EUSEBIO
OBITUARIO Y EL INDIO MANUEL
Por: Pedro Alberto Zubizarreta
Nadie sabía desde cuándo Eusebio Obituario
Barragán andaba en componendas con la Muerte. Es posible que ni él mismo lo
recordara. Desde que tenía memoria, la Muerte lo había acompañado. No es que él
la hubiera estado buscando. Ella siempre se las ingeniaba para andar pisándole
los talones. Evidentemente tenía una afición por su persona, que nadie podía
explicar.
La imposición de Obituario como segundo
nombre fue un berretín de su padre el día en que fue al pueblo a empadronar a
su hijo en estado de ebriedad y un compadre le leyó el título de una sección
del periódico local. Quién sabe si ese acto antojadizo fue en realidad un
anticipo premonitorio.
A Eusebio se le había pegado la Muerte.
Su madre murió
en el parto de su hermano menor antes de que Eusebio tuviera uso de razón.
Desde entonces, no hubo año en el que la Muerte no pasara a visitarlo,
llevándose de paso a una persona allegada. Su hermano falleció a los tres años
de edad de sarampión. Su padre murió en el campo. Una trilladora le pasó por
encima mientras dormía una borrachera en el maizal. A su mujer la conoció en
los funerales del tío Rosendo. A poco de haberse casado, la pobre enfermó
gravemente de una hidropesía que la llevó a la muerte en una semana. Las pestes
más diversas se ensañaron con el resto de la familia. Si bien la Muerte era una
presencia habitual en esos andurriales, el caso de Eusebio superó holgadamente
las estadísticas de la región. Como consecuencia, Eusebio le fue ganando tirria
a la Muerte, no así miedo. Miedo no, tal vez por la frecuencia de sus visitas o
por la relación preferencial que le prodigaba. Se sentía, eso sí, molesto y asediado.
En verdad estaba harto de que le anduviera siguiendo los pasos y no lo dejara
en paz de una buena vez. El perjuicio mayor que le estaba dejando esta relación
malsana, era que como resultado de la mortandad de familiares, amigos y
allegados, Eusebio se estaba quedando irremediablemente solo. La fama del
riesgo que implicaba relacionarse con Eusebio, hacía que nadie en su sano
juicio siquiera considerase entablar una simple conversación con él. Esto era
realmente triste si se tiene en cuenta que Eusebio tenía un carácter afable y
disfrutaba sobremanera conversar largamente con sus paisanos, después de
churrasquear y beber unos vasos de vino patero. Sí, lo que Eusebio más
extrañaba era el contacto con los demás. Pero bastaba que lo divisaran de lejos
para que todos tomaran prudente distancia de su persona, aunque para ello fuese
necesario dar enormes rodeos.
La relación de Eusebio con la Muerte tenía,
sin embargo, una curiosa faceta. Eusebio se podía comunicar con los difuntos.
Los encuentros tenían lugar en general por la noche, después de cenar, durante
los largos desvelos que la noche le obsequiaba a Eusebio, sin otra compañía que
la botella de vino de la cena que lo seguía fielmente hasta la mecedora de la
sala. En más de una oportunidad había charlado con su padre y su esposa.
También se veía frecuentemente con sus hermanos y amigos fallecidos. Pero estos
encuentros distaban mucho de ser entretenidos. Con el correr del tiempo se
fueron agotando los temas de conversación. Pocas cosas se podían compartir, ya
que no había grandes coincidencias entre las inclinaciones de Eusebio y las de
sus contertulios. Como es sabido, los muertos no muestran mayor interés por los
pequeños e intrascendentes hechos de la vida cotidiana, motor y objeto de
nuestra mayor preocupación. Eusebio quería compartir y hablar de cosas
tangibles, como la necesidad de una buena lluvia, de la cosecha de maíz o de
los jugosos chismes que la vida de los pequeños pueblos tiene el buen tino de
alimentar. Si bien era un alivio mantener alguna relación con sus seres
queridos ya muertos, su vida de anacoreta forzado distaba mucho de ser plena.
No era feliz. Él quería tener a su lado a una mujer de carne y hueso, que le
diera calor en el lecho y sabor a sus comidas. Quería estar rodeado de hijos de
todas las edades, que lo alegrasen con sus risas y su algarabía y que le
ayudasen en las tareas del campo, a medida de que fueran siendo mayores. Quería
tener vecinos para ayudar o incluso pelear por cuestiones de poca monta, como
corresponde. A esa altura hasta deseaba incluso una suegra que le amargase la
vida un poco, lo justo. Quería también un par de buenos enemigos para poder
trompearse en la cantina del pueblo, de vez en cuando.
Eusebio estaba fatalmente encadenado a la
viscosidad de la Muerte y todo estaba trastornado. Cuando murió su padre,
Eusebio fue criado por sucesivos tíos y familiares a los que fue perdiendo
inevitablemente con el tiempo. Poco le quedaba del patrimonio heredado. Después
de cada óbito, solían brotar como hongos, albaceas, prestamistas, abogados y
gestores que se iban apropiando de sus bienes valiéndose de las artimañas
habituales para los casos como Eusebio, pobre, analfabeto y con poca voz.
Eusebio, no obstante, contaba con la peculiar virtud de predisponer a sus
prójimos a morir en un breve lapso, con lo cual la voracidad de los
apropiadores se fue disipando a medida que la maldición se perpetuaba. Como
suele ocurrir, el último familiar en morir fue un tío avaro y codicioso que se
había quedado con gran parte de lo que había pertenecido a la familia de
Eusebio. Fue así como de la noche a la mañana, Eusebio volvió a ser dueño de su
casa paterna. Trabajaba la tierra lo mínimo indispensable. Le bastaba con tener
lo suficiente como para alimentarse y vestirse. Había en la casona una bien
provista biblioteca, pero Eusebio no sabía leer y se cansó de mirar los
volúmenes ilustrados. Se pasaba horas acostado en una hamaca al aire libre.
Solo y aburrido, mantenía de vez en cuando alguna charla con sus difuntos más
queridos o simplemente vegetaba, añorando la convivencia con personas vivas.
En un polvoriento atardecer, algo inusitado
sucedió. Eran las postrimerías del verano en el que a falta de personas, a
Eusebio se le murió su caballo. Estaba reclinado en su hamaca, con un cigarro
apagado colgándole de la comisura de los labios, cuando a lo lejos divisó a
alguien que caminaba en dirección a su casa. Lentamente, el que se aproximaba
se fue haciendo distinguible de la nubecilla de polvo que levantaba a su paso.
En el momento en que el caminante pasó frente a la casa de Eusebio, éste se
levantó y se acercó al alambrado. Ambos se miraron sorprendidos el uno del
otro. El forastero, de rasgos aindiados, exclamó:
“Buenas tardes, ¿acaso me puede usté ver?”
“Por supuesto que lo puedo ver. ¡Buenas y
santas!”, le contestó Eusebio y a su vez preguntó:
“¿No le da temor venir por estos lados?”
“Pues no, hombre, ¿por qué habría de tener
miedo?”
“Por mí...”
Desde su baja estatura y desde la impavidez
de su raza, el indio lo miró de arriba abajo.
“No parece usté peligroso, no...”
Contento por tener una compañía inesperada,
Eusebio le abrió las puertas de su casa y como la noche estaba pronta a
descender sobre la tierra, amplió inmediatamente su invitación para cenar y
pernoctar. El hombre aceptó agradecido.
Manuel, así se llamaba, era el último
sobreviviente de su comunidad. A la United Mining Company, que extraía plomo de
los cerros próximos a su pueblo y que terminó empleando a la casi totalidad de
la mano de obra disponible para trabajar en sus minas, se le fueron muriendo
los obreros y los habitantes de las inmediaciones a causa de la acumulación de
plomo en el ambiente, en la sangre y en los nervios. Manuel había sido
preservado fortuitamente de esa calamidad por haberse dedicado a cuidar y
pastorear cabras en las distantes praderas de las tierras altas. Cuando regresó
a su pueblo después de un año y medio de su partida, nada quedaba: ni gente, ni
United Mining Company. Desgraciado por lo sucedido, se dio a la bebida y
dilapidó su escaso patrimonio. Siendo el último indio que existía en la
comarca, permaneció durante años ignorado por todos, viviendo de la basura y
del alcohol. De tan solo y abandonado, llegó a convencerse de que era
invisible. Manuel se había vuelto inexistente para los blancos.
Nómade por tradición y necesidad hasta ese
momento, Manuel permaneció con Eusebio durante varios meses, colaborando en el
campo durante el día y compartiendo largas conversaciones después de la cena
que se prolongaban hasta la madrugada. Ambos se entendían de maravillas.
Comulgando en sus roles de parias, reencontraban el uno en el otro, el sentido
de lo gregario.
“Vea, Don Manuel, invisible, que yo sepa, usté no es. Prueba de ello es que lo estoy
viendo.”
“Que usted me vea, aceptado; pero tenga en
cuenta que usté puede hablar también con los dijuntos.”
“Pero usté no está dijunto,
mi amigo, en eso, al menos, coincidirá conmigo.”
“¿Y qué me dice usté de su gualicho?
¿Cuántos meses he pasado ya junto a usté y aquí me tiene, vivito y coleando.”
Conversaciones de hondo contenido filosófico
como esta se repetían a menudo. Ambos tenían razón en lo que se refería al
otro, pero ninguno de ellos se pensaba a sí mismo con su problema solucionado.
Una tarde de un calor bochornoso, cuando
ambos se hallaban dormitando la siesta, percibieron que las ramas del sauce,
oscilando suavemente en la brisa sedienta de agua, les estaban hablando. Cuando
despertaron, el tema de los dichos del sauce surgió de inmediato. Entre ambos
reconstruyeron las oquedades que los sueños dejan tras de sí en su afán de
hacerse inalcanzables y crípticos. El mensaje que les llegó en el sonido
acariciante del follaje del sauce les sugería pedir ayuda y más precisamente ir
a pedirla a la gran ciudad. Allí, los médicos más afamados podrían decirles
definitivamente cual era la verdadera situación de cada uno.
Eusebio vendió diez vacunos bien gordos. Con
el dinero que obtuvo y desempolvando los dos mejores trajes del guardarropa de
su tío, se preparó junto a Manuel, a recorrer el largo camino a la ciudad.
Caminaron durante días por senderos de tierra
y luego por rutas asfaltadas que se fueron haciendo más y más anchas hasta
desembocar finalmente en la gran ciudad. Maravillados por lo que veían sus
ojos, ni Eusebio ni Manuel habrían podido imaginar tanto cemento junto, tanta
casa, tanto automóvil. El ruido y el ajetreo los dejaron perplejos y sin habla
durante horas, hasta que finalmente anonadados, perdidos, cansados y
polvorientos se refugiaron en el primer hospedaje que surgió entre los
recovecos del cemento y el hollín. Del grifo del baño de su habitación salía
agua caliente y ambos disfrutaron de un prolongado baño. El agradable aroma del
jabón perfumado se les pegó en la piel. Al día siguiente, se informaron con el
conserje del hotel y se hicieron solicitar entrevistas con los principales
médicos especialistas de la gran ciudad. Compraron trajes y zapatos nuevos y
dedicaron semanas a consultar a los doctores más sabios y a los sabihondos más
ilustres. Como no reparaban en gastos, fueron atendidos por los facultativos a
cuerpo de rey. Asistieron a interminables interrogatorios médicos. Se les
practicaron innumerables exámenes clínicos y de laboratorio. Fueron sometidos a
exámenes complejos, algunos hasta reñidos con las buenas costumbres.
Sus casos fueron consultados con numerosos
especialistas de la Universidad. Finalmente fueron presentados en el anfiteatro
de una famosa Cátedra de la Facultad de Medicina por el profesor universitario
Eduardo Luis del Cerro Alto.
“Estimados colegas, estamos en presencia de
unos extraordinarios casos clínicos que acicatean la curiosidad científica de
este prestigioso centro académico” Así fueron presentados por el conspicuo
profesor.
Bajo la lupa de cientos de estudiantes de
medicina, el motivo de su consulta fue minuciosamente analizado y discutido.
Eusebio y Manuel fueron desnudados en público
y sus anatomías revisadas en repetidas ocasiones. Finalmente, sentados en
cómodas butacas, asistieron a la discusión, por momentos enardecida, de los
numerosos profesores presentes. Escucharon citas de Hipócrates, multitud de
palabras en latín e incomprensibles peroratas plagadas de tecnicismos. Luego de
horas de intercambios y discusiones, se definieron los diagnósticos con una
solemnidad sólo comparable a la de los jueces cuando dictan sentencia.
Por supuesto que tanto Manuel como Eusebio no
entendieron ni jota y requirieron del auxilio del profesor del Cerro Alto para
conocer el veredicto. El profesor los llevó a un consultorio privado y los
invitó a tomar asiento. Los miró con gravedad y carraspeó antes de comenzar las
explicaciones.
Grande fue la sorpresa de Eusebio Obituario y
el indio Manuel por las cosas que descubrieron.
Resultó que Eusebio no estaba maldito ni
mucho menos. Que todos los familiares y amigos fallecidos lo habían hecho de
enfermedades conocidas que hoy en día se podían prevenir o curar. Que el
sarampión de su hermano tenía una vacuna. Que había medicación para curar la
tuberculosis que había acabado con la vida de su madre. Que la Muerte estaba
más relacionada con las tierras y las gentes olvidadas que con Eusebio en
particular. Que Eusebio había tenido mucha suerte por no haberse transformado
él mismo en una víctima más.
En cuanto a Manuel, la ciudad lo volvió
visible de un día para el otro. Vestido con el elegante traje de domingo, en la
calle todos se daban vuelta para mirar al indio engalanado que nunca se había
sentido más observado en su vida.
Hartos ya de médicos, universidades,
consultorios y con los pies ávidos de pisar tierra en lugar de cemento, Eusebio
y Manuel sintieron que habían obtenido las respuestas que habían ido a buscar.
Despejadas sus dudas, regresaron a su tierra con la frente en alto.
Rápidamente se desparramó en los alrededores
la noticia de las milagrosas curaciones. Los miedos se fueron disipando como la
neblina de la ebriedad.
Tanto Eusebio como Manuel no tardaron en
formar cada uno una familia con mujer, hijos y suegras. Hicieron instalar
sistemas de agua caliente en sus viviendas y vacunaban a sus hijos. Lograron
que el pueblo cercano contase con escuela y hospital, pues habían descubierto
que las calamidades más grandes vienen de la mano de la ignorancia y de la mala
salud. Para esto último, contaron con la ayuda inestimable del profesor del
Cerro Alto, quien a pesar de lo abultado de sus títulos y diplomas, conservaba
intacta su sensibilidad humana hacia los más postergados y olvidados de la
sociedad. El profesor siempre había predicado la necesidad de despertar el
interés de los médicos jóvenes por brindar buena atención médica en lugares
apartados.
Eusebio y Manuel nunca más extrañaron la
ausencia de vecinos molestos. Todos en el pueblo quedaron plenamente
convencidos de su rehabilitación y supieron valorar los beneficios de la
escuela y el hospital.
De las antiguas penurias sólo quedaron los
recuerdos. Se habían superado las supercherías y maldiciones que los habían
enfermado y aislado durante años.
Pero algunas noches, durante las charlas que
Manuel y Eusebio siempre tuvieron la buena costumbre de mantener, se arrimaban
al fuego algunos difuntos, los más queridos, para confraternizar con ellos
mientras compartían las últimas rondas de grapa.
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