CUMPLEAÑOS
Por Javier Barrera Lugo
El hombre agoniza desnudo sobre la cama. La vida se
le escapa en cada respiración dificultosa, plagada de dolor, en cada mirada que
busca la explicación que aquella niña sentada a su lado, le niega por placer. En
menos de diez minutos, cuarenta y nueve años se consumen y la única testigo de
la tragedia se complace viéndolo cruzar por el valle del tormento. La ropa
desperdigada por la habitación cuenta una historia que ya poco interesa. Pudo
ser una operación de comercio sexual que se salió de control, un intento de
violación de un padrastro lascivo, un pacto suicida de amor en el que el
arrepentimiento de la protagonista desencadenó la descripción que hago. Pudo
ser el cobro de una deslealtad, un asesinato, o una de esas jugadas con las que
el destino premia a un par de almas solitarias. Nunca lo sabremos, ella calla;
sólo el atisbo de una sonrisita implacable nos puede llevar a especular.
El hombre exhala finalmente, todo está consumado. La
música que vomita la radio es el único sonido perceptible en aquel cuarto
mugriento. La niña recoge su ropa del piso y comienza a vestirse sin siquiera
mirar el cadáver. Es menuda, trigueña, adolescente; sus ojos son inmensos
espejos forrados con una película acuosa que no permite que las sensaciones que
pugnan por salir logren su cometido. Sus senos pequeños, más claros que el
resto de la piel, de pezones morados, infantiles, se marcan asimétricos en el
tejido de la camiseta como prueba fehaciente de que en ellos los cambios están
llegando hasta ahora. Sus manos arañan el bolsillo trasero del pantalón del amante,
quien tuvo la precaución de dejarlo sobre el brazo izquierdo de la silla para
que no se arrugara. Los dedos cenicientos, escuálidos, hurgan displicentes,
atrapan cuatro billetes viejos que el pobre diablo debió sudar para poseer y
ahora alimentan los sueños de un espíritu cristalizado por las circunstancias.
Un tierno buitre libera de cargas materiales a un bulto
que lleva varios minutos siendo carroña.
Saca de una bolsa de lana un lápiz de ojos casi
agotado, pasta negra, mordisqueada, y se dibuja varias líneas que tornan
vivaces un par de párpados brillantes. Realiza la misma operación de arreglo en
labios, mejillas, en la piel que presenta signos evidentes de acné. El rostro,
hermoso como las pesadillas en las que terminamos ahogados entre flores rojas,
parece labrado en mármol. Inmersa en su papel de madre asignada al azar, cuida
el pudor del difunto; cuando acaba de recoger sus pertenencias, se acerca a la
cama, pellizca un extremo de la sábana, cubre las nalgas y la espalda que
empiezan a tomar un tono violáceo. Lanza una última mirada de cautela; la
función termina para ella. Se percata de un olvido intolerable antes de
abandonar la habitación: va hasta el ropero y saca de uno de los cajones un
diminuto frasco verde que esconde hábil en la pretina de sus jeans.
Cierra la puerta con cuidado, no hace sino el ruido
necesario para escapar. El eco de sus pasos toma posesión por breves instantes
del corredor que ilumina de mala forma, una patética bombilla de 60 w que palpita como
ya no lo hace un corazón huérfano en la habitación 313. La figura delgada de la
niña desaparece cuando afronta el segundo paso de la escalera.Confirma su
inexistencia, el silencio criminal que rodea los instantes similares a
fotografías que inmortalizan lo que está condenado a ser millares de conjeturas,
por más vueltas que les demos a las evidencias. Ya es pasado aquella niña que
sin quererlo, no guardó en su cartera rosada la tarjeta de cumpleaños sin firma
o destinatario y cuyo texto resume augurios de larga vida, bienaventuranza y
prosperidad ilimitada.
Bogotá,
16/03/2014.