TEORÍA DE DULCINEA
JUAN
JOSÉ ARREOLA
En un lugar solitario
cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la
mujer concreta.
Prefirió el goce
manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero
andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de
virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas
páginas de patrañas, embustes y despropósitos.
En el umbral de la
vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con
cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de
sudor y lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.
El caballero perdió
la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía en frente, se echó en pos a
través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas
leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o
cuatro zapatetas al aire. Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le
aguardaba en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento
cavernoso, desde el fondo de su alma reseca.
Pero un rostro
polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello
inútil ante la tumba del caballero demente.
JUAN JOSÉ ARREOLA:
Orfebre, comediante y mago de la
palabra es este autodidacta mexicano, amante del lenguaje por sobre todas las
cosas y quien venera a quienes mediante la palabra han manifestado su espíritu,
desde los cuatro evangelistas hasta Kafka.
Arreola, al igual que su amigo
Rulfo, escribió una obra breve, pero contundente, entre las que se encuentran: Confabulario
personal, La feria, cuentos fantásticos y varia invención.
EN VACACIONES
JAIME CASTAÑO
Mi entusiasmo esperaba las vacaciones. Tus costumbres sin
anuncio, cualquier mañana por el oriente que nos enseñaban en el colegio,
arribaban tus manos y tu grito sobre la puerta de la carretera, para que
amarráramos los perros. Luego, en estampida de risas, por el hilo de pasos
entre el potrero y el monte, nos escapábamos hasta el pueblo. Copitos de nieve
hirviendo de colores y abejas junto a las misas que nunca escuchábamos.
Comíamos con tu bocaza de sabroso sol. Un brazo de hombre sobre mis hombros.
Entonces los vestidos me quedaban ya muy cortos. Aún no
tenía las palabras para decirte de los hornos en mi cara, cuando descubriste
mis autocaricias donde todo era apenas asomándose a través de la blusa rota del
uniforme. Ni supiste del resto del día huyéndote por la casa.
Esa noche mi sobresalto mudo no tocó el sueño de los
demás. El aguacero, concierto de puntillas sobre el techo de zinc que le hacia
agujeros al silencio, te había levantado descaro asustado. A mi me mostraría
esa fuerza nueva: miedo-galope-de-emociones. La presencia invisible eras tú. Cercanía.
Nada más.
Martha me regalo la camiseta: grande en mi cuerpo, exacta
a mi ausencia de lenguaje. Tejido cómplice ante tus ojos en el inicio del
verano. En esa temporada, sin explicaciones, me negué a llevar más ropa. De
repente me hacía interesante para los muchachos, eran los años de los primeros
besos de parque.
En nuestra siguiente ida al río la intuición se volvió
verdad: las piedras, tú, los árboles también, estaban desnudos, limpios como el
agua. Al final esa revelación, paisaje de conocimientos, hasta ahora vedados,
terminó por arrebatarme el mínimo traje de baño.
Partir de ese
momento hubo un antes y un después. Las noches tomaron forma. La indiferencia
tan marcad parecía cancelar el juego. Desde la rivera de los sueños esperabas
que el silencio fuera oscuro profundo y nacieran esos remolinos devoradores,
los mismos que adiviné en el río. Los demás habitantes de la casa haciendo
burbujas con sus gargantas extraviadas. Y aún no tenía las palabras para leer
tu respiración y tu pulso anclados en el borde de mi cama pero que se
deslizaban hacia mi como nítidas cometas nocturnas. Tu desnudes contra la
ventana al asecho de otra nube que vistiera la luna...
No volvimos a
saber de ti.
Ahora, casi en mi medio día, tengo las palabras. Conozco
de tus naufragios entre los lechos de la noche, y escucho esas nubes inflando
recuerdos entre un arrecife de sábanas.
Ya no espero temporadas de vacaciones. No hay perros
furiosos. Ni existe” la pieza de los muchachos”. Tampoco voy al río, y se
derritieron los alegres copitos de nieve. Pero estoy yo, habitada de mares
desvelados. Si regresaran tus manos y tus voces, por el oriente que nos
enseñaron, te mostraría con estos lenguajes sin prólogos, esta sensación de
naves rojas que fondeaste en mis puertos blandos.
Si regresaras.
Más ahora sé, me han contado, que en tu mundo, en el que
parecías de paseo, el tiempo con su obligado viaje no volverá a darte
vacaciones.
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