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sábado, 28 de octubre de 2017

TRAMPANTOJO


TRAMPANTOJO**


Por: Javier Barrera Lugo






Se educan los sentidos para reemplazar no lo que falta
sino aquello que pulula como fosforescencia solar;
todas las almas que buscan trascender tienen música en sus actos.
Los ciegos activamos instintos, engatusamos,
cada lugar de la casa es un lienzo blanco para tatuar
los giros que la existencia otorga. Es nuestra diaria encomienda.

Genialidad nunca supera a trabajo; aguafuerte para el beso mutilado,
esa sensación de abandono que tiene matices negros, 
difusos puntos que titilan en lo recóndito del frío y forjo en primer lugar.
Mis manos obran en la creación imitando a Rembrandt,
por eso aprendí de memoria cada luz de octubre, sus atardeceres,
el olor a artificio y perfiles con sabor a trementina después del sexo

sólo para encarnarlos cuando no existan en mis mantras.
Andar es negarse a que la tozudez de la muerte me quebrante,
pintarrajear del mundo cada estría, las pulsiones que desdoblan el alma rebelde
 y preguntar: ¿qué puedes calcar hoy, hombre ciego?
Y responder: alargo el espectro de lo que ves
para que veas lo que quiero ver cuando milito en oscuridad. 

Arar del campo sus colores con cuchillas de fuego
para que broten de ellos el rostro del dios que invento
y plasmar en un trozo de papiro hierático
los rasgos que lo hagan humano: facciones apuñaladas
por el tiempo, miedo en esos ojos que se sirven de lo que yo no puedo,
tibieza del vaho que sospecho, crea vida crujiendo en el cuerpo de la pintura.

Mi obra es un elogio al horror de ser quien soy.
La dignidad está en el defecto que persiste,
acto   blasfemo pleno de belleza que asumo como consigna
y figuro con mis dedos sucios de pigmentos, de plomo, en un cuadrado ínfimo;
caballos celestes se pierden en opacos cielos mientras aquella deidad anciana
 me recuerda que soy un padre celoso dispuesto a asfixiarlo.

Pinto para que los gusanos del tiempo no carcoman mi esqueleto.
Pero el dios viejo que parí y soy yo mismo, es ahora quien reproduce mis ojos vaciados
en esta lámina llena de humo. Me desnuda, se burla con la suficiencia de un tirano:
-Ciego sin corazón-, dice en cada trazo gris que incorpora-, morirás dos veces por
negarme el derecho a ser idolatrado. Hoy creo al hombre que me creó… Y lo asesino.
La esencia es la misma, concluyo: individualidad y omnipotencia, simples invenciones.


Dejo de volar para conocer lo que tiene importancia tácita:
Esta pintura que desde ahora cuelga en el panteón,
- testimonio de un ciego que camina en círculos blandiendo su espada sin filo-
confirma que las criaturas transcribimos nuestros miedos, las virtudes,
esperanzados en que la imagen no termine por ser un  banal esfuerzo
en la búsqueda del tesoro llamado ausencia.

“Ciego cantero, rompe mil piedras, deja de soñarte mártir en la carencia. ¡Trabaja!
Eres susurro del cuervo que ronda la estancia mientras los artesanos
llenan el mundo con obras que fuiste incapaz de provocar.
Persiste en soledad, comienzas a borrarte.”
Mis tonos se diluyen en el agua como preámbulo a la maldición  que se repite:
Todo es  blanco una vez más. Hay que volver a empezar.


** Trampantojo (de «trampa ante ojo») es una técnica pictórica que intenta engañar la vista jugando con el entorno arquitectónico (real o simulado), la perspectiva, el sombreado y otros efectos ópticos y de fingimiento, consiguiendo una "realidad intensificada" o "sustitución de la realidad

sábado, 14 de octubre de 2017


DONDE ESTÁS

Por: Javier Barrera Lugo

Nunca serás pena, jamás, mi adorada Cata. Siempre alegría para mi alma, el bálsamo que alguna vez en la existencia curó las quemaduras que el día a día, la cotidianidad, me proporcionaron.

       Por la eternidad esa hada mágica que se cruzó por mi vida para enseñar la grandeza de la palabra humildad. Tú, tan inteligente y activa. Tú, tan clara a la hora de sentir lo que otros padecen. Tú, ese farito que nos salva la vida a tantos náufragos. Nunca podré pagarte lo que generosa me brindas, Filipina.

      Donde estás el amor y la felicidad deben ser mayores porque los acompañas con tu ternura. Debe haber miles de niños, tierras áridas como Yacó, pero llenas de ese embrujo especial que las hace únicas.

       Tu partida es una cicatriz que me acompañará hasta el día de mi muerte, también una razón para entender que ese Dios especial en el que creemos siempre compensa el sufrimiento si lo asumimos con entereza.

      Estás en cada palabra que escribo a diario, en mi cotidianidad con los angelitos que me pusiste en el camino para que no me sintiera solo mientras corres por el universo con tus boticas de caucho horribles y ese deseo inmenso de conocer el lado oscuro de la luna.

       Hoy te saludo diciéndote sin ataduras que eres uno de los amorcitos de mi vida, lo serás por lo que soy en este juego de eternidades. Te veo en sueños cada tanto y siento tu presencia a diario. No te olvidaré porque uno no puede olvidarse del amor.

Te amo loca, haces mucha falta.

Semper simul, Semper Carmina, Cata de mi alma.

Te dejo un versito que canta Yuri Buenaventura y refleja lo que pienso de ti, de lo que serás por siempre, una sonrisita que se brinda generosa:


“Sé que cabalgaras sobre un valle de rosas
Buscando el cielo en el que has creído
 En el viento buscando la risa perdida
Siguiendo la luz de las estrellas

Sé que de esta pena sin medida
Saldrás cantando y no llorando
Secando lágrimas de alegría
Secando lágrimas de alegría

Con una explosión de amor eterno
Con una flor en vez de heridas
Cuando escuchen tu canto allá en el cielo
Saldrá la mentira de su guarida.”

Canto de Yuri Buenaventura




lunes, 2 de octubre de 2017

EL DUEÑO

EL DUEÑO

Onel quedó callado, mirándose los pies desnudos llenos de polvo de tanto haber andado. Quizá no pensaba en nada, pero miró los pies del hombre que le franqueaba la puerta. Es posible que todo fuera un sueño o un error para el hombre de la puerta, no para Onel, él simplemente regresaba a su casa, aquella donde había plantado en su infancia un pino como si se tratara de un juego y no de un desafío.
—A mí me la alquilaron —dijo el hombre—, sólo después pude comprarla. Tuve que vender todas las cosas que tenía y también las de mi mujer.
Onel sólo miraba los rincones de la casa casi desierta. Imposible saber lo que pensaba ni lo que le hacía recordar cada sombra, cada trozo de pared, ni la puerta, ni las ventanas que en ese momento estaban abiertas
—A mí me la alquilaron —volvió a decir el hombre.
Onel se quedó mirando la puerta de madera con una ternura indescifrable, parecía que se le iban a caer los ojos. No lloraba. No había rencor en su mirada, sólo miraba quizá recordando una imagen o un gesto de su madre. Tal vez le hubiera gustado ver a su padre entrando por la puerta, pero nada. Sólo escuchaba la voz de un desconocido que le estaba repitiendo la misma cosa desde que entró.
—Tuve que vender mis cosas —dijo el hombre.
Nada de lo que había le hacía recordar algo a Onel; sólo los muros, las ventana y la puerta que no habían cambiado mucho. El rincón donde su padre se sentaba a leer el periódico, estaba allí; sin embargo él miraba un vacío inmenso, y en ese rincón parecía concentrarse la infinitud, el principio y el fin de todo.
—No me regalaron nada —dijo el hombre.
Onel quería levantarse y echarle una mirada a la cocina, a la huerta, allí donde pasó gran parte de su infancia; subir al techo para ver si aún se veía todo lo que él veía, pero nada. Quedó con la vista pegada en una fisura de una de las paredes que llegaba hasta el techo casi negro por el excremento que habían dejado las moscas.
—Esta es mi casa —dijo el hombre.

La ranura se había ensanchado un poco. El techo tal vez goteaba cuando llovía como antes. Luego Onel cerró los ojos para intentar olvidar lo inolvidable. Quizá era preferible irse y no reclamar nada, tampoco volver a ver esos muros, ni la ranura que esta vez lo estaba viendo a él; como si quisiera devorarlo. La única resistencia de Onel era desviar la vista hacia otro punto, hacia un vacío absoluto de donde no rebote nada.
—Estas son mis cosas —dijo el hombre—, todo lo he comprado con el sudor de mi frente. He tenido que trabajar como una mula para tener todo esto.
Esa voz no llegaba a la conciencia de Onel. Tal vez ni siquiera se daba cuenta de la presencia de ese hombre que trataba de explicar su existencia. Se oía una voz, otra más lejana y más profunda, una voz que pesadamente arrastraba el viento. A ratos Onel miraba sus manos como se miran a las piedras, como se mira el polvo que nadie ha tenido el cuidado de limpiarlo de tiempo en tiempo de los muebles de una casa abandonada.
Estaba cayendo la tarde y todo se iba inundando de sombras apagadas, envejecidas, trashumantes. La mirada de Onel, sus ojos y sus manos parecían envejecer con la tarde. Sólo el hombre quedaba pegado a su silla como si ya fuera un objeto más en ese ambiente irrefutable. A veces llegaba por la ventana abierta un ruido extraño de afuera.
—Yo la he comprado —dijo el hombre con una voz de vidrio.
Y Onel nada. Su mundo estaba allí, pero también en otra parte, en un lugar indefinido. Tal vez sólo era su mirada lo que realmente existía de él. Ni siquiera esa sombra pesada le parecía pertenecer. Todo estaba allí, quieto y tumultuoso como un delirio inexplicable. No era el tiempo ni la sombra, tampoco el hombre que luchaba solitariamente; eran los muros, era la casa y también la memoria que lo mantenía como encerrado en un laberinto.
—A mí no me dijeron nada —dijo el hombre—, sólo me alquilaron la casa y punto y la compré cuando reuní el dinero que me pedían por ella.
Alguien hizo un ruido detrás de la puerta. Ni Onel ni el hombre se movieron. A ninguno de los dos les sorprendió el ruido, era como si los dos estuvieran acostumbrados a oírlo. Onel tenía las manos sucias y quemadas por el sol al igual que sus pómulos que le brillaban con el reflejo de la luz. El hombre tenía el rostro marcado por el cansancio, ese que sólo labra la vida en un hombre desgraciado.
El silencio de Onel y la voz del hombre parecían fundirse en una extraña masa de aire que perforaba las paredes de la casa. Onel no dejaba de observar los rincones de la casa, donde tal vez aún quedaba algo de polvo del tiempo que le recordaban esas paredes. Nada era confuso en su memoria. Desde su sitio parecía vigilarlo todo.
—A mí me la alquilaron —volvió a decir el hombre.
Ninguno de los dos bebió el agua que puso el hombre sobre la mesa cuando entró Onel. Lo único que realmente se movió en la casa hasta ese instante fueron las sombras, las sombras que giraban y se agrandaban con lentitud.
—Tengo el contrato, se lo voy a mostrar —dijo el hombre sin levantarse.
Esta vez Onel le miró a la cara como quien busca una duda o una mentira en un rostro, pero no encontró nada, sólo vio el rostro de un hombre envejecido.
—No le estoy mintiendo —dijo el hombre.
El tiempo de la tarde se consumía irremediablemente por la ventana abierta. A veces el viento soplaba fuerte y hacía balancear el foco que estaba colgado del techo. Otra vez el ruido entraba como a perturbar el silencio que reinaba entre los dos y sus sombras respectivas. Esta vez Onel miró hacia la ventana abierta, tal vez no por el ruido sino por el viento frío que comenzaba a entrar a la casa. El hombre no miraba a la ventana sino a Onel quien se rascaba la barba crecida. Sólo en ese instante el hombre se dio cuenta que a Onel no le interesaba nada lo que le estaba diciendo. Era como si no estuviera allí, sentado, mirando de vez en cuando ciertas partes de la casa. En realidad lo único que hacía Onel era mirar, y tal vez recordar otro mundo, aquel mundo enterrado por el tiempo, que es el pasado. Cuando Onel dejó de mirar la ventana sorprendió al hombre que lo miraba, este quedó impresionado, como si lo hubieran cogido en flagrante delito. No se dijeron nada, apenas se cruzaron las miradas y continuó cayendo la tarde.
—Esta es nuestra casa —dijo el hombre—, no estamos usurpando nada.
Para Onel había cambiado algo, pero no sabía qué. Lo sentía cada vez que miraba por la ventana. No era el olor de la casa, porque desde que entró, entró también un extraño aroma que lo estaba esperando afuera desde siempre. Aunque para el hombre Onel era un extranjero, no lo era para la casa. Quizá Onel era el único sobreviviente, a quien esperaba la casa antes de derrumbarse.
Otra vez el ruido extrañamente parecía entrar y salir de la casa. Súbitamente el hombre se puso a toser como si algo tratara de ahogarlo. Onel sin decirle nada miraba cómo se debatía el hombre con la tos. Sólo cuando el hombre se puso de pie, Onel estiró su brazo sobre el hombro del hombre, tal vez para que no cayera al suelo. Cuando dejó de toser el hombre, ninguno de los dos volvió a sentarse, quizá presintiendo una desgracia. El hombre se sirvió un vaso de agua y lo bebió de un golpe. Luego dejó el vaso en el filo de la mesa sin darse cuenta que al menor movimiento podría caerse. Onel se quedó parado con las manos en los bolsillos mirando la puerta por donde entraba el ruido.
—No es posible —dijo el hombre.
Para entonces ya las sombras eran inconmensurable, se habían integrado a la incipiente oscuridad. Onel permaneció con la mirada siempre perdida en algún rincón impreciso de la casa. Ya no eran las sombras ni los ruidos, eran los pasos de Onel los que se desplazaban hacia la puerta de la cocina. Parecía ya no interesarle el ambiente estático de la sala, quería ver o recordar otras cosas, los otros muros, los otros muros que ocultaban los muros de la sala.
—No es posible —volvió a decir el hombre.
Onel regresó de la cocina con la frente fruncida como si hubiera visto la muerte. Lo que vio fueron las cosas desordenadas de una cocina medio abandonada. Nada de lo que había en ella le recordaba el pasado o algo que él estaba buscando, algo que él, Onel, deseaba encontrar con urgencia, algo que podía estar confundido entre todo lo ajeno que llenaba la cocina o la casa.
—Esta es mi casa —decía el hombre mientras Onel escrutaba todo.
Cuando terminó de visitar la casa, Onel pareció encontrar lo que buscaba. Miró fijamente la puerta bajo la cual estaba incrustada la herradura. No hacía falta decir o inventar otra cosa. Todo estaba claro en su mente.
—Yo no puedo irme —dijo el hombre retrocediendo un poco.
Onel avanzó hacia el hombre, y éste, temeroso, siguió retrocediendo poco a poco hasta chocar con la pared cubierta de polvo negro. No le dijo nada, sólo alargó su mano huesuda para coger un fierro que estaba colgado al lado de la puerta y con él extrajo la herradura, y con ella se alejó precipitadamente de la casa, sin decirle nada al hombre, que espantado lo vio partir hacia el centro de la noche.


PORFIRIO MAMANI MACEDO