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lunes, 28 de noviembre de 2016

DON JOSÉ

 DON JOSÉ

José Orozco Juárez Santa Ana, El Salvador.

Don José, hombre sesentón, terminaba de cenar, cuando de repente se acordó.............
El pueblo se llamaba San Juan, y era uno de tantos del país, donde el hambre se sentía con ganas ya que más que pueblo, era una aldea semi-urbana, con casas de adobe y un gran patio, donde gallinas, cerdos y perros convivían en total armonía (aunque no siempre).
La familia Díaz, que vivía en los arrabales del arrabal que era San Juan, se componía de 9 miembros: Don Crisógono y Doña Vicenta (Don Cris y Doña Chenta) quienes eran los padres de 7 hijos, 4 hombres y 3 mujeres, siendo José (Pepe) el más pequeño. Vivían de la agricultura, si así se le puede decir, poseer un pedazo de tierra en las afueras de San Juan, que no llegaba a media hectárea, y donde cultivaban maíz y frijol, que en años buenos alcanzaba para medio abastecer a la familia y en años malos, había que dedicarse a otros menesteres como hacerla de peón de albañil, mozo de los grandes hacendados que acaparaban las mejores tierras, siendo uno de estos últimos Don Samuel, a quien todos decían “Tío”.
Así fue creciendo Pepe, entre algunas clases en la escuela del pueblo y los trabajos en la milpa de Don Cris y la hacienda del “Tío”. El trabajo en esta hacienda era del agrado de Pepe, ya que el patrón le mostraba cierta deferencia, pues el joven era muy atento y servicial y también le gustaba el orden que reinaba en todos lados, y lo que más le impresionaba, era el empeño y la constancia que ponía el “Tío” en el trabajo. A pesar de lo bueno que le parecía el trabajo, también se dio cuenta de otras cosas, que no le parecieron tan buenas, y era que el patrón consentía demasiado a las jóvenes más hermosas del pueblo, y las invitaba a llegar a la hacienda en donde a base regalos insignificantes o por unos cuantos pesos, abusaba de su inocencia, y esto era lo que le enojaba a Pepe, ya que en una ocasión vio llegar a su novia Everilda (la Eve), aunque según ella, no pasó nada con el patrón.
Otra cosa que le enojaba era el ver el maltrato de los capataces y jefes de la hacienda sobre los peones y demás trabajadores, quienes por cualquier motivo, con razón o sin ella, eran humillados físicamente con golpes y oralmente con palabras soeces, y estos capataces, no contentos con eso, hacían trabajar hasta turnos de 12 horas a los empleados del “Tío”, que más que empleados eran unos verdaderos esclavos, y todo por sacar adelante a la familia.
Cuando la gente se dio cuenta de que, aunque se sufría, pero a pesar de ello, se salía con los gastos de la familia, muchos aun de otros pueblos y regiones, iban a pedirle trabajo al “Tío”, pero pocos eran lo que lo conseguían, aún así, otros por el afán de conseguir algo, se presentaban subrepticiamente con los capataces, y éstos, aprovechándose de la situación, aplicaban medidas más severas de represión, y aunque los contrataban, era con menos salario que los demás, pero con más obligaciones. Esto redundaba en beneficio de los capataces, ya que ellos cobraban al patrón salarios completos, pero al trabajador le pagaban menos y aquellos se llenaban los bolsillos de dinero mal habido.
Algunos, en su afán por conseguir trabajo, aunque fuera clandestinamente, contrataban a algunos inescrupulosos (coyotes), para que los presentaran a los capataces y así conseguir su deseo de trabajar. Esto se prestó para otro negocio turbio, ya que muchos se hicieron pasar por coyotes y solamente recibían el pago del servicio y desaparecían como por arte de magia. Algunos que lograban entrar de contrabando a la hacienda, sufrían lo indecible, ya que el “Tío” tenía como guardianes, a unos perros enormes, que al darse cuenta de algún intruso, arremetían contra él, causándole en muchas ocasiones la muerte. Y el “Tío” se hacía de la vista gorda.
Esto vino a agravar más la situación, ya que muchos vendían sus animalitos, inclusive su casa, para pagar la cuota que los coyotes les exigían. Cuando el “Tío” se dio cuenta de este manejo, también exigió su cuota a los coyotes, y sólo para “taparle el ojo al macho”, realizaba campañas ridículas, para detener el tránsito de “indeseables” por su hacienda.
Con el paso del tiempo, Pepe, ahora José, se pudo casar con la Eve, pero en su mente bullía el afán de hacer algo, (pero qué), a favor de todos sus compañeros y amigos que trabajaban con el “Tío”. Está por demás decir que éste se consideraba el amo de la región, ya que dominaba todo, desde el comercio hasta el cura, así es que los pequeños agricultores (fuera de la hacienda todo era pequeño) y comerciantes, se tenían que plegar a los antojos gansteriles del “Tío”, quien imponía precio a las compras y ventas de todo lo negociable en la comarca.
Lo peor era, que como el “Tío” acaparaba todo tipo mercancía, sólo a él se le podía comprar todo: comida, vestido, inclusive las semillas para sembrar. En fin, que no se `podía concebir actividad alguna en la cual no estuviera involucrado el “Tío”.
Dándole vueltas al asunto, José se encontró con Juan, un amigo suyo al que no veía desde hacía muchos años, ya que éste se había ido a estudiar a la capital y ahora regresaba a su pueblo con la idea de establecerse ahí, puesto que la carrera que estudió fue agronomía, y ahora graduado como ingeniero agrónomo, venía a hacer algo por su pueblo.
José lo puso al tanto de todos los problemas que tenían, principalmente con el “Tío”, problemas que al principio alarmaron a Juan, pero que después vio que sí había remedio para ellos; ya que si el “Tío” tenía el dinero, Juan poseía la inteligencia.
Lo primero que hizo Juan fue, convocar a todos los agricultores para convencerlos que no había necesidad de depender ya del “Tío”, sino que ellos mismos podían ser autosuficientes para satisfacer sus propias necesidades, lo único que se necesitaba, decía Juan era trabajo, fuerza de voluntad y honestidad.
Al principio casi todos los agricultores se entusiasmaron, pero después, solo quedaron los que sí estaban convencidos de que podían por sí mismos salir adelante, ya que esto implicaba doble trabajo y mucho esfuerzo.
El siguiente paso fue: preparar el terreno para la siembra, pero sin usar abonos químicos, sino abonos orgánicos que el mismo Juan les enseñó a preparar; claro que esta preparación tardó el doble de tiempo que la que hicieron los que habían usado químicos.
Siempre tratando de mejorar, Juan se dio a la tarea de conseguir semilla nativa para sembrar, esto sí le costó mucho trabajo, pero a fin de cuentas, adquirió la suficiente semilla para sembrar, tanto él como sus compañeros.
El siguiente paso de Juan, fue el enseñar a sus compañeros a seleccionar la semilla, para así tener asegurada la siembra del próximo año.
Afortunadamente ese año, fue bueno: llovió lo necesario, no hubo cosas negativas en el trabajo, aunque sí por el lado del “Tío”, quien al ver la cosecha de Juan y compañeros, quiso comprársela a un precio ridículo, alegando que era de una semilla de baja calidad; pero éstos no se desanimaron, y aunque tuvieron que recorrer mucho camino, al fin lograron vender a buen precio su cosecha, fuera de los límites del monopolio del “Tío”.
Esto le causó malestar al “Tío” pero no tuvo más remedio que resignarse y con el tiempo fue perdiendo autoridad y dominio sobre los demás; pero eso se debía a que Juan supo organizar a la comunidad, buscando nuevos horizontes, luchando con honestidad, fomentando la paz y la justicia, a tal grado que con el tiempo, se constituyó en el líder del pueblo de San Juan, y José fue su aliado incondicional.
El “Tío” se dio cuenta que ya era imposible oponerse a casi todo el pueblo y optó por enclaustrarse en su hacienda a disfrutar sus millones de dinero bien y mal ganados.......
Pero eso sucedió hace muchos años, ahora Don José se sienta a recordar con su familia, todos esos acontecimientos de antaño. Su amigo Juan y líder del pueblo, en busca de ayudar a más gente, emigró a otra región para seguir apoyando el desarrollo integral de las personas y las comunidades.
No faltaron dificultades, pero lo único que le queda de satisfacción a Don José, es que la humildad, la honestidad, la solidaridad, el bien común, son la base para un
desarrollo personal y comunitario, todo ello aunado al fomento de la paz y la justicia social.

lunes, 21 de noviembre de 2016

EVA PRIMA PANDORA DE LOS MALENTENDIDOS


EVA PRIMA PANDORA DE LOS MALENTENDIDOS
POR: JAVIER BARRERA LUGO

Escrito para Emiglia, la artista de la familia.


El gran logro de los pintores del renacimiento europeo fue otorgarle personalidad, desnudeces, humanidad -con todas las atribuciones que el término posee-, a los rostros y ambientes de las cortes monárquicas que un par de siglos después fueron decapitadas en la plaza de la concordia de París, diezmadas o proscritas gracias a las revoluciones gestadas por sus súbditos, seres hastiados de los caprichos de unos soberanos y sus lambiscones de oficio, que con sadismo impusieron la miseria de las masas como principio de sumisión en tierras que sus antepasados conquistaron a punta de espada.
      
Los hombres que a través de la imaginación, la maestría de su oficio artístico y los descubrimientos, retrataron una época contradictoria de la historia (la exaltación de los valores individuales y la inteligencia humana, patrocinada por quienes se autoproclamaban elegidos del Todopoderoso), pusieron en primer plano la creatividad como factor de desarrollo de una especie que para su desgracia, era adoctrinada por la élite que se amparaba en el temor a los designios de un dios “que sólo le hablaba a algunos elegidos,” para realizar su voluntad.

En un período de incompatibilidades conceptuales, el naciente sentido de veneración por las nuevas ideas cohabitó con los sanguinarios apetitos de dominio en el propio corazón de Europa. En el período inicial de las reivindicaciones hechas por estudiosos de las artes, ciencias y letras, hizo su aparición la violencia en todo su esplendor: tortura, censura, destierro, inquisición, guerra. Reyes y clérigos utilizaron el poder para mantener a raya cualquier atisbo de sedición.

Peor suerte corrieron los habitantes de las nuevas tierras descubiertas o inexploradas. África y América, llenas de recursos naturales, les dieron a las monarquías agonizantes el aire necesario para salir del ostracismo. La bonanza de la aristocracia que decía acercarse al humanismo se pagó con crueldad, racismo y la peor de las esclavitudes resumida en el miedo que dejaron plantadas las masacres en la conciencia colectiva de unos nativos que fueron considerados  como inferiores.

Pintores, poetas, filósofos, dramaturgos e inventores, encontraban evasión transitoria de los tentáculos del poder que compraba su tiempo y talento, en cuchitriles donde la sensación de libertad se pagaba generosamente. Miles de monedas que sus mecenas les proporcionaban para que desplegaran sus saberes con sentido estético más que como instrumentos de revolución espiritual, llenaron las arcas de prostitutas y taberneros. Corrieron el vino, los excesos que la carne pedía a gritos, hasta las peleas con las cuales se desfogaba la rebeldía que latía y era tímida, pululaban en el ambiente.

Muchos optaron por el camino provechoso de la rendición a cambio de fortuna y gloria, otros usaron el sistema a su favor, generaron ideas, pero tuvieron la precaución de mimetizarlas delicadamente en sus obras, muchas de las cuales  fueron pagadas por el mismo patrono, que enfocado en el presuntuoso vicio de la apariencia y la ruindad patológica, fue incapaz de detectar el sentido profano de los trabajos que aún hoy adornan palacios y muchos de los rincones Vaticanos, la fosa corrupta donde fueron lapidados herejes y santos.

Hijo de su tiempo, Jean Cousin, “El Viejo,” que fue geómetra en Sens antes que pintor, logró hacerse favorito de Enrique II, monarca de Francia, cuyo logro destacado de gobierno fue desposar a Catalina de Médici y sellar como consecuencia una poderosa alianza con la realeza florentina. La soberana, protectora irrestricta al igual que su familia de los artistas que le caían en gracia, ejerció mecenazgo a favor de “El viejo,” quien tuvo  la sagacidad de arrodillarse primero que todos para hacerse un espacio en la nómina de pintores apoyados.

Aunque no formó parte de la corte, fue tenido en cuenta por su sentido estético y maestría técnica para realizar pinturas, vidrieras y grabados que aún hoy decoran lugares como los Museos de Louvre y Montpellier, la National Gallery de Edimburgo y la Biblioteca Nacional de Francia.

Su trabajo se desarrolló sin novedades por varios años; pero con un encargo hecho por Catalina ocurrió algo que le costó el privilegio de ser un artista mimado. En 1550 cuando ella contaba con 31 años, “El Viejo” presentó su obra, Eva Prima Pandora, -óleo sobre tabla- considerado el primer desnudo  de la pintura francesa. Muchos de quienes detallaron por primera vez la obra, según versiones de historiadores del arte, no pudieron eludir el parecido de la protagonista con la  consorte del monarca francés. Según los expertos “la corte se llenó de silencios, extraños silencios para una turba acostumbrada a la algarabía y el exceso. Sólo cuando Enrique esbozó una sonrisa,  más de compromiso que de satisfacción, los rostros se relajaron, aunque fueron incapaces de mirar a la Médici a los ojos por temor a delatarse.”
       
Tan extraño comportamiento, tibia reacción de un monarca de la época frente a tamaña alevosía, me abrió las venas de la curiosidad. Por eso llamé a mi amigo Mario Díaz, vago de profesión, célebre escritor inédito y enamorado de las bellas artes, quien entre sus extensos conocimientos pictóricos guarda un vademécum de chismes que la propia Negra Candela envidiaría, y le comenté lo que acababa de leer. Díaz me pidió unas horas para sustentar lo que su memoria ya tenía perfilado: “He escuchado superficialmente lo que pudo suceder ese día; pero deme unas horas y le cuento el cuento como es.” Dijo utilizando un melindroso tono de experto.
       
Al día siguiente la historia del pintor francés del renacimiento que humilló en público a la primera reina Médici de Francia, brotó de los labios de Mario como un torrente de veneno con sabor a cereza:
“Cuando se empezó a construir el palacio de las Tullerías, residencia que se levantó como maison de plaisance  para la reina Cathérine de Médici, Cousin “El Viejo,” acostumbraba visitar a una hermosa mujer llamada Dominica, vecina de la obra. Una hembra un tanto “rellenita” que además de tener una belleza plácida, pequeños ojos fríos como de huérfana y labios delgados de traidora, era confundida no pocas veces con la esposa de Enrique II. Jean “le hacía antesala” hasta cuatro veces a la semana, siempre de noche, cargando bajo el brazo una cajita de madera con los trebejos propios de su oficio.

La cosa era vista con cierta naturalidad por las vecindades quienes no ocultaban sonrisas llenas de envidiosa lujuria y desinterés. De ahí no pasaba el asunto, París estaba lleno de concubinatos. Pero una de tantas noches “El Viejo” abandonó presuroso la morada de su amante y se fue directo a una cantina, pidió licor, una mujer para pasar el rato. En medio del desorden comenzó a cantar con varios borrachines que le dieron cuerda. En el momento culminante del jolgorio solicitó un poco de atención a la concurrencia. El silencio se hizo. Apenas si recordó la agria discusión que acababa de tener con su amante antes de empezar el espectáculo.

Tomó del rincón donde dejó sus cosas un retablo cubierto por una sábana amarillenta y elevó para quien quiso escucharlo una lapidaria consideración: “He aquí la obra maestra de mi corazón.  Eva Prima Pandora, se llama, hecha en honor de una arpía que al igual que la primera mujer moldeada del barro por Yahvé en la  biblia y la fémina inicial creada por Zeus, introdujo su maldad en la vida de un hombre.”

Atónitos, los testigos callaron por pudor. Presa de los efectos del ajenjo, “El Viejo” se fue de culo y quedó dormido sobre una silla. Los ronquidos superaban por poco la estridencia de su talento. La mujer del cuadro, desnuda del pecho y apoyada sobre una calavera, completaba la escena de estreno en un burdel de una obra realizada para Catalina de Médici.

Cinco días después “El Viejo asistió a la cita en palacio para entregar el encargo. Catalina se acercó para ver de cerca la obra de su protegido. “Es exacto a como lo describieron quienes lo vieron por primera vez en la cantina donde osó exponerlo, querido Cousin. Y es evidente el parecido de la protagonista conmigo… Lo más probable es que a su majestad no le guste mucho ver la cara de su esposa pegada a un cuerpo que tiene belleza superior al de su reina. Pero…” 

Jean Cousin “El Viejo,” sudó como loco, intentó buscar una excusa coherente para algo que era evidente para todos, menos para él, un anciano enamorado -que su mente trasportó la cara de su protectora hacia el cuerpo de su amante-, pero fue infructuoso. Catalina de Médici pidió la mayor reserva el día de la presentación de la obra a los miembros de la corte, “cero palabras, algo muy rápido,” le ordenó, y él sólo asintió como si fuera un niño que acaba de regar la leche en el piso recién lavado.

La tarde de la presentación estuvo plagada de rumores que “El Viejo” no pudo ignorar. Catalina cumplió rápidamente con el ritual, nada de halagos para el pintor o su creación. Los cortesanos reprimieron risas y comentarios, se limitaron a mirar hacia otros lugares de la sala cuando la sábana fue retirada del retablo. La ceremonia duró menos de quince minutos.
Cuando Jean se disponía a desaparecer, el asistente de Enrique II le pidió que lo acompañara hasta los jardines de palacio.  El monarca, recio, mirándolo con todo el rencor posible mientras se alisaba barba y bigotes, le dijo en su estilo: “Maestro  Cousin, detesto su obra; pero retirarla o destruirla, que es lo que se merece, sería darle insumos a los cotilleos de la maldita corte que me sigue. Todos saben que el retrato es de Dominica Levesque, una de mis amantes ocasionales, y para mi sorpresa, amante suya. No quiero verlo en ningún espacio de esta casa magna, ni cerca de la reina o de la corte. Ha llenado de bochorno la cotidianidad del reino de Francia.”

“El Viejo,” fue comisionado para llenar de vitrales iglesias y palacetes del sur de Francia hasta su muerte. Ese fue su castigo.  Extraoficialmente se dice que su carrera, en represalia, fue opacada y casi fusionada con la de su hijo  Jean Cousin, “El Joven,” cuya obra, similar en estilo a la del padre, fue comparada  y estuvo a la altura de los portentos de su contemporáneo alemán Alberto Durero.

La leyenda de “El Viejo,” cuenta que unos días después del incidente de la Eva Prima Pandora, recibió un mensaje de Dominica en el que la aturdida amante sellaba la suerte pasional del pintor con una sentencia lapidaria: “Una buena forma de confesar tu amor por la reina a través de una pintura que dijiste que era sobre mí. Fui un molde en el que vaciaste el amor por la florentina soberana de Francia. No nos volveremos a ver.”

El relato de Mario, tóxico hasta la médula, lleno de referencias, conocimiento y mucho de fantasía, me  conmovió. Rematamos nuestro paso por el arte francés del siglo XIV con la promesa de averiguar más sobre la vida de Dominica, la protagonista de una de las miles de situaciones que alimentaron con morbo el desarrollo del renacimiento francés y la historia universal de los malentendidos. Estamos en esa tarea.

El sentido humano, sus pasiones, empezaron a hacerse patentes en un período que albergó el inicio formal de la contradicción humana. En el fondo los hechos se repiten hoy, la lucha de los hombres por tener una voz que rebase las circunstancias de sus liderazgos políticos, sociales y económicos aún es tenaz y parece perdida gracias a la comercialización dictatorial de la creación. En un período histórico en el que los medios de expresión abundan, la comunicación real brilla por su ausencia. Los creadores parecen estar condenados a ser los nuevos  Jean Cousin, “el Viejo.” Espero que las circunstancias por venir me hagan comer las palabras que aquí escribí.   


**Si este escrito le genera alguna sensación puede escribir al correo: baluja74@hotmail.com o dejar  un comentario en nuestro blog idiota Inútil. Lo responderé con mucho gusto.

martes, 15 de noviembre de 2016

MONÓLOGO

MONÓLOGO

Ender Rodríguez Molina, San Cristóbal, Venezuela


Y aquí ando de nuevo muy, pero muy jodido entre ramales. Veo angustias acostumbradas en el polvo de esta calle mía, terca y torpe, golpeando las puntas del pasto verde torturado. No he nacido en las costillas blandas de la montaña que piso. Yo más bien, solía recordar a mi madre, como dulce prodigio, como tierra sepia. En el ocaso, siempre caminábamos juntos hacia el mar, ella y yo hacia el cielo azul. Las gigantes olas de las aguas del origen iban y venían en el vaivén de este mi planeta, mi pequeño y turbio mundo. Ahora, sólo cordilleras tengo a los lados, caminos y riachuelos cortados, casitas como miles de cajas, ladronzuelos y matones, negociantes hijueputas, entre otras alimañas. Así es la vida, como buen acertijo de dioses imprudentes del trópico. ¡Ah, bueno claro! También he vivido al lado del oasis. Ofelia, ha sido mi mujer. Unas hermosas lunas bajo su cuello, la selva de almíbar cerca del ombligo, y atrás un gran sol doble, protegiendo su figura toda. En su centro, el lugar del inicio, donde viven los seres, su vientre de agua pura. De allí salieron niños, mis propios hijos. Unos ya en el cementerio, bajo crisantemos y cruces. Otros, labrando la aurora, sin pasta, ni ropa, tan jodidos, locos y sin modales como su padre. ¡Vaya herencia coño! De todos modos, no me quejo así no más, sé que exista el sitio a donde voy. Sobre el fogón del hogar del patrón, escupí. Pasé noches en el mismo infierno, peleando contra molinos y rapiñas. Las balas iban y venían también con la vida, la cárcel, y un desierto sin migas de pan caliente. Las golondrinas a veces huyen, yo no. La mujer de mi vida apretaba el gatillo en su mente, sola y ausente, quería morir. Triste sufría por la enfermedad de nuestro pequeño. Luego murieron ambos. Signos de interrogación había en el cuerpo de mi niño, un tumor maligno reía tras el costado de un ángel. Debo ahora recordar, las buenas cosas de esta flor de la vida. Con la muerte del pequeño, encontré una vida más, renací pues. Dejé la extraña manía de maldecir a los muy cabrones, que también maldecían sus vidas. Había siempre muchos infelices y pobres, intentando joderse unos a otros como siempre. Ahora los bendigo. El asesino a veces sabe más de amor perdido, que otra cosa. Un tipo abandonado se vuelve quizás un absurdo corazón, sin tiernos deseos. ¿Será huérfano de la belleza? Alejado del afecto y lanzado contra la nada. En mi calle parece haber enemigos pero saben, si pienso bien, no es del todo así. En un huerto, juntos hacíamos algo común, glorioso encuentro de manos. Se juntaban las dudas, los cuentos y todo florecía, la mujer del vecino traía un trozo de algo para comer. Y hasta los pedacitos, se compartían en el edén donde nada había. Parecían familiares hermanos de alguna placenta quienes siempre conspiraban y peleaban. Esos días, no hubo guerras, mezquinos impulsos, ni rabia. A veces, no sabemos enterrar la ira y buscar la aurora entre todos. Para varios de nosotros, podría ser más fácil iluminarnos, la aurora se asoma apenas, ¡Coño, pero casi no la vemos! Debemos aprenderlo ahora. Hay ritos donde somos hermandad, se muestra la hermosura, el amor, pero a veces se esfuma. En mi historia, tengo unos hijos vivos, igual jodidos, igual hermosos. Tengo una casita de latas y pedazos de piedra, cartón, madera. Llueve y entra un río. Nosotros ponemos el calor, la alegría. Nada nos distrae de vivir la vida rodante. Ella no se detiene, sólo avanza a pasos medianos. Vienen tormentas, pleitos, coñazos con el poder, vainas con la injusta bregadera del absurdo, pero ahí vamos, lentos y alegres en la aurora. A pesar de todo, nada nos distrae, nada nos tumba el porvenir de levantarnos recios. Acá a mi lado, sigue Ofelia, el mar de mi madre vive ahora en mí. Su agua me acobija, y mis hijos son miles y miles. Mi clan es mayor, ya no es de sangre, es de espíritu. Cada noche el rancho suena como el mar de mi madre. El oleaje va y viene como destino simple, como belleza y elixir de vida. Ofelia ya no vuela, duerme en la sombra de las alegres casas malhechas, el río casi seco que resiste, y las gentes. No pido más.

domingo, 6 de noviembre de 2016

AMOR PROHIBIDO

AMOR PROHIBIDO
Por: Javier Barrera Lugo
A: Florentino Borrás y la señora Margarita.

Esta noche pasaste por mi camino
y me tembló en el alma no sé qué afán
pero yo estoy consciente de mi destino
que es mirarte de lejos y nada más.
José Ángel Buesa

Tristeza por los sentidos que dejamos acabar. La conveniencia que trae la cotidianidad que nos inventamos y seguimos ciegos, por más revolucionarios que pretendamos ser, se nos mete profunda en las convicciones y las trastoca. El daño tiene diversas motivaciones: para algunos traicionarse y vender a los demás es un acto banal cuando se quiere ganar. La voz de la conciencia le cede el paso al galopante deseo en su expresión más miserable. Para otros ser llevados por la diosa fortuna a lugares incómodos en los que los sacrificios que hacen son sólo la consecuencia de la falta de talante o el dolor ante un golpe implacable del destino que como cretinos creyeron inexistente, les termina afectando la psiquis. Así de terminantes son las cosas.
       Preséntese como quiera  la tristeza ante la renuncia que no quiere asumirse, los sentidos quedan marcados, se extrañan las sensaciones del beso, la piel desnuda que creímos jamás poseer, la eterna taquicardia cada vez que se asiste a la cita de cada tres años en un centro comercial atiborrado de gente que no existe para los involucrados en el encuentro, el no hallar la forma de encender las luces de una habitación de hotel donde cualquier escrúpulo se revierte a favor de la lujuria del amor y los goces del cuerpo se vuelven el sentido real para una vida cuya densidad, en ese momento específico, no está marcada por necesidades sino por instintos.
       A Ismael nada le había movido la existencia con violencia dulce, nada le había enseñado el pecaminoso sabor de las orillas de la  muerte  hasta que conoció a Matilde Amarilla, mujer a quien la intensidad de la luz transfiguraba. Por ella desertó, aguantó la ofensa de ser “sólo su amigo,” y servirle de sicoanalista cuando otros imbéciles no la querían, con ella construyó mundos perfectos que se incendiaron fácil y hasta bajó a los profundos infiernos para comprobar que se parecen mucho a la tierra.
       La autoflagelación aparecía cuando veía a la esposa rumiar su clasismo, hablar de eso con un grupo de brujas tan perversas como ella, ignorarlo, faltar a la promesa de dejarse llevar por la mística de la vida sin pretensiones mayores. “¿Cuándo se fue todo a la mierda?” Sólo se preguntaba eso.
       Rebelde tibio, invocaba a Matilde como el más digno de los remedios. La echaba de menos, decidía buscarla otra vez en esa memoria privilegiada que tienen  los suicidas potenciales; pero un comentario susurrado por la esposa, un “ya está otra vez pensando pendejadas,” lo llevaban a borrarla de las pulsiones porque un hombre viejo no puede darse el lujo  de la esperanza.  “Tristeza de los sentidos que dejó acabar,” repetía hasta que el cansancio lo doblegaba.
       Matilde, ese milagro que apareció para hacerlo trizas llenas de alegría cuando ya todo eran  trizas por costumbre, la amada que un día desapareció y le pidió perdón sólo para otorgarle perdón años después cuando fue él quien sin ánimo de revancha la apuñaló,  la mujer que le ralló con una puntilla al rojo vivo el corazón, aparecía en la negación del sueño para decirle con cada gemido, con cada caricia plagada de viento: “nada es para siempre, ni siquiera la tristeza,” y lo llevaba a sentirse como un viejo ridículo demasiado feliz, mientras ella tenía veinte años y le cantaba sin armonía, una  vez más,  “amor prohibido” de Selena, mientras sus abuelos eternos escuchaban la misa del padre Guillo en Bojacá.
       Ni siquiera las borracheras eternas con poetas tan malos o peores que el “gran Ismael Landázuri,” (invento de un editor que practicaba la avaricia como estimulante) le impidieron faltar a la cita telefónica de cada domingo  de 1.999 a las 8 de la mañana para escucharla desafinar con cada nota que  dejaba salir del centro del estómago. Ese fue el año en que conoció el veneno de la romántica espera y a su gestora.
-Eres la libertad de un esclavo enguayabado- le decía para hacerla entender que era el centro del universo de alguien; ambos sabían que para el novio divorciado y médico eminente, Matilde no lo era.

-Contigo hago cosas que no he hecho con nadie más: cantar, ser una gamina, tomar cerveza, tirar piedra en las manifestaciones del primero de mayo sólo por joder, no tener responsabilidades.

-¿Algún día haremos el amor…? Ni siquiera me besas con la boca abierta…

-Esa es la prueba máxima de intimidad con alguien… Me gustas… pero…

-A uno le gustan centenares de cosas y ama pocas… ¡Te amo!

-Yo a ti no, bueno, te amo poquitas veces, otras te odio, la mayoría del tiempo te quiero como amigo, me caes bien. Lo siento.

-Siéntelo cuando al día siguiente de dormir conmigo no quieras que me vaya de tu cama…Disculpa la sinceridad de mis deseos… ¿Te pusiste roja? ¡Lo logré! Te alcancé a mover el piso.

-Cállate, idiota, sólo seremos amigos, buenos amigos. Ten claro eso… “Amor prohibido nos dice todo el mundo, el dinero  no importa en ti y en mí, ni en el corazoooón…”

      La vida dictó otras órdenes, generó alucinaciones y después las aplastó con la vehemencia de un niño sádico. Amor y odio coexistieron, se hicieron fuertes y agonizaron; pero lo peor que les sucedió fue que se acostumbraron al silencio -El silencio es la muerte- Las despedidas se hicieron lánguidas, comunes.
       Tristeza por los sentidos que dejamos acabar. Siempre es igual, por eso la mayoría de los humanos están amargados, esperan milagros, campos florecidos, mucho verde y amarillo y rojos de locura, aunque jamás pelean por ello. La vida les demuestra que todo se extingue y muta, que somos cenizas humedecidas que se resisten a la corriente.
       Matilde zozobra en un montón de palabras que no quiere escuchar y el considera inútiles en el imperio de la sordera.   Amor prohibido es el que nosotros mismos invalidamos, la colofón parece ser el gimoteo eterno.

      Ismael, en el estudio del que nunca sale por físico tedio, no pierde la esperanza de volver a desnudarla y sentir que por un instante todo volverá a tener sentido y millones de segundos perdidos comenzarán de nuevo. La esperanza parece ser el último seguro que poseemos para no pegarnos un balazo en la cabeza.