ALAS
DE COLIBRÍ
Por: Javier Barrera Lugo
SEMPER
SIMUL, SEMPER CARMINA, CATA DE MI ALMA.
Te pusiste de acuerdo con Isabel para subir al techo
a contar estrellas. De alguna forma tienen que hechizarse con la esperanza de volver
al lugar que siempre ha sido su casa. Sí, lo descubrí tres días después de
conocerte. No eres de este planeta y mi hija es una hermosa indígena alucinada
con las luces que siempre están cubriendo el Pacandé. Está fresca la
temperatura y al pedazo de universo que vemos esta noche no le cabe un color
más. Amarillos y rojos enmarcan el espectro de la cruz del sur, verdes y
violetas colocan un anzuelo a la díscola Shaula,
el aguijón, que titila furiosa cuando percibe que la observan desde aquí. Vaya
si son tercas con el cuentito de dejarme solo fumando en la hamaca. Yo también
quiero encaramarme en las tejas, ver bólidos fugaces que parecen escribir
recuerdos familiares en el cielo mientras caen. Amorosas, no me permiten tamaña
intromisión.
Ustedes toleran mis particularidades y hacen lo
posible para no cambiarme. Sin palabras me explican que no debo subir, que no
es mi momento de empezar una aventura radical. Les agradezco la sutil
aclaración. Mis horas de conversación casi inconsciente, los profundos
silencios que las desconciertan, son escaso aliciente para dañarles el período
de sosiego. Hipnotizadas, señalan el lugar del cosmos a donde su travesía las
llevará. Lo entiendo todo, es un compromiso hecho con su libertad el que me
hace retirar. Dejan de lado las insinuaciones, entran a la habitación y aprovechas
para colocarle a Isabelita el vestido rojo que Don Héctor le regaló para su
cumpleaños. Una de las últimas memorias que grabará mi mente es también el
inicio de una despedida sin rimbombantes anuncios. Debo aprender a intuir tus
pasos, muchachita.
La niña parece estar en trance. Le dices al oído, como
si recitaras un estribillo, que esta noche
le saldrán alas en la espalda como las que tú tienes y ella tiene
escondidas y siente hormiguear porque quieren salir, que al fin podrán volar a
través de los soles propicios de Yacó hasta la zona donde el río grande
resguarda los secretos de tu raza celestial. Mientras tanto, la llevas al lugar
más alto de la casa para contarle las cosas que viviste cuando tenías su edad,
lo que soñaste y lograste, el día que calzaste tu primer par de botas de caucho
con el objetivo de salvar a la gente que de verdad te importa, los pormenores
de la semana que con Marysol, la “monita”, tu mejor amiga, escalaste montañas de sal
pegadas al mar cuando estaban en la “universidad pública” y se soñaban casadas
con algún comunista estudiante de física cuántica.
Dentro de muy poco abandonarán todo, me dejarán, se
irán lejos y cada mañana después de ese
día, me darán un beso antes de que despierte para que mis instintos estén
seguros de que no soy otro poeta varado que se siente perdido en un mundo que
no entiende. Las tendré cosidas a la piel como consuelo ante su ausencia, sus
vocecitas chillonas y plácidas acompañarán los tiempos en que nada parezca
tener sentido, cuando el silencio sea una cuchilla que corte con milimetría mis
tobillos. Pero no voy a estar triste antes de tiempo. Ni lo sueñes, preciosa. Primero,
describiré tus ojos rasgados en mi libreta, la sonrisita que le pinta el
rostro a Isabel cuando hace la siesta y
por fin estamos tranquilos por ser una familia que gracias a los dioses le huye
a la perfección. Juntas hacen la poesía anárquica que derrotó la oscuridad de
mi caverna.
Mientras observan el cielo voy a tomarme la tasa de
café que no me gusta con tu tía Anita.
Sus cuentos de espanto seducen mi imaginación, pero ella, tan amorosa en sus
palabras escasas, no me contará historias de descabezados o lloronas amputadas,
prefiere decirme que Isabelita es igualita a ti cuando llegaste una mañana
caminando por el sendero de arena con un par de relucientes alas preguntando si
en estas tierras los colibríes tenían también azules las plumas. Desde allí las
observo y me parecen irreales, me miras y por fin asumo que está completa el
alma, audaz el corazón, que soy capaz de hacer cualquier cosa que me dicte
ganar la tibieza de la sangre.
La señora Anita se despide, tiene que ir a rezar su acostumbrado
rosario por los vivos y sus esperanzas. Camino la senda que separa aquella casa
acogedora del lugar donde el tiempo parece haberse detenido. Las encuentro
bajando de las alturas llenas de lucecitas pegadas a la ropa. Los cocuyos las
hacen levitar. Isabel finge un berrinche
y veo clara por primera vez la mirada de Teresa en los ojos de su nieta, esa fuerza
de los espíritus que nunca se rinden. Me das un beso para confortarme. Descubres
los omoplatos de la hermosa hija que nos regalaron los delirios y veo que dos
pequeñas protuberancias le pelean a la piel y los tirantes del vestido el aire
que necesitan. Estás orgullosa, asustada, tu hija también es un ángel. Entras a
dormirla y yo me quedo horrorizado intuyendo lo que pasará.
Es imposible negarme el llanto. “Llevo tus marcas en mi piel”. Retumba en
mi cerebro la profecía de Fito, el dueño de las mariposas multicolores y eso no
tiene mayor relevancia ahora, pero quiero dejarlo patente como sentimiento en
esta narración. Lo que experimento no es tristeza sino una horrible hilera de
mordiscos que me hielan el estómago. “Nostalgia.
Así pica en la panza”, dices con ternura. Y continuas: “Yo siento lo mismo. No es una emoción cómoda. Pero también tengo claro
que nos volveremos a ver, ten fe”, concluyes. Te abrazo. Sé que después de
esta noche me hablarás a través de espejismos, que me acompañarás y no podré
tocarte, que todo para nosotros está decidido.
Trato, pero es imposible conciliar el sueño. No
quedará nada, estaré solo, no es justo salir del paraíso de esa forma, pienso
egoísta, es lógico, pero creer eso me ruboriza. No dejó de mirarte, de tocarte.
Isabel da vueltas en la cama, se acerca sonámbula, descansa su brazo izquierdo
sobre mi pecho y empieza a hablar dormida, igual que mis sobrinos, mi viejo,
mis hermanos y yo lo hemos hecho desde el nacimiento. Es nuestra marca
genética. Empiezan los sonidos del desierto. Un millar de pájaros cantan con
tal intensidad que los muros parecen derrumbarse, están felices, tú y la nena tienen
su naturaleza, saben que falta poco para que en grupo, remonten la cordillera y
llenen a Yacó con innumerables destellos plateados de música.
Te levantas como si hasta ahora iniciaras la parte
bonita de la quimera. Besas a Isabel, ella despierta y se abraza a lo poco que soy
en este momento. Un viento tibio, contundente, se mete en la habitación y manda
por los aires toda la materia innecesaria. Tomas a mi hija y sales al patio,
suben las escaleras, esta vez para siempre, y es por arte de fantasía, que las
veo desplegar unas alas pequeñas de colibrí, azul metálico, voraces, tan
hermosas que con frases es imposible describirlas. Me lleno de angustia y de alegría al mismo
tiempo. Descansan. Ya todo son senderos que tus labios enuncian y no puedo ubicar.
Isabelita abre sus brazos plenos de inocencia, me dice “te amo papá” y sin mirarme, resuelve entregarse a una corriente de
vacío que la eleva del tejado. Tú, frenética, me dices que te hice feliz desde
que te conocí, enjugas mis lágrimas y me das el beso que recordaré por
eternidades repetidas. Desde ahora todos mis espacios serán las seis de la
mañana de un sábado injusto que no se agotará.
Alejo y Sulma me recogen del piso. Todo se consuma, por lo menos eso creo. Anita, la tía que conocí tan poco y quiero como a mi mejor amiga, me dice resignada: “Hay que dejarlas ir, mijo. Existen seres que necesitan inundar con su fuego los interminables lugares que la oscuridad deja secos. No se preocupe.Si algo me han enseñado las correrías por el mundo es que angelitos caminando la tierra hay muchos y usted está condenado a encontrárselos y a quererlos con locura”. La gratitud es una palabra insuficiente para explicar lo que siento por aquella mujer.
No volveré a Yacó, lo presiento. Toda esta belleza
que termina por doler no la asumo propia si mi hija y Catalina no están. Sé que
nos encontraremos otra vez, nos abrazaremos y miraremos las estrellas. Les hice
prometer que cuando tenga que cruzar la línea de árboles y las alas me salgan
de la espalda, ellas, La Filipina y la hijita indígena que amo, esos dos
hermosos colibríes, me dirán al oído que ya pasó lo peor.
SIEMPRE SERÁS LA PARTE INOCENTE DE MI VIDA. TODAVÍA HAY DOLOR, AUSENCIA, TRISTEZA, PERO ESO NO DOMINA LO QUE ERES PARA MÍ. TU ALEGRÍA, TU AMOR, LOS MOMENTOS HERMOSOS QUE VIVIMOS NO ME LOS PODRÁ ROBAR NI LA MUERTE. AMOR, ILUSIÓN SIEMPRE ESTARÁN PRESENTES, COMPAÑERA DE MI ALMA. SÉ QUE ME CUIDAS Y ESO NO TIENE PRECIO.
ResponderEliminarSé que son momentos de nostalgia, pero ánimo..., usted sabe, ya lo dijo; ella lo cuida desde allá, y muchos lo rodeamos por acá.
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