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lunes, 31 de agosto de 2015

CUENTOMETRAJE

 CUENTOMETRAJE

Alejandro Arciniegas Alzate, Bogotá.


La escena ocurre conforme a un desarreglo en la conciencia del sujeto que la encarna. Los analistas emplean el término psicosis para designar los movimientos alterados que ejecuta una mente fuera de la realidad. El personaje va caminando por una calle a las cinco de la tarde. La cámara lo sigue por detrás en un primer plano cerrado sobre los hombros, el cuello y la cabeza. La cámara debe repetir el ‘tumbadito’ del hombre; el movimiento desacordado que producen los pasos cuando uno va caminando. El personaje voltea la esquina de la casa en la que vive con su novia. He conocido sicóticos y muchos tienen obsesión por la línea recta. Los he visto dibujar cuando están ansiosos. El pentagrama y la cuadrícula son sus favoritos. Imagine que la inteligencia haya trazado una retícula en el cerebro sobre la cual aparece el mundo percibido. Cuando el trastorno hace presa en el sujeto y la agitación sicomotora va en aumento, ese conjunto de las apariencias sensuales amenaza desbordar los límites dispuestos por la mente. Ej: el colorete de una mujer se corre desfigurándole la cara. La recta significa un deseo manifiesto de ordenar. Es el regreso de todo lo inconexo a una estructura definida y regular.
Por eso, cuando el personaje voltee sobre sus pies para alcanzar la cuadra en la que vive con su novia, la cámara se detiene un instante sobre el paisaje que deja la ausencia del sujeto en la pantalla y -acto seguido- ejecuta un giro más o menos rápido, más o menos brusco, cerrando un ángulo de 90°. El personaje vuelve a la pantalla. A partir de entonces ha de mantenerse estático el encuadre. Empuja la puerta; arrastra con el pie una caja de herramientas que está en el corredor; le pone un pie sobre la tapa mientras saca una pipa del canguro que tiene en la cintura; prende un fósforo y le mete dos pitazos bien calados expulsando afuera todo el humo. El personaje se agacha, abre la caja, toma un destornillador y empieza a desprenderle una por una las bisagras a la puerta; la coge con las manos y la tira en el jardín. Arranca unas begonias, las siembra en unos tenis y los pone con cuidado en una mesa. Atraviesa el corredor; sube las escaleras que están a mano izquierda; la cámara lo sigue, entra al baño y enfocando la tina aparece una mujer, anémica, llevada, perdida. El personaje le arroja un Alka-Seltzer que trae en el bolsillo y luego otro; le arroja todos los que encuentra hasta llenar la tina de Alka-Seltzer y le dice: “borracha”. La escena se apresura. El personaje sale de la casa y echa a andar por la avenida, anochece, dobla la esquina y escucha carcajadas que provienen de alguna alcantarilla, se asusta y de acuerdo al cuadro clínico, también se desorienta. Y corre.
Prefiere un taxi, lo llama con el dedo, el taxi para y lo conduce hasta la casa de su madre, entra, le pide plata, ella protesta, se para de la cama en una bata vuelta nada y con el pelo hecho un desorden busca la alcancía (marrano de barro que sirve para ahorrar monedas), la levanta con esfuerzo mientras su hijo encuentra coca cola en la hielera; se sienta con el cerdo entre las piernas y lo rompe a martillazos; agarra suficiente en un puñado y se lo mete a su muchacho en los bolsillos; él da un paso aparte, llega hasta la calle, va... y le alega al taxi “ estos hijueputas se ganan la vida fácil”.

lunes, 24 de agosto de 2015

LATIDOS (CONTINUACIÓN)

LATIDOS
(Continuación)
Por: Javier Barrera Lugo
(Adaptación de “El Corazón Delator” de Edgar Allan Poe)

II
       Trató de incorporarse. En ese momento observé aterrado como el feto encarcelado en el ojo enfermo liberó uno de sus tentáculos e intentó tomarme por el cuello. Lo juro, no estoy loco, ni soy un enfermo mental… La criatura que habitaba la cuenca hundida luchaba por escapar y en el intento contaminó con maldad el organismo que lo acogía. El viejo personificaba lo peor que tiene el género humano… Me salvé por poco.
       Lo agarré por los hombros y clavé sus huesos contra el colchón, puse la mano derecha sobre su pecho y con la izquierda tomé una almohada que le coloqué en la cara. Con todas mis fuerzas la apreté. El viejo luchó, realizó una docena de intentos por liberarse, sus manos asidas a mis brazos, un gorjeo asfixiado como último reclamo de una vida que se extinguía… Después de unos segundos, treinta a lo sumo, sus extremidades y cabeza se descolgaron. Todo terminó para nosotros. Cesaron los latidos, la voz de Ozzy se evaporó. Por fin logramos la paz anhelada. 
       Contemplé aquella masa inerte unos segundos. Sus parpados cubrieron la ternura de su maliciosa ancianidad. Le canté una ronda infantil mientras grababa cada una de sus células en mi memoria. ¿Loco? El hombre más cuerdo que ha pisado esta ciudad es lo que soy, un tipo responsable que se encarga de sus engendros para que estos no se vuelvan una plaga que azote al resto de la humanidad.
       La lucidez me alcanzó para idear la forma de deshacerme del cuerpo con la mayor discreción. No podía salir a mitad de la noche cargando un paquete voluminoso sin que los vigilantes del cementerio se percataran de aquel acto sospechoso en una casa cuyos habitantes escasamente nos asomábamos a las ventanas. El reloj marcó la media noche. Una imagen, un chispazo afortunado que me llegó como mensaje divino en un momento de tensión, fue la tabla de salvación a la que me aferré. “Además de cuerdo y venturoso, soy un genio”, me dije.
       No pensé que descuartizar un cuerpo fuera tan difícil. Con dos cuchillos y un hacha completé mi tarea en dos horas. Reduje aquel bulto arrugado a seis partes de un rompecabezas tétrico. El problema que siguió fue dónde dejar los restos. Repito, no podía salir a esparcirlos en varios puntos de la ciudad sin generar sospechas, quemarlos supondría un problema por los fuertes olores y cenizas que esparciría la chimenea. Tampoco los enterraría en el jardín, los vecinos nos temían, pero estaban pendientes de lo que hacíamos; más de una vez los sorprendí espiándonos.
       La única opción que tuve, y me llegó también por inspiración, fue levantar algunos tablones del piso de la sala y depositar allí las piezas. La madera, aunque carcomida resistió bien, se generaron pocos escombros al retirarla y encajó perfectamente cuando la volví a colocar. Limpié los rastros de sangre, barrí el aserrín, tendí la cama del viejo, apagué las luces y cerré las puertas. Todo estaba listo.
       No soy un loco… ¿Aún piensan lo contrario? Hice lo que hice buscando la tranquilidad de la comunidad. Lo maté por eso, no por el dinero que tenía escondido en el armario y está intacto, o en venganza por los actos aberrantes que confesó a cuentagotas en los almuerzos que compartimos: extorsiones, secuestros, robos, explotación de mujeres, miles de acciones viles que quedaron impunes. No, el motivo fue honesto, generoso de mi parte.
       Cuatro campanadas del reloj de la sala me devolvieron a la realidad. La penumbra era intensa, hacía frío, estaba cansado; pero el sueño brilló por su ausencia. La libertad que sentí fue gigantesca, ya no había alusiones a canciones sobre desconfianza y recelos patológicos, a la locura vulgar; Ozzy se fue, acabaron los latidos atronadores de un corazón corrupto. Reinó el silencio en una morada donde el vicio fue cortado de raíz.
       Subía la escalera para irme a descansar, cuando escuché el timbre. Bajé despacio, tranquilo. Obvio, me pareció raro que alguien se atreviera a perturbar la tranquilidad de un “hogar” decente a esas horas. Respiré profundo, descorrí el seguro y abrí la puerta fingiendo somnolencia. Las miradas con las que me encontré no disimularon el fastidio que les producía cumplir su deber en un turno nocturno demasiado largo.
       Tres policías a punto de sucumbir a la hipotermia, me comentaron que un vecino preocupado llamó a la estación informando que escuchó unos lamentos que procedían de la casa. El comandante del puesto, al recibir el reporte, los comisionó para cerciorarse de que nada extraño sucediera.
       Sin muecas delatoras o temblores inapropiados, les conté que los alaridos lo proferí yo, gracias a una pesadilla, que me encontraba solo y estaba alterado ya que el viejo con el que vivía estaba visitando a sus hijos en otra ciudad. “Es la primera vez en varios años que nos separamos,” les dije, haciendo cara de buen niño.
       Pedí que revisaran cada rincón de la casa, los cuartos, la buhardilla, el patio de ropas, el jardín, hasta el depósito de los trastos inservibles. Comprobaron que las cosas del viejo estaban en orden y completas, la cama organizada, las cortinas cerradas por seguridad. “Puede haber un intruso y no queremos sorpresas desagradables,” explicó uno de ellos. Eficientes, inspeccionaron cada espacio y me tranquilizaron asegurándome de manera jocosa que no habían  murciélagos escondidos esperando morderme los pies.
       Les caí en gracia, lo evidenciaron al disculparse una docena de veces por la hora en que realizaron el operativo. “Es mejor descartar situaciones anormales,” expresaron en coro. Se notó que era una frase de uso común en su profesión. Como parte de mi estrategia para evitar sospechas les ofrecí café; ellos aceptaron. Los conduje a la sala y les pedí que tomaran asiento.
       Eran jóvenes, recién salidos de la escuela de cadetes, asumí. Uno de ellos, extrovertido, terminó confesándome que aunque le gustaba Black Sabbath, sentía verdadera admiración por Sex Pistols. “Su cuarto es un santuario del rock inglés… El afiche de Ozzy me pareció genial… Una buena época del rock, ¿no le parece?” Contesté que sí, con alegría sincera. No me culpen,  lo único que de verdad me apasiona es la música británica de los setentas. Se estarán preguntando si me costó dejarlos entrar a mi cuarto para la inspección: sí, mucho. Ese sacrificio lo impusieron las circunstancias. De eso dependía mi libertad.
       En un acto inconsciente generado por la pasión que invadió mis instintos, ubiqué mi silla sobre las tablas del piso que separaban el mundo de los vivos de los restos despedazados del viejo. La placentera charla entre amantes del rock me hizo cometer tamaña imprudencia. Alusiones a grupos y gustos musicales se multiplicaron, los cadetes se animaron con el tema. Quise creer que en ese momento mi plan se completaba a la perfección; para mi sorpresa algunas “puntillas” quedaron sueltas y las cosas empezaron a complicarse.
       La confianza que me acompañó desde que cometí el asesinato se volvió malestar en un segundo. Náuseas, sudor frío, cansancio extremo, dominaron mi cuerpo. Ellos no se percataron de mi incomodidad, al contrario, siguieron enumerando el prontuario de sus bandas favoritas y los excesos de sus integrantes. Un zumbido tomó las brumas de mi cabeza, me empezó a azotar, primero con suavidad, luego con crueldad… De nuevo el palpitar sin freno del corazón  que creí acabado, retumbó por la casa.
       Los policías hablaban sin parar y mis pensamientos se centraban en los latidos que reptaban por las paredes como si fueran serpientes, se encaramaban en los techos, rascaban mis vísceras, me abandonaban para colarse bajo las tablas que soportaban mi peso, el de la silla y mi coartada. Paranoid resurgió con timidez de sus cenizas; el ritmo estridente del corazón fue superior a la melodía feroz que seré para siempre.
       Me ignoraban a propósito, cuchicheaban entre ellos, bebían lo que les quedaba de café con sorbos cortos, fingieron no oír lo que a mí me destrozaba los tímpanos porque su intención era hacerme pasar por desquiciado, enviarme al manicomio en ambulancia para robar el dinero del viejo y mi colección de discos. Sabían lo que hacían, lo que había hecho, y me torturaban fingiendo lo contrario… ¡Ratas! Me arrastraron hasta el abismo y caí en su trampa.
       Todo lo que podía suceder ocurrió. Ozzy, el gran Ozzy Osbourne, apareció en el pasillo y ellos no lo vieron. El intérprete de Birmingham, recostado contra la puerta, abrigo de cuero color índigo, cabello largo y desordenado, espejuelos violeta colocados casi en la punta de la nariz, se burló de mi desgracia, me mostró agresivo su dedo corazón y lo pasó por su cuello simulando que era un cuchillo… Asustado, cerré  los ojos, cuando los volví a abrir, mi ídolo ya no estaba… Hasta quienes consideré aliados ayudaron a pulverizarme.
       Latidos… Más latidos… No los soporté. Mi coherencia se hizo trizas y los ineptos a mi alrededor bromeaban como si nada hubiese pasado. La vivienda se balanceó, iba a caerse… Me levanté de un salto, halé mis cabellos… Me derrumbé… La desesperación me llevó a confesarles sin asco mi secreto:
-          ¡No finjan ignorarlo, imbéciles! ¿Acaso no escuchan?-dije con todas las fuerzas que me quedaban en el pecho-. ¡Confieso que lo maté…! ¡Maté al viejo sinvergüenza! ¡Sus pedazos están guardados bajo estas tablas! ¡Sáquenle el corazón, no aguanto esos latidos que se meten en mi interior y lo derriten!

       El policía seguidor de Sex Pistols me miró asustado. Paranoid… Paranoid volvió a martillarme en la cabeza… Los latidos se extinguieron…Ya no perdería la razón, hice algo contundente para salvarla y no me arrepiento de nada.  ¿Loco?  ¿De verdad creen que estoy loco? Tal vez el problema es de ustedes que juzgan sin conocer los detalles.     

domingo, 16 de agosto de 2015

LATIDOS

LATIDOS
Por: Javier Barrera Lugo
(Adaptación de “El Corazón Delator” de Edgar Allan Poe)





PARTE
I
Todo estaba abandonado en la habitación: muebles cubiertos con sábanas estropeadas, la acuarela de la Sagrada Familia llena de polvo junto a la ventana cuya cortina nunca abrí, libros regados por doquier, ropa sucia tirada en cada rincón, papeles en el piso, la cama sin tender en la que por precaución no dormía más de tres horas. “Un cuarto de locos”, dijo una vez el viejo con el que viví desde los doce años.

Ningún extraño entraba a la pieza, detesto a los entrometidos; en aquella ocasión el anciano se coló mientras me bañaba. Fue la última vez que se permitió aquellas dos impertinencias: invadir mi espacio e insinuar que mi mente se hundía en estados de irracionalidad. Soy un tipo particular, extraño si se quiere; jamás chiflado. Qué quede claro.

¡Es cierto! Las ideas revolotean en mi cabeza, respiran, desesperan, se meten en la piel de mis brazos para comerme la carne como si fuesen larvas. Cuando siento ganas de gritar, mi boca se cierra, los sentidos se niegan a esculcar el mundo, mis miradas caminan lugares del cerebro donde cada mecanismo utilizado para  meditar se incendia sin remedio.  Sé que esto puede considerarse un problema, lo asumo; pero calificarme como loco es una exageración que no estoy dispuesto a tolerar. Si mis pensamientos estuvieran idos de la realidad no les contaría, con pelos y señales, la historia que a continuación escucharán.

La música de Black Sabbath, retumbó en la casa desde que las circunstancias me llevaron a vivir allí. Paranoid, en la voz de Ozzy Osbourne, es de las pocas cosas del mundo que en verdad llenan mi espíritu de paz, es un emblema, el espejo que refleja el color mi alma. Cada nota y acorde sustituyen a esos padres y hermanos que perdí, no necesito y el viejo trató de reemplazar sin que se lo hubiese pedido. De todas maneras mi estimación por él jamás tuvo discusión, lo juro.

Subsistíamos en un espacio alejado de cualquier cosa. El barrio era tranquilo, se escuchaban los ruidos necesarios para no sentir que flotábamos en la nada. Los vecinos se escondían al darse cuenta que los observaba, no se atrevían a sostenerme la mirada, creo que los intimidaba la profunda cicatriz de mi mejilla derecha. La entrada del cementerio queda frente a la casa, como estaba lleno hacía años, no había cortejos fúnebres ni curiosos dolientes revoloteando. Unos pocos visitantes que dejaban tres tristes flores eran los únicos seres que alteraban el paisaje unos minutos al día y luego desaparecían.

Como ya les dije, estimaba al viejo. No lo quería, tampoco me caía mal; éramos carne que habitaba la misma prisión. Acompañábamos la soledad con nuestras sospechas y algunas palabras al almuerzo, la única comida que compartíamos. La mayoría del tiempo permanecíamos encerrados en nuestros cuartos dejando que el tiempo nos aplastara. Bueno, así fue hasta hace unas horas.

¿Qué me llevó a tomar la decisión que cambió mi vida y confieso en este relato? Fue el impacto de un ojo enfermo sobre mis sentidos, un tajo flotando de mala manera en el extremo de una cara arrugada que le daba aires de demonio a su dueño. El parpado estropeado enmarcaba una protuberancia azulada, forrada por una membrana lechosa muy tensa que con cada movimiento involuntario del globo ocular, se estiraba como si un feto perezoso la habitara. El anciano lo sabía y jamás se esforzó en disimularlo.

All day long i think of things but nothing seems to satisfy…”. Paranoid golpeaba los techos, me recordaba que sus frases sueltas eran hebras de mi espíritu buscando algo que no iba a encontrar, que mis cosas ni siquiera le interesaban de verdad al viejo con el que compartí este universo pequeño que nos tocó inventarnos para sobrevivir al tedio. Estuve, estoy y estaré solo, pero repito por enésima vez, no estoy loco, simplemente las ideas me desbordan.

Llegan y se repiten tan fuerte en mi mente, que invento actividades para minimizar su impacto desde que era niño. La más reciente, la que disfruté impune, fue espiar al viejo mientras dormía. Lo hice por ocho noches seguidas, contando la que acaba de pasar. Sus ronquidos eran la señal esperada para iniciar mi travesía hasta su cuarto. Cada gruñido, que eso eran, bestiales, portentosos jadeos ahogados, daban  comienzo a las tareas necesarias para completar la misión:

-Primer gruñido: no hacer ruidos que delataran mi insomnio y las ganas de escarbar la intimidad ajena
-Segundo gruñido: sacar la linterna de la cómoda
-Tercer gruñido: calibrar la luz de la linterna para iluminar un espacio determinado que no generara sombras o contrastes.
-Cuarto gruñido: abrir la puerta del cuarto evitando que chirreara.
-Quinto gruñido: descalzo, caminar despacio por el pasillo.
- Sexto gruñido: abrir la puerta del cuarto del viejo.
-Séptimo gruñido: camuflarme en el rincón de observación previamente escogido.
-Octavo gruñido: apuntar la luz al párpado dañado que cubría de mala manera una tela lechosa de la que el feto monstruoso quería escapar.
-Noveno gruñido: centrar los pensamientos que golpeaban mi cordura, en aquella masa turbia desde la que los demonios del viejo bufaban hasta despertar a los míos.
-Décimo gruñido: buscar en un túnel de sombras las repuestas que acallaran las voces de mis ideas.

Esos diez pasos los completé anoche. Las siete ocasiones anteriores me obsesioné con la devoción hacia ese diosecito caído en desgracia que roncaba. Verlo respirar trabajosamente me emocionaba, sus manos llenas de pecas, la piel pegada a los cartílagos que alguna vez fueron dedos con los que sostuvo una pistola y accionó el gatillo, uñas amarillentas, duras como caparazón de tortuga, eran las características apreciables de ese engendro. Sus venas gruesas llevando sangre cansada a todos los rincones de un cuerpo acostumbrado a hacerse más pequeño cada segundo, demostraban que la vida siempre da la pelea así no sea conveniente.

El afecto hacia mi compañero de celda se volvió repulsión cuando el haz de luz, después de tantos intentos, logró rascar, sin que el viejo lo notara, la textura orgánica de aquella tela blancuzca que acorralaba un ojo ciego y sus movimientos involuntarios. Paranoid… Un anciano peleando con su inconciencia, la música de Sabbath abofeteando la lúgubre solemnidad del cuarto donde mi deseo y su sed terminaron por saciarse.

¿Loco? ¿Aún creen, que soy loco? Me considero un poeta arriesgado que encuentra belleza hasta en la perversidad. La luminosidad creó mundos nuevos en aquella estructura azul que atrapaba al feto infernal. Aparecieron silentes las víctimas olvidadas del viejo, fantasmas que abandonaban el cementerio y velaban su descanso cada noche sólo para recordarle que gracias a sus actos, deambularán eternamente por esa pieza húmeda colmada de tinieblas.

En mi inconsciente las formas de ese cosmos encerrado entre cuatro paredes se transformaron en símbolos de fortaleza. No volvería a tenerles miedo a los monstruos;  por más poderosos que sean, los hijos del averno renuncian a la violencia cuando sueñan. No sé cuánto tiempo estuve en ese rincón observándolo. Las piernas se me entumecieron, los brazos flaquearon, el sudor cubrió mi frente.

Con sigilo me levanté. Sentí la ropa pegada al cuerpo; obvié ese detalle para no arruinar mi escape con pensamientos triviales. Manipulé el mecanismo de la linterna buscando que el chorro de luz fuese compacto e iluminara de manera específica la ruta de escape. Recogí mis pasos, levité en vez de caminar. Mi mano aferró el pomo de la puerta, lo giró despacio, muy despacio… El chasquido del seguro saltando fue el grito metálico que nos cambió la suerte.

“¿Quién anda ahí…?” El alarido retumbó en los rincones de la habitación. Instintivamente, camuflándome con la oscuridad,  me quedé quieto; apenas si respire. Aproveché la dificultad del viejo para levantarse y me escondí tras el sillón. “¿Quién anda ahí? ¡Conteste de una vez…! Su voz inyectada de horror caló mis huesos. El aire se hizo pesado; al quitarse las cobijas la fetidez cálida de su sudor invadió la atmósfera. Ahí, imitando a una estatua, mis pensamientos se revolucionaron… “Make a joke and i will sigh and you will laugh and i will cry”, cantó en mi oído el maestro de Birmingham, Mr. Osbourne. “Haz un chiste y suspiré y tú reirás y yo lloraré… ¡Maldita sea, como me gusta esa canción!”, pensé.
Un quejido infantil brotó de la boca del viejo. Amasijos de crueldad contenida y olas de alarma que le desgarraron los músculos de la laringe, salieron disparadas de su boca al mismo tiempo y se estrellaron contra la impotencia que lo agobiaba. Sentí pena por él, aquel llamado de auxilio era también el mío; a lo largo de la vida esa reserva de negatividad me mordía el interior del tórax hasta cerrarme la garganta. Quise decírselo, demostrarle que por lo menos una persona en la tierra experimentaba su misma orfandad; entendí al instante que esa no era una opción viable para ninguno.

El silencio se mantuvo por varios minutos, eternos, si me lo preguntan. Quise meterme en las obsesiones del viejo, hacerlo pensar en algo que lo tranquilizara: “Debió ser una corriente de aire que le pegó a la puerta… Las tuberías del agua se llenaron de aire y por eso se produjo el ruido… Las pesadillas me dejarán en paz… No son mis muertos diciéndome que recuerdan todo…” Para mi pesar los poderes telepáticos que me otorgó la naturaleza son limitados y ninguno de mis argumentos llegó hasta su cerebro.

Mis nervios estaban crispados. Pálpitos que iban, regresaban y me cacheteaban, tornaron claustrofóbica la situación. Vi cómo el viejo volvió a acostarse y asumí que se quedaría dormido en un santiamén. Toda certeza se esfumó cuando sus desvaríos se volvieron balbuceos y rezongos de ansiedad. Estos duraron poco y fueron reemplazados por el eco intolerable de los latidos de su corazón, frenéticos, perceptibles, tamborileos rítmicos que encandilaron la tonalidad verde del universo.

Encendí la linterna de nuevo; con la precaución del caso dirigí el tubo de pasta e incandescencia en dirección a la cama. La sorpresa me dejó sin aliento: el ojo azulado pareció trascender la tela orgánica y denunciar mí presencia. “¡Me ha visto! ¡Me ha visto! ¡Estoy perdido…! Un bombazo de sangre tiñó mis mejillas, revolvió mi cabeza como si me hubiesen dado un martillazo. Con el riff de Paranoid como fondo, los segundos se volvieron cuchillas bailando dentro del estómago… “¡Me descubrió…!”

Estaba equivocado. El poder de aquel ojo radicaba en la facilidad con la que infiltraba perverso cada espíritu, lo físico, veía sin mirar, omitía el análisis directo o la confrontación. Lo importante reposaba en la culpa ajena y su capacidad de martirio; allí se necesitaban sentidos más sofisticados. No me vio, ni lo necesitaba, intuía mi presencia y eso era suficiente.

Su torso comenzó a sacudirse con violencia. Los latidos se mantuvieron prolongados, furiosos, resonaban, frenaban sólo para acelerarse y hacerse más vehementes. El sonido que producían era insoportable: tun- tun… tun – tun-tun… tun- tun-tu-tun… tun – tun… Los cristales vibraron, estuvieron a punto de quebrarse porque la cadencia brutal de ese músculo esencial fue en el fondo una sentencia con tintes de amenaza: “Estoy vivo y ningún novato enfermo va a quitarme la intimidad. Primero tiene que matarme.”
La ira, ese sentimiento que engendra héroes y asesinos por igual, llenó todos los espacios de mi ser. Su corazón despiadado fue el motor que impulsó las ofensas en mi contra. Lo que sentí por él alguna vez, respeto, cierta ternura, se volvió rencor puro en un santiamén. Paranoid fue incapaz de detener las ideas que nublaron mis escrúpulos. “Lo odio,” concluí con frialdad.  Sí, fue odio lo que sentí por aquel rufián que escupió soberbia con el silencio de sus labios, con miradas que mezclaban un sentido paternal que nunca solicité y la arrogancia de quien brinda caridad de manera insolente.

Escondido como una alimaña le di la razón. No soy un pusilánime, tampoco un perturbado que se extasía con la inocencia de una víctima potencial. No. Fui hasta ese cuarto a experimentar un matiz de perfección extraña y encontré los latidos de un demonio que parecía feliz al hacerme pensar que descubrió mi presencia con facilidad, como si fuese un niño sin capacidad de raciocinio. Jugó conmigo desde el principio.

El piso se estremeció, goznes y clavos intentaron salirse de la madera. La situación se volvió caótica, los latidos se hicieron extremos. Acuchillé las sombras con la linterna, me acerqué como un guerrero hasta la orilla de la cama e iluminé el ojo dañado que tanto temor me produce aún. El viejo siguió las sombras que se proyectaron en la pared con el ojo sano. Su expresión se tornó histérica cuando encontró mi cara a unos centímetros de la suya.

-¡Hijito, qué susto me has dado! Toda la noche he escuchado ruidos extraños… Menos mal eres tú… ¿También te han perturbado? ¿Serán ladrones que entraron a la casa?
-…
-¿Por qué te quedas callado? ¿Dime de una vez qué pasa? ¿Acaso…? ¿Acaso es una broma que quieres jugarme? ¡Habla de una vez!


Los latidos eran ya insoportables. Asumí que hasta en el centro de la ciudad los escuchaban, tun- tun… tun – tun-tun… tun- tun-tu-tun… tun – tun… Pálpitos ensordecedores que estallaron hasta colmarme la paciencia.   Quise responderle que todo estaba bien, que lo oí gemir y entré al cuarto para comprobar que estaba bien. Callé de nuevo…

domingo, 9 de agosto de 2015

EXPERIENCIAS

EXPERIENCIAS

Judith De Jesús Ortiz 



- Señora, ¿me escucha?

Soleide, la trabajadora social del Centro de Acogida a Mujeres Maltratas, salió de si misma y se concentró en la muchacha que tenía delante de ella. Maritza tenía 22 años. Muy bella. La típica mujer caribeña, negra, de hermoso cuerpo y de una simpatía excepcional. Lamentablemente otra víctima del demonio que persigue a tantas jóvenes como ella, la trata y tráfico de personas.

Siempre sucedía lo mismo, ya llevaba cinco años trabajando en ese centro y siete desde su terrible experiencia, y sin embargo, siempre que se acercaba la fecha lo revivía todo como si fuera el primer día.

- Entonces, ¿A qué hora es el viaje?

- Si Dios quiere, a las 3 de la tarde salimos de aquí. Ves, y tú que me vivías diciendo que eso no se iba a dar, míralo ahí!!!

Soleide y sus compañeras, Raquel, Lourdes, Sofía, Juana, Martina, Marina y Carmen, disfrutaban alegremente en compañía de sus amigos, que le habían organizado una pequeña fiesta de despedida en el barrio.

La felicidad casi se podía tocar, risas, buenos deseos, sueños, ilusiones, esperanzas.

El rose de unos niños que corrían jugando en la calle, la devolvió a la realidad. En ese momento percibió que había cerrado el centro y se dirigía hacia su casa. Lo había hecho todo como una autómata.

- Ahhh, sí, esta es la oportunidad que tengo para ayudar a mi familia, para garantizarle una vejez estable a mis viejitos y un futuro académico a mis hermanitos. Bueno, después de todo cuidar de ancianos no es algo tan difícil, con un poco de paciencia se puede todo, además, no te preocupes mami, cuando uno tiene claro qué quiere.

- Cuídate, por favor, es lo único que te pido, por favor.

- No te preocupes tanto, mejor piensa en los beneficios que le va a traer este viaje a la familia. Papi está enfermo, dentro de poco los muchachos van para la universidad, aquí no hay oportunidad de empleo. Hay que buscar solución, y esta la encontré fácil y rápido.

- Ay, “Negra no sé…”

- ¡Ya, basta Mami! Todo estará bien, te lo prometo.

Sintió que se estremeció y calló en la cuenta de que había comenzado a llover. El clima expresaba perfectamente lo que sentía en su interior. Fría, lloraba por dentro. Decidió continuar caminando, se dirigió hacia el parque de la esquina que comenzaba a quedarse vacío a causa de la lluvia. Nadie quiere estar cerca de espacios fríos y húmedos, menos aun solitarios. Necesitaba estar en ese parque, sola. Cerró los ojos con fuerza.

- ¿Por qué, por qué, por quéeeeeeeeeeeeee?

Soleide no dejaba de preguntarse qué había pasado, cuándo habían cambiado las cosas. ¿Dónde estaban las demás? Quería gritar, pero no podía, no se acordaba de lo que pasaba, le dolía mucho el cuerpo, podía escuchar sus propios gemidos. Intentó levantarse pero fue imposible.

Abrió los ojos, pero no era capaz de ver nada, se movió y notó que el cuerpo le dolía mucho menos. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado. No tenía idea de la fecha y mucho menos de dónde estaba. Sentía hambre y sed. Pudo saborear el mal aliento de su boca a causa de la sequedad y por la sensación de cuerpo pudo percibir que llevaba ratos sin asearse. Le dolían los ojos, le picaba la piel. ¡Dios mío! Entonces, recordó todo, sintió un escalofrío recorrerle la piel y lloró, lloró desconsoladamente.

Sólo mucho tiempo después, agotada por el llanto y con un terrible peso en el pecho aceptó la terrible realidad. Entonces comenzó a repasar una por una las escenas que antecedieron ese momento.

Había llegado el día del viaje, mucha gente del barrio en el aeropuerto despidiendo las muchachas, fotos, risas. Una vez en el lugar del destino, les quitaron los pasaportes con esas palabras: “caribeñas, um, todas son iguales”. Unos tipos bien raros las amenazaron y cuando se rebelaron las golpearon sin medidas. Las violaron y le dijeron que de ahora en adelante si querían comer y vivir en donde estaban tendrían que darle un buen uso a sus hermosos cuerpos.

Soleide sintió una vez más como se le nublaba el alma. Sentía odio, rabia, impotencia. Le llegaban esos amargos recuerdos una y otra vez.

- ¡No! ¿Por favor qué hacen?

Les inyectaban drogas constantemente y las habían separado para poder dominarlas mejor. Soleide se había negado a prostituirse y la habían golpeado terriblemente.

- Si no trabajas, te vas a morir de hambre. ¡Total, nadie se preocupa por perras como tú!

Aquellas palabras resonaban en la memoria de Soleide y le helaba los huesos. No paraba de preguntarse cómo había pasado eso. Al pensar en sus viejitos y sus hermanitos, se moría por dentro. Y las demás, ¡Dios mío! No tenía la menor idea de lo que había pasado con ellas. Despertó sobresaltada, nuevamente entró ese hombre con botas pesadas y le arrojó una baldada de agua helada.

- ¿Todavía te niegas a trabajar

- Tengo hambre.

Después de un rato percibió que esa voz apenas audible era su propia voz.

- ¿En serio quieres comer? ¡Trabaja, perra!

- Tengo hambre, por favor, un poco de agua.

Ya no tenía fuerzas ni siquiera para abrir los ojos. Se arrastraba hasta los pies de ese hombre que desde el suelo parecía un gigante.

- Por favor- suplicaba, sollozaba.

- ¿Quieres trabajar?

- Sí, quiero trabajar.

El hombre la dejó sola y enseguida la puerta se abrió nuevamente. Esta vez apareció una mujer, mucho más delicada en el trato. No era muy consiente de lo que estaba pasando. Solamente dejó acontecer. Algo le causó comezón en el ante brazo. Cuando volvió en sí, el cuerpo le confirmó el mensaje de bienestar que le enviaba el cerebro. La habían bañado y lavado el pelo. Observó las alteraciones en su brazo y concluyó que la habían estado drogando, tal vez por eso habían resistido tanto tiempo sin comer.

Se sentía débil. Cuando preguntó la fecha se horrorizó. Había estado mucho tiempo encerrada. ¡Dios mío!, pensó. Lloró en silencio, ya no tenía fuerzas para hacer otra cosa. Las lágrimas aumentaban de volumen cuando pensaba en su familia. Al mismo tiempo ese mismo llanto la purificaba por dentro. La animaba, le daba fuerzas.

En ese momento entró una joven en la habitación. Soleide pensó que había sido ella que la había aseado. Al verla llorar, la joven le dijo:

- ¡Lo siento mucho! Tus compañeras fueron distribuidas por lugares diferentes.

Soleide escucho sin escuchar, se acurrucó en la cama en posición fetal y lloró hasta quedarse dormida. Horas más tardes irrumpieron en la habitación salvajemente. Entro un hombre que la miró con gesto burlón. Por la voz pudo reconocer al hombre de las botas y los baldes de agua helada. Y sintió miedo. Le arrojó una bolsa.

- Ponte esto. Apresúrate que voy a mostrarte tu zona de trabajo, ya sabes que el 80% es para la casa y de tu primer sueldo, me debes pagar la comida, el aseo y la ropa que llevas hoy. ¡No creas que las cosas son gratis, eh!

Soleide estaba como ida. Mientras iban en el carro, no paraba de preguntarse por qué a ella. El recuerdo de su familia la alentaba, se desgarraba por dentro al pensar en sus viejitos preocupados por no saber nada de ella. Qué iba a hacer ahora en un país extranjero, sin entender ni poder comunicarse con nadie, sin documentos.

- Ya cambia esa cara, eh. Y más te vale que te pongas animadita mira que a los clientes les gustan más las alegres. Y no intentes hacerte la sabia. Espero que sepas lo que te conviene.

Parecía que quería salir el sol, pero así es el clima en el Caribe, parece una cosa y resulta otra. La lluvia arreció. Sentada en el parque Soleide sonrió para sus adentros con ironía. Se sumergió de nuevo en sus recuerdos.

- Este es tu punto. Y ya sabes, no te busques problemas.

Soleide bajó del carro sin tener idea de qué hacer. Parecía estar perdida la cabeza le daba vueltas. No supo bien lo que pasaba. De pronto se hizo un juego de luces, voces diferentes, gritos, sonidos de sirenas, tiros. Todo era muy confuso, era consciente de que estaba agachada para protegerse. Unos brazos fuertes la sostuvieron y la llevaron hasta una patrulla. En poco tiempo estaba en contexto totalmente diferente con una taza de té caliente en las manos.

- Señorita, necesitamos su declaración. Usted junto con un grupo de otras mujeres han sido víctima de una terrible banda de delincuentes dedicados al tráfico de personas. Hace años estamos detrás de ellos. Y por fin hemos capturado una gran parte de la red. Todo lo que nos diga será útil y muy necesario.

Soleide sólo asentía con la cabeza y lloraba desconsoladamente mientras le contaba a los agentes especiales todo lo ocurrido. No podía soportar el sentimiento de fracaso, de impotencia, rabia, tantas emociones al mismo tiempo. El apoyo que recibió de su familia la reconstruyó. Y su indignación la llevaron, la movilizaron. Tuvo que encontrar valor de donde no tenía para luchar contra los estigmas de la sociedad que lejos de apoyarla la recriminaba injustamente.

Leyendo las noticias se enteró que había cientos de casos como el suyo y concluyó que la desinformación hacía parte de la gran red de los traficantes, así que decidió colaborar con centros que divulgaran esas experiencias para evitar que otras jóvenes con deseo de una mejor vida sean víctimas de esas trampas. Fue así como terminó orientando jóvenes en el CAMM.

En el parque la lluvia cada vez más fuerte se confundía con las lágrimas de Soleide. La historia está ahí, la herida también, pero duele menos. Un dolor que se hace fuerza, coraje.

El parque continuaba frío, húmedo y solo, pero estaba lleno de árboles, plantas y flores preciosas que lo convertían en un espacio hermoso y lleno de vida, emanaba un rico olor a frescura. Frío, humedad y soledad, elementos necesarios para la fertilidad.

Soleide sonrió, se levantó de un salto, alzó el rostro hacia el cielo y permitió que la lluvia la empapara completamente y se sintió feliz. Continuó caminando hacia su casa con la cabeza en alto.

Santo Domingo Este, República Dominicana.

domingo, 2 de agosto de 2015

DUDAR

DUDAR


Por: Javier Barrera Lugo

“… tal vez lo único que podríamos decir Fernanda y yo es que hay despertares sumamente inesperados y que, incluso, a veces, en nuestro afán de no causarle daño alguno a terceros, terminamos convertidos nosotros en esos terceros. Y bien dañaditos, la verdad.”
Alfredo Bryce Echenique-La amigdalitis de Tarzán-.

Todo comienza con un Alfa Romeo verde que espera el cambio de luces en un semáforo parisino para continuar su ruta. Allí, transcurridos unos segundos, sin intención tácita, la existencia de varias personas cambia. Dudar es lo único que se necesita para dejar de ser feliz, libre al menos; el veredicto se materializa con una campanada. Dudar, plantar en el pecho la sensación malsana que obliga a creer que las oportunidades sobran, que se merecen sin esfuerzo días soleados si el deseo lo decreta, que los amores épicos y plagados de perfección aislarán de la lluvia a las coyunturas hechas pelotas de urea, que no importa cuántos instantes precisos terminen desperdiciados; “la vida da segundas oportunidades”, repite como plegaria la mente embaucada. Ese es el error, creerse digno beneficiario de la buena estrella. Cuando la realidad enseña sus colmillos en tono de ataque y se cae como un saco de papas sobre el pavimento, se logra entender que la única certeza posible de manejar es que nada, NADA, puede etiquetarse como seguro mientras pisemos el polvo en el cual se cimentan las percepciones.

El Alfa Romeo verde parte raudo y su conductora, Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, una pelirroja encantadora, salvadoreña, educada, flaca, pecosa, nariz prominente que le da un toque de imperfección a un rostro angelical, frenética, inocente, bajita de estatura, un original sueño de mujer, escribe en los músculos anestesiados de Juan Manuel Carpio, cantautor peruano, que las oportunidades de seguir con ella se acabaron, que la luz roja que interpuso el destino para que corriera y salvara la parte lúdica de su cotidianidad, duró lo necesario y no acudió a su encuentro; que desde ese momento y por el resto de la eternidad estarán condenados a encontrarse instantes apenas que incluirán contemplación, plazos con fecha de caducidad, raudales de amor egoísta, amor intenso y tóxico y por lo mismo idílico, pero con cero realizaciones demostrables. “Duda, Juan Manuel; una vacilación malsana te hizo perder el desarrollo normal que mereció tu esencia”, pensamos quienes descuartizamos el relato en este punto.

La Amigdalitis de Tarzán, novela epistolar de Alfredo Bryce Echenique (en mi concepto uno de los grandes escritores de América, el mejor de su país), deja en evidencia cómo pesa en el corazón lo que se deja de hacer para uno mismo, para la alegría, denuncia sin rubores que abstenerse es la peor herida con la que marcamos el futuro. Los errores tienen la potestad de ser corregidos, eso hace valiosas las decisiones; lo que no se hizo o se dijo, lo que simplemente se elaboró en la mente, coloca amarras invisibles en las muñecas, y atadas a ellas, diez toneladas de fierros que debemos cargar cuando cruzamos un lago que apenas se congeló. Pero la historia, si se mira con generosidad, no es triste; refiere también la lucha de sus protagonistas por sacarle jugo a  los recuerdos que se esmeran por construir, a sus reencuentros, pocos y llenos de una temeridad que rebasa  las convenciones impuestas por quienes se creen dueños de la verdad y cuya pócima sulfúrica, la mayoría compramos en oferta. Una ficción intensa que deja pensando y activa la ineludible capacidad de evocar hechos anteriores con criminal optimismo.

La amigdalitis es eso, zarandearle al pasado la tibieza de esos lugares en los que se fue feliz y hubo emancipación, quedarse clavado en la añoranza de una ruta donde lo único que importaba era contar con buena compañía, algo de licor, y la destreza congénita que posibilita sentirse vivo con recursos mínimos cargados de fantasía. Juan Manuel, el protagonista, pasados los años y las ganas de perder la razón, se brinda el placer de dejar fluir el llanto en la habitación de un hotel clavado en alguna sucia urbe latinoamericana. Su amada pelirroja aparece entre vapores de embrujo para decirle que titubear mientras las bombillas de un semáforo están a punto de cambiar de color es darle demasiada ventaja a las ganas de no ser feliz. Esa, creen muchos,  es la maldición para los hombres comunes desde el inicio de los tiempos: “unirse con quien toca, no con quien se quiere”, decía Germán Solano, mi profesor de filosofía en quinto de bachillerato. A fe que el loco, aunque me cueste admitirlo, no estaba tan errado.

Y todos los esfuerzos se encaminan hacia ese punto. Los admiradores del masoquismo celebran tamaña imposición sacando las manos por entre los barrotes de sus celdas, avivan las llamas de su mediocridad. La resignación aparece; por suerte los instintos salen de sus madrigueras a defender aquello que las dudas hicieron ley. Cinco palmos delante de su renuncia, una mujer especial, la hembra que se negó torpe en el cruce de dos calles como si se tratara de una mala canción, lo espera diez años después, en un bar que apuñala las entrañas de un viejo centro comercial. Ella, una de las miles Fernanda Mía del mundo, pese a ser noche de vienes con lluvia, aguarda silente la llegada del cantautor.

Juan Manuel vivencia las mismas palpitaciones del corazón que le inundan la carne cada vez que la ve, los nervios, el escalofrío que le eriza, uno a uno, los vellos de la espalda. Juntos otra vez, todo se les va en parir la esencia del recuerdo, el paseo a pie por un sendero lleno de árboles junto a la avenida, la charla acompañada de un whisky y numerosos cocteles azules hechos para paladares poco acostumbrados al licor, los besos que no se niegan porque de antemano saben que representan un amor que se vive  cada par de años y por una semana, por diez días a lo sumo, donde las emociones se revuelcan en un estanque de dulce paz interior y la desnudez es su hogar. Reviven el abrazo fundamental mientras caminan, la despedida en el mostrador de una aerolínea que viaja todos los domingos hacia Estados Unidos, la invitación de ella para que terminen lo que nunca empezó en el mismo cuarto de un Embassy Suites donde se conocieron el cuerpo y las intenciones, en penumbras otra vez, porque a la bendita luz siempre se le embolata el camino, las promesas sin fundamento y por lo tanto valiosas, el existir, la hijita que tuvo nombre y color, pero no materia; esas sensaciones que se pegan a las células como pájaros que energúmenos, vuelan en círculos por la eternidad de sus espíritus.

La novela es urgente, hecha para quienes aman con ferocidad sin importar las circunstancias. La conclusión de la misma es brutal, densa, hermosa: el amor ardiente muta, tras muchos descalabros, en amistad sincera, no exenta como es lógico, de deseo, lealtad, de buena fe. El cantautor y Mía terminan por entender que sus circunstancias los hacen un imposible en esta reencarnación: ella tiene niños, él, continúa siendo en un ermitaño cuyas melodías hablan de ella así no aparezca su nombre, que la pasión es ella,  sus imperecederas pecas, ella, su rostro de “muchachita bien”, su nariz rara, sus cuentos ilustrados para mocosos impertinentes; ella,  sus avatares con esposos que se la encuentran en el camino y a quienes les vende ideas que quieren escuchar. Dudar, la maldita impronta de quienes no se sienten merecedores del infortunio. Dudar, la única circunstancia, además de la muerte y el sexo, que nos hermana como especie.


Al Alfa Romeo se lo tragó el óxido de un planeta que no se detiene por nada o por nadie. Ya Mía tiene una organizada sucesión de eventos, críos, mil trabajos, y Juan Manuel es sólo una de esas memorias que se amalgaman con la tranquilidad de su alma. El amor es cosa rara, cínica, el sentimiento máximo llevado por los cabellos si no hay nada más importante por hacer mientras se levita. Dudar es darse el chance de sentirse incompleto y no acomplejarse por ello. La amigdalitis de Tarzán, es un recordatorio sublime de que las cosas no ocurren como quisiéramos, que las evocaciones, las pijamas amarillas de la abuela, dormir en un sofá cama verde que hace minúscula una minúscula buhardilla, entender que los angelitos no dan regalos cuando queremos tener una hija a cualquier costo, y experimentar que la respiración se vuelve eterna si dejamos de tener cuidado, hacen parte de una maravillosa confusión que se asemeja a la travesía de un ciego que desorientado, encuentra a tientas el lugar donde se siente la tibieza del sol.