LIMPIEZA
Por:
Javier Barrera Lugo
Rituales
de vida que desmitifican la muerte a cinco años de una quimera perfecta.
El
fuego purifica las almas de los soñadores.
En el Japón antiguo los hombres se discriminaban
entre quienes eran capaces de hacer cualquier cosa por honor, sus seguidores
honestos y aquellos que bajaban la mirada mostrándose dóciles ante los primeros,
sólo para traicionarlos al final y dominar con mano de hierro a los segundos.
Una sociedad con milenios de tradición premió la valentía y condenó con
vehemencia el apocamiento de quienes pisaron aquella tierra emparentada con el
sol. Héroes que trascendieron el tiempo,
escorias olvidadas apenas dejaron de respirar, gregarios en el medio; ese fue
el contexto en que una sociedad tasó la fortaleza de las voluntades.
Dentro
de las actitudes loables que terminaban premiadas con la admiración de los
semejantes (en rango o nivel social), el decoro tenía un peso considerable. No se
limitaba a ser una forma de refinamiento, era la vida sin arandelas, existir
como individuos honestos o morir si el ideal de excelencia no se lograba. La
pusilanimidad era opción para las almas que dejaban de sentir la decencia como
el más trascendental de los dones otorgados a la humanidad. Mente, cuerpo,
voluntad y miedos, todo era susceptible de ser higienizado, mejorado para
gloria del nombre que una comunidad honraría por siglos.
La
limpieza como acción servía para exorcizar llantos infantiles en quienes
tentaban las armas por primera vez, era el artificio que dopaba pieles
desollada por el horror patente en el rostro duro y el alma blindada del
enemigo. En esos tiempos de señores feudales y clanes que se dividían las
extensiones de las islas, Hokkaido, Honshu, Shikoku, Kiusho y la lejana Okinawa,
tierras a las que los campesinos se les sacaban los frutos con las uñas
curtidas, los ritos de purificación lograban amalgamar sensaciones elementales
con altos grados de conciencia.
El
lavado del cuerpo, un rito de asepsia que la solemnidad sintoísta avalaba como
preparación para la inevitable extinción de los cuerpos-Japón ha sido
tradicionalmente un país de guerra- ayudaba a cuadrar las cuentas a las
posibles víctimas de la carnicería institucionalizada. Antes de las batallas, samuráis
y señores compartían las aguas termales
donde hermosas maiko, aprendices de geisha, los atendían con delicados
modales, servían el té, tocaban el shamisen,
instrumento de cuerda, bailaban y charlaban con sus estimables invitados.
Cuando
el licor y la risa aligeraban el ambiente, los guías espirituales del feudo contaban
a los ilustres líderes de la tropa historias que relataban hazañas de dioses y
sus virtuosos lacayos, de demonios y sus fechorías, de bondadosos engendros sobrenaturales que se la
pasaban haciéndole travesuras a los habitantes de los pueblos más remotos y hasta de las venganzas que los espíritus del bosque
aplicaban sobre la gente deshonesta.
La
borrachera soporífera de amos y guerreros era cortada de plano por relatos
sobre los kodama, entidades sin
sustancia definida que ocupaban el interior de los árboles ya que guardaban la
integridad de sus gigantescos benefactores. Si algún irresponsable osaba desgarrar las cortezas sólo por hacer el
daño, si talaba inoficiosamente alguno, estos seres verdes de baja estatura se
vengaban de manera implacable. Era normal encontrar cuerpos llenos de quemaduras
que aparecían lejos de las cabezas arrancadas que alguna vez los guiaron, o
toparse con extremidades que decoraban los sotos en primavera como advertencia
a posibles agresores.
Miyamoto
Musashi, legendario guerrero del Japón
feudal, sentía aversión por estas criaturas. Alegaba tenerles más miedo a los kodama que a Gonnosuke Katsuyoshi, su diestro
rival, tal vez porque a un ser vivo en este plano sabía cómo enfrentarlo, sus espadas de madera que
nunca necesitaron filo ya que eran letales con sólo empuñarlas, le bastaban en
una faena contra monigotes de carne y hueso, pero aquellos espectros asociados
con los secretos de la naturaleza atacaban de improviso, se dejaban ver cuando
querían, decapitaban por capricho.
Turbación,
goce, expiación, gloria; eran esas las emociones principales en las cuales
cientos de generaciones se desenvolvieron antes de afrontar las batallas que le
dieron forma al Japón actual. Limpiarse era empezar a mejorar, curarse,
prepararse para lo ineludible. Siendo niños que apenas balbuceaban, millones de
hombres y mujeres fueron educados para creer en la inmortalidad de sus almas a
través de la transmutación, en la moralidad de las guerras y la infalibilidad
de sus cabecillas. Mientras en el continente que Colón se jactó de descubrir unas
catervas de rufianes destruían las bases de civilizaciones antiquísimas por
física codicia, en la tierra donde todo nace por primera vez y no es viejo, la
desaparición física era un elemento de construcción, no individual sino del
sentido nacional.
A horas
de la confrontación, tras la limpieza y sus liturgias, venían otros ritos igual
de nobles para los valerosos militares: vestir la armadura, liar las espadas al
dorso, la purificación del campo de batalla con puñados de sal, la comunión entre
compañeros, carga sobre el clan enemigo, lucha fiera, respetuosa y sin
escrúpulos, matar y morir como hilos conductores de la energía primaria que gobierna
el mundo… Y luego el silencio.
En un
tiempo complejo plagado de pugnas, ambiciones y hasta contrasentidos, los
hombres de palabra dominaban el escenario; pero algunos que no actuaron de la
misma forma también tuvieron oportunidades de hacerse con el poder eliminando a
los jefes que odiaron en silencio mientras les juraron lealtad de viva voz. Oda
Nobunaga, quien se autodenominó “rey demonio del sexto cielo,” aludiendo que
era la reencarnación de un dios de la teología budista (kami), destacado daimyō (señor feudal) quien desde la
muerte de su padre luchó por el control de la tierra y hasta asesino a uno de
sus hermanos por quererlo traicionar, fue el gran unificador de las bandas
anárquicas que se destrozaban por falta de claridad en el mando. Era
implacable, pero justo, según cuentan las crónicas de esas épocas.
Después
de cientos de campañas destinadas a unificar el archipiélago para arraigar de
manera definitiva el poder del emperador y el suyo por añadidura, la codicia se
apoderó de su hombre de confianza. El samurái y general de sus ejércitos, Akechi
Mitsuhide, ejecutó un golpe de estado mientras el amo se encontraba descansando
en un poblado llamado Honnō-ji, y todos los daimyō y la tropa leal esparcidos
por el país en tareas de conquista.
El renegado
argumentó razones de honor para cometer su fechoría; según él, al no respetar
Nobunaga un acuerdo de paz con el clan Hatano, por venganza, los forajidos
asesinaron a su madre. Los narradores en cambio, aseguraron que se alió con la
corte imperial para atajar las ambiciones del “rey demonio del sexto cielo.” Como
premio a su perfidia el “soberano celestial” lo nombró testaferro y amo de lo
que poseyó el noble Oda.
Tras
capturar a su jefe, lo obligó a cometer seppuku
(suicidio ritual) y se apropió de todo. Leyendas recuerdan que tras purificarse
con agua tibia y hojas de menta traídas desde China, Nobunaga prometió que los
espíritus del bosque, de los cuales creía ser uno, resarcirían su honor y
estatus. Y así pasó: mientras el samurái traidor se encontraba de expedición en
el bosque, su garganta fue perforada por una lanza de bambú que un aldeano lanzó
cuando confundió a Mitsuhide con una presa. La guardia intentó atrapar al
cazador, “que dotado de velocidad impresionante,” según los persecutores, se
metió dentro de un tronco y no se volvió a saber nada de él.
Mitos,
rituales, expresiones en las que la limpieza
otorga equilibrio a las fuerzas que rigen la existencia. Esencia, organismo,
pulsiones biológicas, utopía. Todo tan fuerte en apariencia, pero con una
contextura gaseosa que parece no limitarse al extremo banal de la carnalidad.
Los ímpetus deben reposarse para lograr tocar la creación y sus rudas ceremonias.
Muerte y vida son equilibrio, sanar es el remedio para disfrutar ese impulso
eléctrico del cosmos al que comúnmente conocemos como existencia. Vale la
pena exorcizar el fulgor que sólo el
miedo es capaz de clavarnos en el pecho. Ritualizar la limpieza es darle descanso
a la simple superstición.
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