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domingo, 28 de junio de 2015

LA DEUDA


LA DEUDA
POR: JAVIER BARRERA LUGO

“Si yo te debo una libra, tengo un problema; pero si te debo un millón, el problema es tuyo.”
John Maynard Keynes



Un ebrio guitarrista inglés rasga las cuerdas de su instrumento en uno de los bares de la plaza mayor de Villa de Leyva. La noche vibra en su cúspide lúdica. El poeta observa, apunta en su libreta cada palabra que sale de aquella boca de fuego, bemba vieja, llena de pequeñas líneas que parecen haber sido marcadas con bisturí, enérgica jerga profética que los presentes no pueden evitar escuchar, pese a que su ánimo, las ganas de no pensar, el hecho tácito de pagar un trago para que nadie los joda, les debería evitar tamaño papelón.
A continuación la transcripción del espontaneo discurso hecha por el sastre y poeta Leocadio Bula:
 “Deber dinero no sólo tiene una connotación económica. Con cada cobre que llega a tus manos desde un bolsillo ajeno y te saca temporalmente de un lío, con cada moneda extra que tienes que trabajar para pagar los intereses de la cantidad que le solicitaste a tu usurero de cabecera, sea este un chupasangre vecino o el banco más grande del país, empeñas la vergüenza, la autonomía que los deseos incontrolables te hicieron perder; un costo grande para cualquiera. Utilizando un famoso estribillo de Los Hermanos Lebrón, digo sin pena: “…por cada risa hay diez lágrimas...” Lo más chistoso del cuento es que las risas debemos comprarlas, mientras el llanto nos lo regalamos generosos. ¿Eso se llama estupidez o simple autodestrucción?
Sin proponértelo, porque los deudores no pensamos, renunciamos a la voluntad y sólo actuamos enfocados en la proximidad del goce o la posesión, sometes tus días por venir a los caprichos de un tercero. Por obra y gracia de una pulsión terminarás haciendo lo que no quieres, recibiendo insultos si no honras el compromiso de pago el día señalado, te portas servil ante las exigencias del usurero, cuando lo que quieres es imitar  a los vikingos, morir en tu ley, volver astillas tu nave, agarrar un bidón lleno de gasolina, llenarte los bolsillos de cerillas y evitarles a los dioses la tentación de salvarte cuando vean que las empiezas a encender.
Anhelas que en tu camino al Valhalla, el salón de los muertos en la mitología nórdica, se escuchen canciones de Valquirias y Putas que aminoren los azotes del miedo y la dependencia, que subviertan tus ganas de aparentar, de dejar de ser “…gente de rostros de poliéster que escuchan sin oír y miran sin ver, gente que vendió por comodidad su razón de ser y su libertad…” como pregona Rubencito Blades, en Plástico, su canción emblemática… Quemar las naves, muchachos que no me escuchan, esa debería ser la fantasía cumplida para el que debe algo a alguien.
La deuda hace parte del ADN de nuestra especie, no respetar la palabra empeñada, complementa el cuerpo de esta maldición. Si cometes la osadía de incumplir un pago, así sea por un día, la afrenta para tu acreedor se vuelve una montaña embrujada que impone diversos castigos a quien osa darle la espalda; dejas de ser el idiota útil del usurero y te conviertes en un criminal cuya palabra vale menos que el nauseabundo material que rebozan las cloacas en invierno.
El  amo vuelve martirios sus reclamos. Insultos de toda índole salen de su jeta y golpean los flancos, ponen en tela de juicio lo que somos, lo que nos rodea, los amores, la integridad del alma, los sueños simples. Nos tilda de ladrones sin sonrojarse, le dice a quienes nos conocen que transitamos la vereda de los intocables. En algunos casos nos pondrá como ejemplo de “conmigo no se juega,” se atreverá a propinarnos una paliza, machacará los dedos de nuestros pies a punta de martillo e intentará matarnos para hacer llegar un mensaje de horror a quienes piensen dejar de cancelar su extorsión disfrazada de favor: no pagarle al agiotistas es una opción estúpida, todo tiene valor, todo se paga.
El prestamista basa su poder en el temor, la burla, en los deseos perniciosos de sus clientes y su disciplina de deudores, no en el capital que se multiplica solo, gracias a la necesidad ajena, como las plagas en el Egipto de los faraones.
Pero en algún momento, tarde o temprano, ese tú honesto al que hiciste callar por conveniencia y placer sin sustancia, se llena de motivos y desata una lluvia de fuego reparador, inconsciente, cruel, aterrador, que te devuelve la vida como debe ser, llena de honor, de heridas meritorias que recuerdan lo importante que es la dignidad para un hombre; triunfar o fracasar por culpa de uno  mismo. Le dices a tu acreedor que no te robé más, ya cancelaste una fortuna en intereses, ahora es él quien debe pagar, que decida lo que hará o dejará de hacer… Que plata tuya no recibirá otra vez…”
Los clientes del bar, llenos de curiosidad, en silencio, dejaron sus vasos sobre la mesa; observaron absortos cómo aquel inglés desgarbado, calvo, anciano, lleno de rabia, dejó su guitarra, se dirigió a la puerta del local y se fue sin pedir reconocimientos. El poeta bajó su esfero y comenzó a leer las tres páginas que alcanzó a llenar.
La cotidianidad del sitio, afectada por una confesión, por esa idea de rebelión contra lo que nos imponemos sin darnos cuenta, regresó. La música volvió a tomarse los espacios de aquel patio colonial lleno de mesas y una fuente artesanal por la cual, asumo, hace mucho no corre el agua.
El poeta se acercó, puso sus papeles sobre la barra y me dio una orden que aún hoy, que escribo estas líneas, no deja de latirme en la cabeza:
-Rodión Raskólnikov, el protagonista de Crimen y Castigo, mató a la usurera y libró al mundo de una escoria. Las deudas y los malditos prestamistas son nuestra maldición, compañero. ¿Qué vamos a hacer nosotros? ¿Podemos también amputar el tejido contagiado? ¿Nos inventamos algo para aniquilar a los que cobran 20% de interés mensual por sacarlo de problemas y meterlo en otros? Este tipo tiene razón, los avaros son los dueños de las almas perdidas, no el diablo. ¿Qué vamos a hacer nosotros? Contésteme…
No esperó mi respuesta. Tomó su botella de aguardiente casi vacía y se fue sin decir nada. Me di cuenta de cuán aludido se sintió con los comentarios del viejo músico; pero para ser sincero, creí que el asunto no pasaba de ser un berrinche de borracho, que las preguntas fueron un acto de contrición que se regaló un espíritu hastiado. Desafortunadamente, me equivoqué.
Un par de horas después todo fue confusión. La patrulla de la policía cruzó frente al bar llenando los silencios, que a esa hora crecían, con el ulular de la sirena. Para un pueblo como Villa de Leyva, una comarca pacífica y paradisiaca cuando no hay turistas estrafalarios, este desplazamiento de la autoridad era raro. Curiosos, los pocos bohemios que rematábamos los tragos en el bar, salimos en carrera buscando el epicentro de la emergencia.
Un tumulto de personas se arremolinaba frente al negocio de Jacinto Hermida, reconocido comerciante y prestamista del pueblo. Presentimientos cruzaron mi espalda y se aferraron con fuerza a mis vísceras e ideas: “Este huevón la cagó,” pensé. Me abrí paso entre la multitud sólo para chocarme con una escena absurda.
Don Jacinto, con la camisa ensangrentada y el rostro atónito, le explicaba al sargento, y a todo el que quisiera escucharlo, lo que acababa de suceder:
-El sastre golpeó en la puerta de mi casa, me pidió que saliera. Al parecer tenía un problema y necesitaba ayuda. No se me hizo extraño, siempre le presto plata y es muy cumplido pagando… De un momento a otro sacó de la chaqueta unas tijeras grandes, de esas que usa pa´ cortar los paños y me dijo que iba acabar con mi negocio maldito, que ya no le robaría la plata que tanto se jodía en conseguir… La verdad no le entendí; el susto fue muy verraco, un borracho gritando, armado… ¡Gracias a la virgencita este pendejo no me mató! Malparido…-dijo antes de romper en llanto.
La gente comenzó a murmurar. Del murmullo pasaron a la protesta y de allí a la acción. Un grupo de jóvenes intentó tomar al poeta por el brazo y fue en ese momento  cuando nos dimos cuenta que tenía herida la mano izquierda. Se la cubría de mala manera con una bufanda amarilla empapada de sangre. Los policías, previendo un linchamiento, sacaron las armas de dotación, levantaron del piso al agresor y lo subieron a la patrulla. A Don Jacinto, le dijeron que pasara por la comisaría para que colocara la denuncia.
El comerciante estuvo varios minutos respondiendo las preguntas de los curiosos. Mi mente se llenó de certezas sin fundamento, aunque lógicas para una cabeza como la mía que trabaja a reacción: el poeta idiota quiso cumplir su palabra asesinando al usurero, el gordo Hermida se defendió y apuñaló a su agresor. Quedó mal herido y victimizado por partida doble el creador de versos y ropas a la medida; ya no sólo debía plata, ahora era responsable de atentar contra una vida y tendría que pagar sus dos obligaciones en la cárcel.
Afortunadamente me equivoqué. Quien me sacó  de la duda fue el propio Jacinto. Se acercó y me dijo con tono imponente:
-¡Vaya loco el que resultó ser su camarada! Ojalá usté no tenga las mismas mañas.
-¿A qué se refiere?
-El tipo vino y dijo hasta de qué me iba a morir. Me trató de ladrón, de buitre. Cogió las tijeras y comenzó a mocharse los dedos de la mano izquierda-simuló el movimiento-. Y continuó:- luego, amenazó con quitarse la mano completa porque ya no necesitaba mi plata pa` comprarse anillos, colgandejos, ni las “huevonadas” que le gustaban. ¡Un chiflado de mierda el pendejo ese…! Me abrazó, gritó que me quería, que gracias a mí había descubierto sus debilidades… Me volvió una nada la camisa… Juicioso conmigo, comunista hijueputa… Usté sabe que ando armado… Pórtese finito, ¿oyó, marica?
Pasé por la estación y solicité hablar con el poeta. Pese a su petulancia inicial, el tenientico a cargo de la estación, un niño recién salido de la escuela de cadetes, me permitió la visita. “Trate de no encabronar a esta “joyita”. Creo que no va para la cárcel sino pa`l manicomio… Tiene cinco minutos.” Una vez dijo esto, desapareció.
Una enfermera suturaba de mala manera los muñones que sangraban aún. Los ojos del poeta aparecieron lúcidos, brillantes,  en medio de la celda gris. Una alegría que jamás le conocí  llenaba su rostro. Pidió que me acercara a la cama. Temeroso, cumplí su orden.
-Ya di el primer paso, amigo. Quitándome las necesidades del espíritu me libré de ese remedio de sumisión que es peor que la enfermedad.
-¿No se da cuenta que se mutiló? No me crea pendejo, hermano.
-Me quité los dedos, la fuente de mi desdicha. Por los dedos y sus lujos me endeudé con la rata  de Hermida. Aguanté hambre por pagar los anillos, las pulseras, hombre… No compré casa, no viajé, puse a comer mierda de la buena a mi familia por tener oro en las manos. Ahora que no hay dedos no habrá préstamos… Si todos hacemos lo mismo, le acabamos esa teta al usurero, lo quebramos. ¿No le parece lógico?
El amanecer me cogió más sobrio que una monja. Decidí ir al restaurante de Doña Tránsito, a ver si me vendía una cerveza para bajar el estupor; era el único negocio que a esa hora estaba abierto en el pueblo. La mesera no me puso atención, dejó una Pilsen fría sobre la mesa y continuó absorta leyendo un aviso publicitario del periódico que acababan de traer desde Tunja.
-Póngale cuidado-dijo a su compañera que doblaba servilletas de papel junto al mesón- : ¡ iphone 6 por dos millones de pesos…! Le voy a decir al viejo Hermida que me los preste…
-¿Pero luego no le iba a pedir lo de la matrícula del colegio de la Leidy?
-¡Achh! Eso no tiene nada, amiga… A la “china” la pongo en la escuela municipal que`s gratis y si se puede, el año entrante la paso a privao.
-Pero es que el viejo le cobra al veinte, mija… Se queda empeñada un “montonón” de tiempo…
-Eso no tienen nada. De vez en cuando hay que darse un gustico, amiga…
-Bueno, usté verá… Después no se esté quejando.

-Sí, yo veré… A ver si se aguanta a pedírmelo prestaó pa` chatear con  su Vídtor.

domingo, 21 de junio de 2015

ANTÍGONA




ANTÍGONA


ÓSCAR DARÍO RUIZ HENAO (1967). Nació en Medellín. Estudió Idiomas en la Universidad de Antioquia y tiene una especialización en Pedagogía Social de la FUNLAM. Publicó el libro de poemas: Poemas, oraciones e inscripciones. Primer premio en el tercer concurso de cuento de Uniban en 1995, y también primer premio en el concurso de ensayo La Promoción de la Lectura Edilux-Comfenalco, con una propuesta sobre Mamá Candó. Es profesor universitario en Apartadó, y actualmente prepara un libro de relatos ambientados en Urabá. 

A Ulises, trabajador bananero, que me contó esta historia en clase de ética

“Pájaro dos, pájaro dos. Una mujer como una virgencita baja por el río en dirección al objetivo”. “Le copio”, respondió uno de los francotiradores, un poco perturbado por lo de “virgencita”. Tenía la orden, con otro que lo acompañaba, de dar de baja a cualquiera que se acercara al objetivo. “Que una virgencita viene a rescatar este muerto”, dijo un tanto despectivo, dirigiéndose a su compañero. Vestida de blanco, el cabello trenzado, una canasta en las manos llena de flores de murrapo, y en los ojos la convicción y la certeza, ella se erguía decidida a cumplir con su misión: llevarse el cuerpo de su hermano, que había sido condenado por la guerrilla a ser devorado por las aves de rapiña, y darle cristiana sepultura. Debía trasladarlo de una balsa en la que yacía desde la noche anterior, semidesnudo, sobre el río Atrato, a su casa. Ya había alistado el ataúd y separado un espacio en el cementerio. El muerto había vivido plenamente el infierno de la guerra. Pasó del bando de la guerrilla a escolta de narcos. La muerte de su hermano mayor a manos del frente 17 de las FARC, lo acercó a los paramilitares, donde militó hasta la venganza. Luego trabajó con el ejército y, agotado y decidido a dejarlo todo, a reinventar una nueva vida, regresó por su hermana, dos sobrinos y un entenado (hijastro). 
“No vengas que te matan, sos mi único hermano”, le había advertido ella en su última carta. De un tiro de gracia, el comandante Cruz, que estaba a cargo de dicha misión, lo mató “por traidor”, y decretó que sería expuesto a las alimañas sobre el río y que quien se atreviera a oponerse a ello, sufriría la misma suerte. La noticia corrió por todas las poblaciones cercanas al río. Los pobladores conocían la arbitrariedad y la crueldad del comandante Cruz. Los rumores de que la muchacha bajaba por el río llevaron a que la gente se asomara y, a pesar del miedo, algunos niños le enviaban saludos con la mano. Erguida, sintiendo el viento en su rostro y un sobrino de ocho años que la acompañaba remando, recibió la luz de la mañana y vio en el cielo las aves de rapiña que se amontonaban. 
Los dos francotiradores avistaron la embarcación a lo lejos; desde su escondite, entre matorrales y arbustos, se alistaron con sus fusiles a cumplir la orden dada. Llegó ella hasta la balsa. Sobre la balsa, el muerto tenía el rostro vuelto hacia el cielo, la cara sucia de sangre negra. Las aves carroñeras daban vueltas en lo alto, cada vez más abajo. Ella descendió de la barca. El agua le llegaba a los muslos. Aseguró la embarcación con un lazo atado a una palma de coco de la orilla, sacó un trapo de la canasta y comenzó a limpiar el cuerpo de su hermano. Los dos francotiradores apuntaban calladamente y deseaban tener una hermana, alguien que se preocupara por sus cuerpos, ellos, que habían visto cientos de maltratados por la guerra. 
Miraron cómo el niño jugaba con el agua, esperando una orden de la mujer, mientras ella vestía a su hermano muerto con una sábana. Sonó la radio: “Pájaro dos, pájaro dos: ¿Qué pasa con el objetivo?”, era la voz del comandante Cruz, instalado a tres minutos del lugar donde esperaba escuchar al menos un disparo. No hubo respuesta. Los dos francotiradores se miraron y bajaron el fusil. Pasados algunos minutos, la muchacha y el niño ya habían logrado mover el cuerpo, limpiarlo y envolverlo en la sábana en el instante en que el comandante Cruz llegó impaciente al escondite de sus subalternos. Miró la escena desde los matorrales y con la cara de un diablo en furia gritó: “Estos perros como que se ablandaron. Ahora arreglamos”, y montó el fusil dispuesto a cumplir con su propia orden. Apuntó a la joven de blanco, la puso en la mira y sonó un disparo. Cayó el cuerpo del comandante Cruz con el cuello roto por una bala. “Pájaro dos, pájaro dos, qué pasó con el objetivo, responda, pájaro dos, pájaro dos…”, sonaba insistentemente la radio. Los dos guerrilleros desertaron esa mañana. Dos kilómetros río abajo las aves de rapiña tuvieron su festín. 

De Escritos desde la sala. Boletín cultural y bibliográfico de la Sala Antioquia (18). Biblioteca Pública Piloto, Medellín, diciembre de 2008.

domingo, 14 de junio de 2015

EDUARDO GALEANO, ALGUNOS CUENTOS DE FÚTBOL


EDUARDO GALEANO: ALGUNOS 

CUENTOS DE FÚTBOL




Eduardo Galeano: algunos cuentos de fútbol




A propósito de la Copa América...



Fútbol a sol y a sombra



La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez. 
El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohíbe la osadía. Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad. 



El jugador



Corre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los cielos de la gloria; al otro, los abismos de la ruina. El barrio lo envidia: el jugador profesional se ha salvado de la fábrica o de la oficina, le pagan por divertirse, se sacó la lotería. Y aunque tenga que sudar como una regadera, sin derecho a cansarse ni a equivocarse, él sale en los diarios y en la tele, las radios dicen su nombre, las mujeres suspiran por él y los niños quieren imitarlo. Pero él, que había empezado jugando por el placer de jugar, en las calles de tierra de los suburbios, ahora juega en los estadios por el deber de trabajar y tiene la obligación de ganar o ganar. Los empresarios lo compran, lo venden, los prestan; y él se deja llevar a cambio de la promesa de más fama y dinero. Cuanto más éxito tiene, y más dinero gana, más preso está. Sometido a disciplina militar, sufre cada día el castigo de los entrenamientos feroces y se somete a los bombardeos de analgésicos y las infiltraciones de cortisona que olvidan el dolor y mienten la salud. Y en las vísperas de los partidos importantes, lo encierran en un campo de concentración donde cumple trabajos forzados, come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo. En los otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero el jugador de fútbol puede ser viejo a los treinta años. Los músculos se cansan temprano:- Éste no hace un gol ni con la cancha en bajada.- ¿Éste? Ni aunque le aten las manos al arquero. O antes de los treinta, si un pelotazo lo desmaya de mala manera, o la mala suerte le revienta un músculo, o una patada le rompe un hueso de esos que no tienen arreglo. Y algún mal día el jugador descubre que se ha jugado la vida a una sola baraja y que el dinero se ha volado y la fama también. La fama, señora fugaz, no le ha dejado ni una cartita de consuelo. 



El arquero



También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped. Es uno solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores. Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace. Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos. Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición. 



El ídolo



Y un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el maltratado, el despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol. Nace en una cuna de paja y choza de lata y viene al mundo abrazado a una pelota. Desde que aprende a caminar, sabe jugar. En sus años tempranos alegra los potreros, juega que te juega en los andurriales de los suburbios hasta que cae la noche y ya no se ve la pelota, y en sus años mozos vuela y hace volar en los estadios. Sus artes malabares convocan multitudes, domingo tras domingo, de victoria en victoria, de ovación en ovación. La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita. En el pecho de su pie, ella descansa y se hamaca. Él le saca lustre y la hace hablar, y en esa charla de dos conversan millones de mudos. Los nadies, los condenados a ser por siempre nadies, pueden sentirse álguienes por un rato, por obra y gracia de esos pases devueltos al toque, esas gambetas que dibujan zetas en el césped, esos golazos de taquito o de chilena: cuando juega él, el cuadro tiene doce jugadores.- ¿Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte! La pelota ríe, radiante, en el aire. Él baja, la duerme, la piropea, la baila, y viendo esas cosas jamás vistas sus adoradores sienten piedad por sus nietos aún no nacidos, que no las verán. Pero el ídolo es ídolo por un rato nomás, humana eternidad, cosa de nada; y cuando al pie de oro le llega la hora de la mala pata, la estrella ha concluido su viaje desde el fulgor hasta el apagón. Está ese cuerpo con más remiendos que traje de payaso, y ya el acróbata es un paralítico, el artista una bestia:-¡Con la herradura no! La fuente de la felicidad pública se convierte en el pararrayos del público rencor:- ¡Momia! A veces el ídolo no cae entero. Y a veces, cuando se rompe, la gente le devora los pedazos. 



El Hincha



Una vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al estadio. Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpientes y el papel picado; la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles, batiéndose a duelo contra los demonios de turno. Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos. Rara vez el hincha dice: «hoy juega mi club». Más bien dice: «Hoy jugamos nosotros». Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música. Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra su victoria; qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su derrota; otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval. 

domingo, 7 de junio de 2015

INTELIGENCIA

INTELIGENCIA





Por: Javier Barrera Lugo


El hombre, sorprendido, sólo atino a abrir los ojos y decir sin contemplación:
-¡Los burros son más inteligentes que nosotros!

       La afirmación me pareció agresiva, sin sentido. “¿A qué se refiere?” Pregunté molesto. Él, lo aclaró todo:
-Sé que nadie es perfecto, es algo lógico. Lo que no entiendo es por qué algunos se escudan en esta verdad para hacerle apología a sus defectos, para colocar la vanidad como norma, su ignorancia como faro que quieren sigamos como si fuésemos borregos. Los estúpidos y vanos pisotean al resto, y lo peor, el resto los toleramos con servilismo. Ciegos guiados por egoístas, eso somos.
 Lo afirmo cien millones de veces: -¡Los burros son más inteligentes que nosotros!


       Recogí mis cosas en silencio. De vuelta a casa no encontré ningún argumento en contra de aquel viejo quisquilloso que desentrañó la verdad que no quise ver.