TODO ES PARA SIEMPRE
POR: JAVIER BARRERA LUGO
Para mi Cata,
Semper simul, Semper carmina.
En el antiguo cajón de las luces fue donde más
palpable se hizo su ausencia. Allí los recuerdos se atesoraron por años y
terminaron convertidos, víctimas de las circunstancias, en simples referencias
carentes de sustento. Algunos rostros en las fotos almacenadas se habían
borrado y los restantes el “loco”,
los cubrió con tinta china. “Esos recuerdos ya no sirven para nada”, nos dijo
sin creérselo y comenzó a llenar las cajas de la mudanza. Como un ejército de
leales conspiradores, empezamos a cumplir las tareas que nos asignó.
Cada uno de los amigos que lo acompañamos en el
trasteo se llevó algo de aquella casa donde alguna vez existió la felicidad en
forma de anarquizados recuerdos y presentes donde jamás se escatimó el amor:
Alejo, un cuaderno con versos que el “loco” dejó mancillado con más tachones
que ideas, Carlos, se enamoró de las piedras de sanación con que La Filipina, le trataba las migrañas al “loco”, después de las farras a las que
este sobrevivía cerrándose sin saber los chakras.
Fernando, se embolsilló la edición de principios de siglo de Los Miserables, de Víctor Hugo, que ella tanto adoraba. “Motas”, le echó mano a la bicicleta que jamás fue utilizada por
los habitantes de aquella casa y que en un arrebato de ridícula generosidad
quisieron como a un hijo incompetente. Liliana, se hizo a un paquete de
correspondencia y la tostadora, y Sulma, con todas las chucherías que La Filipina, acumuló en una caja de
zapatos por años. Yo tomé las galeradas de Sendero
de fuego frío, el primer poemario publicado por el “loco”, que amablemente las
firmó antes de que las guardara en mi morral.
La mudanza se realizó en total silencio. Una
sensación de agorafobia dominaba el aire de las habitaciones que con cada cosa empacada y bajada al camión, se hacían
descomunales. Lo único que trastocó la solemnidad de la ceremonia en
desarrollo, fue el golpeteo frenético de la lluvia que se estrellaba contra las
ventanas. Todos nos miramos compungidos y llegamos al acuerdo tácito de no
molestar al “loco”, de no hablarle al “loco”,
de no ver llorar al “loco”. Un tipo
parco como él, con fama de intolerante y hasta resentido, agradecía la
solidaridad en los actos donde las palabras brillaban por su ausencia. Así era
él, un cúmulo de eventos extraviados.
Y estoy seguro, porque lo conocí, que estaba
complacido con la presencia de aquellos seres que amaba a rabiar, pero en ese
momento cualquier sílaba estaba prohibida. Sus incondicionales lo acompañamos
no sólo en las buenas, nos hicimos palpables cuando las cosas se pusieron feas
y terminaron como terminaron. En ese momento existimos para él y sus
excentricidades, para su dolor y agradecimiento con aquella mujer que lo puso a
andar por los terrenos de la tierna cotidianidad como un hada madrina que
enseña el amor como instinto y deja la lección aprendida antes de irse. Esa era
toda la verdad del maldito mundo para el “loco”.
Las cosas del segundo piso quedaron empacadas en
menos de una hora. Nos dividimos en grupos y cada uno tomo un punto de los
espacios comunes de la primera planta para desmontarlo. Uno la sala, otra el
baño auxiliar, el comedor, el patio de ropas, la biblioteca que pensamos era
mejor incinerar, pero el “loco”, pidió con sutil ímpetu desmantelar la cocina
solo. Quiso fumar para tragarse el dolor, ese sentimiento de orfandad que le
machacaba el pecho, pero por respeto no lo hizo. Ella detestaba el humo, su
tufo miserable. Uno a uno fueron pasando por sus manos recipientes de plástico,
la licuadora, los horribles limpiones anaranjados que compraron en una rebaja,
el vaso que se robaron del bar del centro comercial y en el que ella se servía
la leche todas las mañanas, la vajilla que les regalaron los Quevedo “para que
se la rompas en el lomo a este vago”,
las cucharitas de palo que les envió la tía Ana desde Yacó y todos los
instrumentos inútiles que decoraban aquel templo de sana improvisación
gastronómica.
El trabajo se hizo dispendioso porque cada cosa de
aquel menaje tenía una anécdota pegada a su esencia, a los delirios de aquella muchachita
oriental obsesionada con ser un ama de casa en todo el sentido de la frase. En
menos de dos hora, uno a uno, sus incondicionales, nos agolpamos bajo el dintel
de la puerta de la cocina para recibir instrucciones; nuestro trabajo estaba
hecho. El “loco”, destapó una botella
de vino y nos ofreció un trago. El silencio se hizo más cálido con esa simple
inyección de motivos.
En la mitad de la tarea, mientras observábamos
hechizados la meticulosidad del “loco”,
ubicando de manera obsesiva las cosas en las cajas, el mutismo fue interrumpido
por un poderoso estímulo olfativo. Un
olor a rosas se tomó la cocina. Todos comenzamos a mirarnos, a estudiar cada
rincón, cada dilatación y espacio vacío. El “loco”,
no pudo contener una sonrisa algo sádica y dijo con su acostumbrado tono de
sarcasmo:
-Carajo, hasta que se “cagaron” los perfumes de La
Filipina, ¿no? ¡Qué manitas tan dañinas, no joda…!
Una carcajada nerviosa llenó la cocina. Liliana,
contestó:
-“Loquito”, la casa está vacía. Yo misma guardé los
perfumes y quedaron en una maleta que subimos al camión hace casi una hora.
-Huevón, la casa está vacía. Lo único que queda por
sacar es lo que está guardando en las cajas que tiene a su lado… ¡Esta vaina
está rara!-dijo Alejo, sin disimular su estupor al comprobar que la fragancia
se hacía más poderosa cada segundo.
El “loco”,
pareció insertarse en un trance. Cientos de colores bombardearon su mente y lo
llevaron a profundizar sus acostumbrados silencios. Las expresiones de nuestras
caras pasaron del asombro a la petrificación. El olor dulzón se hizo único,
radical. Los amigos empezamos a mirarnos y sonrojarnos presas del desconcierto,
a especular con las miradas que lanzábamos curiosos, buscando a tientas el
lugar específico de donde podría brotar aquella fragancia de la que aún hoy,
diez años después, no hemos podido clasificar su naturaleza.
Un chisporroteo eléctrico se llevó la poca
racionalidad del “loco”. Cerró los
ojos, frunció el ceño y se sentó en el piso de la cocina. Cada momento con La Filipina, guardado en su cerebro detonó en la parte anterior
de sus ojos, destinada en ese momento a convertirse en el telón biológico donde
se proyectaba cada escena de vida en la que sintió existir. Sus músculos
frenaron cualquier actividad, dejaron su masa estacionada en el quicio de la
muerte y fue en aquel instante cuando todo acabó de ocurrir: La Filipina, apareció, callada,
sonriente, sólo ella como siempre fue.
-La alegría máxima, Barrera. La alegría que con ella
nunca tuve que inventar… Volví a ser Mario, un ser esperanzado, no el “loco” marica que siempre está empezando
y no llega a ningún lado, el arrimado, el que escribe mal, el malévolo
enajenado que entendió que esa puta mierda de diosecitos a los que se les ruega
en vano y circunstancias vacías son en
el fondo actos de traición propia, escupitajos en el rostro… Estoy cansado de
apostar y perder obligado, pero ya eso es pasado. Ella me anticipó algo y sólo
a ella le creo. Las cosas al fin van a mejorar, hermano…-me dijo catatónico,
exultante y lleno de vigor días después de lo sucedido.
El “loco”, retomó
la conciencia. Uno a uno nos volvimos a
mirar todavía más confundidos, al sentir como el aroma a rosas comenzó a
hacerse tenue y desapareció minutos después. El letargo estuvo presente cada
instante. Fue mágico, una prueba que quebró nuestras creencias acerca de
cualquier cosa. La simpleza de aquella situación que no pudimos explicar nos
crispó los nervios. Como pudimos, guardamos lo que restaba de los utensilios,
tomamos a un sonriente “loco”, y
abandonamos la casa sin más aspavientos.
Durante el recorrido del camión hacia el depósito
que alquilamos para guardar las cosas, el “loco”,
nos relató la conversación que tuvo en el
umbral de la muerte, según su visión poética de los eventos, con La Filipina, las cosas que se
confesaron, las manifestaciones de amor puro, el recuento de los momentos
felices que compartieron, las cosas que se quemaron en los delirios que
experimentaron tantas veces y los transformaron en siameses, lo que ella vivía
al otro lado de los árboles, las promesas que revalidaron mientras su casa, la
casa que compartieron cuatro años, se
convertía en el lugar con mejor olor en el planeta. Todo esto nos lo contó sin
reparos, exultante, porque así era el “loco”
cuando estaba feliz y se le daba la gana: una máquina de producir palabras.
Después de tomarnos unos tragos, cada quien tomó su camino y se dedicó a lo
suyo, pero una sensación, no de miedo sino de ansiosa curiosidad, nos acompaña
hasta hoy. Así eran de caóticas las cosas cuando estaba metido el “loco”.
Pasaron un par de meses desde la mudanza y no
supimos de él hasta dos semanas después de mi cumpleaños número cuarenta,
cuando su primo nos comunicó la noticia. La policía nos permitió entrar al apartamento
que había alquilado. Decenas de libros desperdigados por espacios insólitos,
por el piso, el escritorio, la ducha, las hornillas de la estufa, la cama junto
a la ventana, decoraban de manera singular aquella cripta donde pasó sus
últimos momentos. Estaba tumbado junto a la puerta del baño, correctamente
vestido y con una sonrisa que en otras circunstancias hubiese sido macabra.
Repito, así era el “loco”: cúmulos de
sorpresas en cada acto, discreta teatralidad, un tipo sin reparos y callado.
-A una vecina le pareció extraño no escucharlo hacer
escándalo en varios días. Llegamos, golpeamos varias veces y no tuvimos
respuesta. Lo encontramos así, como si estuviera durmiendo con traje de
etiqueta. Fue un infarto fulminante según confirmó el médico…-dijo el oficial
de servicio que llamó para avisar lo que había sucedido.
Se lo llevaron en el camión de medicina legal y los
mismos policías permitieron que nos quedáramos un rato más en el apartamento.
El portero del edificio nos dijo que no había problema en sacar las cosas al
día siguiente: “dejó pagada la renta hasta el final del mes”, dijo con algo de
piedad. Ninguno de los presentes fue capaz de mancillar el momento con una
lágrima. Comenzamos a escarbar los papeles, las fotos que guardaba celoso en
una carpeta, desmembramos su cotidianidad con la terquedad de un anatomista
ante los restos de un monstruo mitológico.
El silencio de la inspección fue roto por un
movimiento repentino que Fernando, su editor, realizó escandalizado para
indicarnos los papeles que estaban sobre el anaquel de la cocina. Una buena
cantidad de cuartillas unidas y marcadas con el título: TODO ES PARA SIEMPRE.
Hojeamos la primera y única novela que el “loco”
llegó a escribir, lo suyo era la poesía. Como homenaje, decidimos leer un
capítulo todas las tardes hasta que hiciéramos la mudanza de las cosas.
En doscientas hojas escritas con fervor, hizo
patente lo que era y lo que significó La
Filipina en su vida. La condena para los tipos de su estirpe era
disfrutar del pasado, de lo que fueron y
tuvieron, magnificarlo. En el presente eso no era posible porque las almas son
endebles, están vivas, cuestionan y actúan por pulsión no por nobleza. Esa fue
la idea que plasmó en el primer capítulo. Fernando, no pudo ocultar una
expresión de sincera hilaridad. ”Hay que vivir un poquito el hoy, no exagerar,
para generar hordas de recuerdos, Barrera”, decía cada vez que le insistía para
que dejara el encierro y conociera a otras personas. Así era el tipo más raro
que he conocido.
Nos encontramos temprano en el apartamento con
Fernando y empezamos a embalar las
cosas. Todo iba para la casa de los padres del “loco”. Nos quedaban por leer unas diez páginas de la novela, así
que decidimos terminarlas cuando todo estuviera listo para ser llevado al
camión. Nos sentamos en el suelo y comenzamos con el ejercicio, pero no bien
terminábamos de leer el primer párrafo, un olor a rosas, palpable, enérgico,
visceral, comenzó a llenar el cuarto y a hacerse más denso.
Fernando, me miró asustado y yo sólo pude, en medio
de la alegría, un punzante dolor del alma y una tranquilidad enorme, gritar a
todo pulmón:
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