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domingo, 29 de noviembre de 2015

EL ARCO ME QUEDA GRANDE

SEMPER SIMUL, SEMPER CARMINA, CATA

¿EL ARCO ME QUEDA GRANDE?
(Historias de los arqueros de la promoción 1991 del COLSES)

POR: JAVIER BARRERA LUGO
(Número 4 de la lista de alumnos)


La mitad de los 80, ese período fascinante plagado de inocencia, obsesiones y leyendas para quienes ahora cruzamos el umbral de los cuarenta años. Cuántas cosas para recordar: una lista selecta de niñas lindas a las que amamos desaforadamente en minitecas y fiestas de casa donde los más adelantados aprendieron a beber, fumar y besar, la invasión del merengue dominicano por parte de Don Juan Luis Guerra y sus 4:40, Jossie Esteban y su nefasta patrulla 15, el rock de Mateos, Charly García, Compañía Ilimitada y su éxito La calle, aquella canción cuyo estribillo pegajoso decía: “en la calle, algo bueno va pasar...”,  y que pasó a ser: “en la calle, algo horrible va a explotar”, gracias a los actos demenciales de Pablo Escobar y su corte de matones a sueldo. Ese fue el entorno que aún se añora en silencio, el que el mundo de hoy tilda como “debilidad de marica” (porque según sus gestores es el lucro lo que importa) y muchos vemos como la necesaria oportunidad de evadirse en recuerdos vivificantes.
En 1986 junto a mi hermano Andrés, ingresamos al Colegio Seminario Espíritu Santo de Suba para iniciar nuestra formación media vocacional (bachillerato en castizo, “deformación”, en jerga de la calle). Niños de Ciudad Jardín Norte, Suba y sus veredas, de los 200 Prados (Jardín, Veraniego, Pinzón, Spring, etc) y hasta de Villa del Prado (Cabiativa), iniciamos el conocimiento de la vida, construimos sueños, inventamos la amistad a prueba de fuego, el amor, representado en esa noviecita que pagaba mal y de la que muchos ahora somos buenos amigos, aprendimos que la literatura da libertad, la música alivio; pero por encima de cualquier cosa, cimentamos el honor de caminar el mundo como personas libres.
Mi co-equipero de Idiota Inútil, Fernando Vanegas, ya ha sacudido el avispero en varios artículos con anécdotas de vida de muchos de nuestros compañeros y amigos de promoción. Hoy, el homenaje es al fútbol y específicamente a los “legendarios” arqueros de nuestra generación que con su “talento” a prueba de todo,  llevaron a sus equipos de los campeonatos internos y a la selección del  COLSES (infantil y junior) a victorias pírricas, empates desabridos y fracasos monumentales gracias a sus “gracias”, que aún hoy recordamos con altas dosis de mamagallismo.
Colombia siempre ha tenido grandes hombres defendiendo la portería: Pedro Antonio Zape, Efraín “caimán” Sánchez, Rene Higuita, Eduardo Niño, Farid Mondragón, Miguel Calero, Óscar Córdoba, David Ospina, Juan Carlos Henao. El COLSES, en nuestra época, se preciaba de tener las mejores gelatinas con guantes “defendiendo” su arco, adolescentes que se hacían goles increíbles y al minuto sacaban balones que el mismísimo Gian Luigi Buffon daría por perdidos. Igual, eso no era lo importante, eran íconos insustituibles a los que la afición reclamaba como un rebaño de chivos drogados. Si en esa época el mercadeo hubiese tenido el grado de desarrollo actual, serían figuras a la altura de Iker Casillas, guardadas las proporciones y pasándome de generoso.
Roger Alvarado, Helberth Rache, “el gordo Granados”, Leonardo “mono” Miranda, titulares indiscutibles en sus equipos de curso, la tenían cara peleando y perdiendo la titular con los protagonistas de este escrito, guardametas que contaban con todo el andamiaje a su favor: profesores amigos, compañeros que cargaban tambos, “amansalocos” y revólveres descargados del abuelo para amedrentar a la competencia y su combo, otra patota de camaradas “mamagallistas” que los imponían como pálidas estrellas fugaces, y un amor propio, un ego descomunal que comparado con el de los otros pretendientes los ponía en el top de la lista: ¡se creían la locura!
Giovanni Tibasosa “el gato”, Rafael “el marrano” Cotrino y Gerardo “Carrabs” Motta, eran la tripleta de goleros responsables de proteger las redes de los equipos del curso: Gerardo como arquero de  Racing y Giovanni de Cavernícolis, una engendro de escuadra creada por “el negro” Arévalo. Del de Rafa no recuerdo el nombre; pero siempre ganaban y “muendeaban” a sus rivales con el pensamiento, la palabra, la obra y la poca omisión. Era una formación con promedio de estatura de 1.90, 120 kilos y una fe en sí mismos que casi tumba el telescopio espacial Hubble. Su crueldad es legendaria.
Capitanes y técnicos sabían que con ellos en el arco se iba perdiendo uno a cero antes que el árbitro anunciara el inicio del juego. Su falta de seguridad, de reflejos, de la mínima capacidad de coordinación ojo-resto del cuerpo, los convertía en la peor amenaza para el rendimiento de sus equipos y las selecciones. Ante un panorama tan oscuro, eran los delanteros los llamados a salvar la nave del desastre, y ellos tampoco eran el mesías anunciado en las escrituras del fútbol juvenil del colegio. Raúl Motta debió hacer de tripas corazón para no enloquecerse con esa “inundación de talento”. Y todavía preguntan por qué tenía úlcera…
Esta historia tiene unos antecedentes que el lector merece conocer. En el COLSES, al mismo nivel de las letras o las matemáticas, el fútbol tenía importancia suprema. Maestros entrando a la edad que muchos tenemos hoy, se vestían de cortos para jugar el clásico de la semana amigoniana: “Profesores versus Resto del Colegio”. Enrique Torres (¡Qué le pasa, “granpendejo”!), Iván Lara (¡Quibo chino!), Manuel Buenaventura (A ver el amigo…), Silvestre Rodriguez, Humberto Beltrán (maesstroo..), Carlos Efraín Ruiz Suárez (la mosca), Leonardo Torres (prática), José Munca, Eliseo, Raúl Motta, Guillermo Quijano (la nana), Orlando Damián (el sicoloco) y por supuesto, Germán Solano (el gamín), conformaban una plantilla de lujo, que reforzada con algunos “embuchados” proporcionados por los Terciarios Capuchinos, daban el espectáculo más esperado por el alumnado cada octubre.
 Eran partidos jugados al límite del reglamento (ni profesores ni alumnos se arrugaban, daban zapato por parejo), cada rival era objetivo militar, toda rencilla se arreglaba a través y gracias a los taches de acero, a una patada bien dada en una pantorrilla sin canillera o un codazo a traición en los tiros de esquina. Prueba de esta fogosidad en el juego fue el brazo izquierdo de Germán Solano, a quien Gacha, el hermano mayor de Walter, se lo fracturó tras una entrada al “bulto” y con toda la intención de hacer doler. El yeso fue, en esa época, un símbolo de venganza para los alumnos que vivíamos el régimen draconiano del prefecto de disciplina con estoicismo de rufián. Hoy, creo que ninguno de nosotros deja de agradecer el esfuerzo del profe Germán, quien puso su grano de arena para que lográramos ser hombres de bien.
El fútbol era la segunda religión en el COLSES. Hasta el Padre Camilo Tobón, como cualquier barrista de corazón, presenciaba y apoyaba la realización de los encuentros. Su rectoría parecía la DIMAYOR, allí se limaban asperezas, se hacía la paz tras una riña propia del juego y hasta se fraguaba la polla del mundial de fútbol que el viejo sabio administraba con honradez. Era un entorno bacano en el que cada quien asumía su rol con tenacidad, con verdadero amor. Los defensas afilábamos los taches, los delanteros se ponían doble canillera, los mediocampistas rezaban para que el talento se les viera, los arqueros... ¡Ay, Dios…! ¡Los arqueros! Hincados, le pedían a su santo favorito que el gol bobo no apareciera tan seguido.
El final de la jornada escolar, en época de campeonato, era un acontecimiento sagrado. Los jugadores nos cambiábamos a velocidad de “raponero”, las barras listas y en posición, observaban atentas sí había algún posible malentendido para arreglar con los contrarios a golpes cuando el central decretara el tiempo cumplido. Los árbitros (Parrita, Cotrino cuando no jugaba, Mauricio Cercado, el ahora propietario de New Soccer) con la seguridad de un viaje en SITP, daban la bienvenida a las ansias de grandeza, las lesiones que acababan carreras sin empezar (¿por qué creen que a Lucho Mendez le dicen Robocop?), a los marcadores abultados, los 16-14 / 12-1 / 6-6 / a los 14-8 que siempre se presentaban. No recuerdo un 0-0.
De estos torneos se nutrían las gloriosas selecciones del COLSES (uniforme: camiseta verde con franja horizontal roja, pantaloneta blanca, medias rojas. La ropa se heredaba año a año. -Raúl Motta, al final del curso, no firmaba paz y salvo si algún integrante del máximo equipo no devolvía lavada y planchada la implementación-). La cancha del colegio, pelada, ondulante, una ciénaga caribe en invierno y en verano un filón de polvo, era Old Trafford, nuestro Teatro de los sueños, donde se conservó el invicto en intercolegiados a las buenas o a las patadas. La selección era la cara orgullosa de la comunidad amigoniana ante el mundo, siempre apoyada por la hinchada, salvo si jugaba de visitante; tocaba ir hasta el carajo para acompañarlos y no había plata para los buses… En esas ocasiones sí estaban solos.
Peñuela, Lucumí, Piñeros, “Garrincha”, Elkin, El “gato” Buitrago, eran ídolos del equipo; pero una vez desaparecieron del espectro (se graduaron, los echaron, se fueron, dejaron a la novia en embarazo y les toco “echar rusa”) el turno le tocó a nuestros compañeros de curso. Apareció el recambio: Fernando Ramirez, Andrés Barrera (el mejor si me lo preguntan), Fabio Cardozo, El “Cabezón” Andrés Corredor, Óscar “Scooby” Páez,  “Chucho” Gaviria, Carlos Julio “Toché” Corredor y una decena de muchachos emergieron como la nueva camada que tomaba las banderas del cambio, la ilusión: ganar los intercolegiados región Bogotá por primera vez.
Como selección organizada y de respeto, se convocaron tres arqueros, tres fortines de la portería, que “coincidencialmente” y gracias a las “buenas relaciones” con el seleccionador, eran de nuestro curso: Tibasosa, Motta y Cotrino (los dirigentes de FIFA copiaron el modelo y miren cómo andan por estos días). A Rojas, arquero de otro curso, un hombre que lloraba mucho porque era “nervioso”, lo sacaron de taquito. Los nuestros estaban volando.
No recuerdo mucho el desarrollo de los partidos en la fase de grupos; aunque sí el resultado final del campeonato: no se clasificó al cuadrangular final. Otro fracaso. Pero la fase de preparación para el reto, en la que se escogería al arquero titular para enfrentar el torneo, fue lo mejor de aquel proceso. Para nadie fue secreto que Rafa sería el 1, era el menos malo. Jugó en el Olaya, era el consentido de Raúl Motta, atarban de postín que no jugaba con los pies, bajo de estatura, se “encandelillaba”, según sus palabras, cuando salía a cortar centros y dejaba vivo el balón para que los delanteros rivales marcaran a placer. Lo que llenó de morbo al camerino y la hinchada fue la lucha por la suplencia.
Motta, barranquillero, inventor del “diezzz… diezzz… diiiezzz”, que tantos “admiradores” le hizo ganar entre sus compañeros que reprobaban álgebra,  era una copia al carbón del gran Hugo Orlando Gatti, titular en Boca por 10 años, aunque sólo en lo físico. Sus condiciones: sacaba mal, salía mal, ayudaba a descuadrar  la defensa, la estrategia la dejaba en el ajedrez, en el campo de juego se le nublaba la mente; pero era jodón, buena gente, se le metía a los balones divididos con la entereza de quien sabe que todo está perdido y persevera. Sus señas particulares: tenis Fastrack blancos, pelo desarreglado y una balaca rojo sangre que fijo, se colocaba en honor al Junior de su tierra. Un atleta de cartulina que descrestaba por su falta de motricidad gruesa.
El segundo postulante: Tiba, el legendario “Gato” Tibasosa. Un portento de desubicación. Sus reflejos de felino disecado le sacaron canas a más de un técnico. Si se regalaba un balón y nos metían un gol, todos sabíamos que era gracias a su “talento”. Portero de carácter, eso sí, más de una vez le arreó la madre a cuanto árbitro y rival se le metió por el camino, aunque para su desgracia, nunca le hicieron el favor de cuadrarle la cara de un golpe. Su personalidad en la cancha, semejante a la de Chilavert, rayaba en el trastorno esquizoide de la personalidad. Sus señas particulares: guayos  marca copa (imaginen la calidad) que tenían unos tachecitos de goma que parecía fideos, sudadera gris, un buzo anaranjado acolchado en el pecho, un acné bárbaro. Era una montaña de humo sin músculos.
La lucha por la suplencia terminó de facto. Raúl Motta jamás definió la cuestión porque sabía que al titular no lo sacaba así se le fracturaran las manos. Cotrino atajó en todos los partidos, todos los minutos, hasta los tortuosos segundos de la eliminación. “¡Rafa es una güeva!” Ese fue el estribillo que al unísono le cantamos los de la barra al “marrano”, cuando nos sacaron por enésima vez de un torneo gracias a su trabajo bajo los tres palos. El arco del COLSES siempre estuvo resguardado por la Divina Providencia y la Virgen de los Dolores; aun siendo agnóstico reconozco esa verdad. Si hubiera sido sólo por las “virtudes” de Cotrino, Motta y Tiba, la historia sería peor.
 “Tocó esperar para la otra”, dijo un apaleado Raúl, tras el descalabro del equipo que dirigía. La amargura duró poco, aunque los reproches siguen vivos, prueba de ello es este escrito. ¡Nos rompieron el corazón, muchachos! Lo único que hizo bajar la espuma del chocolate amargo de la derrota fue  que el fin de semana siguiente hubo fiesta en la casa de Fernando Ramírez con las niñas del Instituto, así que la testosterona cambió de objetivo…
Próximos a graduarnos, la selección se volvió recuerdo funesto para muchos. Los ídolos colgaron los guayos. Una nueva generación pedía pista: Alejo Barrera, Juan Pablo Congote, Alex Pulido, Mauricio Cercado, Medellín, un puñado de infantes a quienes apenas les comenzaba a salir bozo, se tomaron por asalto un terreno de gloria que fue desperdiciado por la promoción 91. Altaneros, prometieron títulos, pundonor deportivo, orgullo a raudales… Dos años después salieron con el “mismo chorro de babas”, eliminación en primera ronda.
La vida en el colegio llegó a su fin. Nunca volví a ver tapar tan mal a nadie: Cotrino, Tibasosa y Motta, dejaron la vara muy alta. De los futuros Willington Ortiz, Valderrama y compañía, quedaron un grupo de bohemios, de profesionales, de trabajadores y rebeldes, de padres de familia, unos tipos que pelean la vida y se reúnen de vez en cuando para ser los adolescentes que crecieron juntos y aman a su noble claustro grandioso, ese templo santo de ciencia y virtud al que se le cantaron en su nombre cientos de derrotas deportivas y muchos triunfos de vida. ¡Que viva el fútbol, la amistad, el Colegio Seminario Espíritu Santo, la época feliz!

 Agradecimientos y saludos fraternos a:
R.P. Samuel Camilo Tobón Betancur (Q.E.P.D.). A las señoras: Graciela Barreto, Esperanza Ramos, Amparo Rodríguez, Martha Diaz, Martha Parra, Inés de García (Inesita), Darcy García, Miriam Castellanos, Rosario Rojas. A los señores: Germán Solano, Carlos Efraín Ruiz Suárez, Henry Ríos, Iván Lara, Raúl Motta, Humberto Beltrán, Orlando Damián, Enrique Torres, José Munca, Leonardo Torres, Silvestre Rodríguez, Eliseo (no recuerdo su apellido), Guillermo Quijano, Manuel Buenaventura. A los compañeros y amigos: Raúl Arévalo (Rapero), Jorge “negro” Arévalo, Andrés Barrera (BLA), a los hermanos Javier y César (palomo) Martinez Becerra (Los Becerrita), Ángel Rivelino Becerra (Rivelo), Carlos Andrés “Cabezón” Corredor, Carlos Julio Corredor (Toché), Óscar Páez (Scooby), Andrés Mendez, Javier Díaz Espinosa (El mono), Óscar Javier Cabiativa (Cabia), Juan Carlos Devia, Gerardo Muñoz (moños), Freddy Moreno, Guillermo Quintero, Ángel Torres, Ítalo Javier Eduardo Ríos, mi padrino Fernando Vanegas Moreno (Gafas), George Rafael Zerda, Gerardo Motta, John Piracún, Ernesto Jimenez (Vico), Luis Antonio Mendez Vega (Lucho-Robocop), Carlos Eduardo Rodríguez (Casallas-el gordo), Pedro Pastrán (Pepe), “Negro” Rojas, Alexander Sánchez (Pirulo), Giovanni Tibasosa (El negro), Vladimir Rincón (Vlaky), Victor de Jesús Gaviria (Chucho), Jorge Enrique Bonilla (campanas), Joaquín Fernández (conejo), Rafael Cotrino (marrano), Fabio Ricardo Cardozo, Juan Pablo Pachón, Héctor Garzón, Alfredo Betancur (mi vecino-el capo), “su reverencia” el padre Jaime Iván Sánchez (Guillo), Fernando Ramírez (chiquilladas), Wilson Pinto (Topin), Juan Carlos Suárez (vaquero boyacense), Hamilton López, Willington Cucunubá (embale Cucunubá), Rosmiolimpo (Romito), Joaquín Martínez (el negro), Alejandro Barrera (Alejo), José Casallas (ex alumno honorario), Alex Pulido, Reinaldo Guerrero, los hermanos Congote, Edwin Barreto (Mico), Ricardo Forero (papayuela), a los que omito por escases de memoria, no por falta de corazón,  a todos y cada uno de los integrantes de la gran familia Colegio Seminario Espíritu Santo de Suba, COLSES.

*Foto de respaldo al post tomada del perfil de Facebook de Javier Eduardo Ríos.

24/11/2015

lunes, 16 de noviembre de 2015

SOBRE AQUELLOS QUE RECORREN LAS ESTRELLAS

SOBRE AQUELLOS QUE RECORREN LAS ESTRELLAS
Por: Javier Barrera Lugo

Dedicado a los armeritas, sus familias y sus sueños de reencuentro.
A mi mamá, Teresa Lugo.



Sandra, Yaneth y Leonardo Díaz, los niños que aparecen en la foto que apoya este escrito, perdieron la vida en la tragedia de Armero.  Aquel 13 de noviembre de 1985, sus sueños adolescentes, sus risas, los deseos que sólo se le cuentan a la almohada por las noches, dejaron de latir.
       Mi hermano Andrés y el Idiota Inútil que escribe estas palabras (el “mechudito que completa el cuadro”), conocimos a Sandra, la más alta en la imagen, en unas vacaciones de fin de año en las que estuvo varios días hospedada en nuestra casa del “city”. Recuerdo su ternura, su espontaneidad, respeto y paciencia con un par de “bellacos” que desde el principio dieron señas de atorombolamiento. Aún sentimos por ella un cariño profundo. Mis hermanos Alejo y Lili eran muy pequeños, no creo que la recuerden.
       Esa fatídica noche millones de toneladas de hielo mezcladas con vegetación, rocas de increíble tamaño y escombros variados bajaron por las laderas de la cordillera, se hicieron un torrente con el caudal del río lagunilla y el resultado fue una avalancha que borró de la faz del mundo a una prospera ciudad que fue sostén de la economía del Tolima por más de un siglo. Un tufo azufrado, que poseía el lodo estacionado, le puso olor al concepto de muerte que Dante en su Divina Comedia asocia con el infierno. La gente de Armero me ha referido el impacto de esta fetidez en sus recuerdos.
       25.000 almas quedaron sepultadas allí. Otros miles, deambulando como fantasmas que hubiesen salido de un una mala película de terror, llenos de barro, con la mirada baja, no podían creer lo que acababa de pasar. Lo que fue una fértil población inundada de árboles y algarabía, el 14 de noviembre, con los primeros rayos del sol, se convirtió en un desierto gelatinoso que se tragó entero la felicidad.
       En minutos, cientos de niños quedaron huérfanos. Un estado golpeado por la violencia política y de la mafia arregló de manera absurda, a través del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar ICBF, el problema que él mismo generó por su falta de piedad.
       Sus representantes organizaron “adopciones exprés”, que sin metáforas quiere decir, adelantar procesos de adopción sospechosamente rápidos. Gracias a este mecanismo, muchos menores fueron entregados a familias del exterior y perdieron todo contacto con su historia de vida. Nunca se cotejaron antecedentes, no se hizo lo adecuado para atajar las separaciones,  se destruyeron familias, lazos sentimentales y de sangre. El daño estaba hecho. Fundaciones como “Armando Armero” y el mismo ICBF, luchan por encontrar la verdad y enmendar tamaño error propiciado por la burocracia.
       No creo que la intención de los funcionarios haya sido criminal y premeditada; pero a todas luces, los modos demostraron una precipitud que rayó en el facilismo cínico.
       El volcán, treinta años después, aún sigue martirizando a cientos de armeritas y como por variar, nadie responde. Los estamentos del gobierno central se conforman con realizar homenajes bobalicones y todo queda ahí.  Las responsabilidades se evaden, la verdad está escondida y es un deber ciudadano exigir aclaraciones.


       En los días posteriores a la catástrofe testifiqué como mi madre, desesperada, recorría hospitales buscando a mi abuela Ana Rosa, a su tía Elvira, a su primo Ezequiel y a más de dos docenas de familiares y amigos que desaparecieron del mundo, jamás de su corazón.
       En la Hortúa, La Samaritana, el infantil Lorencita Villegas de Santos, en la Cruz Roja, los heridos se contaban por miles, la mayoría con la piel quemada, golpeados, desorientados en ciudades frías y extrañas. Acompañé a mi mamá en estas búsquedas sin resultado, compartí su desasosiego, el horror. Nunca olvidaré los lamentos a lo largo de pasillos atiborrados de víctimas preguntando, en medio de sus delirios, por los hijos, las mamás, la familia que vivía cerca a Telecom, sobre todo por qué dios se había olvidado de ellos.
        El desorden era patente, listas de pacientes que aseguraban la presencia de un sobreviviente en tal o cual clínica no eran confiables. Por arte de emergencia el paciente aparecía en otra, o nunca llegó. La catástrofe desbordó las posibilidades de los servicios de socorro y sus integrantes, verdaderos héroes en esta historia.
       La nación estaba en caos, en una semana el M-19 se tomó el Palacio de Justicia, la naturaleza borró del mapa a la población de Armero y las circunstancias desnudaron la mediocridad de los dueños del poder. El gobierno de la República, maniatado por los militares, evitó realizar grandes movilizaciones de ciudadanos o crear zozobras que afectaran el orden público. Omisión y negligencia jugaron en contra de los armeritas.
       Esos días marcaron mi vida, fueron el final de la inocencia. Ver los estragos de la muerte, el sufrimiento ajeno, arrugó mi alma. Entendí que las cosas buenas se acaban, que mi mamá, aquella mujer hermosa y con carácter, no era invencible, que la muerte nos doblega, aunque ella, una guerrera vital, superó la desesperanza. Sé que todos los días, además de por sus “pollos”, “zurrones”, por Don Barrera, las amigas, huérfanos y todo el que tenga una dificultad,  Doña Teresa ora por el alma de los paisanos que descansaron en paz y los sobrevivientes que aún buscan a sus niños (hoy adultos) en todo el mundo.
       Prueba de fe, que la vida sigue y da alegrías en medio de la desdicha, son su prima Consuelo, Ernesto su esposo y sus hijos, quienes milagrosamente sobrevivieron a la avalancha. Para ellos también es este homenaje.

Armero vivirá en ellos, es la marca de su nuevo nacimiento. Insisto, mientras las personas estén en nuestra memoria, no han muerto, sólo están recorriendo las estrellas hasta que nos volvemos a encontrar. Un beso a Sandra y sus hermanos, ángeles desde que estaban vivos.

lunes, 9 de noviembre de 2015

EL DESCUBRIDOR DEL MAR DEL SUR

JAIRO ANIBAL NIÑO

Nació en Moniquirá, Boyacá, en 1941. Incursionó primero en las artes plásticas y en la pintura. Fue miembro del grupo de pintores La Mancha. Posteriormente fue actor, director de teatro, titiritero y dramaturgo. Fue profesor universitario y director de grupos universitarios de teatro. Sus obras El golpe de Estado, El monte Calvo y Las bodas del hojalatero o El baile de los arzobispos, han sido merecedoras de varios premios. Entre sus guiones para cine se destacan Efraín González, ganador en el concurso de guiones para largometraje argumental convocado por Focine, y El manantial de las fieras. Ha escrito cuentos para adultos como Toda la Vida, conjunto de relatos cortos, y Puro Pueblo. Entre sus obras para niños se destacan: Zoro, ganadora del Premio Enka de Literatura Infantil en 1977. De las alas caracolí, Dalia y Zazir, Razzgo, Indo y Zaz, entre otras; y los libros de poemas La alegría de querer y Preguntario.

A sus oídos llegó un rumor como el que levantaría una poderosa conversación de pájaros. Luego percibió un resplandor azul detrás del cerro.
Vasco Núñez de Balboa detuvo la marcha de su tropa. Desmontó y lentamente levantó la cabeza en dirección de la cima erizada de arbustos espinosos. Desde allí tendría la fortuna de ver las aguas del nuevo mar. El sería el primero en vislumbrarlo y reclamaría la gloria de su descubrimiento.
Ese sueño había estado navegando tercamente en su ánima desde el día en que un indio le habló de un océano tan grande como el mundo, que estaba en algún lejano lugar del occidente, detrás de las montañas.
Vasco Núñez, ante esa noticia, sintió en su corazón de tahúr que un as de oros había llegado a su mano y se dispuso a jugarlo de la mejor manera posible, con el fin de ganarle esa partida al destino.
El juego había sido largo, sangriento y azaroso. En una ocasión, una india con figura de sota de copas estuvo a punto de matarlo al ofrecerle una vasija con licor emponzoñado, y no podía olvidar el abrazo de la gigantesca boa que, como un sinuoso as de bastos, intentó estrangularlo.
– ¿Lo acompaño? – preguntó con ansiedad el clérigo Andrés de Vera.
– No. Todos ustedes esperan en este lugar. Me pertenece el derecho de que mis ojos sean los primeros en ver el mar del Sur y descubrirlo.
El perro Leoncico lanzó un gruñido sordo y Vasco Núñez de Balboa sonrió al comprobar que su bestia lo estaba respaldando.
El enorme animal se colocó frente a la tropa y se echó en el suelo. Leoncico era uno de los más despiadados combatientes españoles. Un escribano puntilloso que los acompañaba y que tenía la manía de contabilizarlo todo, ya había perdido la cuenta de los indios caídos bajo sus dentelladas. El animal crecía todos los días en astucia y en fiereza. Sus dientes habían adquirido un ominoso color rojo. Sus fauces abiertas mostraban dos amenazantes hileras de rubíes afilados.
– Cristóbal Colón descubrió una nueva tierra. Yo voy a descubrir un nuevo mar. Ojalá un hijo mío descubra un nuevo cielo – dijo Núñez de Balboa al emprender el ascenso.
Los miembros de su tropa permanecieron inmóviles. El viento sopló con fuerza y trajo agridulces perfumes de la selva.
– Huele a mujer pichona – susurró un soldado.
– Huele a presentimientos – musitó otro.
– No. Lo que olfateamos es el rico sudor del oro – dijo el clérigo.
Andrés de Vera, alto y flaco, tenía la sotana arremangada y sujeta a la cintura con un bejuco de agua. Completaba su atuendo un casco de fierro, botas altas y un gran crucifijo de acero que pendía de su cadera como una espada. Cayó de rodillas y cuando los demás lo imitaron, comenzó a rezar en voz alta. Fervorosamente sostenía en sus manos un rosario hecho con pepas de oro, perlas, y zafiros blancos.
Sobre el horizonte surgió una bandada de aves. Daba la impresión de que no volaba sino que caminaba sobre el aire con sus anchas patas en forma de platos. Los pájaros se alejaron prontamente caminando sobre los altos cielos de la selva.
Núñez de Balboa apuró el ritmo de su trepada. Todas sus pasadas fatigas se transmutaron en un ansia acezante que le llenaba la boca con un sabor a frutas de polvo. Se le dulcificaron también los recuerdos de los pantanos, los insectos, las víboras y los bosques tan altos y tupidos que caminar por ellos era hacerlo a través de una noche oscura. En esas ocasiones los indios guías repartían ramas de árboles fosforescentes que los hombres se colocaban a manera de lámparas en el pecho. Al marchar cortando la noche tenebrosa de esas selvas apretadas, parecía que cada hombre había cazado una estrella. Rememoró de manera lejana los combates en los que los indios habían caído bajo el fuego de los arcabuces, el filo de los aceros y la ferocidad de los perros. Sin poderlo evitar, le llegó, también, el retrato memorioso de la hermosa india Mincha.
Vasco Núñez de Balboa estaba muy cerca de la cima del cerro y su cuerpo se sacudió con una alegría y una exaltación nunca antes experimentadas. El legendario y maravilloso mar del Sur estaba, por fin, a su alcance. Nada ni nadie le quitaría la gracia de ser la primera criatura venida del viejo mundo que lo acercaría por primera vez a los ojos.
Se detuvo un instante y vislumbró a sus hombres, que inmóviles, lo esperaban abajo, al pie de la colina.
De repente, una sombra pasó por su lado. El perro Leoncico, como una exhalación, llegó a la cima y contempló la inacabable llanura de agua del nuevo mar. Miró a su amo de manera desdeñosa y aulló largamente. Abajo, la tropa se estremeció porque por primera vez había oído el esotérico canto de los perros.

Vasco Núñez de Balboa, presa la ira, la frustración y los celos, desenvainó su espada para darle un golpe, pero lo detuvo el hecho de pensar que no podía matar impunemente al verdadero descubridor del mar del Sur.

domingo, 1 de noviembre de 2015

LA CASA EMBRUJADA DEL NUNCIO

HISTERIA DE KAUIL
SEMPER  SIMUL  SEMPER CARMINA, CATA


LA CASA EMBRUJADA DEL NUNCIO
Por: Javier Barrera Lugo


Miguel Ángel Osorio Benitez, nació con alma de fantasma. Consideró que su existencia física no pasaba de ser un instrumento para lograr placer, un mecanismo cruzado de tejidos y huesos anclados por la gravitación universal a una tierra que no tenía límites perceptibles, espacio que debía calar para que nadie tuviera dudas de la eternidad de sus huellas.
La carne era la forma en que se materializaba para interactuar con los individuos que no lo entendieron y le daba pereza entender, para beber desaforadamente el fermento de la caña y sentir los efectos narcotizantes de la marihuana, para disfrutar el roce de las manos de amigos, novios, maridos con tiempo de caducidad y amantes de ocasión que le arañaban la piel cuando penetraban un cuerpo que sentía como elemento extraño en una ecuación inventada por un dios sádico.
Para Miguel Ángel, cada órgano cumplía una misión: acercarlo de a poco a esos individuos simples e incapaces de concebir la existencia de  criaturas como él, venidas del círculo último del infierno  con ganas  de rehacer el mundo a patadas. Cada beata, militar, reaccionario, veía en el poeta no una simple manifestación de la naturaleza, sino una figura siniestra a cuyo pie estaba atado el cascabel que atraía al demonio.

Por eso al Miguel Ángel Osorio Benitez, parido en Santa Rosa de Osos, Antioquia, en julio de 1883, el niño mestizo con aires de desamparo, lo reemplazaron sin dolor y en etapas discrónicas, Ricardo Arenales, Maín Ximénez, Juan Pedro Pablo y  el que es más conocido para la mayoría de los mortales: Porfirio Barba Jacob.
Se hizo llamar de diversas formas durante su existencia porque el nombre, pensaba, era una formalidad insana. Creía en la renovación, en la revolución, en la expansión de un remoquete que identificaba un grupo de células, no la naturaleza fantasmagórica, el juego llevado a los extremos, la pasión desbordada que también comparten los cientos de satanes que recorren el planeta.
Y fueron estos personajes los que transcribieron las ideas, los sentires de ese espíritu y grabaron sobre papeles la posteridad, la obra de una criatura mítica que tomó forma en un pequeño pueblo rodeado de cerros e iglesias.
Ximénez escribió crónicas y artículos periodísticos, Arenales, Juan Pedro Pablo y Barba Jacob, la poesía llena de ruidos y reclamos a las piedras, parecidas a los corazones de su época dominada por déspotas que odiaban o tenían en su nómina a la curia y su agenda represiva.
Ese mismo cuerpo llevó al fantasma a peregrinajes por Colombia, Cuba, Guatemala, El Salvador y México principalmente, lugares donde el alma le ordenó a la masa gruñir duro, poner a marchar revistas pobres de recursos con argumentos generosos y contarle a todo el que tuviera la capacidad de escuchar, que aquellos gobernantes a quienes soportaban, eran simples ladronzuelos de pacotilla escondidos tras medallas que nunca ganaron, con discursos plagados de mierda y corruptas ambiciones que agudizaban su enfermedad de poder.  
El alma enloquecida y su envoltura fueron expulsadas de casi todos los lugares donde estuvieron, frecuentaron a García Lorca en Cuba, arengaron con su lírica oscura a ejércitos revolucionarios y hasta escuelas para pobres llegaron a fundar. Esa es historia conocida y lo que debo contar es una serie de acontecimientos esotéricos que le ocurrieron a un poeta colombiano acostumbrado a armar zafarranchos por donde pasaba.
Barba Jacob, a inicios del año 20, asienta su demencia en Ciudad de México, en esa época un hato de bestias lleno de corazones intoxicados por la política, sublevaciones inútiles y pobreza. Había recorrido el año anterior los desiertos  del norte de la República, donde terminó contaminándose la imaginación con fábulas de los nativos sobre hombres muertos   que cargaban el lastre de unos cuerpos llenos de ímpetu energético y ninguna conciencia, cadáveres que deambulaban por El Paso, San Antonio y Ciudad Juárez, imitando a peregrinos sin hogar.
Con ellos bebe infusiones psicotrópicas de peyote, los escucha relatar hazañas de contrabandistas y bandidos, de timadores y cuatreros al servicio de gringos usurpadores, de pasados gloriosos en naves que naufragaron en el golfo, de recipientes orgánicos sin fantasmas en su interior que negaban la lógica inventada por los biólogos.   
De ellos aprende, a ellos  traiciona. Redacta artículos en los que describe las experiencias narradas por sus némesis, los poseedores de la carne errante, no de la esencia. El Porvenir, prestigioso diario del norte, se vende como pan caliente y el grueso de lectores asume como ciertas las historias de aquel escribano fiel a sus obsesiones.
Músculos y esencia pueden divorciarse, lo sabe, por eso se llena el cerebro con humos tóxicos y licores de mala estirpe. Su idea, volar hasta su propia maldad para liberar a ese fantasma que ansioso por hacer estragos, encamina su ímpetu a través de los vicios.
En México capital, trabajando para El Heraldo, redacta crónicas amarillistas donde pululan los maridos ebrios que destrozan a puñaladas a sus amantes con una frialdad que define el tono de una época, las masacres políticas y oleadas de crímenes que despedazan los callejones de la  gigantesca ciudad donde es un invitado no grato.
Pero la serie de escritos que lo catapulta como una estrella transitoria en el firmamento histérico del periodismo mexicano de aquellos años, es la que realiza como testigo de hechos que superan realidades y ficciones: "Los fenómenos espíritas en el Palacio de la Nunciatura," los tituló.
El gobierno anticlerical del presidente Venustiano Carranza, invitó al soberano del Vaticano “a no hacer llegar por ningún motivo a su Nuncio (embajador de la Santa Sede) hasta un país donde no se confiaba en hombres que usaban faldas”.
La orden del comandante de la revolución mexicana en su segunda etapa, fue acatada a regañadientes por Benedicto XV, papa genovés en ejercicio. Por ende, el Palacio de la Nunciatura quedó sin titular, aunque por poco tiempo. Barba Jacob, el fantasma, sus amigos intelectualoides, guitarras, marihuanas, licores y juergas, se lo tomaron por asalto con el beneplácito del establecimiento que prefería tener a una turba de perdedores a su lado y no a los conspiradores de los crucifijos guindados en el pecho.
En ese espacio, Porfirio, el alma errante para decirlo mejor, creó versos inmortales para la literatura de América: “Balada de la loca alegría,” “Canción de la noche diamantina,” “Elegía de Sayula,” “Estancias,” “Canción de un azul imposible” y “Canción de la soledad”.
La sede mexicana del mismísimo Vaticano, se volvió la caverna donde un puñado de excelsos íncubos desató el caos. El poeta realizó orgías que las musas ayudaron a plasmar en viejas libretas y papeles desordenados que después conocieron la plancha de impresión. Para la muestra un botón sacado del poema “Balada de la loca alegría”:

“Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber -a danzar al son de mi canción...
Ciñe el tirso oloroso, tañe el jocundo címbalo”.

En "Los fenómenos espíritas en el Palacio de la Nunciatura", Barba Jacob, Ricardo Arenales o Miguel Ángel, llámenlo como quieran, su nombre no importa, relata una serie de eventos paranormales de los que él mismo fue protagonista.
Apariciones, objetos que se desplazan por el aire, ánimas que rasgan el envés de los espejos y se mueven en ese mundo paralelo al que separan del nuestro una lámina de vidrio y el nitrato de plata que lo cubre, gritos que preceden la aparición de cinco niños que juegan con una pelota roja, una monja fascinada con el danzón y un pálido obispo con tres heridas profundas en el cuello, atiborran las páginas centrales de El Heraldo y llenan de fuego el instinto morboso de los lectores.
Barba Jacob, es la figura central unas semanas. Su rostro cobrizo, nariz prominente, grandes ojos, piel de indio y cabello peinado hacia atrás, embadurnado de gomina, no hacen sino encuadrar la grandeza del poseedor de toda la sabiduría del más allá.
-La primera noche que nos colamos en la nunciatura bebimos mezcal, invocamos el alma de viejos sabios aztecas asesinados por los mismos hombres de fe que levantaron ese edificio. Reímos como sátiros. Horas después, cuando experimentaba una borrachera afable, una joven robusta envuelta en hábitos de clausura que la hacían parecer un cuervo gordo, con una sonrisa gris y de nombre Ernestina, me pidió bailar un danzón que le alegraba las tardes de sábado a la gente de su pueblo, "El bombín de Barreto," de José Urfé. Jamás olvidaré esa melodía. Sonaba diáfana mientras nuestros cuerpos se rozaban- contó una mañana a varios compañeros del periódico cuando lidiaban la resaca con unas cervezas heladas.
-La canción sonó no sé cuántas veces, muchas esos sí… De pronto la monja comenzó a gritar, “en dónde están los niños, qué hizo con ellos, Monseñor Urbina, sáquelos del cuarto de castigo, ¡Monseñor Urbina…! ¡No lo quiero apuñalar de nuevo…!” Sus alaridos rebotaron contra el techo, se volvieron grietas llenas de calostro que contaminaron los muros. La música cesó-, dijo; -pero los bohemios, mis invitados, no percibieron nada de lo vivido a escasos pasos.
Por varios días el ritual se repitió. El poeta fantasma, a través del cuerpo que jamás sintió  suyo, bailó danzones, reprimió preguntas y de vez en cuando le aulló a esa luna testaruda que se empeñaba en esconderse. La monja blasfemó en contra del encierro de los niños. Urbina aparecía, se tocaba las heridas, unas lágrimas densas como aceite cruzaban sus mejillas amarillas, no musitaba palabra y abandonaba la estancia donde la juerga de los poetas era ley.
-Ya lárgate con tu parranda de ateos vagos. No quiero bailar contigo nunca más. Jamás me preguntaste quién fui, por qué Urbina encerró a los niños en ese salón y los dejó morir de hambre. Por qué apuñalé al cabrón. Ya lárgate, fantasma enfermizo. Vienes a irrespetar a los muertos así como lo haces con los vivos. Compartimos un infierno, la soledad; pero al menos nos limitamos a molestarnos entre nosotros, no tomamos cuerpos de mala manera y violamos los principios básicos del cosmos. Lárgate, estúpido espectro con mil nombres…
Esa fue la última vez que Barba Jacob, osó entrar al imperio de lo que no puede explicarse. Escribió las cinco crónicas que le dieron algo de fama y todo quedó como la genialidad de un perdedor que se hizo humo.
Las dudas se le quedaron pegadas a las entrañas del cuerpo que expropió de mala forma: ¿Producto de la marihuana las apariciones de la nunciatura? ¿Hermanos en la tragedia que pedían auxilio las apariciones? ¿Fantasmas que atormentan a otro que quiere serlo en propiedad?
No se quedó con esa espina clavada en la curiosidad. Un redactor joven fue encargado por el espectro Barba Jacob, para enterrarse en los archivos del Palacio de la Nunciatura y averiguar todo acerca de la monja Ernestina, Monseñor Urbina y los niños encerados en el cuarto de castigo. Sus pesquisas fueron infructuosas. Después de quince días y sus noches revolviendo memoriales y bitácoras, no encontró huellas de la existencia de ninguno de los personajes.
-Con tanta marihuana, no me extraña que te hubieras encontrado con el mismísimo Cura Hidalgo, Miguel Ángel. Olvídalo todo y acompáñame a beber un par de cervezas, tengo el gaznate seco -le dijo el dueño del periódico al confundido poeta.
 Acatando el mandamiento promulgado por sus conocidos, envió a las brumas de su memoria el incidente en la casa del Nuncio.  Las explosivas condiciones políticas del país, sus farras inagotables, lo llevaron por los caminos llenos de espinas que adoraba transitar y logró su propósito. En 1922, avalado por las críticas hacia su gobierno, realizadas por Barba Jacob desde las páginas editoriales de la revista Cronos, el presidente Álvaro Obregón, decide expulsarlo de México. Rondó por Guatemala, El Salvador, Honduras (disfrazado de cura predica la revolución en las bananeras) y Perú, sitios en donde corre la misma suerte. Los dictadores lo odiaban y a él le encantaba rascarles hasta el hastío sus dignísimas pelotas.
En 1926, tras 20 años de travesías por Centroamérica, retorna a Colombia. Trabaja como jefe de redacción de El Espectador. 36 meses estuvo “estorbando” en su patria; pero su esencia de fantasma nómada lo lleva de nuevo a surcar los mares que terminan depositándolo en Cuba.
Apenas desembarcado, es invitado a una cena en la casa de un amigo en un barrio cercano al malecón, donde conoce a un joven engendro que le llena el alma de celos y sincera admiración. Federico García Lorca, lo saluda con efusión, le cuenta como escolar recitando la lección, que ha leído varios de sus poemas y se siente fascinado por cómo concibe los eventos extraños del mundo que les tocó en suerte caminar.
La gala es formal.  Pseudo intelectuales y diplomáticos pululan por un espacio reservado a la trivialidad.  Con un par de rones de más entre pecho y espalda, los dos fantasmas empiezan a contarse anécdotas, a revolverse abusivos los sentimientos. Son enemigos cordiales brindándose un acto de generosidad que muy pocos testifican.

Barba Jacob, como un mago oscuro, relata a García Lorca los acontecimientos del Palacio de la Nunciatura; una levedad eléctrica lleva a su cabeza esos recuerdos. Se avergüenza de sí por traer a colación tamaña anécdota. Aun así, pone toda su pasión en la narración, describe el lugar, las circunstancias, la temperatura y rasgos de los personajes. Federico, absorto, olvida el trago que su mano izquierda sostiene por inercia.
La noche fenece, acaban las confesiones. El poeta fantasma envejecido se despide del poeta fantasma joven; pero este le hace una seña y lo lleva a un costado para decirle algo importante:
-Debo confesarte una cosa, Miguel Ángel. Tu historia me conmovió por una sola razón. Yo baile ese mismo danzón con una monja llamada Ernestina en el café Alameda en Granada, una noche de tertulia con mis amigos. Me contó lo de los niños, lo de Monseñor Urbina. Lo único diferente es que la tragedia, según ella, ocurrió en un convento a las afueras de Tarragona. De esto tengo que escribir algún día, amigo mío. Creí que estaba loco por hablar con apariciones… ¡Qué alivio me has dado!
Acabó de decir esto, tocó agradecido el hombro de Barba Jacob y se escapó por entre las tinieblas de la noche habanera para siempre.
Unos días antes de morir de tuberculosis, en medio de una crisis de fiebre, tras varias horas marihuana y recuerdos, vio cruzar por su humilde habitación a varias figuras conocidas. Ernestina, Federico, asesinado años antes por el cáncer del franquismo, Urbina y los niños que jugaban desde hace mucho con una pelota roja, se juntaron frente a su cama y se quedaron mirándolo.
Federico, impecablemente vestido, sonriendo con tristeza, le dijo con toda la dulzura que le es posible brindar a un juglar mitológico, que ya estaba bueno de trasegar. El poeta fantasma que pidió prestados un cuerpo y varios nombres, le estiró su cigarro de marihuana y comenzó a llorar.
-Sufrimos por lo que no es nuestro, soñamos sueños ajenos en cuerpos ajenos y con personas ajenas a lo que somos. Ven con nosotros a la casa embrujada del Nuncio, siempre habrá danzones, monseñores y poetas asesinados, cuellos heridos, niños que juegan con balones colorados. Ocupar cuerpos, tomar como propios nombres que no dicen nada, es demasiado aburrido. No nos hagas esperarte tanto.

Ernestina lo miró fijo. Barba Jacob, destapó la botella de aguardiente y bebió un trago largo. No pensó en nada, salvo que en Santa Rosa de Osos, había demasiadas iglesias.