A VER
CÓMO ES LA COSA
Anderson
Julio Auza, Bogotá, Colombia
No pudo seguir viendo las noticias de la
mañana. Soltó el control de la televisión y lo dejó a un lado del sofá, desde
hacía varios días tenía puestos a secar en el tendedero esos recuerdos que
oníricos o reales lo venían perturbando desde hacía varios años, tal vez desde
siempre. No se sentía bien, dió varias vueltas por la casa, tomó desprevenida a
su esposa preparando el chocolate para el desayuno y le dió un beso en la nuca,
ella lo recibió a su vez con una canción de onomástico, pero sin apartar la mirada
de la olleta con chocolate que estaba a punto de hervir. Su esposa Jimena era
una mujer de treinta y cuatro años bien puestos a la que conoció en uno de sus
viajes a Lima, además de ser esbelta, inteligente y alegre, sus familiares y
amigas la distinguían por inventar historias sacrílegas de amantes de
medianoche y por la gracia con que las contaba en lengua castiza.
Su hijo Santiago que tenía nueve años, salió
de su cuarto, contiguo a la sala de la casa y vió con sus ojos todavía en
medianoche a su padre que había regresado al sofá hablando en voz baja y con la
mirada concentrada en el aparato apagado. Se acercó con pasos sonámbulos y le
canto el onomástico. A decir verdad, su madre lo había planeado desde el día
anterior y como el niño seguía dormido, fue a despertarlo segundos después de
poner la leche en el fogón.
Feliz cumpleaños pa- Dijo el niño.
Gracias Yeyo- Respondió.
¿Cuántos años cumples, pa?
Desafortunadamente cuarenta y ocho. Respondió el padre.
¿Desafortunadamente? Preguntó el niño.
El padre no respondió sino que se escabulló
del infantil allanamiento pasando revista a las clases de su hijo en la
escuela. ¿Y cómo te va en matemáticas?¿Y en Español? Solía decir siempre que su
hijo lo tomaba por asalto y no encontraba respuesta.
Jimena sirvió un desayuno más especial al de
todos los sábados: huevos revueltos con tomate y cebolla, tostadas francesas
horneadas por ella misma, queso, jugo de naranja y chocolate. Sin embargo
cuando Álvaro lo miró no pudo reprimir una sonrisa huérfana que más parecía de
nostalgia que de otra cosa. Jimena no lo notó.
Al medio día siguió dándole vueltas al
asunto, repasaba cada minuto de su vida con una precisión quirúrgica, les daba
vueltas y los ordenaba según su importancia, los desbarataba para estudiarlos
hasta en el más ínfimo detalle y los volvía a armar. Todavía no le cabía en la
cabeza aquella idea, simplemente no tenía sentido y menos para él que era
profesor de universidad pública, ateo y con la conciencia de haber hecho con su
vida lo que más le plació desde el momento en que terminó su servicio militar y
regresó a la ciudad con la convicción de que nunca jamás nadie volvería a darle
órdenes.
Su esposa y su hijo regresaron del mercado
cargados de bolsas repletas con los abarrotes para la semana siguiente. Santiago
le preguntó a su madre por que su padre se comportaba de tal forma, diferente,
reflexivo como un perro de taller. Su madre le respondió con una respuesta
simple e ingenua – eso son bobadas de la edad.
Álvaro había pasado recorriendo el mundo en
su juventud, había sido estudiante en la Universidad de Madrid en la facultad
de Lenguas y al terminar se decidió por la profesión de periodista reportero. A
sus veintiocho años había cubierto en exclusiva desde Estocolmo la entrega del
premio Nobel que recibió el maestro Pablo Marquéz Santore, también había
cubierto para el canal ocho las reuniones en Caracas del grupo de los países
hermanos integrado por los países de Colombia, Venezuela, Perú, Ecuador y
Bolivia. Anterior a esto había sido reportero en la frontera entre México y los
Estados Unidos en una crónica desafiante hasta para el más osado de los
reporteros acerca de los “coyotes” mejicanos que pasaban a los más desesperados
por huir de la pobreza al suelo estadounidense no solamente sin ninguna
garantía sino con muy pocas posibilidades de éxito, en esta odisea Álvaro
estuvo a punto de morir a causa de una deshidratación casi total y por una
intoxicación que le causó haber ingerido alimentos en descomposición. Cinco
años después en Londres vió por primera vez a uno de los amores de su vida,
mientras cubría el cumpleaños número noventa de la reina madre, pero supo que
algún noble consentido se le había adelantado dos años antes. A Jimena la
conoció en el aeropuerto de Lima después de una escala que tuvo que hacer de emergencia
el avión en el que viajaba de Santiago de Chile a Bogotá debido al malísimo
estado del tiempo y tuvo que permanecer en el aeropuerto por más de dos días.
Jimena trabajaba allí desde los diecinueve años como cajera de un banco, sin
más pretensiones que las de algún día ser su gerente. Desde que la vió ya sabía
que se iba a quedar con ella desde siempre y para siempre.
Dos años antes vivo algún tiempo en París con
Brigitte, una aprendiz de azafata de la Air France a la que conoció en uno de
sus viajes a las tierras de De Gaulle pero la pareja jamás perduro porque no
compartían el mismo gusto en algo tan importante como decisivo para los dos:
ella fumaba hasta más no poder. Álvaro trató de que dejara el cigarrillo pero
un día en que él se adelantó a su llegada después de un viaje a la India la
descubrió fumando en el único baño del apartamento con la puerta a medio
cerrar. Durante los dos meses siguientes sostuvo una relación con una
mujerzuela de los barrios bajos, pero en realidad nunca le llegó a interesar.
Se llamaba Michelle.
En el baúl de la memoria Álvaro se encontró
de pronto viviendo de nuevo el momento preciso en que se encontraba bebiendo
con Azael, su mejor amigo, después de un partido de fútbol que su equipo había
perdido. El Sporting que había hecho todo lo posible para exorcizar las
embestidas del equipo contrario, logró mantener un empate hasta el último
minuto, cuando Gabriel Parcianni anotó de cabeza en un tiro de esquina.
Mientras repasaban la fatídica jugada entró por la puerta descascarada de la
cantina una anciana que parecía sacada de alguna novela maldita, su rostro
parecía el de una muñeca rusa, andaba en los puros andrajos con un cachorro
triste bajo el brazo y zapatos de novia plantada, la llamaban “La Loca Calva”
aunque se sabía que su nombre alguna vez había sido Virginia. La mujer que
recitaba lirias a la virgen en lenguas incomprensibles pero que se reconocían
por el ritmo de su voz, se acercó a su mesa como si aquella cita hubiera sido
pactada desde antes de su nacimiento.
Aporriados hijueputas-dijo en su voz ácida.
Azael, su amigo de todas las guerras, se
levantó ofuscado de la mesa para echarla aquel bar de pacotilla. Álvaro de
acuerdo con su costumbre de niño viejo lo disuadió con la excusa de
entretenerse un rato con las historias de la anciana desgraciada. Nunca creyó
de la sabiduría popular, que los locos, al igual que los borrachos y los niños,
siempre dicen la verdad sin importar cual sea su origen o sus consecuencias.
Azael regresó a su puesto en la silla sin dejar de mostrar su repugnancia por
aquel ser asqueroso.
La anciana empezó a balbucear en un lenguaje
de focas entre las risas del uno y los gestos de repugnancia del otro. Todo el
mundo la conocía por sus escándalos públicos en los que lanzaba improperios
contra los niños que le lanzaban piedras desde lejos y ella los retaba a
pelear. Con los adultos no lo hacía a menos que la provocaran, era un ser que
ya pertenecía al carácter de la ciudad.
Les voy a leer las claves del futuro- les dijo de pronto.
A ver como es la cosa- le respondió Álvaro.
Deme para un pan y se los cuento. Dijo la mujer.
Azael saco un par de monedas y las tiró en la
mesa con el fin de apartar aquel ser de su presencia. Tal vez al recibir los
tres pesos haría lo mismo que todos los mendigos hacían de aquella época y se
largaría por donde vino. En contravía a lo que él pensaba la mujer lo siguió
con su olfato.
Usted se va a morir nadando-le dijo.
Azael no respondió. Le causaba un malestar
profundo aquella presencia. Su único deseo en ese momento era que aquella vieja
desgraciada desapareciera de su presencia. La vieja cambió la expresión de su
rostro y se tornó hacia Álvaro con una ternura maternal.
Sumercé en cambio, no se va a morir tan joven
porque le gustan las princesas. Cuarenta
y ocho años está bien. !Suélte, suélte!
Álvaro rompió a reír. Además de estas y otras
cosas aquella reina monstruosa les habló de una moza peruana a la que conocería
en un edificio lujoso. Les habló de una mujer de Francia, de las pampas
argentinas y de los desiertos del norte, de Santiago, de las enfermedades que
adquiriría. Álvaro rió tanto que los ojos se le llenaron de lágrimas y había bebido un par de cervezas, tuvo que
levantarse de la mesa para ir al baño a vaciar su cuerpo. Cuando regresó, la
ciega había partido y su amigo se había aliviado después de aquel asqueroso
encuentro.
Diez años después Azael, el alcalde de los
mejores amigos que se podía tener, murió en un accidente aéreo cuando el
bimotor en el que viajaba para las islas Bermudas de vacaciones con su familia
desapareció y fue encontrado dos semanas después por el cuerpo de guardacostas
de los Estados Unidos. A partir de aquella noticia Álvaro no tendría un
instante de sosiego.