Semper simul, Semper carmina.
IMPERIO DE HUMO Y PIEDRA
Por:
Javier Barrera Lugo
Para: Martín Suárez B.
La dignidad
parece relativa en una ciudad donde la mayoría de nosotros utiliza el ladrido
como táctica de disuasión. La factoría,
el rebusque, la falta de empleo, la calle donde se aprenden la
prostitución, la mensajería y la poesía, son maestras despiadadas que nos
esquilman el placer de soñar sin consecuencias. Olvidadas, quedaron las
realizaciones que existieron sólo en los atrofiados cerebros de los tecnócratas,
aquellas promesas que nos vendieron los dueños del caos para hacerse elegir de
algo y robar a placer. Ahora ese reclusorio para sordos al que llamamos
sociedad, se encarga de oprimir los sentidos de quienes nacimos humanos y nos
fuimos haciendo monstruos en silencio, de a poco cada día. “Qué le vamos a
hacer”, dicen la mayoría de los habitantes de esta sabana, mientras observan
por las ventanas de sus oficinas como se oculta el futuro que parece nunca asomarse
completo por este paraíso en llamas.
La
tarea es imaginar algo mejor para todos, aunque la fe no sea una cualidad que
sobre en esta ciudad de cadenas, lo digo de corazón, sin odio. Caminamos por el
vacío y sólo los desprendidos tendrán posibilidades reales de no volverse diosecitos
sádicos. Aquellos capaces de darle un gramo de alegría al prójimo sin esperar
recompensa por ello, serán bendecidos con la gloria que se demuestra en
pequeños actos generosos. Sin ánimo de parecer una plañidera aferrada a las
columnas del templo, creo que al mundo le sobra el tufillo de crueldad que
desesperanza y le faltan certezas para luchar beneficios generales a la hora de
cerrar cuentas.
¿Se preguntan
por qué escribo estas líneas en tono mesiánico-jactancioso? (por si acaso, no vendo la revista ATALAYA; A continuación lo aclaro todo: hace un par de semanas
choqué de frente con la realidad. Los prejuicios de la gente me lanzaron un
navajazo a la cara que produjo una herida llena de fuego y suciedad, desnudó lo
patéticos que podemos ser los hombres como especie dominante del planeta. No
soy soberbio, pero juzgo, me unto, no coloco la otra mejilla, mi intención es quitar una máscara, averiguar
sin anestesia cuánto de nuestra alma quedó refundida en la mediocridad que los amos
del mundo nos inculcaron; mi propósito, amigo lector, es confirmar que le
hacemos caso a las mentiras del mercado a ojo cerrado y nos comportamos como
cerdos (come lo que puedas, atragántate y escapa) condenados a sobrevivir a
cualquier precio, a comprar la felicidad que se exige como dogma en los
anuncios de televisión. Aristas que confrontan una verdad feroz para los seres
que rondamos esta comarca en guerra: somos esclavos, no artífices de nuestra realidad.
Seis
y treinta de la tarde, viernes 26 de octubre de 2.012. Abordo el bus para
retornar a casa después de un día de labor. El trancón absorbe lo poco de
energía vital que le queda a la gente que va apiñada en los quince vehículos de
transporte público, los treinta y dos carros particulares y un sinnúmero de
taxis que atiborran la entrada de Álamos, a esa hora. Metros adelante, un
hombre saca desesperado la mano de la chaqueta que la protege del frío,
solicita ser llevado y aborda con dificultad el vehículo. Paga el pasaje
completo (no es de los que ruega que lo lleven por mil pesos) y empieza a
cantarle al mundo, con la peor voz del mundo, que es otro discapacitado vicioso
que afea lo mundano, un mocho mundial, el “patuleco” que acaba de emerger del
más profundo recoveco del inframundo; que va hasta La Gaitana, uno de los barrios más “picantes” de Suba, y
necesita dinero para comprar jabón, comida y unos caramelos para sus sobrinos
de tres y cuatro años, “las únicas
personas, después de mi mamita, que no me ven como un incompleto pedazo de
mierda”. Concluye su petitorio con una sentencia lapidaria: “Y no me miren
mal, aunque huelo a feo yo también pagué completo el pasaje y tengo derecho a
sentarme en la silla azul”[1]. Un par de hombres que
ocupan estos puestos exclusivos no le hacen caso, observan extasiados a la
pareja que en ese momento abandona un motel, detallan las facciones, curvas,
pliegues y cabello mojado de la mujer vestida de negro. Imaginan.
El
trancón juega contra el discapacitado, contra la tolerancia de todos los que
intentamos no centrar los pensamientos en el hedor de aquel hombre que pone a
prueba el mecanismo democrático que sustenta una tarifa de transporte. Su
reclamo de comodidad piadosa es anulado por el silencio del par de voyeristas a
los que la lascivia vedada, les mantiene abierta la boca como asnos. ” ¡Jamás se van a levantar estos malparidos!”,
pienso con rabia. El calor del bus atestado
hace peor el tufo de aquella masa quejumbrosa. Habla sólo, berrea, cuenta
detalles de su adicción, de los sobrinos a los que quiere obsequiar golosinas
en halloween, de su paso por el
colegio con excelentes notas, del abandono, de una vida (la suya) que a ningún
pasajero interesa. No es momento para misericordias, la fetidez es insoportable.
Una
dama sentada en la segunda fila de asientos, al lado derecho del pasillo, saca
un frasco de perfume barato y comienza a rociarse la hipotética aura que rodea
su figura mofletuda. Un acto que hace
patente el “¡bájese h.p. ñero…!”, aunque sin palabras, hipócrita y pendenciero.
No creo que aplique justicia a conciencia, el instinto la ciega, pero su
desesperada reacción detona un incidente que evidencia lo muerta que parece
estar también la piedad. Miradas van y vienen, se estrellan accidentalmente, evaden
responsabilidades individuales. Los reclamos, mentales al principio, se vuelven
balbuceos y terminan por ser aullidos de manada horrorizada cuando un hombre
(si se puede tildar así a un parásito
que destila odio) descarga a gritos su resentimiento. Bufa quejas como un niño
sin carácter, excluye al indigente como si este fuera un saco de basura mal
ubicado. Se dirige a la cabina del conductor, quien se ha hecho el de la vista
gorda todo el tiempo, y le hace una agresiva petición:
-¡Baje
a este tipo ya!-ordena. Acto seguido, sustenta su demanda: - ¡Usted no puede
mezclar gente con “desechables”! Quién
quita que este “huevón saque un arma y nos atraque… ¡Que lo baje, hombre… O le
hacemos para este “tiesto” y no respondemos!-vuelve a insistir y la mayoría de
pasajeros, actuando como cobarde gavilla, inician un vergonzoso motín.
No
me indigna solamente el comportamiento de los demás, indigna mi silencio
cómplice, mi pusilanimidad. No es justo lo que sucede, lo sé y por el momento
no hago nada. Callo por miedo, me excuso en “no meterme en lo que no me
importa”, y lo repito autocomplaciente diez veces más. Entiendo lo del olor y
las consecuencias que genera, pero si nos basamos en la teoría económica que
domina al mundo y acatamos simplistas, el libre mercado (pague su comodidad,
quien tiene el capital tiene el poder) y no en conceptos primarios de segregación,
el indigente tiene todo el derecho a transportarse en el bus y viajar sentado. Cumplió
las reglas, pagó completo, ¡PAGÓ! señores defensores del sistema. La gente
decente obvió esta pequeña norma y no contentos con esto, comienzan a
pontificar respecto a lo que debe hacer el indigente: “¡que se baje!” dicen
muchos, “¡bájelo a la brava!”, ordenan
otros, el resto optamos por callarnos, mirar hacia otro lado y esperar
el resultado. No pasa nada de lo antes mencionado.
El indigente,
en un acto de lógica dignidad, le insiste al conductor sobre el pago que hizo.
Da razones acertadas para que se le cumpla el derecho a ser transportado. Apela
a las migajas de buen corazón que le puedan quedar a los pasajeros, pierde los
estribos, exige, pero nunca de mala forma. La respuesta que recibe es una
amenaza directa del conductor: “se baja o lo bajo, h.p.” dice para recibir los
favores de la turba ansiosa, mientras, bamboleaba de lado a lado una gruesa
varilla de acero. No aguanto más, es inaceptable lo que ocurre. Le digo al
conductor que no proceda de esa manera, que sigua la ruta y se deje de
pendejadas. El hombre mira con arrogancia al vacío, no se digna verme a los
ojos, me insulta: “Entonces bájese usted y ayúdele a su “novio” a subirse a
otro bus, sapo” Me quedo sin palabras… Igual hubiesen sido un desperdicio. La
gente se suma a la ofensa y me dicen una docena de cosas del mismo o mayor
calibre. “Todo está consumado”, pensé.
El
conductor, en un acto desesperado, al ver la dignidad a toda prueba del indigente, toma un galón con agua y se la
empieza a lanzar en pequeños espasmos, como si de un endemoniado se tratara.
Los pasajeros comienzan a gritar extasiados, (turba estúpida) para que el bus
retome la marcha. Se rindieron. El conductor vocifera: “¡entonces jódanse y
aguántense el olor!”. Acto seguido, cierra su cabina y acelera furioso. Deja
abierta la puerta del bus y comienza a mecer el vehículo de lado a lado de la
vía, parábolas imaginarias manchan el asfalto, la gente protesta. El mal está
hecho. Quiere que la física y su actitud pedante lancen por los aires a aquel
desafortunado maloliente que despedaza los sueños de grandeza de los
enfurecidos habitantes de un imperio de humo y piedra que agoniza bajo el fuego
de su propia insensatez.
Me
bajo y las miradas de odio acompañan la escapada. El indigente guarda silencio,
la gente ya no protesta, mastica la rabia como si de dulce veneno se tratara.
Mis sentidos experimentan alivio, el alma parece estar herida de muerte. ¿Por
qué demonios una sociedad sodomizada por sus majaderos dirigentes es capaz de
fragmentar aún más la dignidad de los menos afortunados? Eso es lo que se
consigue con un linchamiento, negar al
otro, su esencia. Rebajando la índole de la víctima crece la autoestima del
agresor. Nuestra sumisión consciente es menos escabrosa si la contrastamos con
el patetismo que les atribuimos a otros. De eso se trata el juego hoy en día:
patearle las costillas al que esté en el piso atolondrado, al que no puede
defenderse. Sinfonía de cobardes. Reglas sucias rigen estos tiempos de gente
dócil por convicción.
Días
después, estallan otro tipo de verdades en mi entorno. Compruebo que no todo
está perdido, que el anhelo todavía abre ventanas, cimenta actos nobles, apadrina milagros cotidianos y
sublimes. David y Liliana, con ojos nublados por lágrimas alegres y miles de
esperanzas, nos enseñan a un grupo de conocidos, las imágenes en tercera
dimensión del hijo que esperan. Un hecho cargado de belleza me quita el mal
sabor de boca que dejó lo sucedido unas noches antes. Fe,
decencia, humildad, ganas de cambiar el mundo. Una nueva vida tiene el poder de
cambiarnos el espectro oscuro que quiere aplastarnos de golpe. Viendo a aquel
niño preparándose para invadir el mundo, entiendo lo que tantas veces leí y no
dimensioné en su momento: No podemos rendirnos. Merecemos algo mejor de lo que
tenemos. Los sueños no se negocian.
¡Gracias,
Martín!
[1] En el transporte público de
Bogotá las sillas azules están destinadas para ser utilizadas por personas en
situación de discapacidad, mujeres embarazadas y personas de la tercera edad.
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