EL
OFICINISTA
Por: Javier Barrera Lugo
La luz es ya un
recuerdo intrascendente de aquel día cotidiano hasta el ahogo. Los oficinistas
como él, exhaustos, silentes por vicio, atestan otra vez esos buses en los que temprano
hicieron el recorrido contrario. Sus pequeños sueños de proletario revolotean
hasta estrellarse contra los cristales sucios, se mezclan con los del durmiente
compañero de puesto, que víctima del cansancio otorgado a los que asumen no
tener salida, ronca como un motor fuera de borda y deja fluir desde su boca la
saliva que termina formándole un lago salado en la manga izquierda del saco.
Las tetas
voluminosas de la secretaria nueva, Ivonne, a la que el gerente de la empresa
marcó para disfrutar sin pudores los fines de semana, se le clavan como agujas
de morfina en los pensamientos. La erección que no puede reprimir, y seguro
descargará dentro de su mujer segundos después de estar sobre ella, o en la paz
del baño auxiliar apenas pise la casa, le genera angustia en vez de placer. Es
una reacción del cuerpo que no aparece muy seguido y tiene miedo de echar a
perder.
Mira por las ventanas, le busca agujeros a la lámina del
piso, pellizca la tapicería de hule rojo hecha jirones. La sensación de estar sobrellevando
una vida gris le embota la cabeza. Quiere perderse en el óxido de la carrocería
que sustenta un bus donde es una sardina que olvidó su nombre, que entendió más bien, ese detalle nimio de identificación como una
impostura necesaria para desenvolverse en una ciudad gigantesca donde la
sordera espiritual es una ley que se respira y ningún macho se atreve a
pregonar de frente. Llamarse Carlos y apellidarse Pérez, apellidarse Rodríguez
y llamarse María, no es, cree, sino un formalismo propio de las sociedades
caníbales condenadas a hundirse en formas
desprovistas de utilidad, estériles, en extremo bobaliconas.
Cada tanto se
pregunta cómo sería la vida si no hubiese tomado las decisiones esperadas. En
ese momento de calores corporales malsanos que se mezclan, de empujones para
llegar hasta la puerta de atrás, no se desgasta inventando, se remite a las
respuestas acostumbradas que se da cuando este cuestionamiento le enardece las
meninges:
“Tendría una
lancha, pescaría sábalos en la madrugada, los fines de semana llevaría excursionistas
hasta los manglares, me comería a la turista más fea y callada, casi siempre es
la que necesita con urgencia sentirse deseada. Se entregaría con rabia, con
agradecimiento; además, llegaría a contarles a sus compañeras de oficina que en
las vacaciones conoció a un zarrapastroso que le hizo el favor de su vida… Sería
chévere, me sentiría el chacho con sólo imaginarla a la hora del almuerzo
contando todo lo que hicimos sin siquiera saber nuestros nombres… Sería libre y
pobre… Ahora sólo soy pobre…” Una mueca de disgusto desfigura el rostro que
nadie se molesta en mirar.
El viaje de
pesadilla dura una hora y media. En el paradero revisa el celular y lee la
orden que su esposa le envía, vía mensaje de texto, para que compre el desayuno. Hace que el tendero empaque el pedido en
doble bolsa. Teme que el peso de la caja de leche, los panes y la docena de
huevos, termine por ser el detonante de una nueva discusión matrimonial.
No tiene ganas de
entrar a la casa. Pide una cerveza. El televisor sin volumen le muestra cómo el
Deportivo Municipal de sus amores, ataca como una tromba y pierde con el
penúltimo equipo de la tabla de posiciones. “En el próximo nos desquitamos, vecino.
Imposible que vayamos a quedar de últimos… Ni porque fuéramos los más de malas…”le
dice el tendero con una resignación que abofetea su orgullo.
“Esos maricas cobran
una millonada y no sudan la camiseta…Es como todo en este país… ¡A ganársela
suavecito…! La mediocridad nos tiene jodidos.” Las frases son directas, dichas
con la insolencia de un esclavo que se siente superior a su interlocutor.
Quiere herirlo. El tendero asume la intención de su cliente y disimula la
rabia. No le contesta hasta que lo ve llegar a la puerta: “Pues debería
largarse del país, vecinito. Eso sí, antes de irse me paga la cuentica que me
tiene…Ya está bien larguita… ¿Le apunto también la cerveza?”
Restan unos pasos
para que llegue a su casa. El teléfono vibra en su bolsillo. El gerente le
informa que tiene que llegar una hora antes a la oficina, los dueños de la
empresa necesitan un informe contable antes de las ocho. Se resigna. Las cuotas
atrasadas de la tarjeta de crédito no dan espera, los de la agencia de
cobranzas lo llaman a recordarle que es un pícaro varias veces al día.
La erección
desaparece. A esas alturas ya no lo lamenta. Quiere tirarse
en la cama, dormir, amanecer muerto. Ni siquiera los placeres escasos que puede
permitirse lo motivan. Busca las llaves, ruega que se le hayan perdido. Entrar
es la peor de las opciones, revolcarse en un charco de lodo del que no se
siente capaz de salir.
Respira profundo,
el pecho está en llamas. Hace un primer intento por insertar la llave en la
cerradura, pero un impulso de rebeldía lo hace abstenerse. Mira para todos
lados, para ninguno. Los vecinos caminan a sus espaldas ignorando el drama que
se cocina. De pronto, como en una mala película gringa donde el protagonista es
salvado por capricho de los dioses, con la impotencia convertida en el marco
dramático de su historia, aparece de la nada una mujer que lo mira fijo y le sonríe
con una coquetería sin confianza que lo embruja.
Es fea, muy fea, tan
fea como las feas en sus sueños de lanchero. Rubia, una delgadez flácida, con
miles de pecas que camuflan miradas sostenidas por un tembloroso esqueleto, dos
rayas delgadas y pálidas en vez de labios, baja de estatura, falta de gracia al
caminar, un aura de pusilanimidad que inunda esa oscuridad en la que comienza a
perderse. Sus características son extremas. La observa de arriba abajo, sus
ojos se dan el gusto de comprobar, que pese a ser joven, el mayor atractivo de la muchacha que acaba
de cruzársele en la vida, es su falta de belleza.
La esquiva
erección vuelve a hacerse un iceberg que va a romperle el calzoncillo. El alma
adormecida por casi dos décadas estalla y se vuelve colores paridos en la
adolescencia del universo. Mientras la
puerta se abre, una vocecita que no escuchaba hace mucho, empieza a repetirle
un mantra, una sentencia que el oficinista asume como mandato: “La pecosita.
Ese será el nombre de mi lancha… La pecosita… ¡La pecosita, no joda…! ¡Ese será
el nombre!
VAYA HISTORIA CON FINAL FELIZ Y FEO.
ResponderEliminarFLORENTINO BORRÁS
Un saludo a los amigos del Idiota. Mucha prosperidad y sigan, no se cansen de publicar.
ResponderEliminarsaludos desde Chinácota de su amigo Mario Díaz.