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lunes, 25 de julio de 2016

EL ECLIPSE DEL 98

EL ECLIPSE DEL 98




RAFAEL AGUIRRE. Nació en Medellín. Ha publicado cuentos y ensayos en libros, revistas y periódicos. Entre otras distinciones, fue finalista del Premio Nacional de Cuento 1998 de Min cultura. Actualmente prepara un segundo volumen de cuentos y dos novelas. Es psicólogo, educador y actualmente miembro del consejo editorial de la revista Rampa.



“Amigo Escorpión, hoy es un día muy especial para usted, la interposición de la luna entre el sol y la tierra, formando en nuestro planeta una franja de oscuridad casi total, le traerá energía en abundancia y nuevos bríos a su espíritu. Atienda los consejos de la persona más cercana a usted y buena suerte”.


Era la voz del astrólogo en el programa para noctámbulos, trasmitiendo desde la capital notas de farándula, noticias, datos curiosos y algo de música. Pero a medida que avanzaba la madrugada, las ondas hertzianas se esfumaban en ruidazales electrónicos y entonces, también ellas lo abandonaban. El pequeño radio de pilas y un periódico de cada ocho días eran su único contacto con el mundo exterior y hasta le servían de calendario. Completaba, según sus cuentas, 22 días de cautiverio sin conocer el nombre del sujeto que le habían asignado como guardia. Desde muy temprano se atrevió a hablarle: “Señor… mi nombre es Fortunato Díez, ¿cómo se llama usted?” Él dio una respuesta que hacía honor a su apodo: “Me llaman Carepalo. Es mi nombre de batalla y punto”. Esa madrugada del 26 de febrero de 1998, cuando la radio transmitía datos pertinentes al evento cósmico, Carepalo le increpó desde el otro lado de la reja: ¡¡ey!, póngale más volumen a esa vaina…” y así lo hizo el prisionero, interpretándolo como un asomo de sensibilidad de su carcelero. De un periódico dominical que le trajeron a su celda, aprendió de memoria los pormenores del suceso celeste. Se sintió el ser más desgraciado al no poder gozar, junto a su familia, de la efemérides astronómica. Sin embargo, un asomo de regocijo lo embargó cuando notó que su cancerbero también leía el periódico abstraído en los datos técnicos del fenómeno, y miraba al cielo probándose unas gafitas para observar eclipses. Desde entonces, analizó cada uno de sus gestos y llegó a percibirlo como una extensión de sus ojos hacia el exterior. ¡Dios mío! Si se emociona con las maravillas de la naturaleza, entonces Carepalo tiene corazón, pensó. No puede ser tan mala una persona que mira al cielo. Parece asombrarse un poco por su manera inusual de levantar las cejas, arrugar el entrecejo y tocarse el mentón. No hay duda, tiene capacidad de meditación, está ansioso y no quiere perderse ningún detalle del eclipse. Carepalo siente emociones, concluyó percibiendo posibilidades de diálogo, destellos de esperanza y luces de libertad. Había leído que ese día la luna ocultaría por completo al disco solar, produciendo  un cono de oscuridad total a lo largo de una franja que en promedio tendría 140 kilómetros de ancho. Entonces, a juzgar por el interés que Carepalo mostraba al respecto, tuvo la certeza de que su confinamiento se encontraba en dicha franja. —Amigo, ¿sabía usted que Cristóbal Colón salvó su vida por un eclipse? —le pregunto al carcelero. — ¿Y cómo fue eso? —contestó él muy interesado. —Resulta que en uno de sus viajes perdió sus víveres y el agua dulce que llevaba —le explicó notándolo receptivo—. Entonces acudió a los indios del Caribe en busca de ayuda, ellos se la negaron. Como era un excelente observador del cielo, utilizó su saber y los amenazó con que esa misma noche la luna se teñiría de sangre. Así ocurrió, pues se trataba de un eclipse de luna, y ellos muy asustados le dieron todo cuanto pidió. — ¿Y cómo es un eclipse de luna? —preguntó Carepalo con curiosidad. —Es casi lo mismo, sólo que esta vez la tierra le tapa el sol a la luna, y se da en noches de plenilunio. —En realidad no le entiendo mucho. En cuanto a la historia de Cristóbal Colón, ni crea que a usted le va a pasar lo mismo. Unas horas después, Fortunato Díez relataría a sus amigos aquella noche de 3 minutos y 58 segundos, la manera como fue plagiado, desde el momento en que unos hombres armados lo abordaron cuando venía de vender unas vacas en el pueblo: “Esto es un secuestro. Manéjese bien y nada le pasará”, le dijo uno de los plagiarios. Lo subieron a un campero, lo amordazaron, lo maniataron, le vendaron los ojos y entonces se sintió como una de las pepitas del inmenso cascabel en que se le había convertido el mundo. Luego de cinco horas de carretera le destaparon los ojos, le desamarraron las piernas y lo obligaron a caminar durante tres horas por terreno boscoso hasta llegar a un rancho camuflado entre el follaje, y allí lo tumbaron en un cuchitril de 2,50 por 3 metros. El día del eclipse, Carepalo se mostró ansioso y muy interesado en las notas que la prensa y la radio daban sobre el acontecimiento. Serían las 11 y 20 minutos de la mañana cuando, mirando por las gafitas especiales, dijo “¡mierda! La luna ya empezó a morder el sol” y yo desde mi prisión le pregunté, “¿por qué lado?”, y él me respondió, “por el occidente y parece una almendra de higuerilla”. Guardó silencio y al cabo de un buen rato añadió: “ahora el sol se parece a los cachos de una vaca”, fue entonces cuando desde mi encierro noté que realmente oscurecía y hacía frío. Empezó a describirme los hechos como si se compadeciera de mi falta de espacio y de campo abierto para ver lo que él veía: “Parecen las 6 y media de la tarde pero con un cierto color de mandarina”, me decía emocionado. “Ahí va un montón de pájaros asustados. Los cogió la noche a destiempo. Don Fortunato, escuche… Los grillos ya empezaron a chillar. Y es verdad que en el suelo se reflejan pequeñas medialunas”. Por primera vez se refería a mí con el “don” y me sonó tan amistoso, que ya no lo veía como a un criminal. Yo no podía mirar más que un pedazo del bosque a través de las rejas y el perfil de su rostro anonadado por la oscuridad que se aproximaba. De pronto el bosque se llenó de murmullos nocturnos. Sentí la necesidad de arroparme con una sábana y empecé a temblar, no sé si de frío o por la perturbación de no poder mirar en libertad el último eclipse de siglo en mi terruño. Entonces también empecé a llorar. “Carepalo, ¿qué ves ahora?”, le pregunté distinguiendo su bulto que miraba hacia arriba y me daba la espalda. Él me respondió: “por favor no me hable, no tengo palabras para describir lo que veo”. El día se había ido en una oscuridad aplastante. Me incliné para tratar de observar el poco cielo que podía llegar a mis ojos, y  por entre las ramas de los árboles, hacia el occidente, alcancé a ver una estrella. Era Venus, el mismo lucero que en las madrugadas veía aparecer a través de una hendidura por donde llegaban a mi celda los primeros rayos del sol, tan sutiles, que a veces los consideraba como una bendición de las Alturas. Entonces le dije a Carepalo: “Yo no puedo ver nada, pero le confieso que tampoco tengo palabras para describir lo que siento”. Sería la media noche de esa noche de un suspiro, cuando escuché a Carepalo que en tono grave y la voz quebrada dijo: “Es como una bendición de Dios… Sólo que esta vez se puede distinguir la inmensa sombra de su mano”. Me pareció que levantaba los brazos al cielo y susurraba algo como hablándole al Creador. A mi celda había entrado una luciérnaga. Afuera, el bosque murmuraba en currucutúes, guacharacas, aleteos y ruidos de alimañas entre la hojarasca. Hasta que una luz ambarina empezó a penetrar de nuevo por los ramajes. El trino de los pájaros completó el cuadro de otro amanecer. Esta vez el día volvía más rápido y me olvidé de la opresión mañanera de otra jornada de incertidumbre. Por más de media hora Carepalo estuvo de pies dándome la espalda y mirando hacia el suelo. Confieso que sentí lástima por aquel pobre diablo cumpliendo con la misión de no dejarme escapar. Sin mirarme a la cara dijo: “Don Fortunato, en el suelo, a un lado de la reja encuentra las llaves de su celda. Después de lo que vi, siento que no puedo ser el mismo. Le aconsejo que espere a la noche, coja por el camino junto al río y preséntese en el primer caserío que encuentre. Es su libertad y también la mía”. Atardeció, oscureció y amaneció dos veces en el mismo día. Jamás olvidaré aquella noche. Quizá tampoco la olviden mis nietos cuando se las cuente con palabras que nunca desatarán ese nudo imposible de sentimientos: entre terrible y maravilloso, cruel y humano, miserable y grandioso: puro discurso de Dios escrito en la naturaleza. En cuanto a él, vi cuando se hundió en el bosque como un niño entre las fundas de su madre y desde allí, sin poderlo ver, me gritó: “¡Ah, y mi nombre es Juvenal Fonnegra. Adiós don Fortunato!” No volví a saber de él. Y fui libre como la luz que renació de aquella oscuridad que me salvó.


De Las tentaciones de Tánatos. Fondo Editorial Universidad Eafit. Colección Antorcha y Daga. Medellín, 2006.

lunes, 18 de julio de 2016

LA ESPERANZA

LA ESPERANZA
Víctor Olivares, (Montreal, Canadá)
Todas las mañanas, Julio salía corriendo para ir al trabajo, a veces comiendo parte de su desayuno que aún no había terminado, pero siempre volando. Por diferentes motivos ya varios habían sido despedidos en la compañía donde él trabajaba y eran reemplazados por alguno de los que hacían filas para que les dieran trabajo. Él sabía que no podía arriesgarse a perderlo, a sus 45 años de edad no sería nada fácil encontrar uno nuevo. Aunque no se compraba zapatos todos los años, ganaba más que muchos en su barrio, lo que le permitía a María, su mujer, que trabajaba medio día como empleada domestica, tener buen crédito en el negocio de la esquina, ya que siempre pagaba puntualmente la primera semana de cada mes.
Una día de otoño las hojas coloreaban la húmeda calle, eran las seis y treinta de la mañana,    Julio iba camino al paradero con sus manos balanceándose, ojos fijos, la respiración corta y su bolso colgado en el brazo, pero sucedía algo extraño, no había nadie en la calle, algo inusual para un día jueves, pero justo en el momento en que se puso a pensar que se había equivocado, y que tal vez, ya era el fin de semana, escucho voces y pasos; era la gente que iba pasando.
-¡Buenos días don Julio! -Le dijo alguien que pasaba.
-¡Buenos... días! -Respondió atónito, con la mirada buscando la voz que se desplazaba.
No comprendía que sucedía, no podía ver a ninguna persona, pero a él lo veían. Se detuvo y observó que todo lo demás estaba en su sitio, le dio la sensación que los árboles avanzaban con decisión hacia él, los veía como un gran ejercito verde. En pocos segundos se hizo mil preguntas, y se repetía a sí mismo:
-¡Ya va a pasar! -¡Ya va a pasar!
Por lo tanto siguió caminando, aun más lento, escuchando y viendo la tranquilizadora soledad de su entorno. A momentos sintió ser el único desgraciado sobre una calle interminablemente larga, hoy llena de piedras. Sus pisadas eran torpes y subterráneas, pero nada importaba tenía que llegar a su trabajo. Cada obstáculo era un gigante de humo que hipnotizaba sus pupilas. Al llegar al paradero hurto a alguien e inmediatamente pidió excusas.
-¡Disculpe!
-¡Hola, Julio! –Dijo él otro con mucha alegría y abriendo los brazos.
Tratando inmediatamente de comprender quien era, se concentró un poco, pero el olor a cigarrillo y la voz cómica que lo rodeo, lo ayudó a reconocer muy rápidamente a su gran amigo Raúl. Se conocían desde niños, fueron a la misma escuela, y más de alguna vez trabajaron juntos, como ellos mismo decían: “Somos yuntas”, y siempre lo fueron, hasta que la vida los alejo. Sí, Raúl siete años atrás quedo sin trabajo, y buscó, y buscó, y no encontró, y el escaso que había era mal pagado y no le permitía pagar las cuentas de hombre moderno. Entonces como muchos, decidió buscar fortuna en otra lejana ciudad. Cuando podía volvía de visita, no todos los años, pero volvía a recordar el pasado, aunque el tiempo se había encargado de enfriar muchos recuerdos.
-¡ Hola...! ¡Hola..., tanto tiempo, Raúl! –Respondió Julio un poco perplejo.
-¡Qué tal Julio! –Le respondió este, abrazándolo.
Julio que no lo veía, no sabía cómo comportarse, ni siquiera se le ocurría que preguntar, su mente estaba en otra cosa. Raúl, que estaba feliz de verlo, tenía argumento para varios días, pero se sonrió y como comprendiendo a su amigo trato de suavizar el encuentro, entonces le dijo:
-Qué día tan frío, parece que el invierno quiere llegar antes.
Julio lo escuchaba, y no decía una palabra, aún estaba con sus mil preguntas en lo profundo de su alma.
-¿Qué te pasa, te veo un poco paliducho? -Prosiguió Raúl, tratando de que su amigo le confesara algo por su propia voluntad.
-¡No..., nada!, Bueno..., estoy más o menos preocupado, un poco desmoralizado ya que están cortando gente en la compañía, tu sabes siempre le echan la culpa a algo, o los chinos, o el dólar, o la globalización. Y para rematar, hago horas extras que no me las pagan, pero hay que quedarse callado, como tú sabes: “Si no te gusta, allí está la puerta”.
-¡Qué lástima! -Lamentablemente en todos lados pasa lo mismo. -Respondió Raúl con un tono comprensivo
-Sí, pero donde yo trabajo es el colmo, ya que como es una compañía chica y somos pocos los empleados, siempre dicen que hay que ponerse la camiseta ya que hay problemas financieros debido a las bajas ventas, y bla, bla, bla... Hace diez años que escucho el mismo rollo, pero los patrones tienen una casona aquí y otra en el campo, un mercedes, una camioneta, empleadas, y de los tres hijos que tienen dos van a escuelas privadas, y el que va a la U también tiene su auto.
-¡Que le vamos a hacer! -Respondió Raúl levantando los hombros. –Pero tú sabes que...
Raúl fue bruscamente interrumpido por Julio y no pudo terminar lo que quería decir.
-Somos siempre nosotros, el pueblo, los que pagamos los platos rotos. -Dijo Julio, respirando profundamente y exhalando todo el aire que había entrado a sus pulmones. Luego continuó –Sí, estos son igual que los políticos, todos prometen, y “después si te visto no me acuerdo”. Me pregunto: ¿Por qué no firmarán un papel, donde esté escrito lo que prometen en las campañas electorales, así si no lo hacen sean enjuiciados? Creen que ...
¡Tranquilo! –Exclamo Raúl, deteniendo suavemente la ráfaga de palabras de su amigo, que en realidad eran lágrimas que no dejaba que salieran de sus ojos, y que escapaban por su boca sedienta de humanidad. -¡Fuerza, hombre! Continuó Raúl. -Mira a tu alrededor, los demás también van a trabajar, y también ellos, como todos, son víctimas de los enfermos del dinero y del poder. No dejes que te venzan, que tu cuerpo y tu alma no se vallan a quedar sin agua, bébete las estrellas para que te ilumines y ciegues al que te hiera.
Julio se mordió los labios, abrió más los ojos, inclino un poco la cabeza, y pateo despacio una pequeña piedra que había en el piso. Tal vez como estaba un poco perturbado no entendió nada, o sólo estaba harto de tanta incomprensión, pero si sé que sus hinchadas venas por su boca hablaban. Entonces con un tono irónico dijo.
-¡Así es la vida! ¡Vida de perros!
-¡Pero qué estás diciendo! –Replicó enfático Raúl – Por bajar la cabeza has chocado muchos muros, ¡Levántala! ¡No dejes que el peso de la noche te exprima y use tus lágrimas para apagar la vida! No estás solo, somos muchos y hay que luchar para lograr un mundo mejor.
Justo en el momento que Julio iba a responder fue interrumpido.
-¡Ahí viene el autobús! –Dijeron varios en el paradero.
Era de color verde y no tenía número, se detuvo y se abrió la puerta. No todos subieron, hubo un grupo que al parecer no le interesó la presencia del autobús, se les veía cansados, preocupados y enojados, Julio fue uno de ellos, él decidió de no subirse, como no veía a nadie, ni chofer ni pasajeros, era como un transporte fantasma, y tenía miedo de muchas cosas. También escuchaba decir a los que no subieron que el mundo muy pronto se iba a acabar y que nadie nos podía ayudar.
Raúl ya al interior, en voz alta, le decía:
-¡Qué te pasa hombre, súbete!
-Es que... hoy entro más tarde, y como está lleno y no tengo apuro, esperaré el otro.
-¡Pero... qué dices, si la mitad está vacío!
Entre el ruido del motor, la conversación de la gente cada vez más alta, y el apuro del chofer que tenía todavía un largo viaje que hacer, Julio dijo palabras cortadas para dar una excusa. Después escuchando que se cerraba la puerta y que se alejaban, lleno de resentimiento se dio media vuelta y cruzo la calle sin mucha precaución, camino un par de cuadras y se encontró con la plazoleta donde acostumbraba jugar con sus hijos, se sentó en el primer banco y con su cabeza entre sus rodillas se puso a pensar. Lo que más sentía era el no haber podido ir a trabajar y estaba seguro que tendría graves problemas por su ausencia y no quería contar lo que realmente le estaba sucediendo ya que seguramente pasaría a ser “el loco” de la compañía, como le ocurrió a Fernando, uno de sus colegas, que fue al doctor por que decía haber visto varias veces un espíritu en su dormitorio, que le decía que debería dejar el alcohol. Al cabo de unos meses lo echaron, entonces vendió todo lo que tenía y se fue con su familia a Australia donde ahora trabaja como tornero, y no bebió más. Las veces que ha venido de visita se le ve muy bien y de loco no tiene nada.
Después de algunas horas sentado comenzó a sentir mucho frío, por lo tanto decidió volver a su casa y descansar un poco. Sabía que María ya no estaría en casa, ya que es ella la que va a dejar los niños a la escuela porque esta camino a su trabajo, así que era el momento de entrar y de descansar estirado en la cama, que era lo que siempre hacia cuando se sentía mal.
Cuando llego a su casa, abrió la puerta lentamente, y su cara, en vez de pesar, se le lleno de felicidad al ver sus dos hijos y María tomando desayuno en la mesa.
-¡Puedo ver! –Murmuró en silencio empuñando sus manos, he inmediatamente pensó que ya estaba mejor. Entró, y estaba listo para dar una explicación de por qué había regresado y porque no fue a trabajar, pero nadie le hablo, mejor dicho nadie hizo un mínimo movimiento con la mirada hacia donde él estaba. Dura fue su sorpresa al comprender que ellos no lo podían ver, entonces no quiso hablar porque pensó inmediatamente que se iban a asustar como le sucedió a él momentos antes. Se dirigió con precaución al baño, entro y cerró la puerta casi al mismo tiempo, con miedo se miro al espejo, se toco la cara y se puso a llorar silenciosamente lágrimas secas que casi no brillaban en sus ojos colonizados. No sabía qué hacer, se sentía enfermo, viejo, y sucio. Sintió caminar y que golpeaban suavemente la puerta con los dedos. Tenía miedo de abrirla no quería asustar a quien tanto amaba, se quedo silencioso esperando algo que no sabía verdaderamente que era, siempre pensó que el tiempo trae remedios y soluciones.
Sintió por segunda vez que golpeaban la puerta. Sus ojos se agrandaron, y sus manos aferraron con fuerza la manilla.
-¡Vamos Julio, que ya es tarde! -Era María que lo estaba apurando.
Indeciso esperó algunos segundos, y abrió lentamente la puerta. Nuevamente no vio a nadie, escuchaba a sus hijos, pero estaba ciego y la amargura se apodero, otra vez, de su garganta. Al improviso sintió a María que le daba un beso y que lo abrazaba. Julio que ya todo lo veía negro, se sentía mareado y acabado, cerró los ojos con profundidad y se dejo llevar por el perfume maternal que invadía el lugar, luego sintió que ella lo tomaba de los hombros y le decía con una voz blanda y lejana, que flotaba en el aire:
-¡Julio son las tres... y vamos a llegar tarde al funeral de Raúl!
Julio quedó estático, su mirada era una línea sin fin, parpadeo lentamente para que la vieja lágrima cayera, se limpio los ojos con fuerza y volvió a ver a María con su cara angelical que lo miraba con entendimiento. La abrazó y su llanto se desató, en un par de segundos lloró una vida. Luego acercó su boca a la de María, la beso como premiándola por los rayos de amor que ella siempre llevaba en sus mangas. Tanta dulzura había en esas lágrimas amargas.
Luego, María minimizando lo ocurrido, dando prueba de control, le dijo:
-Afuera está brillando el sol.
Después con delicadeza se alejó y se fue a apurar los niños, Julio salió del baño y se dirigió a la ventana, la abrió, miró hacia la claridad del cielo, dejó escapar sus últimas lágrimas prisioneras, respiró con profundidad, y dijo con voz madura y quebrada:
-¡Perdóname, perdóname señor por mi poca fe y por haber ignorado en el paradero la esperanza! -Volvió a respirar profundamente, y exhalando decía:
-María..., Mujer... que sería de mí sin ti, sin tu motivación, sin tu fuerza.
Luego se dio la media vuelta, su rostro estaba lleno de luz, era el amanecer que había llegado a su corazón después de largas noches infernales. Dio algunos pasos, se acerco a su hijo más pequeño, le beso la frente y lo levantó con un brazo como levantando una bandera, y se dirigió hacia la puerta. María con el otro niño de la mano iba junto a él, los cuatro salieron juntos he iluminaban el camino. Julio la miró con cariño y le dijo:
-¿Amor, tú piensas que el vestido de flores que llevas puesto sea el más apropiado para esta ocasión?
Ella se observó el vestido, miró a Julio con una sonriente mueca, y abriendo los brazos hizo un paso de baile. Se detuvo y le dijo:

-¡Es lo mejor que tengo para el cumpleaños que vamos!

sábado, 2 de julio de 2016

LOS CABALLOS QUE NO QUERÍAN AMO

LOS CABALLOS QUE NO QUERIAN AMO


En una hacienda de caña había un caballo color melado, que a fuerza de trabajar y comer mal, mostraba las costillas y parecía que iba a desarmarse. Durante la semana cargaba caña y el domingo traía el mercado del pueblo. No conocía, pues, día de descanso. Por otra parte, las moscas no le dejaban punto de reposo, revoloteando alrededor de las mataduras que tenía en el lomo. ¿Comida? Apenas la poca yerba que encontraba en el potrero. Sintiéndose viejo y enfermo pensó que muy pronto lo matarían para aprovechar su piel. Había sido resignado, pero no hasta el punto de dejarse matar después de tanto sufrir. Resolvió huir de la hacienda en busca de mejores aires. Como lo pensó lo hizo. Al amanecer salió al camino y se dirigió al pueblo; no se le ocurrió irse al monte porque estaba seguro de que por allá irían a buscarlo, mientras que a ninguno se le ocurriría que estaba en la ciudad. Era malicioso el viejo caballo. Iba medroso porque creía encontrar enemigos en todas partes.

Al pasar por la hacienda vecina salió un perro conocido suyo.  ‑Ahora, éste va a contar que me vio y estoy perdido- se dijo para sí. Resolvió hablarle con franqueza y contarle que se iba, aburrido de soportar a sus amos. El amigo le concedió la razón y le prometió guardar secreto. Camino adelante, las moscas empezaron a atormentarlo volando alrededor de sus heridas, que se habían irritado con el calor. –No puedo seguir con este sol tan fuerte- y se internó en el monte vecino; se echó sobre la yerba. ¡Qué gusto! ¡Cómo se sentía de libre! Se revolcó gozoso y dio grandes relinchos. Cuando refrescó la tarde siguió su camino y anduvo gran parte de la noche. Ya iba por campos desconocidos para él, que nunca había salido de los límites del pueblo. Se sintió trotamundos y se culpó de haber permanecido tanto tiempo en la finca; sólo ahora sabía lo que era vivir. ¡Qué pastos tan fértiles y tiernos! ¡Qué arroyos más frescos! Había casas a lado y lado del camino y se encontraba a cada paso con otras bestias que lo saludaban con un alegre ¡adiós, camarada! Era todo tan agradable y tan fácil. Ya no le dolían las heridas y hasta las moscas escaseaban cerca de él. Avanzada la noche entró por un potrero hasta cerca de una casa, cuando oyó que varios caballos conversaban en un pesebre y se acercó. Se quejaba uno del mal trato que le daba su amo haciéndole trotar todo el día sin descanso. “Melado”, entonces, le propuso que se fueran juntos y, el otro, ni corto ni perezoso, aceptó. Ya eran dos e iban felices relatándose sus quebrantos.

Servían hoy a un labriego, mañana transportaban leña, al otro día caminaban; así iban ganando el sustento y adelantaban camino. Hicieron valiosas relaciones y aprendieron cosas útiles. Primero se hicieron amigos de un caballo de carreras que los invitó a la pista para que lo vieran correr. Los dos caballos campesinos estaban deslumbrados; jamás habían visto tanta gente reunida, ni caballos tan enjaezados y que corrieran tan aprisa. Pero se alejaron desengañados al comprender la envidia y la rivalidad que existía entre esos caballos; las gentes los habían dañado prodigándoles elogios.
En un pueblo donde pernoctaron, trabaron amistad con una pareja de yeguas de tiro que arrastraban el coche de una anciana señora. Eran blancas, gordas, con crines cuidadas y muy presumidas ellas. Parados al borde del camino las vieron al día siguiente uncidas a su vara, erguidas y solemnes. No; tampoco aquella vida era envidiable por más que las mimaran. Siguieron adelante. En un recodo se pararon en seco; entre la cuneta había un pobre caballo que no podía valerse; los generosos amigos lo ayudaron a salir y él les dijo que su amo lo había abandonado por inútil. Si el amo cruel hubiera entendido el lenguaje de los caballos habría huido horrorizado al saber lo que de él decían. Siguieron marchando más despacio para que el enfermo pudiera seguirlos. Como ya eran tres, resolvieron ponerse un nombre, repartir el trabajo y ayudarse mutuamente. “Melado” escogió para su primer compañero el nombre “Amigo” y el de “Infortunado” para el último llegado. Fue “Melado” el jefe natural porque era el más recorrido e inteligente. “Amigo” le ayudaría en todo y sería como su secretario. El “Infortunado” no tendría que hacer por el momento sino reponerse. Corrieron los días y los tres compañeros fueron por regiones montañosas de donde descendían grandes corrientes de agua; pasaron ante socavones por cuyos agujeros salían hombres tiznados; vieron las dragas en las minas de aluvión: se pararon muchas veces mientras pasaba el ferrocarril y siempre se les volvía cosa de maravilla que aquél corriera tanto sin necesidad de caballos; caminaron por la orilla de un gran río y vieron deslizarse por él barcos inmensos; fueron luego por entre maizales verdes, por sembrados de caña, por platanales extensos; pasaron más tarde por pastales altísimos, llenos de novillos. Estaban embriagados de dicha, cada vez querían conocer más. Oyeron nombres de ríos, de ciudades y de regiones. “Melado” amaba las montañas porque en ellas había nacido y trepaba ágilmente pero sus dos compañeros se decidían por los valles, sus años y sus enfermedades no les permitían subir con la misma agilidad.
Asistieron, escondidos en el monte, a una cacería de venado y llegaron a interesarse tanto que casi se delatan con sus relinchos.
Pero todo va cansando y “Amigo” fue el primero en manifestar que quería radicarse en algún sitio. –Tendrás que tomar dueño, –le dijo “Melado”–.¡Eso nunca!– contestó el caballo. –Entonces: ¿cómo piensas vivir?
– ¡Libre!
– ¡¿Crees que si el hombre te ve suelto y sin dueño te va a durar la libertad?
– Entonces, ¡huiré!
– Pues tendrás que vivir huyendo, porque el hombre es igual en todas partes.
“Infortunado”, que estaba oyendo, intervino:
– Ambos tienen razón: es bueno tener casa, comida y sitio fijos, pero es tremendo tener amo. Podríamos buscar un refugio a donde el hombre no llegue.
– ¿A dónde el hombre no llegue? Y qué lejos debe estar ese lugar –repuso “Melado”.
– Pero debe existir –dijo “Amigo”–. Vamos a buscarlo.
Reanudaron la marcha. El hombre estaba en todas partes; ya era el hacendado, el vaquero, el médico, el leñador o el militar. No había camino por donde pudieran ir tranquilos, monte donde estuvieran seguros o poblado donde pudieran descansar. Sentían siempre que el hombre estaba cerca. Al fin divisaron la selva y creyeron que habían llegado al término de su viaje, cuando les salió al encuentro una yegua que huía.
– De dónde vienes? –le preguntaron.
– De la selva; allí hay unos colonos y me maltrataban tanto que tuve que escapar.
– Se miraron desconsolados.
– ¿A dónde ir, pues?
– Yo sé a dónde –dijo la recién llegada–. ¡Síganme!
Trotaron felices detrás de ella presintiendo la cercanía de un llano, rico en pastos, con grandes ríos y lejos de los hombres. Al fin de varias jornadas se presentó a sus ojos un gran arenal; era el desierto.
– Hemos llegado –dijo la yegua.
– Pero aquí no podremos vivir –exclamó “Amigo”–, no hay agua ni yerba.
– Además –agregó “Melado”– hace un calor insoportable y no veo un árbol que nos dé abrigo.
– Aquí no hay vida, todo está muerto, repuso “Infortunado”.
– Pues es el único sitio en donde no vive el hombre –dijo la yegua.

Los cuatro amigos se declararon derrotados y se echaron en el límite del campo a esperar la llegada de un amo.