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miércoles, 31 de octubre de 2012

EUSEBIO OBITUARIO Y EL INDIO MANUEL


EUSEBIO OBITUARIO Y EL INDIO MANUEL






Por: Pedro Alberto Zubizarreta


Nadie sabía desde cuándo Eusebio Obituario Barragán andaba en componendas con la Muerte. Es posible que ni él mismo lo recordara. Desde que tenía memoria, la Muerte lo había acompañado. No es que él la hubiera estado buscando. Ella siempre se las ingeniaba para andar pisándole los talones. Evidentemente tenía una afición por su persona, que nadie podía explicar.
La imposición de Obituario como segundo nombre fue un berretín de su padre el día en que fue al pueblo a empadronar a su hijo en estado de ebriedad y un compadre le leyó el título de una sección del periódico local. Quién sabe si ese acto antojadizo fue en realidad un anticipo premonitorio.
A Eusebio se le había pegado la Muerte.
Su madre murió en el parto de su hermano menor antes de que Eusebio tuviera uso de razón. Desde entonces, no hubo año en el que la Muerte no pasara a visitarlo, llevándose de paso a una persona allegada. Su hermano falleció a los tres años de edad de sarampión. Su padre murió en el campo. Una trilladora le pasó por encima mientras dormía una borrachera en el maizal. A su mujer la conoció en los funerales del tío Rosendo. A poco de haberse casado, la pobre enfermó gravemente de una hidropesía que la llevó a la muerte en una semana. Las pestes más diversas se ensañaron con el resto de la familia. Si bien la Muerte era una presencia habitual en esos andurriales, el caso de Eusebio superó holgadamente las estadísticas de la región. Como consecuencia, Eusebio le fue ganando tirria a la Muerte, no así miedo. Miedo no, tal vez por la frecuencia de sus visitas o por la relación preferencial que le prodigaba. Se sentía, eso sí, molesto y asediado. En verdad estaba harto de que le anduviera siguiendo los pasos y no lo dejara en paz de una buena vez. El perjuicio mayor que le estaba dejando esta relación malsana, era que como resultado de la mortandad de familiares, amigos y allegados, Eusebio se estaba quedando irremediablemente solo. La fama del riesgo que implicaba relacionarse con Eusebio, hacía que nadie en su sano juicio siquiera considerase entablar una simple conversación con él. Esto era realmente triste si se tiene en cuenta que Eusebio tenía un carácter afable y disfrutaba sobremanera conversar largamente con sus paisanos, después de churrasquear y beber unos vasos de vino patero. Sí, lo que Eusebio más extrañaba era el contacto con los demás. Pero bastaba que lo divisaran de lejos para que todos tomaran prudente distancia de su persona, aunque para ello fuese necesario dar enormes rodeos.
La relación de Eusebio con la Muerte tenía, sin embargo, una curiosa faceta. Eusebio se podía comunicar con los difuntos. Los encuentros tenían lugar en general por la noche, después de cenar, durante los largos desvelos que la noche le obsequiaba a Eusebio, sin otra compañía que la botella de vino de la cena que lo seguía fielmente hasta la mecedora de la sala. En más de una oportunidad había charlado con su padre y su esposa. También se veía frecuentemente con sus hermanos y amigos fallecidos. Pero estos encuentros distaban mucho de ser entretenidos. Con el correr del tiempo se fueron agotando los temas de conversación. Pocas cosas se podían compartir, ya que no había grandes coincidencias entre las inclinaciones de Eusebio y las de sus contertulios. Como es sabido, los muertos no muestran mayor interés por los pequeños e intrascendentes hechos de la vida cotidiana, motor y objeto de nuestra mayor preocupación. Eusebio quería compartir y hablar de cosas tangibles, como la necesidad de una buena lluvia, de la cosecha de maíz o de los jugosos chismes que la vida de los pequeños pueblos tiene el buen tino de alimentar. Si bien era un alivio mantener alguna relación con sus seres queridos ya muertos, su vida de anacoreta forzado distaba mucho de ser plena. No era feliz. Él quería tener a su lado a una mujer de carne y hueso, que le diera calor en el lecho y sabor a sus comidas. Quería estar rodeado de hijos de todas las edades, que lo alegrasen con sus risas y su algarabía y que le ayudasen en las tareas del campo, a medida de que fueran siendo mayores. Quería tener vecinos para ayudar o incluso pelear por cuestiones de poca monta, como corresponde. A esa altura hasta deseaba incluso una suegra que le amargase la vida un poco, lo justo. Quería también un par de buenos enemigos para poder trompearse en la cantina del pueblo, de vez en cuando.



Eusebio estaba fatalmente encadenado a la viscosidad de la Muerte y todo estaba trastornado. Cuando murió su padre, Eusebio fue criado por sucesivos tíos y familiares a los que fue perdiendo inevitablemente con el tiempo. Poco le quedaba del patrimonio heredado. Después de cada óbito, solían brotar como hongos, albaceas, prestamistas, abogados y gestores que se iban apropiando de sus bienes valiéndose de las artimañas habituales para los casos como Eusebio, pobre, analfabeto y con poca voz. Eusebio, no obstante, contaba con la peculiar virtud de predisponer a sus prójimos a morir en un breve lapso, con lo cual la voracidad de los apropiadores se fue disipando a medida que la maldición se perpetuaba. Como suele ocurrir, el último familiar en morir fue un tío avaro y codicioso que se había quedado con gran parte de lo que había pertenecido a la familia de Eusebio. Fue así como de la noche a la mañana, Eusebio volvió a ser dueño de su casa paterna. Trabajaba la tierra lo mínimo indispensable. Le bastaba con tener lo suficiente como para alimentarse y vestirse. Había en la casona una bien provista biblioteca, pero Eusebio no sabía leer y se cansó de mirar los volúmenes ilustrados. Se pasaba horas acostado en una hamaca al aire libre. Solo y aburrido, mantenía de vez en cuando alguna charla con sus difuntos más queridos o simplemente vegetaba, añorando la convivencia con personas vivas.
En un polvoriento atardecer, algo inusitado sucedió. Eran las postrimerías del verano en el que a falta de personas, a Eusebio se le murió su caballo. Estaba reclinado en su hamaca, con un cigarro apagado colgándole de la comisura de los labios, cuando a lo lejos divisó a alguien que caminaba en dirección a su casa. Lentamente, el que se aproximaba se fue haciendo distinguible de la nubecilla de polvo que levantaba a su paso. En el momento en que el caminante pasó frente a la casa de Eusebio, éste se levantó y se acercó al alambrado. Ambos se miraron sorprendidos el uno del otro. El forastero, de rasgos aindiados, exclamó:
“Buenas tardes, ¿acaso me puede usté ver?”
“Por supuesto que lo puedo ver. ¡Buenas y santas!”, le contestó Eusebio y a su vez preguntó:
“¿No le da temor venir por estos lados?”
“Pues no, hombre, ¿por qué habría de tener miedo?”
“Por mí...”
Desde su baja estatura y desde la impavidez de su raza, el indio lo miró de arriba abajo.
“No parece usté peligroso, no...”
Contento por tener una compañía inesperada, Eusebio le abrió las puertas de su casa y como la noche estaba pronta a descender sobre la tierra, amplió inmediatamente su invitación para cenar y pernoctar. El hombre aceptó agradecido.
Manuel, así se llamaba, era el último sobreviviente de su comunidad. A la United Mining Company, que extraía plomo de los cerros próximos a su pueblo y que terminó empleando a la casi totalidad de la mano de obra disponible para trabajar en sus minas, se le fueron muriendo los obreros y los habitantes de las inmediaciones a causa de la acumulación de plomo en el ambiente, en la sangre y en los nervios. Manuel había sido preservado fortuitamente de esa calamidad por haberse dedicado a cuidar y pastorear cabras en las distantes praderas de las tierras altas. Cuando regresó a su pueblo después de un año y medio de su partida, nada quedaba: ni gente, ni United Mining Company. Desgraciado por lo sucedido, se dio a la bebida y dilapidó su escaso patrimonio. Siendo el último indio que existía en la comarca, permaneció durante años ignorado por todos, viviendo de la basura y del alcohol. De tan solo y abandonado, llegó a convencerse de que era invisible. Manuel se había vuelto inexistente para los blancos.
Nómade por tradición y necesidad hasta ese momento, Manuel permaneció con Eusebio durante varios meses, colaborando en el campo durante el día y compartiendo largas conversaciones después de la cena que se prolongaban hasta la madrugada. Ambos se entendían de maravillas. Comulgando en sus roles de parias, reencontraban el uno en el otro, el sentido de lo gregario.
“Vea, Don Manuel, invisible, que yo sepa, usté no es. Prueba de ello es que lo estoy viendo.”
“Que usted me vea, aceptado; pero tenga en cuenta que usté puede hablar también con los dijuntos.”
“Pero usté no está dijunto, mi amigo, en eso, al menos, coincidirá conmigo.”
“¿Y qué me dice usté de su gualicho? ¿Cuántos meses he pasado ya junto a usté y aquí me tiene, vivito y coleando.”
Conversaciones de hondo contenido filosófico como esta se repetían a menudo. Ambos tenían razón en lo que se refería al otro, pero ninguno de ellos se pensaba a sí mismo con su problema solucionado.
Una tarde de un calor bochornoso, cuando ambos se hallaban dormitando la siesta, percibieron que las ramas del sauce, oscilando suavemente en la brisa sedienta de agua, les estaban hablando. Cuando despertaron, el tema de los dichos del sauce surgió de inmediato. Entre ambos reconstruyeron las oquedades que los sueños dejan tras de sí en su afán de hacerse inalcanzables y crípticos. El mensaje que les llegó en el sonido acariciante del follaje del sauce les sugería pedir ayuda y más precisamente ir a pedirla a la gran ciudad. Allí, los médicos más afamados podrían decirles definitivamente cual era la verdadera situación de cada uno.
Eusebio vendió diez vacunos bien gordos. Con el dinero que obtuvo y desempolvando los dos mejores trajes del guardarropa de su tío, se preparó junto a Manuel, a recorrer el largo camino a la ciudad.
Caminaron durante días por senderos de tierra y luego por rutas asfaltadas que se fueron haciendo más y más anchas hasta desembocar finalmente en la gran ciudad. Maravillados por lo que veían sus ojos, ni Eusebio ni Manuel habrían podido imaginar tanto cemento junto, tanta casa, tanto automóvil. El ruido y el ajetreo los dejaron perplejos y sin habla durante horas, hasta que finalmente anonadados, perdidos, cansados y polvorientos se refugiaron en el primer hospedaje que surgió entre los recovecos del cemento y el hollín. Del grifo del baño de su habitación salía agua caliente y ambos disfrutaron de un prolongado baño. El agradable aroma del jabón perfumado se les pegó en la piel. Al día siguiente, se informaron con el conserje del hotel y se hicieron solicitar entrevistas con los principales médicos especialistas de la gran ciudad. Compraron trajes y zapatos nuevos y dedicaron semanas a consultar a los doctores más sabios y a los sabihondos más ilustres. Como no reparaban en gastos, fueron atendidos por los facultativos a cuerpo de rey. Asistieron a interminables interrogatorios médicos. Se les practicaron innumerables exámenes clínicos y de laboratorio. Fueron sometidos a exámenes complejos, algunos hasta reñidos con las buenas costumbres.
Sus casos fueron consultados con numerosos especialistas de la Universidad. Finalmente fueron presentados en el anfiteatro de una famosa Cátedra de la Facultad de Medicina por el profesor universitario Eduardo Luis del Cerro Alto.
“Estimados colegas, estamos en presencia de unos extraordinarios casos clínicos que acicatean la curiosidad científica de este prestigioso centro académico” Así fueron presentados por el conspicuo profesor.
Bajo la lupa de cientos de estudiantes de medicina, el motivo de su consulta fue minuciosamente analizado y discutido.
Eusebio y Manuel fueron desnudados en público y sus anatomías revisadas en repetidas ocasiones. Finalmente, sentados en cómodas butacas, asistieron a la discusión, por momentos enardecida, de los numerosos profesores presentes. Escucharon citas de Hipócrates, multitud de palabras en latín e incomprensibles peroratas plagadas de tecnicismos. Luego de horas de intercambios y discusiones, se definieron los diagnósticos con una solemnidad sólo comparable a la de los jueces cuando dictan sentencia.
Por supuesto que tanto Manuel como Eusebio no entendieron ni jota y requirieron del auxilio del profesor del Cerro Alto para conocer el veredicto. El profesor los llevó a un consultorio privado y los invitó a tomar asiento. Los miró con gravedad y carraspeó antes de comenzar las explicaciones.
Grande fue la sorpresa de Eusebio Obituario y el indio Manuel por las cosas que descubrieron.
Resultó que Eusebio no estaba maldito ni mucho menos. Que todos los familiares y amigos fallecidos lo habían hecho de enfermedades conocidas que hoy en día se podían prevenir o curar. Que el sarampión de su hermano tenía una vacuna. Que había medicación para curar la tuberculosis que había acabado con la vida de su madre. Que la Muerte estaba más relacionada con las tierras y las gentes olvidadas que con Eusebio en particular. Que Eusebio había tenido mucha suerte por no haberse transformado él mismo en una víctima más.
En cuanto a Manuel, la ciudad lo volvió visible de un día para el otro. Vestido con el elegante traje de domingo, en la calle todos se daban vuelta para mirar al indio engalanado que nunca se había sentido más observado en su vida.
Hartos ya de médicos, universidades, consultorios y con los pies ávidos de pisar tierra en lugar de cemento, Eusebio y Manuel sintieron que habían obtenido las respuestas que habían ido a buscar. Despejadas sus dudas, regresaron a su tierra con la frente en alto.
Rápidamente se desparramó en los alrededores la noticia de las milagrosas curaciones. Los miedos se fueron disipando como la neblina de la ebriedad.
Tanto Eusebio como Manuel no tardaron en formar cada uno una familia con mujer, hijos y suegras. Hicieron instalar sistemas de agua caliente en sus viviendas y vacunaban a sus hijos. Lograron que el pueblo cercano contase con escuela y hospital, pues habían descubierto que las calamidades más grandes vienen de la mano de la ignorancia y de la mala salud. Para esto último, contaron con la ayuda inestimable del profesor del Cerro Alto, quien a pesar de lo abultado de sus títulos y diplomas, conservaba intacta su sensibilidad humana hacia los más postergados y olvidados de la sociedad. El profesor siempre había predicado la necesidad de despertar el interés de los médicos jóvenes por brindar buena atención médica en lugares apartados.
Eusebio y Manuel nunca más extrañaron la ausencia de vecinos molestos. Todos en el pueblo quedaron plenamente convencidos de su rehabilitación y supieron valorar los beneficios de la escuela y el hospital.
De las antiguas penurias sólo quedaron los recuerdos. Se habían superado las supercherías y maldiciones que los habían enfermado y aislado durante años.
Pero algunas noches, durante las charlas que Manuel y Eusebio siempre tuvieron la buena costumbre de mantener, se arrimaban al fuego algunos difuntos, los más queridos, para confraternizar con ellos mientras compartían las últimas rondas de grapa.

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