LA BOLA DE CRISTAL
Por: ESTEBAN ESPITIA
Alguna de esas
noches alucinantes, mientras regresaba ebrio de un lugar recóndito, tropecé y
caí sobre un monje de barbas blancas y ojos grises en una calle desolada. Yo
vivía solo y no sentía miedo, pues no tenía mucho que perder, así que le invité
a la casa.
Su cabeza
sangraba, y de sus manos se podía leer el misterio que inspiraba, aquella
historia que supongo nadie me creerá, pero al fin y al cabo, ¡qué interesa! Es
un relato más.
"Cuando
solía ser joven y saludable, no era un niño, entonces me faltaba imaginación. Dejé de soñar. Mi familia no me dejó solo, fui yo quien se marchó.
No dormí, no descansé un segundo en aquella aventura. ¿Cómo iba a
perderme semejante osadía? La verdad fue que sin perdérmela, me perdí.
Fue demasiado extraño el hecho de poder respirar bajo el agua y más aún,
el de encontrar una deleznable ciénaga tan honda.
Esa tarde
llovía, de acuerdo a la lógica del clima invernal, la ciudad debía inundarse
debido al diluvio. No volví a casa, pero había regresado a mi antiguo hogar.
Espeluznantes criaturas hallé debajo de aquella pequeña laguna, miedos
profundos erizaban mi piel, las olas traslucidas eran espejismos, a través de los
cuales veía mis vetustas escamas.
Me convertí en
un espécimen terrorífico, podía nadar en el oasis a una velocidad inimaginable.
Mientras más descendía, encontraba nuevas razas de peces, nuevos seres y
especies modificadas por el efecto de una radiación más peligrosa que la
nuclear, una energía volcánica que emergía de las profundidades más abismales y
lúgubres.
En cada
siguiente nivel, los organismos se perfeccionaban, los cuerpos se hacían más fuertes,
era como un videojuego. ¡Cuántos entes raros no me figuro destruir! Ya no era
un hombre, era un brutal asesino, un guerrero, uno de esos villanos tenaces, un
héroe inmenso.
Empecé a creer
en los mitos y las leyendas de los gigantescos engendros: El Leviatán, El Kraken, El Monstruo
del Lago Ness; pero esas banales historias, ni se le parecían. ¿Cómo
podrían ellos llegar hasta la tierra? – me pregunté, ni a la superficie
siquiera. Pensé entonces, que en algo se habían basado para inventarlas,
quizás visiones, o lo que yo tuve, que era de hecho tan verdadera que parecía
una grotesca fantasía, una sublime pesadilla.
Me hacía más
grande en la medida en que mis oponentes eran voluminosos. Todo el
entorno iba a mi favor, así fuera yo contra la corriente, como si mi organismo
se adaptara inmediatamente al medio, una evolución inminente, como la
devastación que se presentaba.
Pronto iba a
cesar la violencia, porque los poderes de todos comenzaban a ser nivelados.
Pude ver al fin como mi esencia era igualada a la de los Dioses Majestuosos, ya
no existían esos horripilantes endriagos.
Resultó entonces
un aburrido lugar, ya no quería ir ni al infierno y ya estaba cansado del
paraíso; pensé en excavar, pero la arena era demasiado férrea. Debía encontrar
ese valle donde la tierra me enterrara y me absorbiera al punto de hacer parte
de ella. Esperaba entonces ser sembrado por el Dios del fango. Necesitaba
ensuciarme, ya estaba demasiado limpio, tanto que mi existencia carecía de
diversión. Nunca entendí porque los dioses no quisieron escapar conmigo.
Jamás encontré
aquella región en la cual me sería posible huir de la hostil ostentación que me
pertenecía, aquella petulancia de los Dioses, menos del hastío que embargaba mi
soledad, aquella necedad del nihilismo inconsciente. Siempre quise seguir
el instinto de mi obstinación. Así que intenté superarles, pero también fue en
vano; el hecho de haberles alcanzado, ya era en sí una gran hazaña.
A veces los
Dioses cargaban una gran esfera
de vidrio (vulnerable a la furia del gran mago encolerizado por la
insensatez de los risueños Dioses) en la cual veían cómo la
humanidad demacrada se aniquilaba entre sí, con las armas que le sobrepasaban.
Sentían envidia
por no ejercer voluntad, ni profesar el poder; tenían fuerzas, pero de nada les
servía. Entonces discutían sin palabras ni gestos, solo miradas amenazantes que
hechizaban a los más débiles, pero cuyas brujerías eran apariencias superfluas
y encantos efímeros, nada de ellos era eterno, únicamente ellos y la apatía de
aquel mundo.
Me fueron dados
por el habitad nuevos
oídos para la supervivencia y para comprender el nuevo lenguaje. Era una
música asimétrica, nada común, compuesta por micro-tonalidades, diminutos sonidos
casi imperceptibles, agudos estruendos, rozando la gravedad de lo radical.
Era un invento
de los Dioses matemáticos, en un mundo repleto de dimensiones imposibles de
describir, un lugar plural, un multiverso,
un océano de soles, una
galaxia encerrada en un recinto de cráteres y desiertos húmedos.
Poco a poco fui
hallando mis propias esferas,
entonces practicaba el lenguaje en soledad. Aquellas resonancias evocaban mi
vida de hombre, cuando aprendí a interpretar ese instrumento llamado Theremin. El viento también
cantaba en un idioma diferente, universal y tirano.
Me acariciaron
los jardines fastuosos, y el éxtasis del aroma de cada arbusto, escuchaba los
colores del caballero de la
noche que junto al roció de
la luna, respiraban aires de intensos arreboles. Las Auroras Boreales eran nubes que danzaban por doquier, adornando
el océano blanco y helado.
El universo se
compaginaba como una orquesta declamando la sinfonía de la inmensidad, la
armonía de los horizontes magnificentes. Aquel último instante en el que
aprendí a observarlo todo con gran detalle, fue cuando perdí la conciencia,
terminó la fascinación, rompí en delirio y me fugué del misticismo”.
Desperté en el
asfalto de la misma calle que estaba desamparada, mis audífonos aún servían,
pero la colección de obras de Bach había finalizado, el ambiente estaba
colmado de sirenas ambulantes.
El desperdicio
de sangré fue alarmante, hubiera preferido que me hubiesen dejado allí tendido.
Pero al final de la noche, terminé en casa de un anciano psiquiatra que trataba
de adivinar mi enfermedad examinando una bola
de cristal. El efecto de mi medicamento, había culminado al fin.
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