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lunes, 17 de julio de 2017

ASESINO DE DIOSES

ASESINO DE DIOSES
Por: Javier Barrera Lugo
A: Fernando Cely, quien me contó esta historia al calor de unas cervezas.

Un paso a la vez. Quedarse quieto. Respirar profundo para que esta rabia que consume se vaya diluyendo. No funciona. Repito infructuosamente la terapia cien veces para no partirle la mandíbula de un puñetazo al imbécil que por ser hermano de mi mujer, cree tener derecho a restregarme sus puntos de vista respecto a “¡mi poca actitud para asumir la vida en serio de una vez por todas, carajo!” No lo logro. ¡Voy a matarlo!
       Salgo de la habitación sin chistar, atorado. Ella no dice nada. El silencio es la puñalada que confirma mis sospechas: “Siempre apoyaré a mi familia.” Su mirada escupe esa sentencia que no quise asumir porque creo estar aún enamorado de la bella flaca.
       No puedo hacer nada. Mi presencia sobra en el paraíso mentiroso inventado por este clan al que nunca pertenecí. Saco de la gaveta la poca plata que ahorré para viajar a Cuba, reviento contra el piso el celular que ella me regaló en navidad (aparato de mierda que siempre detesté porque con él, la flaca me tenía atado) y escapo.
       Bebo la existencia de la cantina del viejo Santafé. Ebrio, vago por horas y los pies me llevan por inercia al lugar que creí, era mi hogar. “Tal vez una disculpa…”, pienso. El sedán último modelo de mi cuñado continúa parqueado frente a la casa. Las luces de la sala están encendidas… Huele a conspiración por todos lados… ¡Ya no me rindo!
       Nietzsche concluyó en una explosión de locura genial, que el hombre purificado es aquel que no tiene nada que perder y descarta lamentarse por eso. Consecuente  con este concepto, tomo una piedra grande del jardín y la meto entre mi chaqueta anudada por los extremos. Como un David moderno versión mestiza latinoamericana, comienzo a lanzar la honda con furia hasta que no le queda una ventana y una lata buena a ese hermoso vehículo italiano que Goliat usa como sustituto de su pene pequeño.

       Todos me miran aterrados. Ella vuelve a decirme con la mirada que estoy solo y frito. Lo acepto. Mi cuñado se lamenta hasta las lágrimas por su carro siniestrado. No se atreve a mirarme. Es un niño asustado y dolido; tan igual a mí que estremece. Enciendo un cigarrillo por placer. Acabo de matar al primero de los dioses de mi lista.

martes, 11 de julio de 2017

AYER

 AYER
Por: Fernando Vanegas Moreno


Si que era fría esa mañana…, salió sin prisa, asomándose a su tristeza cotidiana, creía en su alma que todo mejoraría con el paso de las horas. Mientras esperaba el bus, subió las solapas de su abrigo, sacó de su bolsillo izquierdo el último cigarrillo que le quedaba, lo puso en su boca y luego de encenderlo, inhalo con fuerza aquel beso prendado de nicotina y de barbarie. Buscaba en su memoria el recuerdo perdido de esa niña, la de ayer, la del colegio, la que fuese en un momento de locura adolescente, su amiga, su novia, su amante, su esposa. Últimamente la evocaba demasiado…., tal vez era el cansancio de su vida desordenada y sin sentido, tal vez era solo la necesidad imperiosa de querer, de amar, así solo fuera a un recuerdo; hacia tanto tiempo de su soledad, que ya extrañaba el dulce dolor de enamorarse.
Estaba agotado, lo miserable de su alma solo se equiparaba con la grandeza de sus ideas, su pobre apreciación de sí mismo, no era para nada concordante con el concepto de “genio”, que de él tenían la mayoría de sus conocidos, y es que sí, era un genio, algo loco, algo descuidado, algo hijueputa, pero un genio.
-Oiga marica, ¿Por qué fuma tanto?
-Don Marica pues merezco respeto (contestaba cuando así lo interrogaban), fumo tanto porque solo la nicotina es capaz de hacerme escapar, y rápido, de juicios de valor como el suyo.
No aceptaba la intromisión fastidiosa de otras personas en su vida. Él y solo él era el dueño de su destino, y así, esa mañana, con nostalgia volvía al tiempo aquel en que “capaba colegio”, solo con el firme argumento de esperarla a la salida de sus clases, cargar sus libros hasta la puerta de su casa y despedirse con un beso inocente hasta la tarde siguiente, cuando muy seguramente, el Wimpy de Unicentro se convertiría en el testigo alcahuete de ese amor infantil ya madurado.

Ya en su transporte, busca la silla más apartada, se sumerge de nuevo en sus coloquios y en un momento dado la ve reflejada en la ventana empañada de su lado, el corazón se para, es imposible la casualidad, voltea con violencia y…, no la ve… ¿acaso su ejercicio mental de evocación, ya raya en la obsesión y la locura? No, no puede ser. Hace tanto no sabe de ella, son muchos años, ya debe estar casada y, muy seguramente, será una excelente esposa y madre. No cabe duda alguna, se está enloqueciendo. Baja con premura de aquel infierno rodante, pero el averno ya está en su cabeza, camina rápido primero; corre después, como para intentar dejar atrás esa imagen en uniforme colegial. Atraviesa el parque el Virrey, la carrera 15 y continua hacia el oriente en su desesperada evasión de los ayeres. Por fin, ya sin aliento y rendido ante la velocidad inmisericorde de su mente, se sienta en el pasto humedecido de esa mañana, quiere dejar de recordar, quiere que su maldita vida gris vuelva a ser como siempre, quiere criticar y ser huraño y amargado sin que le importe nada ni nadie, quiere cabalgar en la penumbra de su orgullo y abrazar su soledad, quiere y se da cuenta, que lo que más quiere…, es que ella aparezca.