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lunes, 28 de marzo de 2016

EL CANTO DEL CARACOL

EL CANTO DEL CARACOL: PREGUNTITAS A DIOS

Ernesto Reséndiz Oikión


- A ver, toma éste más grande, póntelo en la oreja.
-Sí.
-¿Oyes algo?- preguntó el niño con emoción.
-Sí, un ruidito.
-¿Cuál ruidito?
-La voz del caracol.
-¿Qué dice, Celia?
-Le canta al mar…
El hombre recordaba aquella conversación con su hermana, como si hubiese sido ayer. Fidel nunca supo qué fue lo que le dijo el caracol, pero debió haber sido algo realmente hermoso. Celia siempre fue una chica muy hermosa con unos ojos de obsidiana. Ella con sus ojos negros, se dedicaba a observar todo y un buen día también volteó a ver la miseria en una mirada que decía más que el canto del caracol a la mar embravecida. Celia era rebelde, de causa y de corazón; pronto chocó con la ideología de sus padres conservadores, que habían terminado por tener seco el corazón. La muchacha se fue de casa antes de cumplir dieciocho años, ella tomó con rumbo al sur.
Los años pasaron y Fidel decidió dedicar su labor a la Iglesia. Al joven se le comenzaron a abrir sus ojos y decidió que su vocación serían las misiones. Un buen día, al Seminario donde trabajaba Fidel llegó una convocatoria para apoyar una misión en los Altos de Chiapas. Fidel no lo dudó un instante y así comenzó su aventura…
- ¡Despierta, cabrón, es hora de que te tragues esta mierda!
Fidel despertó de sus pensamientos, era hora de comer aquella porquería que le aventaban todos los días. Abrió los ojos y pudo ver que por la ventana entró una paloma con una ramita. El ave estaba construyendo su casita en la cárcel, igual que Fidel tenía su encierro ahí. La prisión, tristemente, era ahora su jaula, pero su corazón vivía lejos, en ese paraíso llamado Chiapas, y que los españoles junto con su doctrina religiosa fueron moldeando hasta convertirlo en un infierno para sus pobladores, hermanos indígenas. La paloma salió por la ventana y extendió sus alas, Fidel comenzó a volar de regreso al edén.
A esa tierra de contrastes él llegó a trabajar con la ilusión de acabar con la injusticia, sabía que Dios no lo abandonaría en su misión por lo que se sentía lleno de energía. La primera encomienda de Fidel fue ir a curar a varios heridos en la comunidad zapatista de La Garrucha. Cuando llegó la comitiva aquello era un lugar asqueroso en donde el olor a muerte se había impregnado al sabor de la selva. Fidel se acercó al cuerpecito de una niña y le cogió del brazo para tomarle el pulso, pero ya era demasiado tarde, la pequeña había fallecido. Aquello era una carnicería. Se acercó al cuerpo de un zapatista, le tomó el brazo sin esperanzas. En ese momento sintió cómo algo misterioso lo atravesaba por todo su cuerpo, y como si fuese un milagro regresó el pulso de aquel hombre que ocultaba su cara con un pasamontañas negro.
-¡Está vivo!, vengan a ayudarme.
Aquel hombre zapatista fue el único que se salvó. Fidel seguía buscando algún sobreviviente y, de pronto, sintió el brutal golpe de todo el mar en su pecho. Enfrente de él estaba una mujer que tapaba su rostro con un paliacate rojo, aquella joven tenía sus ojos de obsidiana. Fidel le quitó lentamente el paliacate de su cara y después estalló en un grito salvaje:
-¡NO!, Dios, ¡no!, ¿por qué, por qué mi hermana?
Fidel se tumbó sobre el cuerpo inerte de ella, estaba destrozado; Celia había muerto en la interminable lucha por la dignidad y el respeto de los que también eran hijos de Dios. Después de algún tiempo la herida cerró, pero la cicatriz siguió ahí para siempre.
Cuando Fidel despertó, notó que la paloma le tomaba de su cabello con el pico, el hombre acarició al ave. Al recordar la muerte de su hermana pensó que Dios era muy injusto.
-Vuela, palomita, sube al cielo y exígele al Señor y al mundo entero la justicia en Chiapas.
Y el ave comenzó su vuelo perdiéndose en el horizonte…
Fidel fue asignado para trabajar en la comunidad zapatista de Chenalhó, Acteal. Ahí se vivía en la miseria más grande y con la fe más grande. Niños, mujeres y hombres trabajaban sin distinción con la misma energía, para poder sobrevivir en la espesura de la selva. Los hombres, acariciando la tierra con sus arados y cuidando los cochinitos en la loma, y las mujeres y niños, además de cocinar, llevando a cuestas en sus frágiles espaldas un bulto de madera más pesado que su propio cuerpo indígena. Los habitantes de Acteal trabajaban mucho pero vivían con miedo, se rumoraba que el ejército estaba cerrando un cerco. La gente se armaba porque era la única posibilidad de defender lo poco que tenían: sus chozas, sus parcelas, sus animalitos, sus sueños. En ese ambiente Fidel profesaba la religión católica a los feligreses indígenas de Chenalhó.
Fidel miró a través de la ventana buscando a la paloma que hacía varios días había partido, el regreso del ave era la única razón que lo motivaba a seguir vivo en esos momentos. Al octavo día el pájaro regresó con un regalo para él. Había viajado cientos de kilómetros, el obsequio era algo pesado para el ave, pero no importaba. La paloma había soportado día y noche, simplemente para devolverle una alegría de su infancia a aquel hombre, se acercó al preso y soltó de su pico un caracol blanco que había traído desde el Golfo de México. Ese mar que en algunos momentos era tranquilo y hasta sumiso y que en otros se revelaba como el rugir sonoro de un rifle revolucionario que estallaba para defenderse ante el cómplice silencio del abandono…
El hombre tomó entre sus manos el caracol y se lo colocó en su oído. Fidel se sumergió nuevamente en sus recuerdos, era lo único que tenía, y que nadie le podía quitar.
La matanza se dio en Acteal como tantas que se han dado en este mundo de humanos, que resulta inhumano. Todo comenzó con los gritos de las mujeres tzeltales que exigían a los soldados que se fueran de su comunidad. Fidel salió de la ermita y vio como los niños más grandes cargaban a sus hermanitos en sus espaldas y corrían desesperadamente hacia el monte, mientras sus padres tomaban los rifles para defender lo único que tenían: su dignidad. Pronto la balacera fue cobrándose la vida de mujeres, niños y hombres sin distinción. Fidel tomó entre sus brazos a una pequeña y se escondió en la ermita. Al poco rato los líderes de la comunidad fueron acorralados a la entrada de la choza y ahí fueron acribillados con el tiro de gracia de los paramilitares. Fidel fue obligado a salir junto con la niña tzeltal que sostenía entre sus brazos.
-¿Por qué Papá Dios no estuvo para defender a su familia afuera de esta su casita? ¿Por qué cuando rezamos paz al cielo nos llueven balas?- le preguntaba insistentemente llorando la pequeñita, mientras los soldados la separaban de Fidel.
Esa era la historia de Fidel. Ahí estaba encerrado, pensando qué le podía responder a esa niña tzeltal.
Pasaron los días y la paloma puso su primer huevo. El ave y Fidel se habían hecho en cierto modo amigos. Aquella tarde la palomita, después de estar revolviendo el pelo del hombre decidió despedirse con un pío muy agradable. En ese momento, mientras Fidel observaba el vuelo de la palomita, un rugido rompió el silencio, y el preso vio con desesperación como el ave iba cayendo por el impacto de una bala que el mismo diablo había hecho disparar. Fidel se llenó de cólera, ya no podía más.
-¡Maldito Dios!, ¿qué has hecho?; ¡respóndeme, cobarde!, ¿por qué has castigado al pueblo que más te ha querido a ti?, te exijo que me respondas si es que en verdad existes, o ¿acaso eres otra estúpida mentira que hemos inventado por nuestro afán de responder todo?, comienzo a pensar que mi hermana tenía razón, ¡tú no existes, eres tan sólo una absurda ilusión!, ¿por qué no demuestras tu bondad y terminas con este maldito sufrimiento que tus hijos, tu propia sangre, tu carne, tu piel indígena, tu color a tierra tiene que soportar tus caprichos injustos?
Fidel pateó con ira el caracol. En ese momento el cielo se empezó a llenar de nubes y en la noche comenzó a llover, pero aquello no era una lluvia tormentosa sino el llanto de un padre al ver que su hijo le había perdido la fe. Pasaron los días, Fidel también lloraba desconsoladamente, estaba harto de todo, quería morir de una vez, a su parecer su Dios le había engañado, lo había abandonado…
Un rayo de sol atravesó la celda de Fidel. Había dejado de llover. Y en el nidito un milagro estaba ocurriendo, en el más completo abandono terrenal más no divino, un pichoncito de paloma había nacido de un diminuto huevo de paloma. Fidel se dio cuenta de aquello y sin saber porqué: se alivió por dentro, estaba avergonzado. El hombre tomó con cariño el caracol.
El pichón se convirtió en paloma y el ave emprendió su vuelo, perdiéndose en el horizonte llevando en su pico un caracol. Fidel se durmió tenía la respuesta para la niña tzeltal.
En el 2003, después de la muerte de Fidel, surgieron en Chiapas los caracoles de la esperanza zapatista. Las conchas llevan el canto de la selva Lacandona, pero también el llanto de los pueblos indígenas; tienen la canción del mar, la voz de los sin voz, quizá la voz de Dios que nos quiere decir a cada uno lo tanto que nos quiere. Los caracoles le cantan al océano, a los hombres, a la vida. El canto del caracol es seguramente la respuesta a todas esas preguntitas que le hacemos a Dios…


Jacona, Michoacán, México

lunes, 21 de marzo de 2016

LA BOLA DE CRISTAL

LA BOLA DE CRISTAL
Por: ESTEBAN ESPITIA


Alguna de esas noches alucinantes, mientras regresaba ebrio de un lugar recóndito, tropecé y caí sobre un monje de barbas blancas y ojos grises en una calle desolada. Yo vivía solo y no sentía miedo, pues no tenía mucho que perder, así que le invité a la casa.
Su cabeza sangraba, y de sus manos se podía leer el misterio que inspiraba, aquella historia que supongo nadie me creerá, pero al fin y al cabo, ¡qué interesa! Es un relato más.
"Cuando solía ser joven y saludable, no era un niño, entonces me faltaba imaginación. Dejé de soñar.  Mi familia no me dejó solo, fui yo quien se marchó.  No dormí, no descansé un segundo en aquella aventura. ¿Cómo iba a perderme semejante osadía? La verdad fue que sin perdérmela, me perdí.  Fue demasiado extraño el hecho de poder respirar bajo el agua y más aún, el de encontrar una deleznable ciénaga tan honda.
Esa tarde llovía, de acuerdo a la lógica del clima invernal, la ciudad debía inundarse debido al diluvio. No volví a casa, pero había regresado a mi antiguo hogar. Espeluznantes criaturas hallé debajo de aquella pequeña laguna, miedos profundos erizaban mi piel, las olas traslucidas eran espejismos, a través de los cuales veía mis vetustas escamas.
Me convertí en un espécimen terrorífico, podía nadar en el oasis a una velocidad inimaginable. Mientras más descendía, encontraba nuevas razas de peces, nuevos seres y especies modificadas por el efecto de una radiación más peligrosa que la nuclear, una energía volcánica que emergía de las profundidades más abismales y lúgubres.
En cada siguiente nivel, los organismos se perfeccionaban, los cuerpos se hacían más fuertes, era como un videojuego. ¡Cuántos entes raros no me figuro destruir! Ya no era un hombre, era un brutal asesino, un guerrero, uno de esos villanos tenaces, un héroe inmenso.
Empecé a creer en los mitos y las leyendas de los gigantescos engendros: El Leviatán, El Kraken, El Monstruo del Lago Ness; pero esas banales historias, ni se le parecían. ¿Cómo podrían ellos llegar hasta la tierra? – me pregunté, ni a la superficie siquiera.  Pensé entonces, que en algo se habían basado para inventarlas, quizás visiones, o lo que yo tuve, que era de hecho tan verdadera que parecía una grotesca fantasía, una sublime pesadilla.
Me hacía más grande en la medida en que mis oponentes eran voluminosos.  Todo el entorno iba a mi favor, así fuera yo contra la corriente, como si mi organismo se adaptara inmediatamente al medio, una evolución inminente, como la devastación que se presentaba.
Pronto iba a cesar la violencia, porque los poderes de todos comenzaban a ser nivelados. Pude ver al fin como mi esencia era igualada a la de los Dioses Majestuosos, ya no existían esos horripilantes endriagos.
Resultó entonces un aburrido lugar, ya no quería ir ni al infierno y ya estaba cansado del paraíso; pensé en excavar, pero la arena era demasiado férrea. Debía encontrar ese valle donde la tierra me enterrara y me absorbiera al punto de hacer parte de ella. Esperaba entonces ser sembrado por el Dios del fango. Necesitaba ensuciarme, ya estaba demasiado limpio, tanto que mi existencia carecía de diversión. Nunca entendí porque los dioses no quisieron escapar conmigo.
Jamás encontré aquella región en la cual me sería posible huir de la hostil ostentación que me pertenecía, aquella petulancia de los Dioses, menos del hastío que embargaba mi soledad, aquella necedad del nihilismo inconsciente.  Siempre quise seguir el instinto de mi obstinación. Así que intenté superarles, pero también fue en vano; el hecho de haberles alcanzado, ya era en sí una gran hazaña.
A veces los Dioses cargaban una gran esfera de vidrio (vulnerable a la furia del gran mago encolerizado por la insensatez de los risueños Dioses) en la cual veían cómo la humanidad demacrada se aniquilaba entre sí, con las armas que le sobrepasaban.
Sentían envidia por no ejercer voluntad, ni profesar el poder; tenían fuerzas, pero de nada les servía. Entonces discutían sin palabras ni gestos, solo miradas amenazantes que hechizaban a los más débiles, pero cuyas brujerías eran apariencias superfluas y encantos efímeros, nada de ellos era eterno, únicamente ellos y la apatía de aquel mundo.
Me fueron dados por el habitad nuevos oídos para la supervivencia y para comprender el nuevo lenguaje. Era una música asimétrica, nada común, compuesta por micro-tonalidades, diminutos sonidos casi imperceptibles, agudos estruendos, rozando la gravedad de lo radical.
Era un invento de los Dioses matemáticos, en un mundo repleto de dimensiones imposibles de describir, un lugar plural, un multiverso, un océano de soles, una galaxia encerrada en un recinto de cráteres y desiertos húmedos.
Poco a poco fui hallando mis propias esferas, entonces practicaba el lenguaje en soledad. Aquellas resonancias evocaban mi vida de hombre, cuando aprendí a interpretar ese instrumento llamado Theremin. El viento también cantaba en un idioma diferente, universal y tirano.
Me acariciaron los jardines fastuosos, y el éxtasis del aroma de cada arbusto, escuchaba los colores del caballero de la noche que junto al roció de la luna, respiraban aires de intensos arreboles. Las Auroras Boreales eran nubes que danzaban por doquier, adornando el océano blanco y helado.
El universo se compaginaba como una orquesta declamando la sinfonía de la inmensidad, la armonía de los horizontes magnificentes. Aquel último instante en el que aprendí a observarlo todo con gran detalle, fue cuando perdí la conciencia, terminó la fascinación, rompí en delirio y me fugué del misticismo”.
Desperté en el asfalto de la misma calle que estaba desamparada, mis audífonos aún servían, pero la colección de obras de Bach había finalizado, el ambiente estaba colmado de sirenas ambulantes.

El desperdicio de sangré fue alarmante, hubiera preferido que me hubiesen dejado allí tendido. Pero al final de la noche, terminé en casa de un anciano psiquiatra que trataba de adivinar mi enfermedad examinando una bola de cristal. El efecto de mi medicamento, había culminado al fin.

lunes, 14 de marzo de 2016

TE TRAJE LA MAÑANA

TE TRAJE LA MAÑANA


Marcela Vega, Colombia


Ayer vi las estatuas de los próceres, héroes de piel intacta y rictus serio, siempre enderezados, con amplias espaldas, brazos firmes y mirada trashumante. Yo no soy un héroe, mi espalda se encorva, me cuesta tanto trabajo levantarme, quedarme estático y valiente. Yo no soy un héroe, ¿conoces acaso algún héroe que abra los ojos incrédulo, cada día, con menos certezas sobre la mesa de noche? ¿Conoces acaso algún héroe que abra los ojos? Los héroes no tienen que abocarse al espanto de abrir los ojos cada mañana, los tienen siempre abiertos y sin pupilas, de manera que si ven, ven tanto que ya ni ven.
Pero yo, que no soy héroe, tardíamente abro los ojos encendidos de emociones tan variables, abro los ojos por ese deber biológico de ver las cosas.
Es común que en esa primera irrupción de luz, me resulte poco claro si estoy sólo o no, hasta el momento en que mi mirada es atravesada por la respiración de la más fiel de mis amigas, la testigo de mi envejecimiento, tal vez, la única certeza cierta, pues no se aloja disparatadamente en una mesita de noche sino en mi cama desde hace más de cuarenta años. Ella coloca una mano rugosa y gruesa, afable y amplia sobre mi huesudo hombro, prometiendo con su gesto sostener algunos años que siento, ya no me quedan.
Dicen los autores épicos, que cuando una persona se entrega a una causa, casi enceguecido o enceguecida por el ardor de humanidad, camina por su senda heroicamente, salvando al mundo, denunciando injusticias, ayudando al débil. Nunca vuelven a cerrar los ojos de manera que aunque vean, de tanto ver, ya no ven. Yo no soy un héroe, ni mi vocación me ha enceguecido. Enceguecerse sería una suerte. No hay mañana en que no sienta ardor en los ojos, por la obligación de ver. Hoy en particular me arden como quemaduras, los negativos de una pesadilla impresa en mi retina, la misma de la eterna diáspora a la que nos arrojó esta opción de vida, ahora pues, sumamente gravosa.
Ayer ví las estatuas de los héroes tan iguales unas a las otras, que parecían factura del mismo fanático adulador. Me quedé esperando un parpadeo, una gota de sudor, una mueca de agotamiento debido a la eterna enderezada posición de la columna. Las estatuas están al pie de la estación de policía, augustas y despreocupadas del nomadismo, que sí tenemos que vivir ella y yo, ella, mi mano rugosa y tibia. En esa visita a la estación, ella, la mano que revitaliza mi hombro en las mañanas, contenía mi ira e inteligente interrogaba al arrogante señor emulador de héroes, acerca del paradero de Luisa, Ernestito y Brian… y Juan José, Ricaurte, Los Gemelos, Richard, María Helena, Santiago, Pitufo, el negro, Silvana, Antonio, Luis Antonio, Robinson, J, Fermín, Sandra Milena, Oscar mi pequeño y fiel amigo, Oscar Agudelo y Oscar Fernández y las niñas de Concepción, ¡ah! Y Manuel, ese magnífico joven de cabello negro y ojos gigantes que miraba el futuro con enmarañado acento. Una lista con piernas, torsos, ojos de pánico, entraban y salían de los camiones una y otra vez recogidos, recogidas, apaleados, apaleadas, insultados, insultadas, puestos y puestas en falaces libertades, asesinados, asesinadas, recogidos, recogidas, apaleados, apaleadas…
No se trata de los acontecimientos que enmarcan un golpe de estado, el advenimiento de una dictadura, un momento coyuntural. Había sido nuestra rutina, la de ella, mi mano-memoria y la mía durante más de tres decenas, buscar jóvenes en las estaciones, en aquel barrio siempre en guerra, de un país que vivía todos los días un antiguo y permanente golpe de estado.
Aunque ella, la mano que abriga mis articulaciones inflamadas por la humedad de aquel barrio improvisadamente ubicado en la montaña, mencionó únicamente a Luisa, Ernestito y sus pantalones caídos y Brian y su colección de cacharros descompuestos, de alguna manera jamás dejaba de mencionarlos a todos y todas. Ella es mi memoria, la imposibilidad del descuido. Tendríamos que levantarnos, mi mano-memoria y yo a cumplir con el ritual de ver a los inmóviles héroes de la estación, que no podían dar cuenta de lo que allí pasaba, preguntar de nuevo a esos mapas de bronce y mármol lo que la carne y el hueso uniformado, no se le antojaba responder.
“Yo no soy un héroe” le dije al policía con mi rabia recién desmayada. “Yo simplemente, esta mañana no quería levantarme más”. Le había pedido a Dios en un acto paranoico de fe, que agotara mi vida rápidamente aquella misma noche, para no tener que ver a la mañana siguiente, los impávidos rostros forjados en bronce, fundidos, cuarteados que no sabían en qué pantano, al pie de cuál potrero, en qué zanja estaban Luisa, Ernestito, Brian, (Juan José, Ricaurte, Los Gemelos, Richard, María Helena, Santiago, Pitufo, el negro, Silvana, Antonio, Luis Antonio, Robinson, J, Fermín, Sandra Milena, Oscar mi pequeño y fiel amigo, Oscar Agudelo y Oscar Fernández y las niñas de Concepción, ¡ah! Y Manuel, ese magnífico joven de cabello negro y ojos gigantes que miraba el futuro con enmarañado acento) pero que sí les habían visto entrar vivas y vivos a aquel edificio, como vigilantes sin lágrimas.
La gente me pide acudir a la estación, porque piensa que soy una especie de héroe inagotable, protegido por un Dios al que lanzo las angustias con más fe que razón. Vieron una cruz en mi pecho y pensaron que mi pecho era inagotable y bondadoso siempre. Pero cuanta mezquindad me abriga esta mañana en que hubiera preferido morir retirando el doloroso cáliz de continuar vivo. La gente cree que esta cruz tan frágil como la cadenita de la que pende me blinda del puñal, del golpe o de las preguntas sediciosas de los interrogatorios, de la vista de los inamovibles espantos in-memorian de la estación. Vieron la cruz y pensaron en una forja de bronce y mármol con una placa de pequeño y autóctono prócer barrial. ¡Qué cruel es la gente, qué cruel es la gente!
Ella ha notado mi fastidio y no ha dicho nada, con un gesto sencillo ha pasado su mano-memoria por mi amargada y rezongona frente y ha leído en sus pliegues mis pensamientos. Su vigor me sigue amando aunque mi cuerpo no responda más que a esta mecánica de buscar muchachos y muchachas en lugares imposibles. A quién se habrán llevado anoche… no fue a nosotros, a mi mano-memoria, ni a ella ni a mí, ahí estamos los dos aún ilesos, al menos aparentemente ilesos. Hace años que no me ofrece un café, pues sabe que lo necesito para seguir vivo, para obligar a mis ojos a ver, para darle sentido a la luz de la mañana, así que sin preguntarme, se levanta y pone a calentar el agua y luego procede a tinturarla con el color de su armónica rebeldía, con la generosidad de sus arrugas irreverentes.
Ahora que abro por fin los ojos, veo claramente el día en que ella llegó. En una escena aún áspera que el tiempo no ha logrado pulir, se hallaba entre la gente corriendo con un montaña de papeles, pinturas, gritando esperanza por doquier. Un día de caos capaz de inducir mi juvenil fe al suicidio, la gente se dividía rápidamente en facciones, afanes y acusaciones. La gente buscaba culpables y los encontraban entre ellos y ellas mismas. Pero ella, mi mano con pinturas y papeles, no hacía caso a los dedos acusatorios, ni a la conspiración de los desanimados y desanimadas, ni a la invitación encubierta de la retirada. Parecía correr por encima de todo ello, muy atenta, pero sin detenerse, improvisando una insurrección de la nada. No existía lo que pudiese escaparse de sus pequeñas y poderosas manos de india, siempre presentes, siempre batallantes.
Yo no veía Dios alguno que pudiera salvarnos, pero la gente se fijaba en mi pequeña cruz y pensaba que ese ser aún no encarnado moviéndose al ritmo de mi corazón asustado, podría responderle la avalancha de preguntas generadas en medio de tal desastre. Yo no era un héroe, aunque apostaba a que conseguiría serlo. Era un joven atortolado, a punto de llorar, desilusionado porque creía que unos cuantos meses de trabajo debieron bastar para prevenir aquello.
Justo cuando sentí tener el poder de desaparecer, descubrí que ella me miraba compasiva, me pedía paciencia con sus ojos rasgados y ágiles. No pude desaparecer, ella me miraba, ella vigilaba mi huida. Se acercó a cumplir su misión de sacarme del espanto y se hizo las manos mías, aquellas distintas a las que yo había condenado a los bolsillos. Ella me salvó, me trajo el amor el día más desamado de mi historia. Ella me trajo a Dios cuando este se extraviaba entre mi desaliento y mi temblor, cuando Él se desalentaba y temblaba también. Lo que ella hizo ese día, siguió aconteciendo, vez tras vez durante los últimos cuarenta años de mi vida, como el milagro que se fabrica en la tierra, con manos de hombres y mujeres de verdad.
Luego, tan poco cautelosa como han sucedido estos años, viene ella lacia, con sus manos-memoria, provista de una taza de café oscuro y llano como sus ojos, aromático como el cabello negro que se conserva desde su juventud y entonces entiendo que no ha sido el café el que me permite abrir los ojos. Ha sido ella quien me ha susurrado cada noche, este, mi vital deber de volver a verla, esta necesidad de despertarme a su lado, este alivio de encontrar su cuerpo protegiéndome de las noticias, colocándose entre todo aquello que quebranta mis certezas y las certeza misma que asecha.
Le escribí con mis ojos cansados, sorprendidos de reparar en la inconmensurable historia grabada en su cuerpo, la nuestra: “Creyendo que el amor es un derecho de héroes, me di a la tarea de dejarte sola, con toda tu inmensidad de humana y aún así, tuve la osadía de convencerme que sobreviviría. Recuerdo con dolor cuanto tiempo dejé de saberte. Sí que era un héroe imbécil salvando al mundo, invencible y sin tu mano, aquella rugosa y tibia, grande, imprescindible. Pensado que se trataba de mí, creí ser libre para levantarme tantas mañanas al lado de manos extrañas, hipnotizadas por este desalojo de bronce y mármol que edifiqué para encantar las almas más inocentes. Pero ahora que abro los ojos, con tan poca fuerza, con tantas dudas, desgano, fastidio, sólo tú me salvas, mano-memoria, de caer en la tentación de perder el mundo. Toda la vida has sido tú y maldigo que nadie, incluyéndome, lo haya visto”.
Ayer vi a los héroes, próceres inmóviles, instantáneas de un pasado que no ocurrió, un pasado falseado por los escritores mercenarios del sistema y decidí no volver a abrir los ojos dolorosos de mi carne, creí torpemente que lo mejor sería hacer de anoche, mi última noche.

Pero me alertó tu corporeidad asesinando mi cobardía, me sacudió tu existencia como un golpe en la entraña de mi conciencia. Me di cuenta de que toda la vida has sido tú y maldigo que nadie, incluyéndome, lo haya visto. Hoy decidí ver lo que estaba oculto por una desesperación, por una fatiga sobrehumana, hoy decidí verte, Sildana, mi preciosa epifanía de cada mañana. Levántate cuerpo casi inerte, abre esos ojos de párpados avejentados, vamos a la estación a seguir averiguando por ellos y ellas en este improviso barrio de la montaña, que mientras Sildana siga viviendo, compañera, mano-memoria, destructora de héroes, carne, sangre que habla y recuerda, habrán todas las mañanas del mundo más allá de que yo pueda presenciarlas. El Cristo que cargo en mi pecho, eres tú.

lunes, 7 de marzo de 2016

EL PALOMO

EL PALOMO
Fernando Vanegas.
I
Viernes, 10 de la noche…, la rumba universitaria se hacía sentir en cada esquina. Para entonces, la Fundación universitaria Los Libertadores, quedaba en la calle 66 con 10ª, en el corazón de Chapinero, o Chapigay, como coloquialmente se conoce hoy día. La cofradía estaba completa: Jaime Arturo, el “gordo” Edisson, Julio César, William, Elkin, César, Juan Carlos, Alfredo “el Rosadito”, Dagoberto, Jaime Barrero “Pirulo”, y por supuesto, yo. Todos nos reuníamos en un Renault 9 blanco, al que de cariño dimos por bautizar “El Palomo”, que pertenecía a “el Gordo” Edisson, y que funcionaba como bar, celestina, baño, centro de estudios, alcahuete y compañero.
De vez en cuando se unían a esa alegre comparsa, Pedro Luis, Marianito y Placido, grandes bebedores, mejores e insuperables maestros; puedo decir, que de gramática, semántica y estadística, aprendí más ahí, al calor de los tragos, que dentro de las aulas, y creo que para todo el combo fue lo mismo. El aguardiente y la cerveza pasaba de mano en mano, sin egoísmo, con confianza; los fumadores, nos apartábamos un poco para no incomodar, y William, el bacán,  siempre se emputaba por ese “hábito tan maluco”. Ese era el hombre, y tenía razón.
En el año del señor de 1994, mi cercanía y empatía, estaban orientadas y marcaban línea directa con Jaime Baquero y César Vanegas, el primero, mi sensei por muchos años, el segundo, bueno, el segundo, un perdido igual a mi…, muy pilo, gran escritor, sarcasmo a flor de piel y humor negro, obscuro, jodido…, resulto un gran redactor…, resulte mejor persona. La música no podía faltar y los parlantes de ese carro, explotaban en los oídos de todos los que osaban acercarse a “gorrearnos” trago. Esa era la escena primaria del crimen que solo terminaba en la madrugada.

II
Así es que me gusta a mí, cuando tú te mueve' así, tú me rompiste el corazón, con tu mini y tacón” Cantaba y bailaba William, emulando a Fulanito, un grupo merenguero de moda en los 90, mientras el dueño del chuzo, o sea del carro discoteca, Edisson, amante del vallenato de Diomedes, refunfuñaba buscando el CD del “cacique”, y al mismo tiempo entonaba aquello de “Para que me quieres culpar si tú eras para mí, como agua pa'l sediento, acaso no recuerdas ya que me sentí morir, sin la miel de tus besos….” 
Entre tanto, sobre el baúl, los demás le hacíamos bullying al “tumbalocas” de esa facción. Ocho días antes, la esposa lo había encontrado con una amiguita y las marcas en su cara nos contaban lo duro de ese momento…, “¿se afeito con dinamita?”, fue lo más simple y sencillo que se llevó ese muchacho aquella noche, y en medio de risas, vallenatos, la labia eterna e inagotable de “pirulo”, los dichos de Julio César y los consejos de Jaime, se dieron las doce, hora de muertos, de fantasmas y de brujas, en nuestro caso, momento preciso para marcar rumbo a ninguna parte.

III

“Taberna paisa, lo que se dice paisa en Bogotá, solo existe el Cabuyal”, bueno, eso rezaba una cuña radial, falsa por cierto. Existían muchas, y nosotros las conocimos todas…, era increíble cómo, en un carro cuya capacidad era para cinco, (y luego de estudiar a profundidad el juego del tetris), llegamos a caber 12 y 14 personas. Una vaina sin sentido, pero fue real. Visitamos cuanto antro fue posible, tomando un trago aquí, una cerveza allá, hasta completar un recorrido bohemio, etílico y fraterno. En otras oportunidades, sí se establecía de antemano un destino; todos (excepto yo, que siempre he sido un tronco y tiene más sabor un cubio), eran grandes bailarines y amantes de la salsa, y por supuesto, lugares como: Siguaraya, Ambrosias, La tienda de los guaros, El Goce, y Anacona, nos recibieron con agrado en cada oscuridad. Yo le cuidaba el maletín a Julio y encadenado a la barra, veía a los demás conquistar, o bueno, tratar de ligar a la fea del lugar. Pero todo era tranquilo, nunca hubo un problema, a excepción de aquella noche en que “el rosadito”, preso de los celos por una vieja que ni bolas le paraba, intentó pelearse con Julio César, riña que no prosperó, gracias a la intervención de todos y la verdad, a que sabíamos que el chino era un culicagao, y no valía la pena; solo eso, nada más, eso fue lo más cercano a  nuestro Street Fighter de vereda.

IV
Dos de la mañana. “Para que se quiere tanto para que, si el amor es falsedad es ilusión…”, “ódiame por piedad yo te lo pido, ódiame sin medida ni clemencia…”, Amada es imposible, borrarte en mi memoria, me persigue el recuerdo de tu extraño mirar…”, “Me gustas completica, tengo que confesarlo…”, Esas eran las notas que se desprendían de las gargantas de nuestro emotivo clan, voces aguardentosas y trasnochadas; era hora del regreso al hogar, teníamos clase de siete y aunque no lo crean, fuimos muy responsables. Edisson era un mago, se echó a cuestas el trabajo de llevarnos a cada uno a nuestras casas, la mayoría vivía al sur de la ciudad, incluyéndolo, pero este muchacho, quien escribe, residía y reside en la comarca de Suba, y en esos años, la última diligencia pasaba a las 12 de la noche. Pero al Gordo no le importaba, en ocasiones, para espantar el sueño, se dejaba solo en bóxer, y así, semi desnudo, me dejaba en la puerta de la cabaña, lo admire por esa lealtad, lo quiero por todo este pasado.
El sábado llegaba sin novedad, recordábamos las hazañas de la noche, enmarcábamos nuestros sueños con fulgurantes futuros, reíamos y compartíamos sin preocuparnos más que por el “ahora”, cuando lo real, lo duro, lo importante y trascendental, era el “después”.

V

Hace muchos años solo tengo contacto con Elkin…, no sé dónde están los demás, solo espero que la vida, les otorgué lo mejor, se lo merecen. Que los recuerdos de ayer, sean solo eso, recuerdos; que una sonrisa se dibuje cada mañana en sus rostros, por sus familias, por su prosperidad y por qué no, por estas idioteces de muchachos, solo quiero para ellos una alegría inmensa.

Y aunque “El Palomo”, hace rato voló con nuevas alas, sueño que algún día en su aletear de añoranzas, nos recoja de nuevo a todos, y nuestra existencia nos obsequie mil sonrisas y una canción inesperada.