de saltar al campo “ser dignos, perder por menos de seis goles, jugar con guante blanco (no dar patadas), porque según ellos estar en la final era de por sí una ganancia, un estandarte que colocaba a su país en el centro de las miradas”. Obdulio, un ser honesto y orgulloso de su estirpe mulata, una persona que nunca le tuvo miedo ni a la escasez, ni al trabajo, un individuo que no dio por sentada condición o destino, reunió a sus compañeros en la boca del túnel y les gritó unas palabras que orientaron al grupo hacia el éxito: “Vamos a jugar como hombres. Nunca miren a la tribuna. No piensen en toda esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo, y si ganamos no va a pasar nada, nunca pasa nada. Este partido se juega con los huevos en la punta de los botines. ¡Los de afuera son de palo!”. Las cartas quedaron sobre la mesa.
Albino Friaça, adelantó al local en el minuto dos del segundo tiempo. El partido estaba parejo, juego ansioso de Brasil, control por parte de Uruguay. Una vez validado el tanto, Obdulio, corrió al encuentro del árbitro, el señor George Harris, y comenzó a reclamarle un supuesto fuera de juego.  Mientras el traductor consultado por el juez ayudó a zanjar las diferencias de conceptos e idiomáticas, pasaron varios minutos. Nadie entendía la actitud del Negro Jefe, ni siquiera sus compañeros. El gol fue legal, obtenido sin ventajas; pero él tenía clara la estrategia: enfriar a los adversarios, desesperarlos, darle aire a sus muchachos. Sobre esto, en una entrevista conferida años después, contó los detalles de su ardid: “Si seguíamos así, si les procurábamos tiempo de respirar, nos pasaban por encima. Tomé el balón y busqué al inglés. El público comenzó a gritar, los rivales estaban desesperados. Inicié una guerra de nervios que tuvo recompensa”.
Y así fue. Vinieron el empate,  el gol del triunfo, el manejo formidable de los tiempos de juego por parte del Negro Jefe. El resto es novela, anécdota. El rito de premiación careció de pompa, la banda marcial, la calle de honor, la pirotecnia, todo lo alistado para hacer fastuosa la ceremonia de investidura del local como campeón se fue al tacho de la basura. Jules Rimet, presidente de la FIFA, abrumado por lo sucedido, perdido en medio de rostros llenos de lágrimas y apatía desbordante, comenzó a dar vueltas por la pista del estadio y sólo la intervención de Obdulio, quien le sacó el trofeo de las manos, lo salvó de parecer uno más de los orates que en ese momento no sabían qué hacer. Los uruguayos celebraron a rabiar mientras el público abandonaba silente el estadio. La final más emotiva en la historia del fútbol, la más dramática, la más sorpresiva, la más dolorosa para los habitantes de Brasil, dejaba de ser un hecho cumplido para convertirse en la leyenda fundacional del deporte que mayores adeptos tiene en el mundo. Como buen relato épico, este posee héroes, villanos, némesis como el Negro Jefe,  chivos expiatorios como Moacyr Barbosa, arquero de Brasil a quien su pueblo condenó al ostracismo, a la humillación pública, pero ese es otro cuento que algún día escribiré.

MI PATRIA ES LA GENTE QUE SUFRE

Una vez en el hotel, eufóricos, los integrantes del plantel campeón decidieron beberse unos tragos para celebrar su proeza. Los directivos uruguayos tomaron la vocería y todos se fueron de copas por los elegantes bares de la zona de Copacabana. El único que eludió tamaño despropósito fue Obdulio Varela, quien caminó en sentido contrario al del rebaño y se fue como cualquier parroquiano a las cantinas de la ciudad para compartir la pena con los habitantes de Río, quienes lo felicitaron y alabaron su labor, eso sí, sin poder ocultar sus miradas llenas de desolación. No estaba contento, sin quererlo había ayudado a alimentar al monstruo contra el que luchó desde su potestad: la dirigencia corrupta y abusiva. No se equivocó. Tras llegar a  Montevideo, los autoindulgentes mandos se premiaron con medallas de oro; a los jugadores y plantilla técnica, los hacedores del sueño, sus verdaderos patrones, los humillaron entregándoles medallas de plata y una remuneración simbólica que el Negro Jefe invirtió en la compra de un carro modelo treinta y uno que le robaron ocho días después. Fue tanta la paradoja con la autoridad mal ejercida que la camiseta y botines que usó en ese partido legendario reposan hoy en las galerías de la asociación uruguaya de fútbol. Hasta eso le terminaron quitando, jamás recibió una moneda por estos tesoros.
“Mi patria es la gente que sufre”, dijo a un periodista que lo interrogó sobre el desplante que le hizo a la élite y gobernantes de su nación. Impávido reconoció cuánto le dolió traicionar a los brasileros del común, al obrero, al pequeño empresario, al peluquero, a la prostituta, a la gente que con su laboriosa humildad hace posible que una comunidad progrese. Siempre defendió sus principios, a los de su clase. En 1.948 lideró la huelga de futbolistas uruguayos  que buscaban el reconocimiento de su sindicato. Pese a los tejemanejes de los “titiriteros” dueños de los clubes, la agremiación fue aceptada y aún continua vigente. Cuando le preguntaron si sintió miedo de ser vetado por su actuación, contestó lleno de humor que podía trabajar en lo que quisiera: “he sido albañil, ayudante de taller, hasta periódicos vendí; me fue bien y eso que en la prensa lo único verdadero que aparece es la fecha y el precio”.
Fue el único jugador de Peñarol, (militó también en Wanderers y Deportivo Juventud) que no lució publicidad en su camiseta. A mediados de los cincuenta, el equipo fue el primero de su tierra en publicitar marcas comerciales en la indumentaria, pero el Negro Jefe defendió con pundonor su postura vital, expresó fuerte para que a nadie le quedaran dudas: “Antes, a los negros nos llevaban  de una argolla en la nariz. Ese tiempo ya pasó”. Fue un hombre afable, honorable, controvirtió al injusto con argumentos, con actitudes coherentes, con una férrea personalidad a prueba de sacrificios. El negro que nunca tuvo miedo se retiró de la actividad sin aspavientos. No aceptó los pocos reconocimientos que sus poderosos enemigos quisieron brindarle para ablandarlo. Se fue sin decir una palabra, sabiendo que el pueblo, sus hermanos, sus iguales, nunca dejarían de idolatrarlo, de considerarlo el mejor de los suyos.

El dos de agosto de 1.996 dejó de existir el mejor mediocampista en la historia futbolística de Uruguay. La pena que le produjo la muerte de su adorada Catalina, la esposa fiel, meses antes, acentuaron sus dolencias de vejez. Setenta y ocho años trascurrieron desde que respiró por primera vez el aire de una tierra bendecida, pequeña, pero con un corazón inmenso de león. Las carencias económicas siempre lo acompañaron; como sucede con los deportistas de este lado del mundo fueron la falta de apoyo, de moralidad de los dirigentes a cualquier escala, la necesidad de aprovechar las oportunidades, las que le grabaron ese carácter a prueba de fuego que lo llevó al Olimpo no sólo del fútbol sino de la consecución de metas cuando más agudas fueron las circunstancias. Ahora en Montevideo, en Maldonado, Colonia, en los potreros de las ciudades donde el talento brota milagroso, miles de niños refieren su mito, lo veneran, es su herencia. Saben que desde que el Negro Jefe dejó de jugar, la celeste no ha obtenido resultados siquiera parecidos, que ahora la histórica garra charrúa se confunde con el simple agravio, con la sucia agresión. El Negro nunca tuvo miedo porque desde el principio estuvo seguro de llegar hasta donde quiso… Lo logró con honores.