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lunes, 30 de marzo de 2015

CRÓNICA SOBRE LOS GOLPES

CRÓNICA SOBRE LOS GOLPES
Por Fernando Vanegas Moreno



La alarma del reloj, hoy no es tan tediosa e inoportuna como siempre, son las 4 AM, y aunque la ansiedad no me ha dejado dormir, ese ruidito repetitivo y agudo me indica que debo levantarme, que me espera un reto enorme y que los miedos no son excusa en ese momento. Cuenta la leyenda que el café, esta mañana no tiene el mismo sabor, es más fuerte que de costumbre, las botas me quedan holgadas y el beso de “La Mona” al despedirme, guarda todo el amor y los buenos deseos que su alma transparente puede regalarme ante lo que se aproxima…, un “buena suerte, sé que te va a ir bien”, son, junto a mi maletín de fatiga, la compañía más grata al salir hacia la incertidumbre.

Hoy esperaba que los trancones propios de la ciudad, me permitieran en el trayecto sosegarme un poco, pero al parecer, todo está dado…, un recorrido que por lo general es de una hora, hoy lo cubro en 20 minutos, y así, a las 7AM en punto, me encuentro en el escenario del enfrentamiento más tenaz para cualquier ser humano: vencerse a sí mismo. Ya no hay tiempo para quejas, ni lugar para arrepentimientos, para esto me he preparado por más de un año, solo espero que las lesiones no estén en la orden del día, y que mis compañeros más jóvenes y de mayor nivel se ausenten y no acudan a la cita con el “abuelo”, como suelen decirme; será más fácil, así pienso, pero me equivoco.

Un calentamiento suave tratando de recordar todo lo visto en 13 meses, despejar la mente para tratar de convencerme que “si puedo”, y que venga lo que venga, el reto será cumplido. Me siento un momento y entro en estado contemplativo, orando y apegándome a mis creencias más fuertes, continuo mi rutina…, en la distancia, veo acercarse a uno de mis mayores miedos, Mario, uno a los que imagine y quise lejos este día, excelente compañero, mejor peleador; menos, mucha menos edad, deportista por naturaleza, de entrenamiento diario, preparado en “Muay Thai” en Europa y un verdadero peligro con las piernas, en fin, ya está ahí después de cuatro meses de ausencia y obvio, lo saludo como se saludan los grandes amigos, con ofensas: “usted es mucho perro, ¿no viene en cuatro meses, pero el día de mi examen de ascenso si aparece?, claro, quieren matar al anciano”, le digo, y solo una sonrisa es su respuesta (afortunadamente para mí, Eldar, Jorge, Edison , Daniel, David y otro séquito de excelencia no asisten, respiro profundo).

7:30 de la mañana, aparece nuestro instructor en jefe, Daniel Santos, viene sonriente, mal augurio, la exigencia va a ser total. Saludo cordial y a trotar por todo el parque metropolitano Simón Bolívar, esto hasta ahora empieza, me digo, y me hundo en las palabras de Mario, en los paisajes del sitio y en el resto de personas que a esa hora practica o intentan realizar algún deporte.

Volvemos al sitio de partida, Marina ya está presente. Su condición de fémina no la hace menos peligrosa que los demás, al contrario, es de más cuidado…, experta en golpear testículos y abrirse paso a dentelladas, es, fuera de entrenamiento, amiga leal y mejor compañera, su presencia me complica más las cosas, no importa, ya no puedo dar reversa. Empieza la fiesta, golpes vienen y van (en tres años, me he lesionado varias veces, costillas hundidas, manos y rodillas dislocadas, una que otra cortada; normal, nada que el tiempo y un poco de cuidado no curen), poco a poco, practicantes recién ingresados van copando el sitio, y mientras Daniel les da indicaciones, yo voy quemando energía, sintiendo más presión y transpirando más de lo acostumbrado (claro que yo sudo comiéndome un helado, lo confieso), los ojos de mi instructor, y a pesar de estar en varios lados, no se despegan de mí, me evalúa cada movimiento, me corrige en la marcha, me exige cada vez más.

Debo parar un momento, estoy combatiendo contra dos personas y, contrario a lo que piensa el profe, no paro por agotamiento o por estar recibiendo demasiados golpes, no, me detengo pues siento que impacté muy duro en la cara a Mario, y esa no es la intención del entrenamiento, y en este caso de mi examen. Mi esposa, mi adorado “Monacho”, siempre me cuestiona sobre el motivo por el cual practico Krav Maga, se le hace demasiado violento para una persona que se prometió hace más de 20 años no ejercer ningún tipo de violencia, “a ti te gusta que te peguen”, dice, y yo solo puedo responder con la frase más cliché que conozco en este tema: “es mejor tener las herramientas y no usarlas, que necesitarlas y no tenerlas”, dicho esto, doy por terminada la conversación, me siento más sabio  que el señor Miyagi, doy media vuelta y me voy.

La verdad, al comienzo, asistía por acondicionamiento físico…, un cuarentón, fumador fuerte, cuyo deporte extremo era tomar tinto, y con un sobrepeso de 15 kilos, necesitaba algo de deporte para no dejar, o mejor, para no permitir que la máquina dejara de funcionar por descuido; pudo ser el atletismo pero no me gusta correr, pudo ser el baloncesto, pero salta más un Alka Seltzer dentro de un yogurt, en fin, por necesidad y curiosidad llegue al Krav Maga, y me quedé. Hoy la motivación es otra, es la interrelación tan bonita que existe con los muchachos y niñas que me acompañan en esta aventura, es el poder aprender de ellos y regalarles algo de mí, ese es mi motivo actual, sin mayor pretensión o exigencia, no busco ser instructor, o permitirme licencias güevonas como creerme más que alguien, no pienso cambiar mi voto de no violencia y salir a darme en la cara con el primer “ñero” que encuentre, si algo he aprendido, si algo me ha dejado este cuento, es que la prevención y la inteligencia, nos pueden alejar de muchos peligros y dificultades, es nuestra base, y nuestra norma, “si sabe que por ese sector atracan, pues no se meta por ahí”, fácil y sencillo, en fin, estaba hablándoles de vacas y termine evocando a Blanca Nieves. Retomo.

Ya estoy en el punto de agotamiento extremo, son las 11:30, llevo cuatro horas de evaluación y no tengo mucho que ofrecer, Mario ya se ha marchado, pero el profe convoca a los demás compañeros a que “colaboren” conmigo en esta prueba, eso significa, que ya no tendré dos personas encima, ahora serán cuatro o cinco, y aunque principiantes, no tengo fuerza y eso, eso es para ellos tener un saco de arena que camina, hago acopio de fuerza y algunas técnicas de entrenamiento mental vistas con anterioridad, eso me permite seguir de pie, ya sin aliento, pero guerreando, estoy recibiendo de todo, por momentos me desespero y golpeo con fuerza a los chicos, Daniel me baja la intensión, combinando este tipo de presión, con respiros momentáneos para observar técnicas específicas y obvio, con tandas no muy agradables de abdominales, sentadillas y flexiones de brazos, en mi interior puteo mil veces mi hábito de fumar.., debí empezar hace muchos años a entrenar, me afirmo; recuerdo a mi mamá, a mi esposa…, pienso ya no de manera tan grata en los que me están “abusando”, tomo aire y continuo resistiendo, en algún momento tendrá que acabar esto, nada es eterno, Daniel hace una señal con las manos…., todo termina.

1:30 PM, seis horas después de comenzar, ha culminado el castigo, la prueba, el examen, la evaluación, cualquier sinónimo que le dé, no le va quitar lo pesado al esfuerzo, en el ambiente se respira expectativa, fueron varias las correcciones, además que no siempre se pasa: hay grandes practicantes que presentaron hasta tres veces su prueba de ascenso para nivel 1 y no lo lograron, yo, estoy para nivel 2 y la verdad me doy por bien servido al haber terminado sin rendirme y sin lesiones, el Profe tiene la última palabra…., como buen conversador, dilata el veredicto, habla de muchas cosas, hace un llamado a próximos eventos, a la disciplina y constancia…, algo en su discurso me da a entender que fue una “prueba NO superada”. Ya tranquilo me digo que “otra vez será”, que hay que entrenar más duro y que siempre habrá una circunstancia por superar, tomo aire y espero con paciencia una posible negativa, tengo hambre y quiero salir ya de eso, desespero propio de la falta de energía.

Por fin me llama frente al grupo, me felicita y en nombre de “KMG Global”, me da la bienvenida al nivel P3, prueba superada, el corazón palpita muy rápido, estoy feliz, doy gracias a Dios, a la vida, a los compañeros, a mi esposa, al instructor, a Marina, a Mario, al señor de los helados, al árbol, al perro…, estoy tan satisfecho que le agradezco a todo. La vida, es algo más que “nacer, crecer, reproducirse y morir”, siempre habrá nuevos retos, nuevas expectativas, la fiesta no puede acabar antes de que yo no  haya bailado, el retorno a casa me espera con la satisfacción del deber cumplido, Marysol estará esperando con confianza y un “te lo dije”, la noticia que ella intuía desde siempre, su Fe en mí es inquebrantable: sí, soy un P3.

En un año, si Dios lo permite, de nuevo el café sabrá más amargo, la ansiedad tal vez no me dejará dormir, La Mona me dará su mejor beso, el transporte estará excelente, Daniel será aún más exigente, y la vida seguirá siendo amable, en un año, el “abuelo” será más abuelo, mientras los niños, van a ser siempre niños.


Me retiro, ya terminó el esfuerzo; me reconcilio con el señor Marlboro, fumo como si fuera el primero en mi vida, con pasión y ganas…, me voy. En un año lo puteare de nuevo.

viernes, 27 de marzo de 2015

domingo, 22 de marzo de 2015

LA BOLA DE CRISTAL

LA BOLA DE CRISTAL

Por: ESTEBAN ESPITIA



ESTEBAN ESPITIA Nació en Cali, Valle del Cauca, el día 19 de Agosto de 1993. Se graduó de bachiller del Colegio Santo Tomas de Aquino en el año 2010. Es estudiante de Publicidad Profesional, cursa su Diplomado en 'Conceptualización estratégica de comunicación' en la Corporación Universitaria Unitec. Ha participado en diversos concursos literarios, entre ellos la antología de micro-relatos ‘Pluma Tinta y Papel’ en el cual fue publicado uno de sus relatos. Amante apasionado del arte, el deporte y la vida. La filosofía, es su doctrina preferida y la fotografía, la música, la literatura, el fútbol y el ejercicio, conforman sus actividades favoritas. Le encanta escribir, leer, dibujar, e interpretar el piano.

Alguna de esas noches alucinantes, mientras regresaba ebrio de un lugar recóndito, tropecé y caí sobre un monje de barbas blancas y ojos grises en una calle desolada. Yo vivía solo y no sentía miedo, pues no tenía mucho que perder, así que le invité a la casa.
Su cabeza sangraba, y de sus manos se podía leer el misterio que inspiraba, aquella historia que supongo nadie me creerá, pero al fin y al cabo, ¡qué interesa! Es un relato más.
 "Cuando solía ser joven y saludable, no era un niño, entonces me faltaba imaginación.  Dejé de soñar.  Mi familia no me dejó solo, fui yo quien se marchó.  No dormí, no descansé un segundo en aquella aventura. ¿Cómo iba a perderme semejante osadía? La verdad fue que sin perdérmela, me perdí.  Fue demasiado extraño el hecho de poder respirar bajo el agua y más aún, el de encontrar una deleznable ciénaga tan honda.
Esa tarde llovía, de acuerdo a la lógica del clima invernal, la ciudad debía inundarse debido al diluvio. No volví a casa, pero había regresado a mi antiguo hogar. Espeluznantes criaturas hallé debajo de aquella pequeña laguna, miedos profundos erizaban mi piel, las olas traslucidas eran espejismos, a través de los cuales veía mis vetustas escamas.
Me convertí en un espécimen terrorífico, podía nadar en el oasis a una velocidad inimaginable. Mientras más descendía, encontraba nuevas razas de peces, nuevos seres y especies modificadas por el efecto de una radiación más peligrosa que la nuclear, una energía volcánica que emergía de las profundidades más abismales y lúgubres.
En cada siguiente nivel, los organismos se perfeccionaban, los cuerpos se hacían más fuertes, era como un videojuego. ¡Cuántos entes raros no me figuro destruir! Ya no era un hombre, era un brutal asesino, un guerrero, uno de esos villanos tenaces, un héroe inmenso.
Empecé a creer en los mitos y las leyendas de los gigantescos engendros: El Leviatán, El Kraken, El Monstruo del Lago Ness; pero esas banales historias, ni se le parecían. ¿Cómo podrían ellos llegar hasta la tierra? – me pregunté, ni a la superficie siquiera.  Pensé entonces, que en algo se habían basado para inventarlas, quizás visiones, o lo que yo tuve, que era de hecho tan verdadera que parecía una grotesca fantasía, una sublime pesadilla.
Me hacía más grande en la medida en que mis oponentes eran voluminosos.  Todo el entorno iba a mi favor, así fuera yo contra la corriente, como si mi organismo se adaptara inmediatamente al medio, una evolución inminente, como la devastación que se presentaba.
Pronto iba a cesar la violencia, porque los poderes de todos comenzaban a ser nivelados. Pude ver al fin como mi esencia era igualada a la de los Dioses Majestuosos, ya no existían esos horripilantes endriagos.
Resultó entonces un aburrido lugar, ya no quería ir ni al infierno y ya estaba cansado del paraíso; pensé en excavar, pero la arena era demasiado férrea. Debía encontrar ese valle donde la tierra me enterrara y me absorbiera al punto de hacer parte de ella. Esperaba entonces ser sembrado por el Dios del fango. Necesitaba ensuciarme, ya estaba demasiado limpio, tanto que mi existencia carecía de diversión. Nunca entendí porque los dioses no quisieron escapar conmigo.
Jamás encontré aquella región en la cual me sería posible huir de la hostil ostentación que me pertenecía, aquella petulancia de los Dioses, menos del hastío que embargaba mi soledad, aquella necedad del nihilismo inconsciente.  Siempre quise seguir el instinto de mi obstinación. Así que intenté superarles, pero también fue en vano; el hecho de haberles alcanzado, ya era en sí una gran hazaña.
A veces los Dioses cargaban una gran esfera de vidrio (vulnerable a la furia del gran mago encolerizado por la insensatez de los risueños Dioses) en la cual veían cómo la humanidad demacrada se aniquilaba entre sí, con las armas que le sobrepasaban.
Sentían envidia por no ejercer voluntad, ni profesar el poder; tenían fuerzas, pero de nada les servía. Entonces discutían sin palabras ni gestos, solo miradas amenazantes que hechizaban a los más débiles, pero cuyas brujerías eran apariencias superfluas y encantos efímeros, nada de ellos era eterno, únicamente ellos y la apatía de aquel mundo.
Me fueron dados por el habitad nuevos oídos para la supervivencia y para comprender el nuevo lenguaje. Era una música asimétrica, nada común, compuesta por micro-tonalidades, diminutos sonidos casi imperceptibles, agudos estruendos, rozando la gravedad de lo radical.
Era un invento de los Dioses matemáticos, en un mundo repleto de dimensiones imposibles de describir, un lugar plural, un multiverso, un océano de soles, una galaxia encerrada en un recinto de cráteres y desiertos húmedos.
Poco a poco fui hallando mis propias esferas, entonces practicaba el lenguaje en soledad. Aquellas resonancias evocaban mi vida de hombre, cuando aprendí a interpretar ese instrumento llamado Theremin. El viento también cantaba en un idioma diferente, universal y tirano.
Me acariciaron los jardines fastuosos, y el éxtasis del aroma de cada arbusto, escuchaba los colores del caballero de la noche que junto al roció de la luna, respiraban aires de intensos arreboles. Las Auroras Boreales eran nubes que danzaban por doquier, adornando el océano blanco y helado.
El universo se compaginaba como una orquesta declamando la sinfonía de la inmensidad, la armonía de los horizontes magnificentes. Aquel último instante en el que aprendí a observarlo todo con gran detalle, fue cuando perdí la conciencia, terminó la fascinación, rompí en delirio y me fugué del misticismo”.
Desperté en el asfalto de la misma calle que estaba desamparada, mis audífonos aún servían, pero la colección de obras de Bach había finalizado, el ambiente estaba colmado de sirenas ambulantes. El desperdicio de sangré fue alarmante, hubiera preferido que me hubiesen dejado allí tendido. Pero al final de la noche, terminé en casa de un anciano psiquiatra que trataba de adivinar mi enfermedad examinando una bola de cristal. El efecto de mi medicamento, había culminado al fin.

domingo, 15 de marzo de 2015

CUESTIÓN DE ACTITUD

CUESTIÓN DE ACTITUD






POR: JAVIER BARRERA LUGO

Creí que la idea absurda del amor manejada por el vulgo, jamás me afectaría. Me equivoqué de cabo a rabo y eso no me hace feliz. La buseta repleta de almas desesperanzadas, (centro de Suba hasta Bosa, no menos de 50 pasajeros -yo me quedo en la 26 con Cali-) parece el escenario de un castigo para mediocres.
Jueves normal, trancones eternos, personas evadidas en la música, gracias a los audífonos de sus teléfonos,  caos que baila cuando observamos el panorama desolador a través de las ventanillas. Un milagro, la vida me cambia sin saberlo: ella se ubica a mi lado, vamos de pie evitando el manoseo de los vecinos; mientras, el “caballero” que la acompaña,  se sienta (aplasta) sólo para comenzar a parlotear estupideces con impunidad.
Mi actitud de fiera  agazapada al final del pasillo para no sentir el roce de braguetas, traseros, panzas tibias y senos, que inexorablemente buscaran la salida de esta celda infernal, cambia. La contemplo, gozo viéndola, es guapa, puedo ser su padre; pero ese detalle me tiene sin cuidado. Aquella angélica morena de veinte años, gordita, sonrisa fácil y cara hermosa, estruja las sensaciones y placeres que pulverizan mi pesimismo. Su espíritu es gigantesco y no oculta este don.

Escucho lo que le cuenta al tarado, lo de su embarazo a los 16, sus deseos de estudiar contaduría en la universidad, no en el SENA,  la oficina de porquería donde se desperdicia, que su jefe es un engendro. La amo. Lo que por décadas negué a padecer, me explota en la cara. El sueño termina cuando en la Avenida ciudad de Cali con 53, se despide del torpe, no de mí, y baja del bus. La justicia romántica sí existe, es igual de cruel a la poética. En menos de una hora me enamoré, soñé el amor, la perdí y  quedé hecho trizas. Cuento estúpido el amor… Y ahora a pensar como le justifico al patrón los 30 minutos de retraso que llevo para entrar a  trabajar. Un corazón roto no es excusa válida.

domingo, 8 de marzo de 2015

LAS INMIGRANTES

LAS INMIGRANTES


Beatriz Botero


Ese frío día de otoño madrileño, Juana entró corriendo al dispensario. —Por favor, ¿en dónde encuentro a la señora Tarkov?
 —¿Es pariente?
—No, soy compañera.
—¿Compañera?
 —y la enfermera alzó las cejas. —Sí, sí, compañera.
—Pero, usted puede tener sesenta años menos…
“Imbécil” pensó. Luego: —Compañera de vivienda.
—¿Vive usted en la Casa Refugio?
—Sííí… —casi gritó con impaciencia—. Por favor, ¿puede decirme en dónde está? —Está bajo sedantes, la impresión que recibió ha sido demasiado fuerte.
—Sí, pobrecita, su única amiga. 
—¿Conocía usted también a la señora Aslan? —preguntó la enfermera.
—Claro, todos la conocíamos, al menos los que vivimos en el Refugio.
—¿Y por qué razón vive usted allí? Francamente, si le quitan los puestos a los ancianos…
—No he quitado ningún puesto, yo pago, no estoy gratis. Nuevamente la enfermera la escudriñaba de arriba abajo. “No le voy a dar explicaciones”, pensó Juana “a nadie le interesan mis asuntos personales”.
—¿Cree que puedo esperar a que despierte para verla?
—Como quiera —respondió la enfermera, empezando a revisar papeles. Juana se sentó en una banca al lado de la ventana y, al tiempo que miraba, empezó a recordar su llegada a Madrid después de tantos planes. Su ingreso al Tecnológico no había sido difícil dadas sus buenas notas; su alojamiento en un hostal cercano había sido contratado desde antes y en su viaje no había tenido tropiezos. Pero, al llegar al hostal, encontró una enorme pancarta que decía: Cerrado por orden del Ayuntamiento de Madrid. No hubo quién le diera razón de nada hasta que al fin se le ocurrió llamar a una pariente de su madre que vivía en el Convento del Carmelo. Tras una corta conversación, Sor Aurora de los Desamparados le dijo que se dirigiera al Refugio de Ancianos de la Plaza de Santa Engracia, que era manejado por otra monja de su comunidad y, mientras tanto, ella llamaría para que le dieran, al menos, asilo temporal. Era una casa en donde vivían ocho ancianos, seis hombres y dos mujeres. No había allí servicio de comidas; todos los días eran traídos, en un coche cantina, el desayuno, el almuerzo y la comida. Una sola monja cuidaba de todos repartiendo los platos; ya por la noche, los ayudaba a acostarse. Esto hizo que la recibiera bien cuando ella llegó y empezó a ayudarle con los ancianos y, como no se presentó nadie más, la dejó quedarse en una habitación pequeña que quedaba detrás de la cocina, sin afanarla para que se consiguiera otro vividero. Pero no fue fácil alternar con los ancianos. Por lo general, cada cual se la pasaba encerrado en su cuarto frente a un televisor o dormitando. Algunos escasamente la saludaban y los otros la ignoraban. Con la única que consiguió amistarse fue con la señora Tarkov, esa viejita inmigrante rusa que le contaba de sus primeros tiempos duros por una Europa empobrecida y no muy amigable para aquellos cientos de inmigrantes de la Gran Rusia. Decía haber alternado en París con los intelectuales más importantes de la época; pero al poco tiempo de estar allí murió su esposo, y entonces ella siguió buscando un mejor pasar, hasta que finalmente fue a dar a Madrid, en donde, gracias a un movimiento caritativo mundial, había por fin podido descansar y tener asegurada su manutención. —Ahora —decía— vivo sólo de mis recuerdos. Muchas veces, Juana le indagaba sobre sus orígenes familiares; si había tenido, o no, hijos. Pero la vieja señora se emocionaba y empezaba a hablarle en ruso y ella no se atrevía a interrumpirla, así que quedaba sin saber mayor cosa. Sólo con la señora Aslan, la otra anciana de la casa, se la veía contenta. Se reunían en su cuarto todas las tardes y en un samovar calentaban el té que tomaban con unas galletas que guardaban del desayuno y el almuerzo. Se instalaban al lado de un pequeño gramófono del que invariablemente salían notas del compositor ruso Katchaturian, a quien Juana reconocía por ser también el compositor preferido de su padre. Muchas veces, cuando llegaba, ya después de oscurecido, al entrar, las oía reír y conversar siempre con la misma música de fondo. La señora Aslan era diminuta; si acaso alcanzaría un metro con cincuenta. Llevaba siempre el pelo blanco recogido en una moña y estaba tan encorvada que para saludar tenía que alzar completamente la cabeza. Y, entonces, mostraba unos ojos grises y vivos y una bella sonrisa. En varias ocasiones, Juana quiso detenerse a conversarle, pero ella le daba unos toquecitos en la mano y seguía derecho a su habitación o se entraba donde la señora Tarkov. “Ha de ser tímida” pensaba Juana. “Pero el todo es que se la ve contenta”. —Oiga, ¿se ha dormido? —la voz vino desde el mostrador. —Ah, me habla a mí —respondió Juana, aún sin saber de qué se trataba. —Claro, a usted le hablo, mire, la señora Tarkov ya está más despierta. Puede pasar a saludarla si quiere. —Gracias —respondió Juana levantándose de un salto. —Segunda puerta a la derecha, en el piso de encima. Subió y en puntillas se dirigió hacia la habitación, que estaba entreabierta. Silenciosamente se acercó y miró. ¡Cómo parecía de pequeña la señora Tarkov! Se diría, apenas, una niña. Lentamente se arrimó y le tomó las manos entre las suyas. Le parecieron frías, por lo cual le subió un poco más la manta. —¿Juana? —preguntó la anciana con voz débil. —La misma, ¿cómo se encuentra? —Cansada, pareciera que todos los años que tengo, los hubiera vivido en una sola mañana. —No hable, ahora descanse un poco. —No, no, quiero hablar, quiero sacar de mí este día terrible. —¿Qué pasó? —Ayer por la mañana Sonia y yo desayunamos juntas luego de que el coche cantina trajera las comidas. Ella estaba de muy buen humor y quedamos de vernos a la hora del té, como de costumbre. A las cuatro yo salí a comprar una torta para la reunión y me senté a esperarla. Pero no vino, entonces Sor Ignacia de la Trinidad, a quien pedí averiguar, me dijo que la encontraba un poco indispuesta y que guardara la torta para el desayuno de hoy y ella nos lo traería a mi habitación. Esta mañana cuando Sor Ignacia trajo los desayunos me dijo que subía por Sonia y, al rato, oí que corría escaleras abajo y llamaba al Ayuntamiento. Presintiendo algo, esperé. Muy pronto llegó una ambulancia con un médico y otros dos señores. Usted salió muy temprano hoy, ¿no? —Sí —respondió Juana—. Tenía una clase a las siete de la mañana. —Pues más o menos a las diez entró el doctor a saludarme junto con Sor Ignacia a quien vi con los ojos llorosos. Me lo contaron: Sonia debe haber muerto en la noche, estaba acostada y cobijada. Se le paró el corazón. El doctor mismo me acompañó a verla. ¿Sabe, Juana? Tenía la misma sonrisa que le conocí desde hace ya unos cuarenta años. Era linda, ¿verdad? “Ella era armenia. Salió de allí unos años después de mi salida de Rusia. Llevaba yo acá varios años cuando un día oí una melodía rusa y entonces subí: desempacaba sus cosas y de un pequeño gramófono salía la música. ¿Sabe usted? Toda pieza musical lleva siempre dentro de ella el alma del pueblo del autor. Se acercó y me mostró una vieja fotografía; ella era reconocible por su sonrisa, estaba joven y hermosa. A su lado, un hombre joven la miraba fascinado y pude distinguir una dedicatoria firmada ‘Aran Katchaturian’. “No necesitamos más, desde ese momento fuimos dos amigas reencontradas en un mundo diferente al nuestro. Luego, empezamos a pasar las tardes juntas y fuimos más que hermanas durante todo este tiempo. ¡Quién creyera! la ambulancia sólo sirvió para traerme a mí hasta acá” —la señora Tarkov se silenció y se pasó un pañuelo por la cara. Con un nudo en la garganta y haciendo un esfuerzo, Juana preguntó: —¿Cómo salió de Armenia la señora Aslan? —Nunca lo supe. —¿Tuvo hijos? —No lo creo. —¿Tuvo esposo? —Lo ignoro. Desconcertada, Juana volvió a tomar en las suyas las manos de la señora Tarkov. —¿Usted nunca le preguntó nada de eso? —Claro que sí, sólo que no supe la respuesta. Dígame Juanita, ¿habló usted alguna vez con Sonia? —No, ni siquiera sabía su nombre, ahora que lo pienso. —Pero, ¿sí la oyó hablar conmigo? —Por supuesto. —Pues bien —dijo la anciana luego de un largo suspiro—, ninguna de las dos conocía la lengua de la otra. De origen ruso, sí, ambas, pero de dialectos distintos. Yo aprendí español y ella no. Cada una contaba sus cosas y la otra simplemente escuchaba. Luego reíamos juntas y con eso bastaba. Ya lo ve, tantos años de amistad. Además estaba la música, la de su amigo el compositor armenio. ¿Sería su hermano? ¿Su amante? Tampoco lo supe. Pero ése fue siempre nuestro mejor punto de comunicación. “Una vez, hace ya varios años, pude ahorrarle a Sonia una pena. Sucedió una tarde ya oscura cuando tomábamos el té en mi cuarto y de repente el aire pareció llenarse de nuestra música. Salía de todas las habitaciones. Sonia se paró asombrada y tomadas de la mano salimos al corredor. La habitación del señor Sandino estaba entreabierta y nos asomamos. En el televisor un hombre leía las últimas noticias con nuestra música de fondo. Informaba sobre la muerte del compositor. Sonia no se dio cuenta, pues sólo escuchaba arrobada. Así que yo aplaudí y ella me imitó. Salió de la habitación contentísima, casi bailando. Sí, esa pena pude ahorrársela”. La señora calló. Luego dijo: —Iba a pedirle algo, antes de que pasen por ella los de las honras fúnebres. Vuelva allá y le prende el gramófono con su música una vez más; y, por favor, recoja la fotografía de la mesa de noche. Quiero ponerla en la mía. Nadie va a pedírsela, no tendrá ningún inconveniente. Váyase ya, Juana, que estoy cansada. Juana le estrechó de nuevo sus manos, le arregló las cobijas y, en silencio, bajó las escaleras. —Oiga, ¿cómo la encontró? —le llegó la voz de la enfermera. Sin responder, Juana abrió la puerta y salió al frío de la calle. A ese frío que corta la cara y congela las lágrimas.


BEATRIZ BOTERO. “…paisa, cuentista por devoción, profesora de idiomas y cocina por afición, lectora impenitente, viajera… Desde los corredores de la vieja finca, en Eloísa, con las lomas de Antioquia a sus pies, hasta el oasis de Saravasti, con su olor de azahar y arenas de desierto, se mueve en la vida, sencilla, triste, alegre…”. Relatos suyos han aparecido en antologías del género, publicaciones literarias, y en su, hasta ahora, único libro. De Mirto y otros cuentos. Editorial El Propio Bolsillo. Medellín, 1999.

domingo, 1 de marzo de 2015

SE VENDE VESTIDO DE NOVIA

SE VENDE VESTIDO DE NOVIA


CLAUDIA ARROYAVE (1983). Nació en Santa Rosa de Osos. Estudió periodismo en la Universidad de Antioquia, e hizo un curso de narrativa en Colima, México. Vivió durante dos años en Santo Domingo, Antioquia, enseñando literatura. De esa estancia nació su segundo libro, El pueblo de las tres efes. Actualmente reside en Bogotá.

Tres días antes de la boda de Raquel, en el momento mismo en que su hermana Libia le hacía los últimos ajustes al vestido de novia, llegaron con la noticia. Encerradas en el cuarto de costura, lo primero que oyeron fue el grito de doña Noelia, cotidiano aullido que, por tan habitual en ella, no sacó de su concentración a prometida y modista. “Quién sabe qué se le cayó a mi mamá”, dijo Libia, “De seguro se machacó con algo”, especuló Raquel, y a volver a lo propio que para mimar a la doña estaban Arturo y Gladis, los otros hijos. Pero no tardó el reloj en marcar cinco minutos cuando don Ramón Hincapié, padre del novio, se apareció en la habitación con cara de martirio, ojos de toro, boca de perro de pelea, y entre ahogos, lágrimas y mocos detuvo la pasada de la aguja por las enaguas esponjosas: “Quítate ese vestido, Raquel bendita. Ya no te vas a poder casar”. Y en el acto cayó hincado a los pies de la ahora viuda, en un dolor intenso del tamaño de una gastritis. Espectadora número uno de la escena, doña Noelia lloraba a cántaros y gritando cual si la torturaran esperaba la reacción de la envuelta en el vestido blanco: “Qué pasó, don Ramón, a ver, explíqueme, cómo que no me puedo casar, por qué lloran, qué pasó, por el amor de Dios”. Y no pudo evitar que su cuerpo se desplomara cuando el primer hincado habló por segunda vez: “Mataron a Ignacio, mijito, me mataron al hijo, me lo mataron”. Y en los segundos gastados mientras Raquel reacciona, sépase que Ignacio era un jovencito muy querido, adorado en el pueblo porque sonreía siempre aunque no hubiera por qué. En la casa de la novia lo querían tanto que los dejaban conversar en la sala hasta las once de la noche, y había tardes en que, tan comedido él, acompañaba a las cuatro costureras en las largas sesiones de pulida y planchada. A través de los tres espejos dispuestos estratégicamente en el cuarto, Ignacio miraba a Raquel y le quitaba la ropa con un suspiro, y ella agachaba la cabeza desapareciendo en la mente a su mamá y a sus hermanas y desnudándose en medio de la lana regada y los retazos de uniformes del Liceo y de la Normal.  La menor de todas, la más bonita, la más callada y la más boba de las hijas de la modista había conquistado al hijo de don Ramón, y con siete meses de noviazgo se había echado al bolsillo al hombre más comedido, trabajador, ordenado, respetuoso, sencillo y noble que el pueblo haya conocido. El matrimonio había tenido que aplazarse dos semanas porque al padre Mario le había dado una diarrea espantosa, si no los novios ya estarían de mucha argolla en el dedo. Don Ramón se fue y tuvo que pasar un día con todas sus horas para que Raquel comprendiera que ya no iba a usar el vestido de novia que le había hecho Libia y que ella misma tuvo que quitarle porque de dolor su hermana no se podía mover. Tuvieron que pasar dos días con todos sus minutos para aceptar que Ignacio había muerto a cuchilladas en la puerta de la carnicería de su papá. Tuvieron que pasar completos los tres días con todos sus segundos, con el velorio, el entierro y el llanto de todo el pueblo, para que la soltera enviudada se levantara del golpe y decidiera ir personalmente al comando de policía, dizque a perdonar al asesino. “¿Al comando, Raquel? ¿Qué vas a ir a hacer allá, Dios mío?”. Pero no hubo madre que lo prohibiera, suegro que la detuviera o hermanos que la convencieran. “Voy a perdonar al hombre, ¿no entienden eso tan sencillo?”, dijo. Pero nadie supo cómo llegó al comando. “Déjeme entrar, comandante, yo necesito ver a ese hombre”. Y él que no. “Se lo suplico, comandante, hágame el bien”. Y él que no. “Compadézcase de mí, comandante”. Y él que no. “Necesito saber quién me mató a Ignacio, comandante”. Y él que no. “Póngase en mi caso, comandante”. Y él que no. Y ella llore y suplique. Y él que va sintiendo el corazón achatarse. “Mire que…” Y él que “mmm”. Y ella que suplique y llore. Y él que “está bien, pero que la acompañe el agente”. El calabozo era un hueco negro y húmedo que olía a desgracia. Para llegar hasta allá, Raquel caminó dieciocho metros y diecinueve miedos —el mismo número de sus años—, transitando una especie de laberinto fantasmal apenas comparable con su propia cabeza. En una mano llevaba el corazón que le latía enloquecido, y en la otra ese cálmate, mujer que tanto se repetía y que se quedó pegado a la reja cuando por fin llegó. Ni una palabra y el asesino al fondo. “Párese, desgraciado, y venga que la señorita le tiene que decir una cosa”, palabras pronunciadas afuera por el agente aquel, mientras adentro, que no se veía más que una luz ahogada, un carraspeo de garganta fue la primera señal. Y Raquel inmóvil en la reja, quien la viera diría imperturbable, pero no, eso no, después de tres días no era más que calvario, truenos, ganas de vomitar… Pero sacó fuerzas de su desgastada reserva y entonces habló. “Venga, señor. ¿Puede acercarse?”. En menos de tres segundos, la figura del asesino: cubierta su cabeza con un poncho mugroso, camisa apenas cerrada en un botón, barriga, barba, arrugas, manos en los bolsillos, ojos brillantes y huidizos que sin oponerse chocaban con la línea de luz que entraba por una ventana condenada. Ni una pizca de arrepentimiento en su rostro. —Que Dios lo perdone —dijo Raquel al tenerlo frente a frente. —Yo no quiero que nadie me perdone. A mí que me devuelvan mis vacas —respondió el hombre con los ojos ahora menos brillantes pero de golpe fijos. —¿Vacas? Pe… pe… pero… ¿cómo? ¿Usted me acaba de matar a Ignacio y sigue pensando en vacas? —A mí me robaron mis vacas y me las mataron. —Pero eso no era culpa de Ignacio, bendito sea Dios. ¿Es que usted no tiene corazón? Véame a mí, véame a mí. Usted me mató el marido. Yo me estaría casando hoy. Y véame a mí, por el amor de Dios. ¿Son más importantes unas vacas que una persona? ¿Ah? ¿Son más importantes? A ver, dígame, dígame… Y ese cálmate, mujer que traía Raquel en una mano se deslizó por la reja, fue a parar al piso del calabozo y se escurrió por cuanta grieta encontró en el laberinto y se fue yendo y se fue yendo hasta caer a un pozo invisible y desaparecer. El agente no vio la metáfora, pero sí el desaliento de Raquel, el no puedo creer lo que oigo, el si no me tienen me desmayo. Entonces la tomó por el brazo y “deje esto así, señorita”, le dijo. Pero ella, que sólo había ido a pedirle al hombre que le hiciera el favor de matarla, se aferró de nuevo a la reja y le dijo al agente que el asunto no había terminado, y volvió sobre el asesino esa voz llanto, laguna, interrogante, odio. —A ver, responda, ¿son más importantes esas vacas que este dolor? Usted que va a entender eso, por Dios, esas son cosas que usted no entiende. ¿O sí? A ver, dígame por qué lo mató. —Porque me robaron mis vacas y me las mataron. —¿Y ya? ¿Tan sencillo? Porque le robaron unas vacas. Válgame Dios. —Eso pa’ usted no es nada, porque no eran sus vacas. Yo las levanté, yo las cuidé más que a mi mujer. Yo ni comí cuando se enfermó mi Victoria, la más alentada. Yo levanté esas vacas, yo solo. Estas manos las ordeñaron, abonaron la tierra pa’ que se pusieran más robustas. Y me las robaron, de un día pa’ otro yo ya no tenía mis vacas, ni con que comprar otras. ¿Sí ve? Me las robaron. —Y eso le da derecho a matar a alguien, ¿ah? —Yo no iba a matar a nadie. Yo dije: que aparezcan mis vacas, pero no aparecieron. Y después me dijeron que don Ramón las compró. Se las compró al que me las robó. ¿Sí ve? Ese señor compra reses robadas porque valen más poquito, y después se las vende a la gente como si nada. Allá llevaron a mi Victoria, a la Tota, a la Bizcocha, mis tres vaquitas. —Usted está loco, loco. ¡Por Dios! ¿Entonces si yo le robo esa camisa usted me mata? ¿Si le robo esa camisa me mata? —A mí que me roben lo que quieran, ya está. Ya no tengo mis vacas ni con que comprar otras. Y dicho esto Raquel dejó venir un llanto de esos inevitables que provocan las cebollas o los dedos recién machucados. Luego, con la mano que ya no tenía la calma agarró de la camisa al hombre que, ¡desgraciado! la seguía mirando a los ojos. El agente, a su derecha, le pidió compostura, la cogió del brazo y trató de separarla de la reja, pero ya la pobre no podía retroceder. Ignoraba Raquel a dónde se estaba yendo su cordura, quizá a las mismas grietas recorridas por su calma. En su cabeza la sangre empezó a revolverse y a hacerse más líquido, más antojo, y en un despiste del agente, la niña viuda sacó el cuchillo de entre sus faldas y con una fuerza demencial atravesó el estómago del enrejado. Los ojos del policía se hicieron dos globos de navidad encendidos y membrudos y, como en cámara lenta, vio caer los dos cuerpos al mismo tiempo, uno a cada lado de los barrotes: de éste, la asesina sin soltar la mano del mango que como perchero salía del estómago; y de aquel, el asesino desmayándose así: mórbido, lóbrego, dramático, esquelético, anómalo, camino del sarcófago. Así mató Raquel a quien mató a Ignacio. Y después, con el cuchillo en la mano sin calma, dejó el cuerpo tendido al otro lado de la reja, en tanto el agente llamaba a gritos al comandante, que no apareció en escena porque ni estando en el lugar del crimen los policías llegan a tiempo. Entonces deshizo los dieciocho metros y treinta y seis miedos de aquel laberinto ahora encandilado que la conducía a quién sabe dónde, ya no con ese cálmate, mujer en una mano, sino con el filoso cuchillo que su por poco esposo le había prestado a doña Noelia para arreglar las carnes de la cena de bodas, y que ella llevaba escondido para pedirle antes al ahora muerto que la matase. No hubo quien la atajara porque al pasar frente a los agentes de guardia, la que caminaba era una figura de ultratumba, un Satanás cargando su tenedor, una estampa de esas del desfile de mitos y leyendas, así, tenebrista como una mujer de Caravaggio. La cómo sonámbula era todo menos la niña Raquel, la hija de la modista, la nuera de don Ramón, la vecina del comando, tan seria ella, tan hacendosa, tan sin pecado. Afuera de la casa Libia tomaba el sol y terminaba de cambiarle una cremallera al pantalón de su hermanito Arturo, cuando vio venir a Raquel caminando. Se rascó los ojos y parpadeó con prisa cinco veces. ¡Unos segundos antes la había dejado dormida en el sillón de la sala! Pero lo cierto era que su hermana había salido con sigilo, y ahora no estaba caminando, no, venía levitando, flotando, espantando; con el vientre manchado de sangre, un cuchillo empuñado en la mano derecha y el cabello cubriendo parte de un rostro amarillo, color de ciruela podrida. Y del asombro, la otra ni pudo levantarse de la acera. Se tapó la boca con las manos, siguió con la mirada el pique de las gotas rojas contra el adoquinado y acompañó el cuchillo en su caída vertiginosa contra el pavimento. Vio en la esquina a tres policías atolondrados mirando a su hermana desaparecer a cada paso. Imaginó en la velocidad de un sueño los hechos que acaban de narrarse, y al cerrar la boca se mordió la lengua. Raquel imitó la acción del arma y buscó el piso como hacen las hojas de los guayacanes. Libia se clavó sin culpa la aguja en un dedo, tiró el pantalón y corrió a confundir la sangre de su mano con la del asesino asesinado que cubría íntegra la mano de Raquel. Viendo que de las puertas vecinas iban saliendo ojos inquisidores, la arrastró hasta la casa. Su mamá y sus hermanos, Arturo y Gladis, habían ido a visitar a don Ramón, así que Libia llegó sola al fondo del corredor, arrastrando como carretilla a su hermana moribunda. Iba a descargarla sobre el sillón de la sala cuando una presencia blanca le cambió la expresión del rostro. Extendido perfectamente sobre el sillón, con una cabeza de muñeca saliéndole por el cuello, Raquel había puesto sobre su traje de ángel una hoja que con caligrafía perfecta y en tinta negra decía: “Se vende vestido de novia”.




De Mientras Dios descansa, Fondo Editorial Universidad Eafit - Alcaldía de Medellín, 2007.