La redacción de IDIOTA INÚTIL, desea a todos nuestros amigos, felices fiestas y un próspero 2017.
EL
ECLIPSE DEL 98
Rafael
Aguirre
“Amigo
Escorpión, hoy es un día muy especial para usted, la interposición de la luna
entre el sol y la tierra, formando en nuestro planeta una franja de oscuridad
casi total, le traerá energía en abundancia y nuevos bríos a su espíritu.
Atienda los consejos de la persona más cercana a usted y buena suerte”.
Era la voz del astrólogo en
el programa para noctámbulos, trasmitiendo desde la capital notas de farándula,
noticias, datos curiosos y algo de música. Pero a medida que avanzaba la
madrugada, las ondas hertzianas se esfumaban en ruidazales electrónicos y
entonces, también ellas lo abandonaban. El pequeño radio de pilas y un
periódico de cada ocho días eran su único contacto con el mundo exterior y
hasta le servían de calendario. Completaba, según sus cuentas, 22 días de
cautiverio sin conocer el nombre del sujeto que le habían asignado como
guardia. Desde muy temprano se atrevió a hablarle: “Señor… mi nombre es
Fortunato Díez, ¿cómo se llama usted?” Él dio una respuesta que hacía honor a
su apodo: “Me llaman Carepalo. Es mi nombre de batalla y punto”. Esa madrugada
del 26 de febrero de 1998, cuando la radio transmitía datos pertinentes al
evento cósmico, Carepalo le increpó desde el otro lado de la reja: ¡¡ey!,
póngale más volumen a esa vaina…” y así lo hizo el prisionero, interpretándolo
como un asomo de sensibilidad de su carcelero. De un periódico dominical que le
trajeron a su celda, aprendió de memoria los pormenores del suceso celeste. Se
sintió el ser más desgraciado al no poder gozar, junto a su familia, de la
efemérides astronómica. Sin embargo, un asomo de regocijo lo embargó cuando
notó que su cancerbero también leía el periódico abstraído en los datos
técnicos del fenómeno, y miraba al cielo probándose unas gafitas para observar
eclipses. Desde entonces, analizó cada uno de sus gestos y llegó a percibirlo
como una extensión de sus ojos hacia el exterior. ¡Dios mío! Si se emociona con
las maravillas de la naturaleza, entonces Carepalo tiene corazón, pensó. No
puede ser tan mala una persona que mira al cielo. Parece asombrarse un poco por
su manera inusual de levantar las cejas, arrugar el entrecejo y tocarse el
mentón. No hay duda, tiene capacidad de meditación, está ansioso y no quiere
perderse ningún detalle del eclipse. Carepalo siente emociones, concluyó
percibiendo posibilidades de diálogo, destellos de esperanza y luces de
libertad. Había leído que ese día la luna ocultaría por completo al disco
solar, produciendo un cono de oscuridad
total a lo largo de una franja que en promedio tendría 140 kilómetros de ancho.
Entonces, a juzgar por el interés que Carepalo mostraba al respecto, tuvo la
certeza de que su confinamiento se encontraba en dicha franja. —Amigo, ¿sabía usted
que Cristóbal Colón salvó su vida por un eclipse? —le pregunto al carcelero. —
¿Y cómo fue eso? —contestó él muy interesado. —Resulta que en uno de sus viajes
perdió sus víveres y el agua dulce que llevaba —le explicó notándolo
receptivo—. Entonces acudió a los indios del Caribe en busca de ayuda, ellos se
la negaron. Como era un excelente observador del cielo, utilizó su saber y los
amenazó con que esa misma noche la luna se teñiría de sangre. Así ocurrió, pues
se trataba de un eclipse de luna, y ellos muy asustados le dieron todo cuanto
pidió. — ¿Y cómo es un eclipse de luna? —preguntó Carepalo con curiosidad. —Es
casi lo mismo, sólo que esta vez la tierra le tapa el sol a la luna, y se da en
noches de plenilunio. —En realidad no le entiendo mucho. En cuanto a la
historia de Cristóbal Colón, ni crea que a usted le va a pasar lo mismo. Unas
horas después, Fortunato Díez relataría a sus amigos aquella noche de 3 minutos
y 58 segundos, la manera como fue plagiado, desde el momento en que unos
hombres armados lo abordaron cuando venía de vender unas vacas en el pueblo:
“Esto es un secuestro. Manéjese bien y nada le pasará”, le dijo uno de los
plagiarios. Lo subieron a un campero, lo amordazaron, lo maniataron, le
vendaron los ojos y entonces se sintió como una de las pepitas del inmenso
cascabel en que se le había convertido el mundo. Luego de cinco horas de
carretera le destaparon los ojos, le desamarraron las piernas y lo obligaron a
caminar durante tres horas por terreno boscoso hasta llegar a un rancho camuflado
entre el follaje, y allí lo tumbaron en un cuchitril de 2,50 por 3 metros. El
día del eclipse, Carepalo se mostró ansioso y muy interesado en las notas que
la prensa y la radio daban sobre el acontecimiento. Serían las 11 y 20 minutos
de la mañana cuando, mirando por las gafitas especiales, dijo “¡mierda! La luna
ya empezó a morder el sol” y yo desde mi prisión le pregunté, “¿por qué lado?”,
y él me respondió, “por el occidente y parece una almendra de higuerilla”.
Guardó silencio y al cabo de un buen rato añadió: “ahora el sol se parece a los
cachos de una vaca”, fue entonces cuando desde mi encierro noté que realmente
oscurecía y hacía frío. Empezó a describirme los hechos como si se compadeciera
de mi falta de espacio y de campo abierto para ver lo que él veía: “Parecen las
6 y media de la tarde pero con un cierto color de mandarina”, me decía
emocionado. “Ahí va un montón de pájaros asustados. Los cogió la noche a
destiempo. Don Fortunato, escuche… Los grillos ya empezaron a chillar. Y es
verdad que en el suelo se reflejan pequeñas medialunas”. Por primera vez se
refería a mí con el “don” y me sonó tan amistoso, que ya no lo veía como a un
criminal. Yo no podía mirar más que un pedazo del bosque a través de las rejas
y el perfil de su rostro anonadado por la oscuridad que se aproximaba. De
pronto el bosque se llenó de murmullos nocturnos. Sentí la necesidad de
arroparme con una sábana y empecé a temblar, no sé si de frío o por la
perturbación de no poder mirar en libertad el último eclipse de siglo en mi
terruño. Entonces también empecé a llorar. “Carepalo, ¿qué ves ahora?”, le
pregunté distinguiendo su bulto que miraba hacia arriba y me daba la espalda.
Él me respondió: “por favor no me hable, no tengo palabras para describir lo
que veo”. El día se había ido en una oscuridad aplastante. Me incliné para
tratar de observar el poco cielo que podía llegar a mis ojos, y por entre las ramas de los árboles, hacia el
occidente, alcancé a ver una estrella. Era Venus, el mismo lucero que en las
madrugadas veía aparecer a través de una hendidura por donde llegaban a mi
celda los primeros rayos del sol, tan sutiles, que a veces los consideraba como
una bendición de las Alturas. Entonces le dije a Carepalo: “Yo no puedo ver
nada, pero le confieso que tampoco tengo palabras para describir lo que
siento”. Sería la media noche de esa noche de un suspiro, cuando escuché a
Carepalo que en tono grave y la voz quebrada dijo: “Es como una bendición de
Dios… Sólo que esta vez se puede distinguir la inmensa sombra de su mano”. Me
pareció que levantaba los brazos al cielo y susurraba algo como hablándole al
Creador. A mi celda había entrado una luciérnaga. Afuera, el bosque murmuraba
en currucutúes, guacharacas, aleteos y ruidos de alimañas entre la hojarasca.
Hasta que una luz ambarina empezó a penetrar de nuevo por los ramajes. El trino
de los pájaros completó el cuadro de otro amanecer. Esta vez el día volvía más
rápido y me olvidé de la opresión mañanera de otra jornada de incertidumbre.
Por más de media hora Carepalo estuvo de pies dándome la espalda y mirando
hacia el suelo. Confieso que sentí lástima por aquel pobre diablo cumpliendo
con la misión de no dejarme escapar. Sin mirarme a la cara dijo: “Don
Fortunato, en el suelo, a un lado de la reja encuentra las llaves de su celda.
Después de lo que vi, siento que no puedo ser el mismo. Le aconsejo que espere
a la noche, coja por el camino junto al río y preséntese en el primer caserío
que encuentre. Es su libertad y también la mía”. Atardeció, oscureció y
amaneció dos veces en el mismo día. Jamás olvidaré aquella noche. Quizá tampoco
la olviden mis nietos cuando se las cuente con palabras que nunca desatarán ese
nudo imposible de sentimientos: entre terrible y maravilloso, cruel y humano,
miserable y grandioso: puro discurso de Dios escrito en la naturaleza. En
cuanto a él, vi cuando se hundió en el bosque como un niño entre las fundas de
su madre y desde allí, sin poderlo ver, me gritó: “¡Ah, y mi nombre es Juvenal
Fonnegra. Adiós don Fortunato!” No volví a saber de él. Y fui libre como la luz
que renació de aquella oscuridad que me salvó.
De
Las tentaciones de Tánatos. Fondo Editorial Universidad Eafit. Colección
Antorcha y Daga. Medellín, 2006.
EL PALOMO
Fernando
Vanegas.
I
Viernes,
10 de la noche…, la rumba universitaria se hacía sentir en cada esquina. Para
entonces, la Fundación universitaria Los Libertadores, quedaba en la calle 66
con 10ª, en el corazón de Chapinero, o Chapigay, como coloquialmente se conoce
hoy día. La cofradía estaba completa: Jaime Arturo, el “gordo” Edisson, Julio
César, William, Elkin, César, Juan Carlos, Alfredo “el Rosadito”, Dagoberto,
Jaime Barrero “Pirulo”, y por supuesto, yo. Todos nos reuníamos en un Renault 9
blanco, al que de cariño dimos por bautizar “El Palomo”, que pertenecía a “el
Gordo” Edisson, y que funcionaba como bar, celestina, baño, centro de estudios,
alcahuete y compañero.
De
vez en cuando se unían a esa alegre comparsa, Pedro Luis, Marianito y Placido,
grandes bebedores, mejores e insuperables maestros; puedo decir, que de
gramática, semántica y estadística, aprendí más ahí, al calor de los tragos,
que dentro de las aulas, y creo que para todo el combo fue lo mismo. El
aguardiente y la cerveza pasaba de mano en mano, sin egoísmo, con confianza;
los fumadores, nos apartábamos un poco para no incomodar, y William, el
bacán, siempre se emputaba por ese
“hábito tan maluco”. Ese era el hombre, y tenía razón.
En
el año del señor de 1994, mi cercanía y empatía, estaban orientadas y marcaban
línea directa con Jaime Baquero y César Vanegas, el primero, mi sensei por
muchos años, el segundo, bueno, el segundo, un perdido igual a mi…, muy pilo,
gran escritor, sarcasmo a flor de piel y humor negro, obscuro, jodido…, resulto
un gran redactor…, resulte mejor persona. La música no podía faltar y los
parlantes de ese carro, explotaban en los oídos de todos los que osaban
acercarse a “gorrearnos” trago. Esa era la escena primaria del crimen que solo
terminaba en la madrugada.
II
“Así es que me gusta a mí, cuando tú te
mueve' así, tú me rompiste el corazón, con tu mini y tacón” Cantaba y bailaba William, emulando a Fulanito,
un grupo merenguero de moda en los 90, mientras el dueño del chuzo, o sea del
carro discoteca, Edisson, amante del vallenato de Diomedes, refunfuñaba
buscando el CD del “cacique”, y al mismo tiempo entonaba aquello de “Para
que me quieres culpar si tú eras para mí, como agua pa'l
sediento, acaso no recuerdas ya que me sentí morir, sin la miel de
tus besos….”
Entre tanto, sobre el baúl, los demás le hacíamos
bullying al “tumbalocas” de esa facción. Ocho días antes, la esposa lo había
encontrado con una amiguita y las marcas en su cara nos contaban lo duro de ese
momento…, “¿se afeito con dinamita?”, fue lo más simple y sencillo que se llevó
ese muchacho aquella noche, y en medio de risas, vallenatos, la labia eterna e
inagotable de “pirulo”, los dichos de Julio César y los consejos de Jaime, se
dieron las doce, hora de muertos, de fantasmas y de brujas, en nuestro caso,
momento preciso para marcar rumbo a ninguna parte.
III
“Taberna paisa, lo que se dice paisa en Bogotá,
solo existe el Cabuyal”, bueno,
eso rezaba una cuña radial, falsa por cierto. Existían muchas, y nosotros las
conocimos todas…, era increíble cómo, en un carro cuya capacidad era para
cinco, (y luego de estudiar a profundidad el juego del tetris), llegamos a
caber 12 y 14 personas. Una vaina sin sentido, pero fue real. Visitamos cuanto
antro fue posible, tomando un trago aquí, una cerveza allá, hasta completar un
recorrido bohemio, etílico y fraterno. En otras oportunidades, sí se establecía
de antemano un destino; todos (excepto yo, que siempre he sido un tronco y
tiene más sabor un cubio), eran grandes bailarines y amantes de la salsa, y por
supuesto, lugares como: Siguaraya, Ambrosias, La tienda de los
guaros, El Goce, y Anacona, nos recibieron con agrado en cada
oscuridad. Yo le cuidaba el maletín a Julio y encadenado a la barra, veía a los
demás conquistar, o bueno, tratar de ligar a la fea del lugar. Pero todo era
tranquilo, nunca hubo un problema, a excepción de aquella noche en que “el rosadito”, preso de los celos por
una vieja que ni bolas le paraba, intentó pelearse con Julio César, riña que no
prosperó, gracias a la intervención de todos y la verdad, a que sabíamos que el
chino era un culicagao, y no valía la pena; solo eso, nada más, eso fue lo más
cercano a nuestro Street Fighter de
vereda.
IV
Dos de la mañana. “Para que se quiere tanto para
que, si el amor es falsedad es ilusión…”, “ódiame por piedad yo te lo pido,
ódiame sin medida ni clemencia…”, Amada es imposible, borrarte en mi memoria,
me persigue el recuerdo de tu extraño mirar…”, “Me gustas completica, tengo que
confesarlo…”, Esas eran las notas que se desprendían de las gargantas
de nuestro emotivo clan, voces aguardentosas y trasnochadas; era hora del
regreso al hogar, teníamos clase de siete y aunque no lo crean, fuimos muy
responsables. Edisson era un mago, se echó a cuestas el trabajo de llevarnos a
cada uno a nuestras casas, la mayoría vivía al sur de la ciudad, incluyéndolo,
pero este muchacho, quien escribe, residía y reside en la comarca de Suba, y en
esos años, la última diligencia pasaba a las 12 de la noche. Pero al Gordo no
le importaba, en ocasiones, para espantar el sueño, se dejaba solo en bóxer, y
así, semi desnudo, me dejaba en la puerta de la cabaña, lo admire por esa
lealtad, lo quiero por todo este pasado.
El sábado llegaba sin novedad, recordábamos las
hazañas de la noche, enmarcábamos nuestros sueños con fulgurantes futuros,
reíamos y compartíamos sin preocuparnos más que por el “ahora”, cuando lo real,
lo duro, lo importante y trascendental, era el “después”.
V
Hace muchos años solo tengo contacto con Elkin…,
no sé dónde están los demás, solo espero que la vida, les otorgué lo mejor, se
lo merecen. Que los recuerdos de ayer, sean solo eso, recuerdos; que una
sonrisa se dibuje cada mañana en sus rostros, por sus familias, por su prosperidad
y por qué no, por estas idioteces de muchachos, solo quiero para ellos una
alegría inmensa.
Y aunque “El
Palomo”, hace rato voló con nuevas alas, sueño que algún día en su aletear
de añoranzas, nos recoja de nuevo a todos, y nuestra existencia nos obsequie
mil sonrisas y una canción inesperada.
TE
TRAJE LA MAÑANA
Marcela Vega, Colombia
Ayer vi las estatuas de los próceres, héroes
de piel intacta y rictus serio, siempre enderezados, con amplias espaldas,
brazos firmes y mirada trashumante. Yo no soy un héroe, mi espalda se encorva,
me cuesta tanto trabajo levantarme, quedarme estático y valiente. Yo no soy un
héroe, ¿conoces acaso algún héroe que abra los ojos incrédulos, cada día, con
menos certezas sobre la mesa de noche? ¿Conoces acaso algún héroe que abra los
ojos? Los héroes no tienen que abocarse al espanto de abrir los ojos cada mañana,
los tienen siempre abiertos y sin pupilas, de manera que si ven, ven tanto que
ya ni ven.
Pero yo, que no soy héroe, tardíamente abro
los ojos encendidos de emociones tan variables, abro los ojos por ese deber
biológico de ver las cosas.
Es común que en esa primera irrupción de luz,
me resulte poco claro si estoy sólo o no, hasta el momento en que mi mirada es
atravesada por la respiración de la más fiel de mis amigas, la testigo de mi
envejecimiento, tal vez, la única certeza cierta, pues no se aloja disparatadamente
en una mesita de noche sino en mi cama desde hace más de cuarenta años. Ella
coloca una mano rugosa y gruesa, afable y amplia sobre mi huesudo hombro,
prometiendo con su gesto sostener algunos años que siento, ya no me quedan.
Dicen los autores épicos, que cuando una
persona se entrega a una causa, casi enceguecido o enceguecida por el ardor de
humanidad, camina por su senda heroicamente, salvando al mundo, denunciando
injusticias, ayudando al débil. Nunca vuelven a cerrar los ojos de manera que
aunque vean, de tanto ver, ya no ven. Yo no soy un héroe, ni mi vocación me ha
enceguecido. Enceguecerse sería una suerte. No hay mañana en que no sienta
ardor en los ojos, por la obligación de ver. Hoy en particular me arden como
quemaduras, los negativos de una pesadilla impresa en mi retina, la misma de la
eterna diáspora a la que nos arrojó esta opción de vida, ahora pues, sumamente
gravosa.
Ayer ví las estatuas de los héroes tan
iguales unas a las otras, que parecían factura del mismo fanático adulador. Me
quedé esperando un parpadeo, una gota de sudor, una mueca de agotamiento debido
a la eterna enderezada posición de la columna. Las estatuas están al pie de la
estación de policía, augustas y despreocupadas del nomadismo, que sí tenemos
que vivir ella y yo, ella, mi mano rugosa y tibia. En esa visita a la estación,
ella, la mano que revitaliza mi hombro en las mañanas, contenía mi ira e
inteligente interrogaba al arrogante señor emulador de héroes, acerca del
paradero de Luisa, Ernestito y Brian… y Juan José, Ricaurte, Los Gemelos,
Richard, María Helena, Santiago, Pitufo, el negro, Silvana, Antonio, Luis
Antonio, Robinson, J, Fermín, Sandra Milena, Oscar mi pequeño y fiel amigo,
Oscar Agudelo y Oscar Fernández y las niñas de Concepción, ¡ah! Y Manuel, ese
magnífico joven de cabello negro y ojos gigantes que miraba el futuro con
enmarañado acento. Una lista con piernas, torsos, ojos de pánico, entraban y
salían de los camiones una y otra vez recogidos, recogidas, apaleados,
apaleadas, insultados, insultadas, puestos y puestas en falaces libertades,
asesinados, asesinadas, recogidos, recogidas, apaleados, apaleadas…
No se trata de los acontecimientos que
enmarcan un golpe de estado, el advenimiento de una dictadura, un momento
coyuntural. Había sido nuestra rutina, la de ella, mi mano-memoria y la mía
durante más de tres decenas, buscar jóvenes en las estaciones, en aquel barrio
siempre en guerra, de un país que vivía todos los días un antiguo y permanente
golpe de estado.
Aunque ella, la mano que abriga mis
articulaciones inflamadas por la humedad de aquel barrio improvisadamente
ubicado en la montaña, mencionó únicamente a Luisa, Ernestito y sus pantalones
caídos y Brian y su colección de cacharros descompuestos, de alguna manera
jamás dejaba de mencionarlos a todos y todas. Ella es mi memoria, la
imposibilidad del descuido. Tendríamos que levantarnos, mi mano-memoria y yo a
cumplir con el ritual de ver a los inmóviles héroes de la estación, que no
podían dar cuenta de lo que allí pasaba, preguntar de nuevo a esos mapas de
bronce y mármol lo que la carne y el hueso uniformado, no se le antojaba
responder.
“Yo no soy un héroe” le dije al policía con
mi rabia recién desmayada. “Yo simplemente, esta mañana no quería levantarme
más”. Le había pedido a Dios en un acto paranoico de fe, que agotara mi vida
rápidamente aquella misma noche, para no tener que ver a la mañana siguiente,
los impávidos rostros forjados en bronce, fundidos, cuarteados que no sabían en
qué pantano, al pie de cuál potrero, en qué zanja estaban Luisa, Ernestito,
Brian, (Juan José, Ricaurte, Los Gemelos, Richard, María Helena, Santiago,
Pitufo, el negro, Silvana, Antonio, Luis Antonio, Robinson, J, Fermín, Sandra
Milena, Oscar mi pequeño y fiel amigo, Oscar Agudelo y Oscar Fernández y las niñas
de Concepción, ¡ah! Y Manuel, ese magnífico joven de cabello negro y ojos
gigantes que miraba el futuro con enmarañado acento) pero que sí les habían
visto entrar vivas y vivos a aquel edificio, como vigilantes sin lágrimas.
La gente me pide acudir a la estación, porque
piensa que soy una especie de héroe inagotable, protegido por un Dios al que
lanzo las angustias con más fe que razón. Vieron una cruz en mi pecho y
pensaron que mi pecho era inagotable y bondadoso siempre. Pero cuanta
mezquindad me abriga esta mañana en que hubiera preferido morir retirando el
doloroso cáliz de continuar vivo. La gente cree que esta cruz tan frágil como
la cadenita de la que pende me blinda del puñal, del golpe o de las preguntas
sediciosas de los interrogatorios, de la vista de los inamovibles espantos
in-memorian de la estación. Vieron la cruz y pensaron en una forja de bronce y
mármol con una placa de pequeño y autóctono prócer barrial. ¡Qué cruel es la
gente, qué cruel es la gente!
Ella ha notado mi fastidio y no ha dicho
nada, con un gesto sencillo ha pasado su mano-memoria por mi amargada y
rezongona frente y ha leído en sus pliegues mis pensamientos. Su vigor me sigue
amando aunque mi cuerpo no responda más que a esta mecánica de buscar muchachos
y muchachas en lugares imposibles. A quién se habrán llevado anoche… no fue a
nosotros, a mi mano-memoria, ni a ella ni a mí, ahí estamos los dos aún ilesos,
al menos aparentemente ilesos. Hace años que no me ofrece un café, pues sabe
que lo necesito para seguir vivo, para obligar a mis ojos a ver, para darle
sentido a la luz de la mañana, así que sin preguntarme, se levanta y pone a
calentar el agua y luego procede a tinturarla con el color de su armónica
rebeldía, con la generosidad de sus arrugas irreverentes.
Ahora que abro por fin los ojos, veo
claramente el día en que ella llegó. En una escena aún áspera que el tiempo no
ha logrado pulir, se hallaba entre la gente corriendo con un montaña de
papeles, pinturas, gritando esperanza por doquier. Un día de caos capaz de inducir
mi juvenil fe al suicidio, la gente se dividía rápidamente en facciones, afanes
y acusaciones. La gente buscaba culpables y los encontraban entre ellos y ellas
mismas. Pero ella, mi mano con pinturas y papeles, no hacía caso a los dedos
acusatorios, ni a la conspiración de los desanimados y desanimadas, ni a la
invitación encubierta de la retirada. Parecía correr por encima de todo ello,
muy atenta, pero sin detenerse, improvisando una insurrección de la nada. No
existía lo que pudiese escaparse de sus pequeñas y poderosas manos de india,
siempre presentes, siempre batallantes.
Yo no veía Dios alguno que pudiera salvarnos,
pero la gente se fijaba en mi pequeña cruz y pensaba que ese ser aún no
encarnado moviéndose al ritmo de mi corazón asustado, podría responderle la
avalancha de preguntas generadas en medio de tal desastre. Yo no era un héroe,
aunque apostaba a que conseguiría serlo. Era un joven atortolado, a punto de
llorar, desilusionado porque creía que unos cuantos meses de trabajo debieron
bastar para prevenir aquello.
Justo cuando sentí tener el poder de
desaparecer, descubrí que ella me miraba compasiva, me pedía paciencia con sus
ojos rasgados y ágiles. No pude desaparecer, ella me miraba, ella vigilaba mi
huida. Se acercó a cumplir su misión de sacarme del espanto y se hizo las manos
mías, aquellas distintas a las que yo había condenado a los bolsillos. Ella me
salvó, me trajo el amor el día más desamado de mi historia. Ella me trajo a
Dios cuando este se extraviaba entre mi desaliento y mi temblor, cuando Él se
desalentaba y temblaba también. Lo que ella hizo ese día, siguió aconteciendo,
vez tras vez durante los últimos cuarenta años de mi vida, como el milagro que
se fabrica en la tierra, con manos de hombres y mujeres de verdad.
Luego, tan poco cautelosa como han sucedido
estos años, viene ella lacia, con sus manos-memoria, provista de una taza de
café oscuro y llano como sus ojos, aromático como el cabello negro que se
conserva desde su juventud y entonces entiendo que no ha sido el café el que me
permite abrir los ojos. Ha sido ella quien me ha susurrado cada noche, este, mi
vital deber de volver a verla, esta necesidad de despertarme a su lado, este
alivio de encontrar su cuerpo protegiéndome de las noticias, colocándose entre
todo aquello que quebranta mis certezas y las certeza misma que asecha.
Le escribí con mis ojos cansados,
sorprendidos de reparar en la inconmensurable historia grabada en su cuerpo, la
nuestra: “Creyendo que el amor es un derecho de héroes, me di a la tarea de
dejarte sola, con toda tu inmensidad de humana y aún así, tuve la osadía de
convencerme que sobreviviría. Recuerdo con dolor cuanto tiempo dejé de saberte.
Sí que era un héroe imbécil salvando al mundo, invencible y sin tu mano,
aquella rugosa y tibia, grande, imprescindible. Pensado que se trataba de mí,
creí ser libre para levantarme tantas mañanas al lado de manos extrañas,
hipnotizadas por este desalojo de bronce y mármol que edifiqué para encantar
las almas más inocentes. Pero ahora que abro los ojos, con tan poca fuerza, con
tantas dudas, desgano, fastidio, sólo tú me salvas, mano-memoria, de caer en la
tentación de perder el mundo. Toda la vida has sido tú y maldigo que nadie,
incluyéndome, lo haya visto”.
Ayer vi a los héroes, próceres inmóviles,
instantáneas de un pasado que no ocurrió, un pasado falseado por los escritores
mercenarios del sistema y decidí no volver a abrir los ojos dolorosos de mi
carne, creí torpemente que lo mejor sería hacer de anoche, mi última noche.
Pero me alertó tu corporeidad asesinando mi
cobardía, me sacudió tu existencia como un golpe en la entraña de mi
conciencia. Me di cuenta de que toda la vida has sido tú y maldigo que nadie,
incluyéndome, lo haya visto. Hoy decidí ver lo que estaba oculto por una
desesperación, por una fatiga sobrehumana, hoy decidí verte, Sildana, mi
preciosa epifanía de cada mañana. Levántate cuerpo casi inerte, abre esos ojos
de párpados avejentados, vamos a la estación a seguir averiguando por ellos y
ellas en este improviso barrio de la montaña, que mientras Sildana siga
viviendo, compañera, mano-memoria, destructora de héroes, carne, sangre que
habla y recuerda, habrán todas las mañanas del mundo más allá de que yo pueda
presenciarlas. El Cristo que cargo en mi pecho, eres tú.
LA
PRESENCIA DE TU AUSENCIA
Fernando Vanegas moreno
A Cata, luego de cinco años de lejanía y toda una vida de
recuerdos…,
No sé en qué momento pasaron cinco años, ni siquiera estoy
seguro si partiste…, te sentí entonces, te siento ahora.
Sabes que he perdido mucha gente en los últimos tiempos:
bisabuelos, abuelos, tíos, suegros, cuñados, amigos. Entrañables e
inolvidables. Sin embargo, y aun hoy, tu adiós es el que más duele.
Como hace cinco años, sigo con tu amiga, La Mona, tu hermana de
circunstancias, como hace un lustro…, la amo. Suba sigue igual, y Transmilenio
sigue siendo una mierda; la política es bazofia, como siempre, y Santos resulto
Nobel de paz, jajajaja, que tal el chiste.
Don Miguel, tu papá, lleva la tristeza pegada en sus ojos, y
recorre melancólico las calles de esta barriada; me lo he encontrado varias
veces, y solo un “¿qué más?”, nos acompaña.
Casi adoptamos una nena, lamentablemente, la burocracia nos ganó
esa partida, y la vida, me sigue insistiendo en que debo proteger, cuidar y
amar.
Peñalosa ahora es Alcalde (otra vez), y los bolardos y el concreto son normas en su mandato. Jota Mario, sigue siendo el payasito de Muy buenos días, y la Gurisatti destila odio desde su posición privilegiada de “periodista”, nada raro; lo discutimos alguna noche, ¿recuerdas?
Peñalosa ahora es Alcalde (otra vez), y los bolardos y el concreto son normas en su mandato. Jota Mario, sigue siendo el payasito de Muy buenos días, y la Gurisatti destila odio desde su posición privilegiada de “periodista”, nada raro; lo discutimos alguna noche, ¿recuerdas?
Es tanto lo que quiero contarte y es tan corto el espacio. Hoy
celebro; no tu ausencia, festejo tu presencia espiritual, aún vives en cada una
de las personas que tuvimos el honor de conocerte. Un año más Cata del alma…,
la promesa que sellamos solos tú y yo en aquel cuarto de hospital; creo que ya
está cumplida…, hoy él es feliz, lo cuide cuanto pude (o hasta donde me dejó),
y una nueva familia, hoy juega en un parque cercano, gracias a tu amor y a la
presencia inmortal de tu nombre.
POR SIEMPRE Y PARA SIEMPRE
CATA
15 DE OCTUBRE 2016.
LIMPIEZA
Javier Barrera Lugo
Rituales de vida que desmitifican la muerte a cinco
años de una quimera perfecta.
El fuego purifica las almas de los soñadores.
En
el Japón antiguo los hombres se discriminaban entre quienes eran capaces de
hacer cualquier cosa por honor, sus seguidores honestos y aquellos que bajaban
la mirada mostrándose dóciles ante los primeros, sólo para traicionarlos al
final y dominar con mano de hierro a los segundos. Una sociedad con milenios de
tradición premió la valentía y condenó con vehemencia el apocamiento de quienes
pisaron aquella tierra emparentada con el sol. Héroes que trascendieron el tiempo, escorias olvidadas apenas dejaron de
respirar, gregarios en el medio; ese fue el contexto en que una sociedad tasó
la fortaleza de las voluntades.
Dentro de las actitudes loables que
terminaban premiadas con la admiración de los semejantes (en rango o nivel
social), el decoro tenía un peso considerable. No se limitaba a ser una forma
de refinamiento, era la vida sin arandelas, existir como individuos honestos o
morir si el ideal de excelencia no se lograba. La pusilanimidad era opción para
las almas que dejaban de sentir la decencia como el más trascendental de los
dones otorgados a la humanidad. Mente, cuerpo, voluntad y miedos, todo era
susceptible de ser higienizado, mejorado para gloria del nombre que una
comunidad honraría por siglos.
La limpieza como acción servía para
exorcizar llantos infantiles en quienes tentaban las armas por primera vez, era
el artificio que dopaba pieles desollada por el horror patente en el rostro
duro y el alma blindada del enemigo. En esos tiempos de señores feudales y
clanes que se dividían las extensiones de las islas, Hokkaido, Honshu, Shikoku,
Kiusho y la lejana Okinawa, tierras a las que los campesinos se les sacaban los
frutos con las uñas curtidas, los ritos de purificación lograban amalgamar
sensaciones elementales con altos grados de conciencia.
El lavado del cuerpo, un rito de asepsia
que la solemnidad sintoísta avalaba como preparación para la inevitable
extinción de los cuerpos-Japón ha sido tradicionalmente un país de guerra-
ayudaba a cuadrar las cuentas a las posibles víctimas de la carnicería
institucionalizada. Antes de las batallas, samuráis y señores compartían las aguas termales donde hermosas maiko, aprendices de geisha, los atendían con delicados
modales, servían el té, tocaban el shamisen,
instrumento de cuerda, bailaban y charlaban con sus estimables invitados.
Cuando el licor y la risa aligeraban el
ambiente, los guías espirituales del feudo contaban a los ilustres líderes de
la tropa historias que relataban hazañas de dioses y sus virtuosos lacayos, de
demonios y sus fechorías, de bondadosos
engendros sobrenaturales que se la pasaban haciéndole travesuras a los
habitantes de los pueblos más remotos y
hasta de las venganzas que los espíritus
del bosque aplicaban sobre la gente deshonesta.
La borrachera soporífera de amos y
guerreros era cortada de plano por relatos sobre los kodama, entidades sin sustancia definida que ocupaban el interior
de los árboles ya que guardaban la integridad de sus gigantescos benefactores.
Si algún irresponsable osaba desgarrar
las cortezas sólo por hacer el daño, si talaba inoficiosamente alguno, estos
seres verdes de baja estatura se vengaban de manera implacable. Era normal
encontrar cuerpos llenos de quemaduras que aparecían lejos de las cabezas
arrancadas que alguna vez los guiaron, o toparse con extremidades que decoraban
los sotos en primavera como advertencia a posibles agresores.
Miyamoto Musashi, legendario guerrero del Japón feudal, sentía
aversión por estas criaturas. Alegaba tenerles más miedo a los kodama que a Gonnosuke Katsuyoshi, su
diestro rival, tal vez porque a un ser vivo en este plano sabía cómo enfrentarlo, sus espadas de madera que
nunca necesitaron filo ya que eran letales con sólo empuñarlas, le bastaban en
una faena contra monigotes de carne y hueso, pero aquellos espectros asociados
con los secretos de la naturaleza atacaban de improviso, se dejaban ver cuando
querían, decapitaban por capricho.
Turbación, goce, expiación, gloria; eran
esas las emociones principales en las cuales cientos de generaciones se
desenvolvieron antes de afrontar las batallas que le dieron forma al Japón
actual. Limpiarse era empezar a mejorar, curarse, prepararse para lo
ineludible. Siendo niños que apenas balbuceaban, millones de hombres y mujeres
fueron educados para creer en la inmortalidad de sus almas a través de la
transmutación, en la moralidad de las guerras y la infalibilidad de sus
cabecillas. Mientras en el continente que Colón se jactó de descubrir unas
catervas de rufianes destruían las bases de civilizaciones antiquísimas por
física codicia, en la tierra donde todo nace por primera vez y no es viejo, la
desaparición física era un elemento de construcción, no individual sino del
sentido nacional.
A horas de la confrontación, tras la
limpieza y sus liturgias, venían otros ritos igual de nobles para los valerosos
militares: vestir la armadura, liar las espadas al dorso, la purificación del
campo de batalla con puñados de sal, la comunión entre compañeros, carga sobre
el clan enemigo, lucha fiera, respetuosa y sin escrúpulos, matar y morir como hilos
conductores de la energía primaria que gobierna el mundo… Y luego el silencio.
En un tiempo complejo plagado de pugnas,
ambiciones y hasta contrasentidos, los hombres de palabra dominaban el
escenario; pero algunos que no actuaron de la misma forma también tuvieron
oportunidades de hacerse con el poder eliminando a los jefes que odiaron en
silencio mientras les juraron lealtad de viva voz. Oda Nobunaga, quien se
autodenominó “rey demonio del sexto cielo,” aludiendo que era la reencarnación
de un dios de la teología budista (kami), destacado daimyō
(señor feudal) quien desde la muerte de su padre luchó por el control de la
tierra y hasta asesino a uno de sus hermanos por quererlo traicionar, fue el
gran unificador de las bandas anárquicas que se destrozaban por falta de
claridad en el mando. Era implacable, pero justo, según cuentan las crónicas de
esas épocas.
Después de cientos de campañas
destinadas a unificar el archipiélago para arraigar de manera definitiva el
poder del emperador y el suyo por añadidura, la codicia se apoderó de su hombre
de confianza. El samurái y general de sus ejércitos, Akechi Mitsuhide, ejecutó
un golpe de estado mientras el amo se encontraba descansando en un poblado
llamado Honnō-ji, y todos los daimyō y la tropa leal esparcidos
por el país en tareas de conquista.
El renegado argumentó razones de honor
para cometer su fechoría; según él, al no respetar Nobunaga un acuerdo de paz con el clan Hatano, por venganza, los forajidos
asesinaron a su madre. Los narradores en cambio, aseguraron que se alió con la
corte imperial para atajar las ambiciones del “rey demonio del sexto cielo.”
Como premio a su perfidia el “soberano celestial” lo nombró testaferro y amo de
lo que poseyó el noble Oda.
Tras capturar a su jefe, lo obligó a
cometer seppuku (suicidio ritual) y
se apropió de todo. Leyendas recuerdan que tras purificarse con agua tibia y
hojas de menta traídas desde China, Nobunaga prometió que los espíritus del
bosque, de los cuales creía ser uno, resarcirían su honor y estatus. Y así
pasó: mientras el samurái traidor se encontraba de expedición en el bosque, su
garganta fue perforada por una lanza de bambú que un aldeano lanzó cuando
confundió a Mitsuhide con una presa. La guardia intentó atrapar al cazador,
“que dotado de velocidad impresionante,” según los persecutores, se metió
dentro de un tronco y no se volvió a saber nada de él.
Mitos, rituales, expresiones en las que la limpieza otorga equilibrio a
las fuerzas que rigen la existencia. Esencia, organismo, pulsiones biológicas,
utopía. Todo tan fuerte en apariencia, pero con una contextura gaseosa que
parece no limitarse al extremo banal de la carnalidad. Los ímpetus deben
reposarse para lograr tocar la creación y sus rudas ceremonias. Muerte y vida
son equilibrio, sanar es el remedio para disfrutar ese impulso eléctrico del
cosmos al que comúnmente conocemos como existencia. Vale la pena exorcizar el fulgor que sólo el miedo es
capaz de clavarnos en el pecho. Ritualizar la limpieza es darle descanso a la
simple superstición.
LA BOLA DE CRISTAL
Esteban Espitia
Alguna de esas noches alucinantes, mientras
regresaba ebrio de un lugar recóndito, tropecé y caí sobre un monje de barbas
blancas y ojos grises en una calle desolada. Yo vivía solo y no sentía miedo,
pues no tenía mucho que perder, así que le invité a la casa.
Su cabeza sangraba, y de sus manos se podía
leer el misterio que inspiraba, aquella historia que supongo nadie me creerá,
pero al fin y al cabo, ¡qué interesa! Es un relato más.
"Cuando solía ser joven y
saludable, no era un niño, entonces me faltaba imaginación. Dejé de
soñar. Mi familia no me dejó solo, fui yo quien se marchó. No
dormí, no descansé un segundo en aquella aventura. ¿Cómo iba a perderme
semejante osadía? La verdad fue que sin perdérmela, me perdí. Fue
demasiado extraño el hecho de poder respirar bajo el agua y más aún, el de
encontrar una deleznable ciénaga tan honda.
Esa tarde llovía, de acuerdo a la lógica
del clima invernal, la ciudad debía inundarse debido al diluvio. No volví a
casa, pero había regresado a mi antiguo hogar. Espeluznantes criaturas hallé
debajo de aquella pequeña laguna, miedos profundos erizaban mi piel, las olas
traslucidas eran espejismos, a través de los cuales veía mis vetustas escamas.
Me convertí en un espécimen terrorífico,
podía nadar en el oasis a una velocidad inimaginable. Mientras más descendía,
encontraba nuevas razas de peces, nuevos seres y especies modificadas por el
efecto de una radiación más peligrosa que la nuclear, una energía volcánica que
emergía de las profundidades más abismales y lúgubres.
En cada siguiente nivel, los organismos se
perfeccionaban, los cuerpos se hacían más fuertes, era como un videojuego.
¡Cuántos entes raros no me figuro destruir! Ya no era un hombre, era un brutal
asesino, un guerrero, uno de esos villanos tenaces, un héroe inmenso.
Empecé a creer en los mitos y las leyendas
de los gigantescos engendros: El
Leviatán, El Kraken, El Monstruo del Lago Ness; pero esas banales
historias, ni se le parecían. ¿Cómo podrían ellos llegar hasta la tierra? – me
pregunté, ni a la superficie siquiera. Pensé entonces, que en algo se
habían basado para inventarlas, quizás visiones, o lo que yo tuve, que era de
hecho tan verdadera que parecía una grotesca fantasía, una sublime pesadilla.
Me hacía más grande en la medida en que mis
oponentes eran voluminosos. Todo el entorno iba a mi favor, así fuera yo
contra la corriente, como si mi organismo se adaptara inmediatamente al medio,
una evolución inminente, como la devastación que se presentaba.
Pronto iba a cesar la violencia, porque los
poderes de todos comenzaban a ser nivelados. Pude ver al fin como mi esencia
era igualada a la de los Dioses Majestuosos, ya no existían esos horripilantes
endriagos.
Resultó entonces un aburrido lugar, ya no
quería ir ni al infierno y ya estaba cansado del paraíso; pensé en excavar,
pero la arena era demasiado férrea. Debía encontrar ese valle donde la tierra
me enterrara y me absorbiera al punto de hacer parte de ella. Esperaba entonces
ser sembrado por el Dios del fango. Necesitaba ensuciarme, ya estaba demasiado
limpio, tanto que mi existencia carecía de diversión. Nunca entendí porque los
dioses no quisieron escapar conmigo.
Jamás encontré aquella región en la
cual me sería posible huir de la hostil ostentación que me pertenecía, aquella
petulancia de los Dioses, menos del hastío que embargaba mi soledad, aquella
necedad del nihilismo inconsciente. Siempre quise seguir el instinto de
mi obstinación. Así que intenté superarles, pero también fue en vano; el hecho
de haberles alcanzado, ya era en sí una gran hazaña.
A veces los Dioses cargaban una gran esfera de vidrio (vulnerable a
la furia del gran mago encolerizado por la insensatez de los risueños Dioses)
en la cual veían cómo la humanidad demacrada se aniquilaba entre
sí, con las armas que le sobrepasaban.
Sentían envidia por no ejercer voluntad, ni
profesar el poder; tenían fuerzas, pero de nada les servía. Entonces discutían
sin palabras ni gestos, solo miradas amenazantes que hechizaban a los más
débiles, pero cuyas brujerías eran apariencias superfluas y encantos efímeros,
nada de ellos era eterno, únicamente ellos y la apatía de aquel mundo.
Me fueron dados por el habitad nuevos oídos para la
supervivencia y para comprender el nuevo lenguaje. Era una música asimétrica,
nada común, compuesta por micro-tonalidades, diminutos sonidos casi
imperceptibles, agudos estruendos, rozando la gravedad de lo radical.
Era un invento de los Dioses matemáticos,
en un mundo repleto de dimensiones imposibles de describir, un lugar plural, un multiverso, un océano de soles, una galaxia encerrada en
un recinto de cráteres y desiertos húmedos.
Poco a poco fui hallando mis propias esferas, entonces practicaba el
lenguaje en soledad. Aquellas resonancias evocaban mi vida de hombre, cuando
aprendí a interpretar ese instrumento llamado Theremin.
El viento también cantaba en un idioma diferente, universal y tirano.
Me acariciaron los jardines fastuosos, y el
éxtasis del aroma de cada arbusto, escuchaba los colores del caballero de la noche que junto al roció de la luna,
respiraban aires de intensos arreboles. Las
Auroras Boreales eran nubes que
danzaban por doquier,
adornando el océano blanco y helado.
El universo se compaginaba como una
orquesta declamando la sinfonía de la inmensidad, la armonía de los horizontes
magnificentes. Aquel último instante en el que aprendí a observarlo todo con
gran detalle, fue cuando perdí la conciencia, terminó la fascinación, rompí en
delirio y me fugué del misticismo”.
Desperté en el asfalto de la misma calle
que estaba desamparada, mis audífonos aún servían, pero la colección de obras
de Bach había finalizado, el ambiente estaba
colmado de sirenas ambulantes.
El desperdicio de sangré fue alarmante,
hubiera preferido que me hubiesen dejado allí tendido. Pero al final de la
noche, terminé en casa de un anciano psiquiatra que trataba de adivinar mi
enfermedad examinando una bola
de cristal. El efecto de mi medicamento, había culminado al fin.
JUANITA LA ETERNA
Fernando Vanegas Moreno
En
el viejo anaquel de su cuarto, Kent y Barbie lloran en silencio; los acompañan
una gran cantidad de ositos de felpa,
muñecas sin estrenar y el viejo perro de trapo; todos, llevan en la
mirada el dolor de su partida. Juanita, la más grande enana, la de los 12
añitos, la de la mirada alegre, la de la sonrisa eterna, había dicho adiós.
No
pude soportar lo que antecedió. Soy un
idealista que cree que la vida es un ciclo, que se debe vivir lo
suficiente, y morir en el caluroso abrazo de las canas; otra idea tiene Dios,
Él nos llama cuando nos requiere, simple, sin más honduras; sin embargo, he de
confesar que al no compartir ese pensamiento con el Todopoderoso, me arruga el
alma que alguien muy joven, o, como en este caso tan angelical, extienda sus
alas inexpertas para tocar las cumbres celestiales. Por eso fui lejano, no por
indolencia, al contrario, por dolor…, he recibido varios golpes duros, ¿pero
una niña?
En
fin, de verdad era un Ángel: a pesar de las circunstancias, nunca se doblegó,
nunca sintió miedo, y nunca negó a nadie su alegría, mataba de risa un payaso,
y era capaz de levantar la moral de Kobain. Bailaba…, hacía por saltar, soñaba
con fiestas enormes y viajes fantásticos, con trajes de princesa y caballos
azules, su corazón se dividía entre la devoción a sus padres y el cariño
manifiesto a todo el que se le acercara, su inocencia era el escudo
transparente que siempre anteponía.
“El
patio de mi casa es muy particular, cuando llueve se moja, como los demás”; esa
sencilla ronda, ahora se escucha allá arriba, con eco sublime aquí, en la
tierra…, para mí, ya nunca sonará igual, la melodía era ella y la armonía debía
ser yo. Kent habla de organizar algo en su honor, mientras Barbie y el viejo
perro de trapo, lo reprenden y le dicen que respete, que el dolor de la familia
esta primero, que luego vendrán las consideraciones, que Juanita no se ha
marchado, que solo trascendió, que pronto volverán a verse…, de otro lado, el
galán de plástico, recibe apoyo de los osos de felpa y las muñecas sin
estrenar; argumentan que Juana la eterna, merece hasta el último homenaje que
pueda rendírsele. Están tan polarizados, que hasta han pensado llamar como jueces
imparciales a Santos y a Uribe, que tal vez con un plebiscito…, ojalá no.
El
heladero, también está triste, la vainilla perdió su sabor desde anoche, el
chocolate se derritió, y el limón se tornó más amargo. Hoy, me uno al
desconsuelo de unos padres, me duele como hace rato no dolía…, unos componen
canciones, yo, bueno, yo solo hago el deber de escribir; y contrariando a
Barbie y a Kent y a su séquito inanimado, rindo homenaje a mi Juana enorme.
Es
un cliché, pero un verdadero Ángel desde anoche engrosa las filas celestiales,
mientras yo, quedo absorto en la ventana de mi casa, fumo un cigarrillo, miro a
la bóveda celeste y después de un largo suspiro, veo atento su mirada en las
estrellas.
¿EL ORIGEN DEL MAL?
Javier
Barrera Lugo
A cada uno el demonio
nos saluda con amabilidad cada vez que estamos en la mina o en la chacra
haciendo lo que el amo y sus secuaces nos ordenan. Pregunta por aquellas
familias que se borran de la memoria, el calor de la selva que queda al otro
lado del mundo y tenemos tatuada en el iris, por las palabras que dejamos
pegadas al amamba, el agua, cuando el
hombre que dice ser nuestro propietario nos adornó los tobillos con fríos
grilletes de hierro y nos trajo hasta su reino de niebla y sal, para trabajar
bajo una lluvia que no deja de llorar.
No sé si este demonio, una metáfora de
alas inmensas que mueve las hojas pardas de nuestros espíritus, sea más
despiadado que el hombre que intenta robarnos la transparencia del corazón con
oraciones recitadas a un todopoderoso que nunca quiere hablarnos, mientras con
el látigo nos deja la espalda en carne viva.
El demonio no quiere doblegarnos el
espíritu, al contrario, invita a cantarles a los dioses bantú (pueblos e ídolos
son lenguajes), sus hermanos, para que no se sientan olvidados, que nos abramos
el pecho con la punta de un rayo de plata y dejemos que las flores se escapen y
lleguen a la montaña sagrada donde nacimos, morimos, volvemos a nacer, a morir,
y le aullamos a la luna un universo entero de metáforas porque los ciclos son
perpetuos.
Todas las mañanas el dueño del mundo que
caminamos, pequeño como una lágrima, nos dice que el mal se mide en desnudeces,
insurrecciones y libertades. Yo no le creo. La naturaleza es sabia, venimos con
lo necesario. Si la ropa fuese primordial, naceríamos vestidos; si de callar
hablara el acertijo, no tendríamos boca; si fuésemos esclavos, nos quedaríamos
encerrados en el útero de la madre.
El demonio es poesía, hablar duro, pero
con respeto; nunca he escuchado un insulto de su parte hacia mí. El origen del
mal es el silencio, su apostolado, perpetuarlo o conformarse con soportarlo. ¡Hoy tengo ganas
de cantar y ser magia! Aprovechando que el amo tiene una gripa cerrera, te
hablaré bajito de la verdadera cara del diablo, joven Abeeku, de los espíritus errantes que somos todos los que alguna vez
implantamos en el corazón la certeza de caminar por la tierra sin que nadie nos
indicara una ruta a seguir.
Los defensores de una fe minúscula,
basada en las enseñanzas de un hombre al que crucifican con cada delito que
cometen; los defensores del ultraje, que con palabras bellas y actos contrarios
dicen preservar la verdad, tienen la misma lógica de los paganos a quienes
temen y han perseguido por mil siglos, de los herejes como nosotros, pueblos
unidos al atavismo hacia el fuego que honramos porque además de calor brinda
luz, un elemento primario que utilizamos los personas para no sentirnos solos.
Tras descubrir el fuego, la humanidad
inventó a sus dioses, a los honestos, a los díscolos, dio vida a los rebeldes
amándonos con la misma intensidad con la que nos odia. Los amos y sus amos,
sintetizaron el cúmulo de miedos que los atormentaban en sólo dos deidades
principales: dios y el diablo, a quien llamaron Luzbel, el portador de la luz.
Y ese nombre es paradójico. Sus leyendas
cuentan que antes de hundirse en la oscuridad del inframundo, este demonio fue
el ángel más bello del cielo, pero sus ansias de poder lo llevaron a generar
una rebelión contra la supuesta bondad de dios que casi acaba con la lógica del
cosmos y terminó por condenarlo al más cruel de los exilios desde donde,
supuestamente, tienta y convence a los hombres para cometer fechorías tan
atroces como la insurrección, la libertad de conciencia, el sexo o las ganas de
conocer.
Los amos de los amos disfrazaron la
naturaleza de su alma, el miedo que se tienen, su propensión al crimen y a
atormentar al débil, creando una caricatura que genera histerias con la sola
mención de su nombre, con la aparición de unos cuernos, un tridente, alas
negras y hasta genitalidades erectas o mezcladas con características femeninas,
como si la sexualidad y la fecundidad fuesen faltas contra el orden dado por la
naturaleza.
Demiurgo, Satán, “el patas,” “el putas,”
anticristo, Baal, Asmodeo, son los otros apodos con los que se identifica al
pobre Luzbel en estas tierras donde se cocina a fuego lento el horror. Lo
llaman los señores con tantos apelativos que ya ni nosotros sabemos quién es.
Es una dolorosa verdad.
Los más viejos me contaron que en una
tierra que se conoce como Roma, los reyes se sentaban a ver arder las casas de
los pobres y sacrificaban, por creer en otro dios que no era el de ellos, a los
ancestros de nuestros amos. Hoy, los blancos que poseen el mundo, hacen lo
mismo con los que adoramos a la naturaleza, la verdadera luz, la auténtica e
irrefutable verdad de la vida.
Sabes, pequeño Abeeku, nunca entenderé cómo esta gente que se nos
come el alma, el cuerpo y cree que sólo somos cosas, ve con malos ojos la música, de la que dicen es un atentado a
la moral. Detestan nuestros tambores, las flores que salen de la garganta de
mamá Nosipho cuando el calor que tienen sus entrañas se mezcla con el de esta selva infecta a la
que llamaremos por siempre hogar. Pecado es abstenerse de disfrutar los dones
de la madre, del suelo, del cielo, la tierra roja de esa África ausente que
tememos aún bajo las uñas, de los diluvios que duran un suspiro y llenan de
vegetación la esencia de las cosas que existen. El diablo son ellos, por eso lo
nombran tanto y le temen cuando se ven las caras reflejadas en el agua, cuando
sus cuerpos están desnudos, cuando cierran puertas, ventanas y corazones
mientras copulan.
Te prometo una cosa, amigo, desde hoy
seré un demonio. Ya estoy cansado de implorarle favores a unas estatuas que
siempre están sufriendo y jamás me responden, a una masa de yeso, madera y
pintura demasiado triste. Los demonios, los que nos describen los amos, no agreden, no violan a las esposas de otros,
no dicen ser mejores que otros cuando el pánico los doblega y se pegan del
color de su cuero pálido para imponerse.
Soy negro, no idiota. Mi historia es
igual que la de muchos, sólo que se ha desarrollado en otros lugares, en otras
circunstancias. ¡Sí, seré demonio! Demonio unido a más colegas que queremos
cambiar las cosas, los que vemos siempre belleza en el mundo y sus seres, los
que no nos limitamos a ser simples monstruos que acumulamos piedras, tierras
que son de todos, leche que regalan las vacas. ¡Sí, seré demonio!
Seré dueño de supuestos pecados y
sismas, leeré las intenciones en el viento cuando corra a través de los
árboles, sin inocencia malsana o infame cursilería. Escucharé aleteos mínimos
en la penumbra, de colores disímiles, míos a perpetuidad. Renuncio a la miseria
del corazón, a pensar como mezquino ángel que sea cómplice de las cosas
brutales que hagan otros.
Demonios somos los hombres dispuestos a
salvar del hambre espiritual a quienes desesperados, transitan como sombras por
las paredes de calicanto que levantaron los amos para encerrar el alma de otros.
Escribiré sentencias de vida en las nervaduras de los músculos de los
dioses muertos esperanzado en que nadie las lea. Un día toda mi retahíla, la
que has escuchado con paciencia, respetado Abeeku, será patente cuando los
hombres como tú y como yo, como los amos, no nos limitemos a pensar que el
demonio es malo y el resto, la cara linda de un paraíso que anhelan y nunca
tendrán para sí.
LOS CABALLOS QUE NO QUERIAN AMO
En una hacienda de caña
había un caballo color melado, que a fuerza de trabajar y comer mal, mostraba
las costillas y parecía que iba a desarmarse. Durante la semana cargaba caña y
el domingo traía el mercado del pueblo. No conocía, pues, día de descanso. Por
otra parte, las moscas no le dejaban punto de reposo, revoloteando alrededor de
las mataduras que tenía en el lomo. ¿Comida? Apenas la poca yerba que
encontraba en el potrero. Sintiéndose viejo y enfermo pensó que muy pronto lo
matarían para aprovechar su piel. Había sido resignado, pero no hasta el punto
de dejarse matar después de tanto sufrir. Resolvió huir de la hacienda en busca
de mejores aires. Como lo pensó lo hizo. Al amanecer salió al camino y se
dirigió al pueblo; no se le ocurrió irse al monte porque estaba seguro de que
por allá irían a buscarlo, mientras que a ninguno se le ocurriría que estaba en
la ciudad. Era malicioso el viejo caballo. Iba medroso porque creía encontrar
enemigos en todas partes.
Al pasar por la hacienda
vecina salió un perro conocido suyo. ‑Ahora, éste va a contar que me vio
y estoy perdido- se dijo para sí. Resolvió hablarle con franqueza y contarle
que se iba, aburrido de soportar a sus amos. El amigo le concedió la razón y le
prometió guardar secreto. Camino adelante, las moscas empezaron a atormentarlo
volando alrededor de sus heridas, que se habían irritado con el calor. –No
puedo seguir con este sol tan fuerte- y se internó en el monte vecino; se echó
sobre la yerba. ¡Qué gusto! ¡Cómo se sentía de libre! Se revolcó gozoso y dio
grandes relinchos. Cuando refrescó la tarde siguió su camino y anduvo gran
parte de la noche. Ya iba por campos desconocidos para él, que nunca había
salido de los límites del pueblo. Se sintió trotamundos y se culpó de haber
permanecido tanto tiempo en la finca; sólo ahora sabía lo que era vivir. ¡Qué
pastos tan fértiles y tiernos! ¡Qué arroyos más frescos! Había casas a lado y
lado del camino y se encontraba a cada paso con otras bestias que lo saludaban
con un alegre ¡adiós, camarada! Era todo tan agradable y tan fácil. Ya no le
dolían las heridas y hasta las moscas escaseaban cerca de él. Avanzada la noche
entró por un potrero hasta cerca de una casa, cuando oyó que varios caballos
conversaban en un pesebre y se acercó. Se quejaba uno del mal trato que le daba
su amo haciéndole trotar todo el día sin descanso. “Melado”, entonces, le
propuso que se fueran juntos y, el otro, ni corto ni perezoso, aceptó. Ya eran
dos e iban felices relatándose sus quebrantos.
Servían hoy a un labriego,
mañana transportaban leña, al otro día caminaban; así iban ganando el sustento
y adelantaban camino. Hicieron valiosas relaciones y aprendieron cosas útiles.
Primero se hicieron amigos de un caballo de carreras que los invitó a la pista
para que lo vieran correr. Los dos caballos campesinos estaban deslumbrados;
jamás habían visto tanta gente reunida, ni caballos tan enjaezados y que
corrieran tan aprisa. Pero se alejaron desengañados al comprender la envidia y
la rivalidad que existía entre esos caballos; las gentes los habían dañado
prodigándoles elogios.
En un pueblo donde
pernoctaron, trabaron amistad con una pareja de yeguas de tiro que arrastraban
el coche de una anciana señora. Eran blancas, gordas, con crines cuidadas y muy
presumidas ellas. Parados al borde del camino las vieron al día siguiente
uncidas a su vara, erguidas y solemnes. No; tampoco aquella vida era envidiable
por más que las mimaran. Siguieron adelante. En un recodo se pararon en seco;
entre la cuneta había un pobre caballo que no podía valerse; los generosos
amigos lo ayudaron a salir y él les dijo que su amo lo había abandonado por
inútil. Si el amo cruel hubiera entendido el lenguaje de los caballos habría
huido horrorizado al saber lo que de él decían. Siguieron marchando más
despacio para que el enfermo pudiera seguirlos. Como ya eran tres, resolvieron
ponerse un nombre, repartir el trabajo y ayudarse mutuamente. “Melado” escogió
para su primer compañero el nombre “Amigo” y el de “Infortunado” para el último
llegado. Fue “Melado” el jefe natural porque era el más recorrido e
inteligente. “Amigo” le ayudaría en todo y sería como su secretario. El
“Infortunado” no tendría que hacer por el momento sino reponerse. Corrieron los
días y los tres compañeros fueron por regiones montañosas de donde descendían
grandes corrientes de agua; pasaron ante socavones por cuyos agujeros salían
hombres tiznados; vieron las dragas en las minas de aluvión: se pararon muchas
veces mientras pasaba el ferrocarril y siempre se les volvía cosa de maravilla
que aquél corriera tanto sin necesidad de caballos; caminaron por la orilla de
un gran río y vieron deslizarse por él barcos inmensos; fueron luego por entre
maizales verdes, por sembrados de caña, por platanales extensos; pasaron más
tarde por pastales altísimos, llenos de novillos. Estaban embriagados de dicha,
cada vez querían conocer más. Oyeron nombres de ríos, de ciudades y de
regiones. “Melado” amaba las montañas porque en ellas había nacido y trepaba
ágilmente pero sus dos compañeros se decidían por los valles, sus años y sus
enfermedades no les permitían subir con la misma agilidad.
Asistieron, escondidos en
el monte, a una cacería de venado y llegaron a interesarse tanto que casi se
delatan con sus relinchos.
Pero todo va cansando y
“Amigo” fue el primero en manifestar que quería radicarse en algún sitio.
–Tendrás que tomar dueño, –le dijo “Melado”–.¡Eso nunca!– contestó el caballo.
–Entonces: ¿cómo piensas vivir?
– ¡Libre!
– ¡¿Crees que si el hombre
te ve suelto y sin dueño te va a durar la libertad?
– Entonces, ¡huiré!
– Pues tendrás que vivir
huyendo, porque el hombre es igual en todas partes.
“Infortunado”, que estaba
oyendo, intervino:
– Ambos tienen razón: es
bueno tener casa, comida y sitio fijos, pero es tremendo tener amo. Podríamos
buscar un refugio a donde el hombre no llegue.
– ¿A dónde el hombre no
llegue? Y qué lejos debe estar ese lugar –repuso “Melado”.
– Pero debe existir –dijo
“Amigo”–. Vamos a buscarlo.
Reanudaron la marcha. El
hombre estaba en todas partes; ya era el hacendado, el vaquero, el médico, el
leñador o el militar. No había camino por donde pudieran ir tranquilos, monte
donde estuvieran seguros o poblado donde pudieran descansar. Sentían siempre
que el hombre estaba cerca. Al fin divisaron la selva y creyeron que habían
llegado al término de su viaje, cuando les salió al encuentro una yegua que
huía.
– De dónde vienes? –le
preguntaron.
– De la selva; allí hay
unos colonos y me maltrataban tanto que tuve que escapar.
– Se miraron
desconsolados.
– ¿A dónde ir, pues?
– Yo sé a dónde –dijo la
recién llegada–. ¡Síganme!
Trotaron felices detrás de
ella presintiendo la cercanía de un llano, rico en pastos, con grandes ríos y
lejos de los hombres. Al fin de varias jornadas se presentó a sus ojos un gran
arenal; era el desierto.
– Hemos llegado –dijo la
yegua.
– Pero aquí no podremos
vivir –exclamó “Amigo”–, no hay agua ni yerba.
– Además –agregó “Melado”–
hace un calor insoportable y no veo un árbol que nos dé abrigo.
– Aquí no hay vida, todo
está muerto, repuso “Infortunado”.
– Pues es el único sitio
en donde no vive el hombre –dijo la yegua.
Los cuatro amigos se
declararon derrotados y se echaron en el límite del campo a esperar la llegada
de un amo.
NUEVOS COLORES
Homenaje a Don
Héctor y Catalina
Javier Barrera Lugo
“Quizás el sufrimiento
y el amor tienen una capacidad de redención
que los hombres han olvidado o, al menos,
descuidado.”
Martin Luther King
La vida siempre encontrará formas para hacernos
entender que es ella la que tiene el poder y ninguno de nuestros actos podrá trastocar sus designios. Bajo su tutela no pasamos de ser simples criaturas con
intenciones superficiales, ambiciones primarias, quimeras que se la pasan
alcoholizadas, son buenas y nada esenciales,
conclusiones apresuradas que van como kamikazes japoneses a estrellarse
contra los cristales que nos protegen de la lluvia. Caminamos nuestra
particularidad con el dedo metido en la boca pensando que poseemos los medios
para cambiar el destino; pero una pequeña clave salida del lugar menos
esperado, un milagro o una tragedia, nos ponen en sintonía con esa realidad que
se desnuda frente a nuestra mirada sin ningún pudor.
Ella, la
vida, es feliz dando bofetadas y llamando la atención de quienes, como yo,
creímos tener un poco de control sobre las cosas que pasan cotidianamente.
Puede que en algún momento nos otorgue la autoridad de ponerle algo de picante
a nuestras acciones, aunque lo esencial parece estar atado a un plan mayor y
desconocido que nos va mostrando sus cartas con astucia.
Hoy
labro una tierra que da frutos hermosos, tiernos manjares para los que no me
preparé y consideré descartados, confiado en que los oráculos habían borrado mi
rostro golpeado de sus archivos. Latidos rápidos y llenos de brío infiltran las
tres capas de mi corazón. Sus raíces calan profundo en huesos y mente, retan el
buen juicio, me regalan el beneficio del error como condición inapelable para
disfrutar de pequeñas grandes recompensas.
Con cinco
años de diferencia la diosa fortuna se atreve a darme un premio, cambia el
dolor de la muerte a cuotas por curiosidad y un tipo de amor que no conocía. En
octubre, hace un lustro, Yacó se llenó de vientos, de ruina, escapó el ángel
con alas de colibrí hasta un lugar donde tengo prohibido caminar la inmensidad
del azul, sus ondas que generan tranquilidad. Todo se volvió tenebroso en un
espíritu que desde la adolescencia defendió los actos simples de bondad como factor de verdadera
revolución.
No
quiero decir que las nuevas bendiciones hayan logrado hacerme olvidar a mi
gente y sus circunstancias, es sólo que la desesperación tiene nueva cara, otra
intensidad, el desasosiego le abrió paso a esa sensación anárquica llamada fe.
He aprendido a sonreír cuando quiero, no cuando debo; la imposición falaz de la
cortesía frente a los sátrapas se convirtió en la primera gran extinción
certificada que he afrontado con
alegría.
Reafirmo lo que me dijo La Filipina durante el encuentro que genera este
escrito: no le debo nada a nadie. Hoy puedo manifestar la incomodidad ante
quienes pretenden darme órdenes o imponer tradiciones que no estimo
significativas. Una pizca de libertad me otorgué ante tantos eventos patéticos
que cruzaron mi anterior universo lleno de falsa dependencia. Mudé la piel, los
músculos y el cerebro. Soy una salamandra que no necesita mayores recursos para
existir salvo a sí misma y su hambre.
Ahora
con mis fantasmas y ángeles sostengo una relación simbiótica. Ellos cruzan
puertas metafísicas, me besan, cuidan de mis histerias, me acompañan cuando las
cosas malas parecen irremediables, confortan ese espacio de soledad
autoimpuesto desde que decidí quitarme de los ojos la venda atada con cinco
nudos e imputada por quienes dominan un mundo que se descompone lento, huele
mal y está al borde de la destrucción. A cambio les doy mis palabras cada
mañana cuando voy embutido en un bus para el trabajo, o los echo de menos en
las reuniones con mis hermanos y sobrinos, cuando hablo con Teresa y descubro
que ella también se niega a tratarlos como pasado. Estoy vivo y sorprendido de
estarlo, y aún más con la aparición de un nuevo personaje en mi historia.
Lia llegó
para enseñarme la redención sin dramatismos, porque la esperanza auténtica se
sustenta en el cambio, en el trabajo duro que debe realizarse sin esperar
beneficios. La recompensa que me brinda la existencia es el privilegio de
afrontar las circunstancias extremas en completo silencio y agradeciendo a
quienes realmente merecen la lealtad de un hombre que tiene el corazón lleno de
fuego otra vez. El grupo se redujo, pero es incondicional.
Nuevos
colores tiene el rostro de mi amor, el que se construyó en un bosque donde un
árbol sustenta el andamiaje de las fantasías. Cada paso que comienzo a dar
tiene la contundencia de la resurrección.
Nada de lo que a continuación contaré está exento de realidad, delirio
mental o expiación. Así lo asumo y defiendo. Que crea el que quiera, el que no,
que se abstenga de decir algo. Mi mundo
no tiene reglas de narración, tampoco oficina de quejas y menos corrector
literario.
Aparecen de la nada
para hacerme feliz una vez más.
Esta
reflexión la causó la visita de dos personas esenciales que como ya lo expresé,
cerraron ciclos en el mismo espacio de una línea temporal en la que, con años
de diferencia, nuevas voces me pidieron asumir riesgos, ser de verdad un adulto, soñar y hacer
realidad esos sueños, porque la vida es un instante y somos los individuos
responsables de su desarrollo. Ellos
aparecieron para darle a mi espíritu una dosis de magia que me permita no desfallecer, para quitarle al pasado sus
cicatrices... Y lo lograron.
Junto a
una incubadora en la unidad de cuidado intensivo pediátrico vigilo el sueño de
mi hija que dos horas antes nació. Don Héctor y La Filipina traspasaron el
ruido producido por la máquina que monitoreaba el corazón de Lia, agitado
porque llegar a este país loco no es fácil. Con prevención comenzaron a
acercarse y no me percaté de esta maniobra. Fue inevitable que mis pensamientos
se centraran en las tragedias y las absurdas coincidencias que viví. Con años
de diferencia se repetía el escenario: un amor martirizado por cánulas, bolsas
de suero y cables, un par de ojos muy abiertos que me pedían consuelo,
acompañamiento, que no los dejara solos nunca, enfermeras genéricas que
practicaron el consuelo como procedimiento de trabajo, luces blancas que
quemaban los pocos pensamientos racionales, médicos que pensaban, antes que en
sus pacientes, en las cuotas atrasadas de sus autos de lujo y las casas que
estúpidos preceptos sociales les obligaron a comprar, un sinnúmero papás que en
las mismas circunstancias, se limitaron a mirar como vacas hacia un punto
neutro de las persianas cerradas para no aumentar su preocupación con la
nuestra.
Aunque
me propuse no sentir angustia por la similitud de los hechos y fechas, la
experiencia me condujo a un lugar común que me horrorizará siempre: el
escenario que comparten el amor, la enfermedad y la muerte. Seis años antes, en
una noche cargada de pánico, Don Héctor dejo de ser un bolero cargado de amor y
advertencia sobre lo importante que es ser música en un mundo sordo, para
convertirse en la estampita vestida de ángel que con gafas, canas y nuevas alas
engalanó el árbol de navidad que Diana, mi cuñada, decoró para hacernos menos
tortuosa su ausencia ese diciembre.
Literalmente un año después de la partida de mi viejo, Cata, decidió
hacerse compañera del viento que una madrugada de octubre pasó por Yacó para
arrancarla del techo de la casa y llevarla hasta el lugar donde los ángeles
como ella, alas de colibrí y ojos rasgados, diseccionan los misterios del
paraíso. Todo mi mundo se vino a pique, padre, esposa, un par de amigos, se
hicieron un agujero en mi pecho que mató lo que alguna vez creí ser. Su
silencio fue una cuchilla quitándome pedacitos de carne cada día. Nada más fuerte o contundente que esta
verdad, nada más evidente que su ausencia física y su arraigo en el corazón de
un hombre con ínfulas de guerrero que los vio perderse en el cielo. Todo se
juntó para hacerme sentir el latigazo de la orfandad.
Don
Héctor y La Filipina se manifestaron,
tocaron mi hombro y nos acompañaron a Lia y a mí en este nuevo reto. “¿Quién les dijo que están solos?” Mi viejo
preguntó con esa delicadeza que le agradeceré siempre, ese era su sello. No fue
un interrogatorio, gracias a un cuestionamiento me trasladó a un lugar donde
todo fue claro y las respuestas que me negué por desesperación se hicieron
evidentes. Mientras él se esforzaba por
darme la luz yo me aferraba al pesimismo:
-Todo se repite, viejo. Cada vez que creo tener algo
o amo profundamente a alguien, cosas malas les suceden-. Respondí como si fuera
un niño de siete años. Estaba asustado.
-Nada es igual. Hasta que no crea esta verdad estará
haciéndose difícil la vida y de paso se la joderá a quienes estén a su lado.
Lia no muere, está empezando a vivir, es algo diferente a lo que quiere creer,
¿no le parece? ¿Por qué le cuesta entender eso?
Don
Héctor jugó su carta por un lado que ni siquiera contemplé. Fui un necio. Se
acercó a Lia y le acarició la mejilla. “Es igualita a Teresa,” dijo sonriente.
Levantó la mano y se despidió. La sala quedo con un leve tufo a cigarrillo que
me confortó.
La
Filipina, en silencio, se acercó apenas mi viejo empezó a hacerse invisible.
Sentí como la punta de sus alas rozaron mis mejillas con delicadeza. Me
habló a través de sus ojos orientales
que terminaron hechizándome una vez más: “Extraño tu presencia en mis
pensamientos, en los versos que debiste olvidar porque el mundo no se detiene
cuando un colibrí deja atrás el desierto donde fue feliz sin extravagancias o
pruebas que debiesen mostrarse a aquellos que no estuvieron involucrados en lo
que fuimos. Eres un debilucho que aguanta mucho castigo; como decías siempre:
“soy un fajador con cero músculos en el tórax, pero con terquedad en la
cabeza.” Y es cierto, no pegas golpes y resistes los que te impactan. Ganas las
peleas por desgaste del rival. Lo de Lia es una prueba más, no te preocupes,
estará bien. Ella es el premio que ganaste por resignarte a dejar volar a otra
gente que amarás a perpetuidad así hayan tenido el descaro de escaparse entre
las corrientes de un vendaval. No le debes nada a nadie, lo que pasó fue el
desarrollo de un plan en el que tu papel fue accidental. ” No movió los labios,
su voz estaba en mi corazón, en el deseo y su sentido egoísta. “Quédate,” quise
decirle. Cata, como de costumbre se anticipó:
-Sigue siendo fuerte y ten claro que en mí alma nada
cambiará, ni siquiera el amor que nos tenemos. Los secretos seguirán enterrados
en el tiempo que ya no compartimos. Vuelo por las venas del cosmos, esa es la
tarea que acepté y cumplo. Siempre te escucho y velo por tu tranquilidad. Ausencia no significa olvido, loquito. Esta
Filipina sigue rondando tu naturaleza, te complementa y te ama diferente a cómo
te aman las que hoy lo hacen. Deja de llorar, las circunstancias se repiten si
lo queremos… y tú no quieres eso. Sé fuerte, poeta varado, lucha por tu hija.
Yo estaré bien-. Sus palabras me confortaron; pero las lágrimas poco entienden
de corrección, no son lógicas.
Me miró
como solía hacerlo, con respeto, con pasión implícita, sin aspavientos. Entornó
los ojos y mecánicamente las azules alas de colibrí salieron de su espalda y
comenzaron a batirse con una vehemencia que terminó por hechizarme. Antes de
remontar los techos del hospital, los cielos de la noche que se cerraba,
gritó su dulce sentencia: “¡Eres libre,
siempre lo has sido, deja de perder el tiempo! ¡Lia necesita sortilegios en su
vida y tú eres el indicado para mostrárselos! ¡Te amo por amarme como me
amas! Sus palabras fueron una puñalada
de vida en mis entrañas.
A las
nueve de la noche las enfermeras me sacaron de la unidad de cuidados
intensivos. Los instintos de mi hija se activaron, comenzó a moverse, a
respirar con fluidez, mejoraba. La besé y salí. En la sala de espera comencé a
procesar lo que acababa de suceder. La piedra monumental que cinco años atrás
me impuse cargar sobre los hombros se desintegró. Estuve casi una hora descansando y sin pensar en
aquellos muebles viejos de cuero, después de tantos años de estar corriendo en
círculos.
Resurrección. Los creyentes le dicen así al proceso de mudar la piel
quemada. Mis tareas, decidí, serán inventar nuevos colores que se basen en el
azul de los colibríes y el rojo profundo de los boleros de papá, enseñarle a
Lia que los principios que rijan su vida no tolerarán imposiciones o dolores
heredados y que el amor es la fuerza capaz de mover este universo que día a día
debe reinventarse.
Sé que
La Filipina y Don Héctor están bien, que nos cuidan sin interferir. Verlos me
enseñó a creer que nada es definitivo, ni siquiera la muerte. Lo que resta por
hacer es llenar de deseos el umbral gris de las agonías que pretendan
doblegarnos la ilusión, cumplir lo que me prometo, evitar a toda costa la
certeza de replicar las cadenas que los demás quieran imponernos. Es por Lia,
por preservarme y hacer de nuestras vidas una maravillosa travesía que debo
volverme a enamorar de mis sonrisas.
LAS INMIGRANTES
Beatriz
Botero
Ese
frío día de otoño madrileño, Juana entró corriendo al dispensario. —Por favor,
¿en dónde encuentro a la señora Tarkov?
—¿Es pariente?
—No,
soy compañera.
—¿Compañera?
—y la enfermera alzó las cejas. —Sí, sí,
compañera.
—Pero,
usted puede tener sesenta años menos…
“Imbécil”
pensó. Luego: —Compañera de vivienda.
—¿Vive
usted en la Casa Refugio?
—Sííí…
—casi gritó con impaciencia—. Por favor, ¿puede decirme en dónde está? —Está
bajo sedantes, la impresión que recibió ha sido demasiado fuerte.
—Sí,
pobrecita, su única amiga.
—¿Conocía
usted también a la señora Aslan? —preguntó la enfermera.
—Claro,
todos la conocíamos, al menos los que vivimos en el Refugio.
—¿Y
por qué razón vive usted allí? Francamente, si le quitan los puestos a los
ancianos…
—No
he quitado ningún puesto, yo pago, no estoy gratis. Nuevamente la enfermera la
escudriñaba de arriba abajo. “No le voy a dar explicaciones”, pensó Juana “a
nadie le interesan mis asuntos personales”.
—¿Cree
que puedo esperar a que despierte para verla?
—Como
quiera —respondió la enfermera, empezando a revisar papeles. Juana se sentó en
una banca al lado de la ventana y, al tiempo que miraba, empezó a recordar su
llegada a Madrid después de tantos planes. Su ingreso al Tecnológico no había
sido difícil dadas sus buenas notas; su alojamiento en un hostal cercano había
sido contratado desde antes y en su viaje no había tenido tropiezos. Pero, al
llegar al hostal, encontró una enorme pancarta que decía: Cerrado por orden del
Ayuntamiento de Madrid. No hubo quién le diera razón de nada hasta que al fin
se le ocurrió llamar a una pariente de su madre que vivía en el Convento del
Carmelo. Tras una corta conversación, Sor Aurora de los Desamparados le dijo
que se dirigiera al Refugio de Ancianos de la Plaza de Santa Engracia, que era
manejado por otra monja de su comunidad y, mientras tanto, ella llamaría para
que le dieran, al menos, asilo temporal. Era una casa en donde vivían ocho
ancianos, seis hombres y dos mujeres. No había allí servicio de comidas; todos
los días eran traídos, en un coche cantina, el desayuno, el almuerzo y la
comida. Una sola monja cuidaba de todos repartiendo los platos; ya por la
noche, los ayudaba a acostarse. Esto hizo que la recibiera bien cuando ella
llegó y empezó a ayudarle con los ancianos y, como no se presentó nadie más, la
dejó quedarse en una habitación pequeña que quedaba detrás de la cocina, sin
afanarla para que se consiguiera otro vividero. Pero no fue fácil alternar con
los ancianos. Por lo general, cada cual se la pasaba encerrado en su cuarto
frente a un televisor o dormitando. Algunos escasamente la saludaban y los
otros la ignoraban. Con la única que consiguió amistarse fue con la señora
Tarkov, esa viejita inmigrante rusa que le contaba de sus primeros tiempos
duros por una Europa empobrecida y no muy amigable para aquellos cientos de
inmigrantes de la Gran Rusia. Decía haber alternado en París con los
intelectuales más importantes de la época; pero al poco tiempo de estar allí
murió su esposo, y entonces ella siguió buscando un mejor pasar, hasta que
finalmente fue a dar a Madrid, en donde, gracias a un movimiento caritativo
mundial, había por fin podido descansar y tener asegurada su manutención.
—Ahora —decía— vivo sólo de mis recuerdos. Muchas veces, Juana le indagaba sobre
sus orígenes familiares; si había tenido, o no, hijos. Pero la vieja señora se
emocionaba y empezaba a hablarle en ruso y ella no se atrevía a interrumpirla,
así que quedaba sin saber mayor cosa. Sólo con la señora Aslan, la otra anciana
de la casa, se la veía contenta. Se reunían en su cuarto todas las tardes y en
un samovar calentaban el té que tomaban con unas galletas que guardaban del
desayuno y el almuerzo. Se instalaban al lado de un pequeño gramófono del que
invariablemente salían notas del compositor ruso Katchaturian, a quien Juana
reconocía por ser también el compositor preferido de su padre. Muchas veces,
cuando llegaba, ya después de oscurecido, al entrar, las oía reír y conversar
siempre con la misma música de fondo. La señora Aslan era diminuta; si acaso
alcanzaría un metro con cincuenta. Llevaba siempre el pelo blanco recogido en
una moña y estaba tan encorvada que para saludar tenía que alzar completamente
la cabeza. Y, entonces, mostraba unos ojos grises y vivos y una bella sonrisa. En
varias ocasiones, Juana quiso detenerse a conversarle, pero ella le daba unos
toquecitos en la mano y seguía derecho a su habitación o se entraba donde la
señora Tarkov. “Ha de ser tímida” pensaba Juana. “Pero el todo es que se la ve
contenta”. —Oiga, ¿se ha dormido? —la voz vino desde el mostrador. —Ah, me
habla a mí —respondió Juana, aún sin saber de qué se trataba. —Claro, a usted
le hablo, mire, la señora Tarkov ya está más despierta. Puede pasar a saludarla
si quiere. —Gracias —respondió Juana levantándose de un salto. —Segunda puerta
a la derecha, en el piso de encima. Subió y en puntillas se dirigió hacia la
habitación, que estaba entreabierta. Silenciosamente se acercó y miró. ¡Cómo
parecía de pequeña la señora Tarkov! Se diría, apenas, una niña. Lentamente se
arrimó y le tomó las manos entre las suyas. Le parecieron frías, por lo cual le
subió un poco más la manta. —¿Juana? —preguntó la anciana con voz débil. —La
misma, ¿cómo se encuentra? —Cansada, pareciera que todos los años que tengo,
los hubiera vivido en una sola mañana. —No hable, ahora descanse un poco. —No,
no, quiero hablar, quiero sacar de mí este día terrible. —¿Qué pasó? —Ayer por
la mañana Sonia y yo desayunamos juntas luego de que el coche cantina trajera
las comidas. Ella estaba de muy buen humor y quedamos de vernos a la hora del
té, como de costumbre. A las cuatro yo salí a comprar una torta para la reunión
y me senté a esperarla. Pero no vino, entonces Sor Ignacia de la Trinidad, a
quien pedí averiguar, me dijo que la encontraba un poco indispuesta y que
guardara la torta para el desayuno de hoy y ella nos lo traería a mi
habitación. Esta mañana cuando Sor Ignacia trajo los desayunos me dijo que
subía por Sonia y, al rato, oí que corría escaleras abajo y llamaba al
Ayuntamiento. Presintiendo algo, esperé. Muy pronto llegó una ambulancia con un
médico y otros dos señores. Usted salió muy temprano hoy, ¿no? —Sí —respondió
Juana—. Tenía una clase a las siete de la mañana. —Pues más o menos a las diez
entró el doctor a saludarme junto con Sor Ignacia a quien vi con los ojos
llorosos. Me lo contaron: Sonia debe haber muerto en la noche, estaba acostada
y cobijada. Se le paró el corazón. El doctor mismo me acompañó a verla. ¿Sabe,
Juana? Tenía la misma sonrisa que le conocí desde hace ya unos cuarenta años.
Era linda, ¿verdad? “Ella era armenia. Salió de allí unos años después de mi
salida de Rusia. Llevaba yo acá varios años cuando un día oí una melodía rusa y
entonces subí: desempacaba sus cosas y de un pequeño gramófono salía la música.
¿Sabe usted? Toda pieza musical lleva siempre dentro de ella el alma del pueblo
del autor. Se acercó y me mostró una vieja fotografía; ella era reconocible por
su sonrisa, estaba joven y hermosa. A su lado, un hombre joven la miraba
fascinado y pude distinguir una dedicatoria firmada ‘Aran Katchaturian’. “No
necesitamos más, desde ese momento fuimos dos amigas reencontradas en un mundo
diferente al nuestro. Luego, empezamos a pasar las tardes juntas y fuimos más
que hermanas durante todo este tiempo. ¡Quién creyera! la ambulancia sólo
sirvió para traerme a mí hasta acá” —la señora Tarkov se silenció y se pasó un
pañuelo por la cara. Con un nudo en la garganta y haciendo un esfuerzo, Juana
preguntó: —¿Cómo salió de Armenia la señora Aslan? —Nunca lo supe. —¿Tuvo
hijos? —No lo creo. —¿Tuvo esposo? —Lo ignoro. Desconcertada, Juana volvió a
tomar en las suyas las manos de la señora Tarkov. —¿Usted nunca le preguntó
nada de eso? —Claro que sí, sólo que no supe la respuesta. Dígame Juanita,
¿habló usted alguna vez con Sonia? —No, ni siquiera sabía su nombre, ahora que
lo pienso. —Pero, ¿sí la oyó hablar conmigo? —Por supuesto. —Pues bien —dijo la
anciana luego de un largo suspiro—, ninguna de las dos conocía la lengua de la
otra. De origen ruso, sí, ambas, pero de dialectos distintos. Yo aprendí
español y ella no. Cada una contaba sus cosas y la otra simplemente escuchaba.
Luego reíamos juntas y con eso bastaba. Ya lo ve, tantos años de amistad.
Además estaba la música, la de su amigo el compositor armenio. ¿Sería su hermano?
¿Su amante? Tampoco lo supe. Pero ése fue siempre nuestro mejor punto de
comunicación. “Una vez, hace ya varios años, pude ahorrarle a Sonia una pena.
Sucedió una tarde ya oscura cuando tomábamos el té en mi cuarto y de repente el
aire pareció llenarse de nuestra música. Salía de todas las habitaciones. Sonia
se paró asombrada y tomadas de la mano salimos al corredor. La habitación del
señor Sandino estaba entreabierta y nos asomamos. En el televisor un hombre
leía las últimas noticias con nuestra música de fondo. Informaba sobre la
muerte del compositor. Sonia no se dio cuenta, pues sólo escuchaba arrobada.
Así que yo aplaudí y ella me imitó. Salió de la habitación contentísima, casi
bailando. Sí, esa pena pude ahorrársela”. La señora calló. Luego dijo: —Iba a
pedirle algo, antes de que pasen por ella los de las honras fúnebres. Vuelva
allá y le prende el gramófono con su música una vez más; y, por favor, recoja
la fotografía de la mesa de noche. Quiero ponerla en la mía. Nadie va a
pedírsela, no tendrá ningún inconveniente. Váyase ya, Juana, que estoy cansada.
Juana le estrechó de nuevo sus manos, le arregló las cobijas y, en silencio,
bajó las escaleras. —Oiga, ¿cómo la encontró? —le llegó la voz de la enfermera.
Sin responder, Juana abrió la puerta y salió al frío de la calle. A ese frío
que corta la cara y congela las lágrimas.
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