VIENTOS
HURACANADOS Y FINALES FELICES
Por: Javier Barrera Lugo
Voy pensando en cosas
que no tienen relevancia para el resto
de habitantes del mundo. La tormenta arrecia; vientos huracanados y lluvia forman
una tela blanca que ciega a la conductora y lo único que impide que la
camioneta se estrelle contra el vehículo de adelante son las luces de parqueo,
que precavido, el patrón de la tractomula rojo fuego accionó para evitar una calamidad en plena Interestatal
95.
El martes menos típico de mi
existencia está marcado por la duda, la desazón y las ganas inmensas de seguir
callado en este rincón. Simulo una caricia a las siluetas que las líneas de
agua marcan en la ventanilla y que parecen gesticular una sentencia que lo profundo
de mi ser quiere escuchar para hacer más cómicos los presentimientos que
muerden mi nuca con el apetito de una manada de lobos.
Mis compañeros de travesía
duermen profundamente. La semana que acabamos de pasar destrozó la resistencia
de los cuerpos y las mentes.Tanto sol, montañas rusas y personajes de películas
famosas encarnados por hombres y mujeres que ganan U$12.85 la hora, les
hicieron trizas la capacidad de disfrutar de un evento cercano a la muerte poco
probable para unos excursionistas infectados de optimismo.
Todo parece licuarse en
explosiones de fosforescencia y oscuridad dentro de una atmósfera pesada donde
la velocidad y el pavimento mojado son elementos relevantes en la intención de
volverse loco, mientras se trata de mantener alerta los sentidos como acto de
solidaridad con la conductora que nos guía a través del peligro. Es un juego de
dar y recibir sin decir nada, simple observación de lealtades sugeridas.
Ella sale del sueño y
aprieta mi mano diciéndome con este gesto: “aún estoy aquí”; que el vendaval es
un regalo de la naturaleza; pero mis obsesiones están acostumbradas a navegar
en los extremos deliciosos de la química cerebral. Los pensamientos trágicos
son la sal de mi felicidad. Igual, agradezco a mi vecina de puesto el acto de
ternura con una caricia en su mejilla izquierda que dura hasta que el cansancio
la vuelve a vencer.
La conductora se atreve a
hablar cuando de repente, como comenzó, la tormenta se vuelve una delicada
proyección de gotas sobre el vidrio panorámico. El sol se estrella contra las
bocas abiertas de los que duermen, formando cientos de arcoíris sobre los
labios húmedos. Ella, Jonás, la tía, la monita, Joaco, despiertan para darle las gracias por
haberlos salvado de la tragedia que sólo existió en mi mente.
En una tienda junto a la
carretera la conductora bebe café, fuma compulsiva uno de mis cigarrillos y en
silencio evalúa la hazaña que acaba de realizar. Salvar de los delirios
obsesivos al pasajero de la última silla es el menor de sus logros. Me acerco,
le doy las gracias con el corazón abierto y el sentido de supervivencia activado
a su máxima potencia. Me mira y dispara una conclusión disfrazada de consulta:
-Fuiste el único que se
mantuvo despierto todo el trayecto. A ninguno le importó lo fuerte de la
lluvia, la poca visibilidad, la velocidad a la que íbamos en la carretera, ni
como el viento le pegaba a la camioneta y la hacía desplazarse hacia un lado
como si fuera un juguete de cartón. Acto de fe en el otro; eso me regalaronlos
durmientes. ¿Acaso tu confianza en mis habilidades es tan escasa?
Mi mirada queda fija en sus
ojos. La pregunta es una acusación directa, tácita, no hay espacio para teorías.
Aquella odontóloga de profesión y conductora por azar, parece querer aplastar
mi fobia con el movimiento rápido de su lengua hecha un puño que golpea. Pienso
la respuesta, la auténtica, no la que quiere escuchar. Enciendo el último
cigarro que me queda y me voy lanza en ristre buscando defender mi lógica
peculiar:
-Confío en ti. Me gustan los
desenlaces felices, las sonrisas, hasta las lágrimas agradecidas antes de la
aparición del cartelito en letras blancas que dice FIN. Cuando se enciende la
luz del teatro vuelvo a ser el mismo cínico. Las situaciones límite me suben la
adrenalina. El pesimismo es un deporte de alto riesgo-. Concluyo mi respuesta
con una mueca que no parece convencerla.
La conductora anuncia que
debemos volver a la ruta; la idea es llegar a la ciudad dorada antes de las
cinco de la tarde. Mientras nuestros compañeros suben a la camioneta, dos
hombres grandes, blancos, mirada agresiva y una incipiente borrachera, entran a
la tienda y van directo a la caja. Sin decir nada, diciéndolo todo con una inclinación
de la ceja, me ordena subir rápido.
Un par de minutos después,
los hombres salen de la tienda con dos cajas de cerveza y desaparecen del
estacionamiento. Los pasajeros se quedan dormidos y sólo la voz chillona de un
locutor, que la radio vomita estridente, es el sonido que acompaña el trayecto
final del viaje. Una tarde de postal se abre a lado y lado del cielo: la
promesa muda que apacigua mis miedos y a ella le permite respirar con
tranquilidad.
En el horizonte, los
edificios se pueden aplastar con los dedos. Uno a uno, los camaradas comienzan
a despertar. El tráfico se hace denso, las caras familiares, el hedor del
apiñamiento vehicular, palpable. La conductora programa el GPS e informa que en
media hora llegaremos al hotel. Siento sus ojos mirarme el alma a través del
espejo. Me concentro en la trivialidad de la calle, ya habrá tiempo para
desenmascararnos.
Todos se lanzan a la
recepción para escoger habitación y los compañeros de celda que mejor se
acomoden a sus manías. La conductora deja el maletero abierto, besa a su esposo
y se queda frente a la puerta buscando encararme. No desprecio el duelo, la
curiosidad hace trizas los órganos que me tapizan el tórax. Me acerco y
testifico cómo la suya, es una confesión llena de arandelas:
-También pensaste que los
tipos esos iban a atracar la tienda como en las películas, ¿verdad? El olor a
marihuana era fuerte... No niegues que sentiste miedo. ¿Acaso tu temor aplica
sólo para las tormentas?- Espera una respuesta satisfactoria de mi parte, un
faro en mitad de la penumbra... La miro y sonrío. Mantengo la boca cerrada.
-Respiré tranquila cuando
los vi salir. Ni sirenas, ni forcejeos, o cajeros que salen disparando una escopeta
a diestra y siniestra… Por un momento me sentí tonta al imaginar algo así. ¿Una
balacera en una tienda de carretera? Vaya si me puse loca por un instante… Eso
se queda para los “mamertos” como tú, (risas). No, en serio, pensé que la cosa
se iba a poner difícil… Gracias a Dios…
“Volverse
adicto a los finales felices no es algo fácil de asumir”,
quise responderle. Es cierto; pero cuando iba a pronunciar la sentencia máxima contra
aquella conductora que me cae bien, pese a las evidencias; el tarado de Ney, mi espíritu opuesto en la galaxia, aulló una orden que me
hizo reír e irritar al mismo tiempo: “¡Ricitos,
ayude a cargar las maletas…!” Vaya si son difíciles los grupos y sus
reencarnaciones en masa.