TE
TRAJE LA MAÑANA
Marcela Vega, Colombia
Ayer vi las estatuas de los próceres, héroes
de piel intacta y rictus serio, siempre enderezados, con amplias espaldas,
brazos firmes y mirada trashumante. Yo no soy un héroe, mi espalda se encorva,
me cuesta tanto trabajo levantarme, quedarme estático y valiente. Yo no soy un
héroe, ¿conoces acaso algún héroe que abra los ojos incrédulo, cada día, con
menos certezas sobre la mesa de noche? ¿Conoces acaso algún héroe que abra los
ojos? Los héroes no tienen que abocarse al espanto de abrir los ojos cada
mañana, los tienen siempre abiertos y sin pupilas, de manera que si ven, ven
tanto que ya ni ven.
Pero yo, que no soy héroe, tardíamente abro
los ojos encendidos de emociones tan variables, abro los ojos por ese deber
biológico de ver las cosas.
Es común que en esa primera irrupción de luz,
me resulte poco claro si estoy sólo o no, hasta el momento en que mi mirada es
atravesada por la respiración de la más fiel de mis amigas, la testigo de mi
envejecimiento, tal vez, la única certeza cierta, pues no se aloja
disparatadamente en una mesita de noche sino en mi cama desde hace más de
cuarenta años. Ella coloca una mano rugosa y gruesa, afable y amplia sobre mi
huesudo hombro, prometiendo con su gesto sostener algunos años que siento, ya
no me quedan.
Dicen los autores épicos, que cuando una
persona se entrega a una causa, casi enceguecido o enceguecida por el ardor de
humanidad, camina por su senda heroicamente, salvando al mundo, denunciando
injusticias, ayudando al débil. Nunca vuelven a cerrar los ojos de manera que
aunque vean, de tanto ver, ya no ven. Yo no soy un héroe, ni mi vocación me ha
enceguecido. Enceguecerse sería una suerte. No hay mañana en que no sienta
ardor en los ojos, por la obligación de ver. Hoy en particular me arden como
quemaduras, los negativos de una pesadilla impresa en mi retina, la misma de la
eterna diáspora a la que nos arrojó esta opción de vida, ahora pues, sumamente
gravosa.
Ayer ví las estatuas de los héroes tan
iguales unas a las otras, que parecían factura del mismo fanático adulador. Me
quedé esperando un parpadeo, una gota de sudor, una mueca de agotamiento debido
a la eterna enderezada posición de la columna. Las estatuas están al pie de la
estación de policía, augustas y despreocupadas del nomadismo, que sí tenemos
que vivir ella y yo, ella, mi mano rugosa y tibia. En esa visita a la estación,
ella, la mano que revitaliza mi hombro en las mañanas, contenía mi ira e
inteligente interrogaba al arrogante señor emulador de héroes, acerca del
paradero de Luisa, Ernestito y Brian… y Juan José, Ricaurte, Los Gemelos,
Richard, María Helena, Santiago, Pitufo, el negro, Silvana, Antonio, Luis
Antonio, Robinson, J, Fermín, Sandra Milena, Oscar mi pequeño y fiel amigo,
Oscar Agudelo y Oscar Fernández y las niñas de Concepción, ¡ah! Y Manuel, ese
magnífico joven de cabello negro y ojos gigantes que miraba el futuro con
enmarañado acento. Una lista con piernas, torsos, ojos de pánico, entraban y
salían de los camiones una y otra vez recogidos, recogidas, apaleados,
apaleadas, insultados, insultadas, puestos y puestas en falaces libertades,
asesinados, asesinadas, recogidos, recogidas, apaleados, apaleadas…
No se trata de los acontecimientos que
enmarcan un golpe de estado, el advenimiento de una dictadura, un momento
coyuntural. Había sido nuestra rutina, la de ella, mi mano-memoria y la mía
durante más de tres decenas, buscar jóvenes en las estaciones, en aquel barrio
siempre en guerra, de un país que vivía todos los días un antiguo y permanente golpe
de estado.
Aunque ella, la mano que abriga mis
articulaciones inflamadas por la humedad de aquel barrio improvisadamente
ubicado en la montaña, mencionó únicamente a Luisa, Ernestito y sus pantalones
caídos y Brian y su colección de cacharros descompuestos, de alguna manera
jamás dejaba de mencionarlos a todos y todas. Ella es mi memoria, la
imposibilidad del descuido. Tendríamos que levantarnos, mi mano-memoria y yo a
cumplir con el ritual de ver a los inmóviles héroes de la estación, que no
podían dar cuenta de lo que allí pasaba, preguntar de nuevo a esos mapas de
bronce y mármol lo que la carne y el hueso uniformado, no se le antojaba
responder.
“Yo no soy un héroe” le dije al policía con
mi rabia recién desmayada. “Yo simplemente, esta mañana no quería levantarme
más”. Le había pedido a Dios en un acto paranoico de fe, que agotara mi vida
rápidamente aquella misma noche, para no tener que ver a la mañana siguiente,
los impávidos rostros forjados en bronce, fundidos, cuarteados que no sabían en
qué pantano, al pie de cuál potrero, en qué zanja estaban Luisa, Ernestito,
Brian, (Juan José, Ricaurte, Los Gemelos, Richard, María Helena, Santiago,
Pitufo, el negro, Silvana, Antonio, Luis Antonio, Robinson, J, Fermín, Sandra
Milena, Oscar mi pequeño y fiel amigo, Oscar Agudelo y Oscar Fernández y las
niñas de Concepción, ¡ah! Y Manuel, ese magnífico joven de cabello negro y ojos
gigantes que miraba el futuro con enmarañado acento) pero que sí les habían
visto entrar vivas y vivos a aquel edificio, como vigilantes sin lágrimas.
La gente me pide acudir a la estación, porque
piensa que soy una especie de héroe inagotable, protegido por un Dios al que
lanzo las angustias con más fe que razón. Vieron una cruz en mi pecho y
pensaron que mi pecho era inagotable y bondadoso siempre. Pero cuanta
mezquindad me abriga esta mañana en que hubiera preferido morir retirando el
doloroso cáliz de continuar vivo. La gente cree que esta cruz tan frágil como
la cadenita de la que pende me blinda del puñal, del golpe o de las preguntas
sediciosas de los interrogatorios, de la vista de los inamovibles espantos
in-memorian de la estación. Vieron la cruz y pensaron en una forja de bronce y
mármol con una placa de pequeño y autóctono prócer barrial. ¡Qué cruel es la
gente, qué cruel es la gente!
Ella ha notado mi fastidio y no ha dicho
nada, con un gesto sencillo ha pasado su mano-memoria por mi amargada y
rezongona frente y ha leído en sus pliegues mis pensamientos. Su vigor me sigue
amando aunque mi cuerpo no responda más que a esta mecánica de buscar muchachos
y muchachas en lugares imposibles. A quién se habrán llevado anoche… no fue a nosotros,
a mi mano-memoria, ni a ella ni a mí, ahí estamos los dos aún ilesos, al menos
aparentemente ilesos. Hace años que no me ofrece un café, pues sabe que lo
necesito para seguir vivo, para obligar a mis ojos a ver, para darle sentido a
la luz de la mañana, así que sin preguntarme, se levanta y pone a calentar el
agua y luego procede a tinturarla con el color de su armónica rebeldía, con la
generosidad de sus arrugas irreverentes.
Ahora que abro por fin los ojos, veo
claramente el día en que ella llegó. En una escena aún áspera que el tiempo no
ha logrado pulir, se hallaba entre la gente corriendo con un montaña de
papeles, pinturas, gritando esperanza por doquier. Un día de caos capaz de
inducir mi juvenil fe al suicidio, la gente se dividía rápidamente en
facciones, afanes y acusaciones. La gente buscaba culpables y los encontraban
entre ellos y ellas mismas. Pero ella, mi mano con pinturas y papeles, no hacía
caso a los dedos acusatorios, ni a la conspiración de los desanimados y
desanimadas, ni a la invitación encubierta de la retirada. Parecía correr por
encima de todo ello, muy atenta, pero sin detenerse, improvisando una
insurrección de la nada. No existía lo que pudiese escaparse de sus pequeñas y
poderosas manos de india, siempre presentes, siempre batallantes.
Yo no veía Dios alguno que pudiera salvarnos,
pero la gente se fijaba en mi pequeña cruz y pensaba que ese ser aún no
encarnado moviéndose al ritmo de mi corazón asustado, podría responderle la
avalancha de preguntas generadas en medio de tal desastre. Yo no era un héroe,
aunque apostaba a que conseguiría serlo. Era un joven atortolado, a punto de
llorar, desilusionado porque creía que unos cuantos meses de trabajo debieron
bastar para prevenir aquello.
Justo cuando sentí tener el poder de
desaparecer, descubrí que ella me miraba compasiva, me pedía paciencia con sus
ojos rasgados y ágiles. No pude desaparecer, ella me miraba, ella vigilaba mi huida.
Se acercó a cumplir su misión de sacarme del espanto y se hizo las manos mías,
aquellas distintas a las que yo había condenado a los bolsillos. Ella me salvó,
me trajo el amor el día más desamado de mi historia. Ella me trajo a Dios cuando
este se extraviaba entre mi desaliento y mi temblor, cuando Él se desalentaba y
temblaba también. Lo que ella hizo ese día, siguió aconteciendo, vez tras vez
durante los últimos cuarenta años de mi vida, como el milagro que se fabrica en
la tierra, con manos de hombres y mujeres de verdad.
Luego, tan poco cautelosa como han sucedido
estos años, viene ella lacia, con sus manos-memoria, provista de una taza de
café oscuro y llano como sus ojos, aromático como el cabello negro que se
conserva desde su juventud y entonces entiendo que no ha sido el café el que me
permite abrir los ojos. Ha sido ella quien me ha susurrado cada noche, este, mi
vital deber de volver a verla, esta necesidad de despertarme a su lado, este
alivio de encontrar su cuerpo protegiéndome de las noticias, colocándose entre
todo aquello que quebranta mis certezas y las certeza misma que asecha.
Le escribí con mis ojos cansados,
sorprendidos de reparar en la inconmensurable historia grabada en su cuerpo, la
nuestra: “Creyendo que el amor es un derecho de héroes, me di a la tarea de
dejarte sola, con toda tu inmensidad de humana y aún así, tuve la osadía de
convencerme que sobreviviría. Recuerdo con dolor cuanto tiempo dejé de saberte.
Sí que era un héroe imbécil salvando al mundo, invencible y sin tu mano,
aquella rugosa y tibia, grande, imprescindible. Pensado que se trataba de mí,
creí ser libre para levantarme tantas mañanas al lado de manos extrañas,
hipnotizadas por este desalojo de bronce y mármol que edifiqué para encantar
las almas más inocentes. Pero ahora que abro los ojos, con tan poca fuerza, con
tantas dudas, desgano, fastidio, sólo tú me salvas, mano-memoria, de caer en la
tentación de perder el mundo. Toda la vida has sido tú y maldigo que nadie,
incluyéndome, lo haya visto”.
Ayer vi a los héroes, próceres inmóviles,
instantáneas de un pasado que no ocurrió, un pasado falseado por los escritores
mercenarios del sistema y decidí no volver a abrir los ojos dolorosos de mi
carne, creí torpemente que lo mejor sería hacer de anoche, mi última noche.
Pero me alertó tu corporeidad asesinando mi
cobardía, me sacudió tu existencia como un golpe en la entraña de mi
conciencia. Me di cuenta de que toda la vida has sido tú y maldigo que nadie,
incluyéndome, lo haya visto. Hoy decidí ver lo que estaba oculto por una
desesperación, por una fatiga sobrehumana, hoy decidí verte, Sildana, mi
preciosa epifanía de cada mañana. Levántate cuerpo casi inerte, abre esos ojos
de párpados avejentados, vamos a la estación a seguir averiguando por ellos y ellas
en este improviso barrio de la montaña, que mientras Sildana siga viviendo,
compañera, mano-memoria, destructora de héroes, carne, sangre que habla y
recuerda, habrán todas las mañanas del mundo más allá de que yo pueda
presenciarlas. El Cristo que cargo en mi pecho, eres tú.