POR: CAMILO ETNA.
La
inmortalidad, ese espacio vacío donde nada nos afecta, ni los recuerdos de las
revoluciones en las que perdimos la inocencia o el retrato que nos fue
tomando de carrera en la puerta de Brandenburgo un fotógrafo aún más
humilde que nosotros, simples aspirantes a poetas.
Cuán
difícil es apartarse del dolor de estar vivo, cuán noble es la actitud del que
renuncia a las loas y cuya pasión primera es la de entregarse al desenfreno de
la escritura, del silencio que trae como único premio el desprecio de sentirse
y verse como el gran perdedor de una generación proscrita. La tragedia del
inmortal debe ser su propia vanidad.
TRILCE apareció para
meterse en el sabor de la boca con denodada violencia, abriendo brechas,
quitándole vendas a los ojos extraviados en las luces, tocando profundo
las vetas más tristes del corazón. -¡Todo era un plan celestial!- concluí.
Me
enteré de la muerte de Otilia, mi primera muerte silenciosa, a los pocos meses
de haber llegado a París. -“¡Adiós Santiago de Chuco, adiós Perú, nadie te
salvará ahora!”- dije en Montmartre antes de sucumbir ante el dolor
y la idea de vivir para siempre. Desde ese día César Vallejo, “El Negro”,
cuida su tumba lustrosa recordando a Otilia, su amor en un paraíso infestado de
serpientes, sufriéndola, ansioso de ver el fin de su propia leyenda.
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