INFIERNO DE SILENCIOS
Por: Javier Barrera Lugo
No es una ventaja decidir cuándo vas a morir. Va en
contra de la lógica de la creación. Irás
al “limbo”, le dijo Mery Johana con sangre fría. De tanto sacrificar sueños por
causas urgentes, se volvió inmune a la prudencia, a darle importancia a las
sensibilidades ajenas.
Henry la miró con rabia. Una sonrisa socarrona fue
el cuchillo con el que deseó removerle el tatuaje del antebrazo izquierdo que denunciaba
en letras de molde el apellido del marido: LINARES. Intentó contener la
respuesta.Una justificación innecesaria le ganó el pulso al decoro que le dio
fama de cínico:
-Todo está decidido, mujer. Tanto trago, viejas y
“manes” de quienes sólo conocí profundidades, medidas o protuberancias, la
resaca de todo eso, me activó la soledad de los escrúpulos. No voy a pelear
contra lo que hice, voy a asumirlo.
-Quedan cosas por enmendar, no seas soberbio.
-¿Volver a Armenia a pedirle perdón a los
“pelagatos” con los que me malcrié?
¿Cumplirme la fantasía de ir a un prostíbulo donde ya no puedo hacer
nada? No Mery, prefiero terminar rápido
con esto, sin condiciones… Dejar este infierno de silencios.
No le alcanzó la piedad para mirarlo a los ojos.
“Qué hago acá”, murmuró para sí. Su presencia como voluntaria en ese hogar para
enfermos terminales, como siempre en su vida, fue impuesta por una mala
decisión. Como siempre en su vida, sus anhelos, viajar al Vaticano, conocer a
Jorge Barón y sus patadas de buena estrella, ir a la universidad para estudiar
algo e inculcarle el valor del sacrificio a su hijo de nueve años, Byron, quien
heredó del padre la tendencia a los
excesos, se aplazaron indefinidamente.
A ciegas,
tomó la mano izquierda de Henry y la apretó. Sin pretenderlo pudo testificar cómo la lágrima que un hombre asustado no quiso evitar, le devolvía
la dignidad a una mejilla hueca y verdosa.
-¿De verdad no tienes miedo?
-Es igual a cuando pariste a tu hijo, no sabías
nada, pero terminaste haciendo algo bueno.
-No sabía, debía. El lío era inminente, pero en tu
caso…
-A ti te tocó, yo quiero. Tu Dios no intervendrá.
-No blasfemes- dijo Mery. Y agregó-: Él no nos
ordenó hacer pendejadas. Acepta el castigo.
-Mira cómo sufrió Linares por asumir el castigo.
Tuvo suerte de recapacitar pese a tenerte a su lado. Fuiste una buena esposa.
Mery salió del cuarto sin despedirse. Al cruzar el pasillo,
el dolor la alcanzó. Lloró lo suficiente para asumir las preguntas que evadió
mucho tiempo por respeto a la memoria de su único hombre: ¿Pensó Linares antes
de suicidarse lo mismo que pensaba Henry? ¿Hizo lo que quiso…, se obligó?
La alarma del reloj de pulsera no le permitió
contestarse. Eran las seis y media, oscurecía. Tenía cinco minutos para llegar
al rosario que el padre Arboleda ofrecería por los integrantes de la infancia
misionera que esa noche salían para un encuentro en Montería.
**Todos los derechos
reservados. Javier Barrera Lugo.
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