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lunes, 12 de diciembre de 2016

ANTOLOGÍA 2016



La redacción de IDIOTA INÚTIL, desea a todos nuestros amigos, felices fiestas y un próspero 2017.





EL ECLIPSE DEL 98
Rafael Aguirre

“Amigo Escorpión, hoy es un día muy especial para usted, la interposición de la luna entre el sol y la tierra, formando en nuestro planeta una franja de oscuridad casi total, le traerá energía en abundancia y nuevos bríos a su espíritu. Atienda los consejos de la persona más cercana a usted y buena suerte”.


Era la voz del astrólogo en el programa para noctámbulos, trasmitiendo desde la capital notas de farándula, noticias, datos curiosos y algo de música. Pero a medida que avanzaba la madrugada, las ondas hertzianas se esfumaban en ruidazales electrónicos y entonces, también ellas lo abandonaban. El pequeño radio de pilas y un periódico de cada ocho días eran su único contacto con el mundo exterior y hasta le servían de calendario. Completaba, según sus cuentas, 22 días de cautiverio sin conocer el nombre del sujeto que le habían asignado como guardia. Desde muy temprano se atrevió a hablarle: “Señor… mi nombre es Fortunato Díez, ¿cómo se llama usted?” Él dio una respuesta que hacía honor a su apodo: “Me llaman Carepalo. Es mi nombre de batalla y punto”. Esa madrugada del 26 de febrero de 1998, cuando la radio transmitía datos pertinentes al evento cósmico, Carepalo le increpó desde el otro lado de la reja: ¡¡ey!, póngale más volumen a esa vaina…” y así lo hizo el prisionero, interpretándolo como un asomo de sensibilidad de su carcelero. De un periódico dominical que le trajeron a su celda, aprendió de memoria los pormenores del suceso celeste. Se sintió el ser más desgraciado al no poder gozar, junto a su familia, de la efemérides astronómica. Sin embargo, un asomo de regocijo lo embargó cuando notó que su cancerbero también leía el periódico abstraído en los datos técnicos del fenómeno, y miraba al cielo probándose unas gafitas para observar eclipses. Desde entonces, analizó cada uno de sus gestos y llegó a percibirlo como una extensión de sus ojos hacia el exterior. ¡Dios mío! Si se emociona con las maravillas de la naturaleza, entonces Carepalo tiene corazón, pensó. No puede ser tan mala una persona que mira al cielo. Parece asombrarse un poco por su manera inusual de levantar las cejas, arrugar el entrecejo y tocarse el mentón. No hay duda, tiene capacidad de meditación, está ansioso y no quiere perderse ningún detalle del eclipse. Carepalo siente emociones, concluyó percibiendo posibilidades de diálogo, destellos de esperanza y luces de libertad. Había leído que ese día la luna ocultaría por completo al disco solar, produciendo  un cono de oscuridad total a lo largo de una franja que en promedio tendría 140 kilómetros de ancho. Entonces, a juzgar por el interés que Carepalo mostraba al respecto, tuvo la certeza de que su confinamiento se encontraba en dicha franja. —Amigo, ¿sabía usted que Cristóbal Colón salvó su vida por un eclipse? —le pregunto al carcelero. — ¿Y cómo fue eso? —contestó él muy interesado. —Resulta que en uno de sus viajes perdió sus víveres y el agua dulce que llevaba —le explicó notándolo receptivo—. Entonces acudió a los indios del Caribe en busca de ayuda, ellos se la negaron. Como era un excelente observador del cielo, utilizó su saber y los amenazó con que esa misma noche la luna se teñiría de sangre. Así ocurrió, pues se trataba de un eclipse de luna, y ellos muy asustados le dieron todo cuanto pidió. — ¿Y cómo es un eclipse de luna? —preguntó Carepalo con curiosidad. —Es casi lo mismo, sólo que esta vez la tierra le tapa el sol a la luna, y se da en noches de plenilunio. —En realidad no le entiendo mucho. En cuanto a la historia de Cristóbal Colón, ni crea que a usted le va a pasar lo mismo. Unas horas después, Fortunato Díez relataría a sus amigos aquella noche de 3 minutos y 58 segundos, la manera como fue plagiado, desde el momento en que unos hombres armados lo abordaron cuando venía de vender unas vacas en el pueblo: “Esto es un secuestro. Manéjese bien y nada le pasará”, le dijo uno de los plagiarios. Lo subieron a un campero, lo amordazaron, lo maniataron, le vendaron los ojos y entonces se sintió como una de las pepitas del inmenso cascabel en que se le había convertido el mundo. Luego de cinco horas de carretera le destaparon los ojos, le desamarraron las piernas y lo obligaron a caminar durante tres horas por terreno boscoso hasta llegar a un rancho camuflado entre el follaje, y allí lo tumbaron en un cuchitril de 2,50 por 3 metros. El día del eclipse, Carepalo se mostró ansioso y muy interesado en las notas que la prensa y la radio daban sobre el acontecimiento. Serían las 11 y 20 minutos de la mañana cuando, mirando por las gafitas especiales, dijo “¡mierda! La luna ya empezó a morder el sol” y yo desde mi prisión le pregunté, “¿por qué lado?”, y él me respondió, “por el occidente y parece una almendra de higuerilla”. Guardó silencio y al cabo de un buen rato añadió: “ahora el sol se parece a los cachos de una vaca”, fue entonces cuando desde mi encierro noté que realmente oscurecía y hacía frío. Empezó a describirme los hechos como si se compadeciera de mi falta de espacio y de campo abierto para ver lo que él veía: “Parecen las 6 y media de la tarde pero con un cierto color de mandarina”, me decía emocionado. “Ahí va un montón de pájaros asustados. Los cogió la noche a destiempo. Don Fortunato, escuche… Los grillos ya empezaron a chillar. Y es verdad que en el suelo se reflejan pequeñas medialunas”. Por primera vez se refería a mí con el “don” y me sonó tan amistoso, que ya no lo veía como a un criminal. Yo no podía mirar más que un pedazo del bosque a través de las rejas y el perfil de su rostro anonadado por la oscuridad que se aproximaba. De pronto el bosque se llenó de murmullos nocturnos. Sentí la necesidad de arroparme con una sábana y empecé a temblar, no sé si de frío o por la perturbación de no poder mirar en libertad el último eclipse de siglo en mi terruño. Entonces también empecé a llorar. “Carepalo, ¿qué ves ahora?”, le pregunté distinguiendo su bulto que miraba hacia arriba y me daba la espalda. Él me respondió: “por favor no me hable, no tengo palabras para describir lo que veo”. El día se había ido en una oscuridad aplastante. Me incliné para tratar de observar el poco cielo que podía llegar a mis ojos, y  por entre las ramas de los árboles, hacia el occidente, alcancé a ver una estrella. Era Venus, el mismo lucero que en las madrugadas veía aparecer a través de una hendidura por donde llegaban a mi celda los primeros rayos del sol, tan sutiles, que a veces los consideraba como una bendición de las Alturas. Entonces le dije a Carepalo: “Yo no puedo ver nada, pero le confieso que tampoco tengo palabras para describir lo que siento”. Sería la media noche de esa noche de un suspiro, cuando escuché a Carepalo que en tono grave y la voz quebrada dijo: “Es como una bendición de Dios… Sólo que esta vez se puede distinguir la inmensa sombra de su mano”. Me pareció que levantaba los brazos al cielo y susurraba algo como hablándole al Creador. A mi celda había entrado una luciérnaga. Afuera, el bosque murmuraba en currucutúes, guacharacas, aleteos y ruidos de alimañas entre la hojarasca. Hasta que una luz ambarina empezó a penetrar de nuevo por los ramajes. El trino de los pájaros completó el cuadro de otro amanecer. Esta vez el día volvía más rápido y me olvidé de la opresión mañanera de otra jornada de incertidumbre. Por más de media hora Carepalo estuvo de pies dándome la espalda y mirando hacia el suelo. Confieso que sentí lástima por aquel pobre diablo cumpliendo con la misión de no dejarme escapar. Sin mirarme a la cara dijo: “Don Fortunato, en el suelo, a un lado de la reja encuentra las llaves de su celda. Después de lo que vi, siento que no puedo ser el mismo. Le aconsejo que espere a la noche, coja por el camino junto al río y preséntese en el primer caserío que encuentre. Es su libertad y también la mía”. Atardeció, oscureció y amaneció dos veces en el mismo día. Jamás olvidaré aquella noche. Quizá tampoco la olviden mis nietos cuando se las cuente con palabras que nunca desatarán ese nudo imposible de sentimientos: entre terrible y maravilloso, cruel y humano, miserable y grandioso: puro discurso de Dios escrito en la naturaleza. En cuanto a él, vi cuando se hundió en el bosque como un niño entre las fundas de su madre y desde allí, sin poderlo ver, me gritó: “¡Ah, y mi nombre es Juvenal Fonnegra. Adiós don Fortunato!” No volví a saber de él. Y fui libre como la luz que renació de aquella oscuridad que me salvó.

De Las tentaciones de Tánatos. Fondo Editorial Universidad Eafit. Colección Antorcha y Daga. Medellín, 2006.



EL PALOMO
Fernando Vanegas.
I
Viernes, 10 de la noche…, la rumba universitaria se hacía sentir en cada esquina. Para entonces, la Fundación universitaria Los Libertadores, quedaba en la calle 66 con 10ª, en el corazón de Chapinero, o Chapigay, como coloquialmente se conoce hoy día. La cofradía estaba completa: Jaime Arturo, el “gordo” Edisson, Julio César, William, Elkin, César, Juan Carlos, Alfredo “el Rosadito”, Dagoberto, Jaime Barrero “Pirulo”, y por supuesto, yo. Todos nos reuníamos en un Renault 9 blanco, al que de cariño dimos por bautizar “El Palomo”, que pertenecía a “el Gordo” Edisson, y que funcionaba como bar, celestina, baño, centro de estudios, alcahuete y compañero.
De vez en cuando se unían a esa alegre comparsa, Pedro Luis, Marianito y Placido, grandes bebedores, mejores e insuperables maestros; puedo decir, que de gramática, semántica y estadística, aprendí más ahí, al calor de los tragos, que dentro de las aulas, y creo que para todo el combo fue lo mismo. El aguardiente y la cerveza pasaba de mano en mano, sin egoísmo, con confianza; los fumadores, nos apartábamos un poco para no incomodar, y William, el bacán,  siempre se emputaba por ese “hábito tan maluco”. Ese era el hombre, y tenía razón.
En el año del señor de 1994, mi cercanía y empatía, estaban orientadas y marcaban línea directa con Jaime Baquero y César Vanegas, el primero, mi sensei por muchos años, el segundo, bueno, el segundo, un perdido igual a mi…, muy pilo, gran escritor, sarcasmo a flor de piel y humor negro, obscuro, jodido…, resulto un gran redactor…, resulte mejor persona. La música no podía faltar y los parlantes de ese carro, explotaban en los oídos de todos los que osaban acercarse a “gorrearnos” trago. Esa era la escena primaria del crimen que solo terminaba en la madrugada.

II
Así es que me gusta a mí, cuando tú te mueve' así, tú me rompiste el corazón, con tu mini y tacón” Cantaba y bailaba William, emulando a Fulanito, un grupo merenguero de moda en los 90, mientras el dueño del chuzo, o sea del carro discoteca, Edisson, amante del vallenato de Diomedes, refunfuñaba buscando el CD del “cacique”, y al mismo tiempo entonaba aquello de “Para que me quieres culpar si tú eras para mí, como agua pa'l sediento, acaso no recuerdas ya que me sentí morir, sin la miel de tus besos….” 
Entre tanto, sobre el baúl, los demás le hacíamos bullying al “tumbalocas” de esa facción. Ocho días antes, la esposa lo había encontrado con una amiguita y las marcas en su cara nos contaban lo duro de ese momento…, “¿se afeito con dinamita?”, fue lo más simple y sencillo que se llevó ese muchacho aquella noche, y en medio de risas, vallenatos, la labia eterna e inagotable de “pirulo”, los dichos de Julio César y los consejos de Jaime, se dieron las doce, hora de muertos, de fantasmas y de brujas, en nuestro caso, momento preciso para marcar rumbo a ninguna parte.

III

“Taberna paisa, lo que se dice paisa en Bogotá, solo existe el Cabuyal”, bueno, eso rezaba una cuña radial, falsa por cierto. Existían muchas, y nosotros las conocimos todas…, era increíble cómo, en un carro cuya capacidad era para cinco, (y luego de estudiar a profundidad el juego del tetris), llegamos a caber 12 y 14 personas. Una vaina sin sentido, pero fue real. Visitamos cuanto antro fue posible, tomando un trago aquí, una cerveza allá, hasta completar un recorrido bohemio, etílico y fraterno. En otras oportunidades, sí se establecía de antemano un destino; todos (excepto yo, que siempre he sido un tronco y tiene más sabor un cubio), eran grandes bailarines y amantes de la salsa, y por supuesto, lugares como: Siguaraya, Ambrosias, La tienda de los guaros, El Goce, y Anacona, nos recibieron con agrado en cada oscuridad. Yo le cuidaba el maletín a Julio y encadenado a la barra, veía a los demás conquistar, o bueno, tratar de ligar a la fea del lugar. Pero todo era tranquilo, nunca hubo un problema, a excepción de aquella noche en que “el rosadito”, preso de los celos por una vieja que ni bolas le paraba, intentó pelearse con Julio César, riña que no prosperó, gracias a la intervención de todos y la verdad, a que sabíamos que el chino era un culicagao, y no valía la pena; solo eso, nada más, eso fue lo más cercano a  nuestro Street Fighter de vereda.

IV
Dos de la mañana. “Para que se quiere tanto para que, si el amor es falsedad es ilusión…”, “ódiame por piedad yo te lo pido, ódiame sin medida ni clemencia…”, Amada es imposible, borrarte en mi memoria, me persigue el recuerdo de tu extraño mirar…”, “Me gustas completica, tengo que confesarlo…”, Esas eran las notas que se desprendían de las gargantas de nuestro emotivo clan, voces aguardentosas y trasnochadas; era hora del regreso al hogar, teníamos clase de siete y aunque no lo crean, fuimos muy responsables. Edisson era un mago, se echó a cuestas el trabajo de llevarnos a cada uno a nuestras casas, la mayoría vivía al sur de la ciudad, incluyéndolo, pero este muchacho, quien escribe, residía y reside en la comarca de Suba, y en esos años, la última diligencia pasaba a las 12 de la noche. Pero al Gordo no le importaba, en ocasiones, para espantar el sueño, se dejaba solo en bóxer, y así, semi desnudo, me dejaba en la puerta de la cabaña, lo admire por esa lealtad, lo quiero por todo este pasado.
El sábado llegaba sin novedad, recordábamos las hazañas de la noche, enmarcábamos nuestros sueños con fulgurantes futuros, reíamos y compartíamos sin preocuparnos más que por el “ahora”, cuando lo real, lo duro, lo importante y trascendental, era el “después”.




V

Hace muchos años solo tengo contacto con Elkin…, no sé dónde están los demás, solo espero que la vida, les otorgué lo mejor, se lo merecen. Que los recuerdos de ayer, sean solo eso, recuerdos; que una sonrisa se dibuje cada mañana en sus rostros, por sus familias, por su prosperidad y por qué no, por estas idioteces de muchachos, solo quiero para ellos una alegría inmensa.
Y aunque “El Palomo”, hace rato voló con nuevas alas, sueño que algún día en su aletear de añoranzas, nos recoja de nuevo a todos, y nuestra existencia nos obsequie mil sonrisas y una canción inesperada.

TE TRAJE LA MAÑANA


Marcela Vega, Colombia


Ayer vi las estatuas de los próceres, héroes de piel intacta y rictus serio, siempre enderezados, con amplias espaldas, brazos firmes y mirada trashumante. Yo no soy un héroe, mi espalda se encorva, me cuesta tanto trabajo levantarme, quedarme estático y valiente. Yo no soy un héroe, ¿conoces acaso algún héroe que abra los ojos incrédulos, cada día, con menos certezas sobre la mesa de noche? ¿Conoces acaso algún héroe que abra los ojos? Los héroes no tienen que abocarse al espanto de abrir los ojos cada mañana, los tienen siempre abiertos y sin pupilas, de manera que si ven, ven tanto que ya ni ven.
Pero yo, que no soy héroe, tardíamente abro los ojos encendidos de emociones tan variables, abro los ojos por ese deber biológico de ver las cosas.
Es común que en esa primera irrupción de luz, me resulte poco claro si estoy sólo o no, hasta el momento en que mi mirada es atravesada por la respiración de la más fiel de mis amigas, la testigo de mi envejecimiento, tal vez, la única certeza cierta, pues no se aloja disparatadamente en una mesita de noche sino en mi cama desde hace más de cuarenta años. Ella coloca una mano rugosa y gruesa, afable y amplia sobre mi huesudo hombro, prometiendo con su gesto sostener algunos años que siento, ya no me quedan.
Dicen los autores épicos, que cuando una persona se entrega a una causa, casi enceguecido o enceguecida por el ardor de humanidad, camina por su senda heroicamente, salvando al mundo, denunciando injusticias, ayudando al débil. Nunca vuelven a cerrar los ojos de manera que aunque vean, de tanto ver, ya no ven. Yo no soy un héroe, ni mi vocación me ha enceguecido. Enceguecerse sería una suerte. No hay mañana en que no sienta ardor en los ojos, por la obligación de ver. Hoy en particular me arden como quemaduras, los negativos de una pesadilla impresa en mi retina, la misma de la eterna diáspora a la que nos arrojó esta opción de vida, ahora pues, sumamente gravosa.
Ayer ví las estatuas de los héroes tan iguales unas a las otras, que parecían factura del mismo fanático adulador. Me quedé esperando un parpadeo, una gota de sudor, una mueca de agotamiento debido a la eterna enderezada posición de la columna. Las estatuas están al pie de la estación de policía, augustas y despreocupadas del nomadismo, que sí tenemos que vivir ella y yo, ella, mi mano rugosa y tibia. En esa visita a la estación, ella, la mano que revitaliza mi hombro en las mañanas, contenía mi ira e inteligente interrogaba al arrogante señor emulador de héroes, acerca del paradero de Luisa, Ernestito y Brian… y Juan José, Ricaurte, Los Gemelos, Richard, María Helena, Santiago, Pitufo, el negro, Silvana, Antonio, Luis Antonio, Robinson, J, Fermín, Sandra Milena, Oscar mi pequeño y fiel amigo, Oscar Agudelo y Oscar Fernández y las niñas de Concepción, ¡ah! Y Manuel, ese magnífico joven de cabello negro y ojos gigantes que miraba el futuro con enmarañado acento. Una lista con piernas, torsos, ojos de pánico, entraban y salían de los camiones una y otra vez recogidos, recogidas, apaleados, apaleadas, insultados, insultadas, puestos y puestas en falaces libertades, asesinados, asesinadas, recogidos, recogidas, apaleados, apaleadas…
No se trata de los acontecimientos que enmarcan un golpe de estado, el advenimiento de una dictadura, un momento coyuntural. Había sido nuestra rutina, la de ella, mi mano-memoria y la mía durante más de tres decenas, buscar jóvenes en las estaciones, en aquel barrio siempre en guerra, de un país que vivía todos los días un antiguo y permanente golpe de estado.
Aunque ella, la mano que abriga mis articulaciones inflamadas por la humedad de aquel barrio improvisadamente ubicado en la montaña, mencionó únicamente a Luisa, Ernestito y sus pantalones caídos y Brian y su colección de cacharros descompuestos, de alguna manera jamás dejaba de mencionarlos a todos y todas. Ella es mi memoria, la imposibilidad del descuido. Tendríamos que levantarnos, mi mano-memoria y yo a cumplir con el ritual de ver a los inmóviles héroes de la estación, que no podían dar cuenta de lo que allí pasaba, preguntar de nuevo a esos mapas de bronce y mármol lo que la carne y el hueso uniformado, no se le antojaba responder.
“Yo no soy un héroe” le dije al policía con mi rabia recién desmayada. “Yo simplemente, esta mañana no quería levantarme más”. Le había pedido a Dios en un acto paranoico de fe, que agotara mi vida rápidamente aquella misma noche, para no tener que ver a la mañana siguiente, los impávidos rostros forjados en bronce, fundidos, cuarteados que no sabían en qué pantano, al pie de cuál potrero, en qué zanja estaban Luisa, Ernestito, Brian, (Juan José, Ricaurte, Los Gemelos, Richard, María Helena, Santiago, Pitufo, el negro, Silvana, Antonio, Luis Antonio, Robinson, J, Fermín, Sandra Milena, Oscar mi pequeño y fiel amigo, Oscar Agudelo y Oscar Fernández y las niñas de Concepción, ¡ah! Y Manuel, ese magnífico joven de cabello negro y ojos gigantes que miraba el futuro con enmarañado acento) pero que sí les habían visto entrar vivas y vivos a aquel edificio, como vigilantes sin lágrimas.
La gente me pide acudir a la estación, porque piensa que soy una especie de héroe inagotable, protegido por un Dios al que lanzo las angustias con más fe que razón. Vieron una cruz en mi pecho y pensaron que mi pecho era inagotable y bondadoso siempre. Pero cuanta mezquindad me abriga esta mañana en que hubiera preferido morir retirando el doloroso cáliz de continuar vivo. La gente cree que esta cruz tan frágil como la cadenita de la que pende me blinda del puñal, del golpe o de las preguntas sediciosas de los interrogatorios, de la vista de los inamovibles espantos in-memorian de la estación. Vieron la cruz y pensaron en una forja de bronce y mármol con una placa de pequeño y autóctono prócer barrial. ¡Qué cruel es la gente, qué cruel es la gente!
Ella ha notado mi fastidio y no ha dicho nada, con un gesto sencillo ha pasado su mano-memoria por mi amargada y rezongona frente y ha leído en sus pliegues mis pensamientos. Su vigor me sigue amando aunque mi cuerpo no responda más que a esta mecánica de buscar muchachos y muchachas en lugares imposibles. A quién se habrán llevado anoche… no fue a nosotros, a mi mano-memoria, ni a ella ni a mí, ahí estamos los dos aún ilesos, al menos aparentemente ilesos. Hace años que no me ofrece un café, pues sabe que lo necesito para seguir vivo, para obligar a mis ojos a ver, para darle sentido a la luz de la mañana, así que sin preguntarme, se levanta y pone a calentar el agua y luego procede a tinturarla con el color de su armónica rebeldía, con la generosidad de sus arrugas irreverentes.
Ahora que abro por fin los ojos, veo claramente el día en que ella llegó. En una escena aún áspera que el tiempo no ha logrado pulir, se hallaba entre la gente corriendo con un montaña de papeles, pinturas, gritando esperanza por doquier. Un día de caos capaz de inducir mi juvenil fe al suicidio, la gente se dividía rápidamente en facciones, afanes y acusaciones. La gente buscaba culpables y los encontraban entre ellos y ellas mismas. Pero ella, mi mano con pinturas y papeles, no hacía caso a los dedos acusatorios, ni a la conspiración de los desanimados y desanimadas, ni a la invitación encubierta de la retirada. Parecía correr por encima de todo ello, muy atenta, pero sin detenerse, improvisando una insurrección de la nada. No existía lo que pudiese escaparse de sus pequeñas y poderosas manos de india, siempre presentes, siempre batallantes.
Yo no veía Dios alguno que pudiera salvarnos, pero la gente se fijaba en mi pequeña cruz y pensaba que ese ser aún no encarnado moviéndose al ritmo de mi corazón asustado, podría responderle la avalancha de preguntas generadas en medio de tal desastre. Yo no era un héroe, aunque apostaba a que conseguiría serlo. Era un joven atortolado, a punto de llorar, desilusionado porque creía que unos cuantos meses de trabajo debieron bastar para prevenir aquello.
Justo cuando sentí tener el poder de desaparecer, descubrí que ella me miraba compasiva, me pedía paciencia con sus ojos rasgados y ágiles. No pude desaparecer, ella me miraba, ella vigilaba mi huida. Se acercó a cumplir su misión de sacarme del espanto y se hizo las manos mías, aquellas distintas a las que yo había condenado a los bolsillos. Ella me salvó, me trajo el amor el día más desamado de mi historia. Ella me trajo a Dios cuando este se extraviaba entre mi desaliento y mi temblor, cuando Él se desalentaba y temblaba también. Lo que ella hizo ese día, siguió aconteciendo, vez tras vez durante los últimos cuarenta años de mi vida, como el milagro que se fabrica en la tierra, con manos de hombres y mujeres de verdad.
Luego, tan poco cautelosa como han sucedido estos años, viene ella lacia, con sus manos-memoria, provista de una taza de café oscuro y llano como sus ojos, aromático como el cabello negro que se conserva desde su juventud y entonces entiendo que no ha sido el café el que me permite abrir los ojos. Ha sido ella quien me ha susurrado cada noche, este, mi vital deber de volver a verla, esta necesidad de despertarme a su lado, este alivio de encontrar su cuerpo protegiéndome de las noticias, colocándose entre todo aquello que quebranta mis certezas y las certeza misma que asecha.
Le escribí con mis ojos cansados, sorprendidos de reparar en la inconmensurable historia grabada en su cuerpo, la nuestra: “Creyendo que el amor es un derecho de héroes, me di a la tarea de dejarte sola, con toda tu inmensidad de humana y aún así, tuve la osadía de convencerme que sobreviviría. Recuerdo con dolor cuanto tiempo dejé de saberte. Sí que era un héroe imbécil salvando al mundo, invencible y sin tu mano, aquella rugosa y tibia, grande, imprescindible. Pensado que se trataba de mí, creí ser libre para levantarme tantas mañanas al lado de manos extrañas, hipnotizadas por este desalojo de bronce y mármol que edifiqué para encantar las almas más inocentes. Pero ahora que abro los ojos, con tan poca fuerza, con tantas dudas, desgano, fastidio, sólo tú me salvas, mano-memoria, de caer en la tentación de perder el mundo. Toda la vida has sido tú y maldigo que nadie, incluyéndome, lo haya visto”.
Ayer vi a los héroes, próceres inmóviles, instantáneas de un pasado que no ocurrió, un pasado falseado por los escritores mercenarios del sistema y decidí no volver a abrir los ojos dolorosos de mi carne, creí torpemente que lo mejor sería hacer de anoche, mi última noche.
Pero me alertó tu corporeidad asesinando mi cobardía, me sacudió tu existencia como un golpe en la entraña de mi conciencia. Me di cuenta de que toda la vida has sido tú y maldigo que nadie, incluyéndome, lo haya visto. Hoy decidí ver lo que estaba oculto por una desesperación, por una fatiga sobrehumana, hoy decidí verte, Sildana, mi preciosa epifanía de cada mañana. Levántate cuerpo casi inerte, abre esos ojos de párpados avejentados, vamos a la estación a seguir averiguando por ellos y ellas en este improviso barrio de la montaña, que mientras Sildana siga viviendo, compañera, mano-memoria, destructora de héroes, carne, sangre que habla y recuerda, habrán todas las mañanas del mundo más allá de que yo pueda presenciarlas. El Cristo que cargo en mi pecho, eres tú.

LA PRESENCIA DE TU AUSENCIA

Fernando Vanegas moreno

A Cata, luego de cinco años de lejanía y toda una vida de recuerdos…,
No sé en qué momento pasaron cinco años, ni siquiera estoy seguro si partiste…, te sentí entonces, te siento ahora.
Sabes que he perdido mucha gente en los últimos tiempos: bisabuelos, abuelos, tíos, suegros, cuñados, amigos. Entrañables e inolvidables. Sin embargo, y aun hoy, tu adiós es el que más duele.
Como hace cinco años, sigo con tu amiga, La Mona, tu hermana de circunstancias, como hace un lustro…, la amo. Suba sigue igual, y Transmilenio sigue siendo una mierda; la política es bazofia, como siempre, y Santos resulto Nobel de paz, jajajaja, que tal el chiste.
Don Miguel, tu papá, lleva la tristeza pegada en sus ojos, y recorre melancólico las calles de esta barriada; me lo he encontrado varias veces, y solo un “¿qué más?”, nos acompaña.
Casi adoptamos una nena, lamentablemente, la burocracia nos ganó esa partida, y la vida, me sigue insistiendo en que debo proteger, cuidar y amar.
Peñalosa ahora es Alcalde (otra vez), y los bolardos y el concreto son normas en su mandato. Jota Mario, sigue siendo el payasito de Muy buenos días, y la Gurisatti destila odio desde su posición privilegiada de “periodista”, nada raro; lo discutimos alguna noche, ¿recuerdas?
Es tanto lo que quiero contarte y es tan corto el espacio. Hoy celebro; no tu ausencia, festejo tu presencia espiritual, aún vives en cada una de las personas que tuvimos el honor de conocerte. Un año más Cata del alma…, la promesa que sellamos solos tú y yo en aquel cuarto de hospital; creo que ya está cumplida…, hoy él es feliz, lo cuide cuanto pude (o hasta donde me dejó), y una nueva familia, hoy juega en un parque cercano, gracias a tu amor y a la presencia inmortal de tu nombre.

POR SIEMPRE Y PARA SIEMPRE CATA
15 DE OCTUBRE 2016.


LIMPIEZA
Javier Barrera Lugo

Rituales de vida que desmitifican la muerte a cinco años de una quimera perfecta.
El fuego purifica las almas de los soñadores.

En el Japón antiguo los hombres se discriminaban entre quienes eran capaces de hacer cualquier cosa por honor, sus seguidores honestos y aquellos que bajaban la mirada mostrándose dóciles ante los primeros, sólo para traicionarlos al final y dominar con mano de hierro a los segundos. Una sociedad con milenios de tradición premió la valentía y condenó con vehemencia el apocamiento de quienes pisaron aquella tierra emparentada con el sol. Héroes que trascendieron el  tiempo, escorias olvidadas apenas dejaron de respirar, gregarios en el medio; ese fue el contexto en que una sociedad tasó la fortaleza de las voluntades.
      Dentro de las actitudes loables que terminaban premiadas con la admiración de los semejantes (en rango o nivel social), el decoro tenía un peso considerable. No se limitaba a ser una forma de refinamiento, era la vida sin arandelas, existir como individuos honestos o morir si el ideal de excelencia no se lograba. La pusilanimidad era opción para las almas que dejaban de sentir la decencia como el más trascendental de los dones otorgados a la humanidad. Mente, cuerpo, voluntad y miedos, todo era susceptible de ser higienizado, mejorado para gloria del nombre que una comunidad honraría por siglos.
       La limpieza como acción servía para exorcizar llantos infantiles en quienes tentaban las armas por primera vez, era el artificio que dopaba pieles desollada por el horror patente en el rostro duro y el alma blindada del enemigo. En esos tiempos de señores feudales y clanes que se dividían las extensiones de las islas, Hokkaido, Honshu, Shikoku, Kiusho y la lejana Okinawa, tierras a las que los campesinos se les sacaban los frutos con las uñas curtidas, los ritos de purificación lograban amalgamar sensaciones elementales con altos grados de conciencia.
       El lavado del cuerpo, un rito de asepsia que la solemnidad sintoísta avalaba como preparación para la inevitable extinción de los cuerpos-Japón ha sido tradicionalmente un país de guerra- ayudaba a cuadrar las cuentas a las posibles víctimas de la carnicería institucionalizada. Antes de las batallas, samuráis y señores  compartían las aguas termales donde hermosas maiko, aprendices de geisha, los atendían con delicados modales, servían el té, tocaban el shamisen, instrumento de cuerda, bailaban y charlaban con sus estimables invitados.
      Cuando el licor y la risa aligeraban el ambiente, los guías espirituales del feudo contaban a los ilustres líderes de la tropa historias que relataban hazañas de dioses y sus virtuosos lacayos, de demonios y sus fechorías, de  bondadosos engendros sobrenaturales que se la pasaban haciéndole travesuras a los habitantes de los pueblos más remotos  y hasta  de las venganzas que los espíritus del bosque aplicaban sobre la gente deshonesta.
       La borrachera soporífera de amos y guerreros era cortada de plano por relatos sobre los kodama, entidades sin sustancia definida que ocupaban el interior de los árboles ya que guardaban la integridad de sus gigantescos benefactores. Si algún irresponsable  osaba desgarrar las cortezas sólo por hacer el daño, si talaba inoficiosamente alguno, estos seres verdes de baja estatura se vengaban de manera implacable. Era normal encontrar cuerpos llenos de quemaduras que aparecían lejos de las cabezas arrancadas que alguna vez los guiaron, o toparse con extremidades que decoraban los sotos en primavera como advertencia a posibles agresores.
       Miyamoto Musashi,  legendario guerrero del Japón feudal, sentía aversión por estas criaturas. Alegaba tenerles más miedo a los kodama que a Gonnosuke Katsuyoshi, su diestro rival, tal vez porque a un ser vivo en este plano sabía  cómo enfrentarlo, sus espadas de madera que nunca necesitaron filo ya que eran letales con sólo empuñarlas, le bastaban en una faena contra monigotes de carne y hueso, pero aquellos espectros asociados con los secretos de la naturaleza atacaban de improviso, se dejaban ver cuando querían, decapitaban por capricho.
       Turbación, goce, expiación, gloria; eran esas las emociones principales en las cuales cientos de generaciones se desenvolvieron antes de afrontar las batallas que le dieron forma al Japón actual. Limpiarse era empezar a mejorar, curarse, prepararse para lo ineludible. Siendo niños que apenas balbuceaban, millones de hombres y mujeres fueron educados para creer en la inmortalidad de sus almas a través de la transmutación, en la moralidad de las guerras y la infalibilidad de sus cabecillas. Mientras en el continente que Colón se jactó de descubrir unas catervas de rufianes destruían las bases de civilizaciones antiquísimas por física codicia, en la tierra donde todo nace por primera vez y no es viejo, la desaparición física era un elemento de construcción, no individual sino del sentido nacional.
       A horas de la confrontación, tras la limpieza y sus liturgias, venían otros ritos igual de nobles para los valerosos militares: vestir la armadura, liar las espadas al dorso, la purificación del campo de batalla con puñados de sal, la comunión entre compañeros, carga sobre el clan enemigo, lucha fiera, respetuosa y sin escrúpulos, matar y morir como hilos conductores de la energía primaria que gobierna el mundo… Y luego el silencio.
      En un tiempo complejo plagado de pugnas, ambiciones y hasta contrasentidos, los hombres de palabra dominaban el escenario; pero algunos que no actuaron de la misma forma también tuvieron oportunidades de hacerse con el poder eliminando a los jefes que odiaron en silencio mientras les juraron lealtad de viva voz. Oda Nobunaga, quien se autodenominó “rey demonio del sexto cielo,” aludiendo que era la reencarnación de un dios de la teología budista (kami),  destacado daimyō (señor feudal) quien desde la muerte de su padre luchó por el control de la tierra y hasta asesino a uno de sus hermanos por quererlo traicionar, fue el gran unificador de las bandas anárquicas que se destrozaban por falta de claridad en el mando. Era implacable, pero justo, según cuentan las crónicas de esas épocas.
       Después de cientos de campañas destinadas a unificar el archipiélago para arraigar de manera definitiva el poder del emperador y el suyo por añadidura, la codicia se apoderó de su hombre de confianza. El samurái y general de sus ejércitos, Akechi Mitsuhide, ejecutó un golpe de estado mientras el amo se encontraba descansando en un poblado llamado Honnō-ji,  y todos los daimyō y la tropa leal esparcidos por el país en tareas de conquista.
       El renegado argumentó razones de honor para cometer su fechoría; según él,  al no respetar Nobunaga un acuerdo de paz con el clan  Hatano, por venganza, los forajidos asesinaron a su madre. Los narradores en cambio, aseguraron que se alió con la corte imperial para atajar las ambiciones del “rey demonio del sexto cielo.” Como premio a su perfidia el “soberano celestial” lo nombró testaferro y amo de lo que poseyó el noble Oda.
       Tras capturar a su jefe, lo obligó a cometer seppuku (suicidio ritual) y se apropió de todo. Leyendas recuerdan que tras purificarse con agua tibia y hojas de menta traídas desde China, Nobunaga prometió que los espíritus del bosque, de los cuales creía ser uno, resarcirían su honor y estatus. Y así pasó: mientras el samurái traidor se encontraba de expedición en el bosque, su garganta fue perforada por una lanza de bambú que un aldeano lanzó cuando confundió a Mitsuhide con una presa. La guardia intentó atrapar al cazador, “que dotado de velocidad impresionante,” según los persecutores, se metió dentro de un tronco y no se volvió a saber nada de él.
       Mitos, rituales, expresiones  en las que la limpieza otorga equilibrio a las fuerzas que rigen la existencia. Esencia, organismo, pulsiones biológicas, utopía. Todo tan fuerte en apariencia, pero con una contextura gaseosa que parece no limitarse al extremo banal de la carnalidad. Los ímpetus deben reposarse para lograr tocar la creación y sus rudas ceremonias. Muerte y vida son equilibrio, sanar es el remedio para disfrutar ese impulso eléctrico del cosmos al que comúnmente conocemos como existencia. Vale la pena  exorcizar el fulgor que sólo el miedo es capaz de clavarnos en el pecho. Ritualizar la limpieza es darle descanso a la simple superstición.



LA BOLA DE CRISTAL
Esteban Espitia

Alguna de esas noches alucinantes, mientras regresaba ebrio de un lugar recóndito, tropecé y caí sobre un monje de barbas blancas y ojos grises en una calle desolada. Yo vivía solo y no sentía miedo, pues no tenía mucho que perder, así que le invité a la casa.
Su cabeza sangraba, y de sus manos se podía leer el misterio que inspiraba, aquella historia que supongo nadie me creerá, pero al fin y al cabo, ¡qué interesa! Es un relato más.
 "Cuando solía ser joven y saludable, no era un niño, entonces me faltaba imaginación.  Dejé de soñar.  Mi familia no me dejó solo, fui yo quien se marchó.  No dormí, no descansé un segundo en aquella aventura. ¿Cómo iba a perderme semejante osadía? La verdad fue que sin perdérmela, me perdí.  Fue demasiado extraño el hecho de poder respirar bajo el agua y más aún, el de encontrar una deleznable ciénaga tan honda.
Esa tarde llovía, de acuerdo a la lógica del clima invernal, la ciudad debía inundarse debido al diluvio. No volví a casa, pero había regresado a mi antiguo hogar. Espeluznantes criaturas hallé debajo de aquella pequeña laguna, miedos profundos erizaban mi piel, las olas traslucidas eran espejismos, a través de los cuales veía mis vetustas escamas.
Me convertí en un espécimen terrorífico, podía nadar en el oasis a una velocidad inimaginable. Mientras más descendía, encontraba nuevas razas de peces, nuevos seres y especies modificadas por el efecto de una radiación más peligrosa que la nuclear, una energía volcánica que emergía de las profundidades más abismales y lúgubres.
En cada siguiente nivel, los organismos se perfeccionaban, los cuerpos se hacían más fuertes, era como un videojuego. ¡Cuántos entes raros no me figuro destruir! Ya no era un hombre, era un brutal asesino, un guerrero, uno de esos villanos tenaces, un héroe inmenso.
Empecé a creer en los mitos y las leyendas de los gigantescos engendros: El Leviatán, El Kraken, El Monstruo del Lago Ness; pero esas banales historias, ni se le parecían. ¿Cómo podrían ellos llegar hasta la tierra? – me pregunté, ni a la superficie siquiera.  Pensé entonces, que en algo se habían basado para inventarlas, quizás visiones, o lo que yo tuve, que era de hecho tan verdadera que parecía una grotesca fantasía, una sublime pesadilla.
Me hacía más grande en la medida en que mis oponentes eran voluminosos.  Todo el entorno iba a mi favor, así fuera yo contra la corriente, como si mi organismo se adaptara inmediatamente al medio, una evolución inminente, como la devastación que se presentaba.
Pronto iba a cesar la violencia, porque los poderes de todos comenzaban a ser nivelados. Pude ver al fin como mi esencia era igualada a la de los Dioses Majestuosos, ya no existían esos horripilantes endriagos.
Resultó entonces un aburrido lugar, ya no quería ir ni al infierno y ya estaba cansado del paraíso; pensé en excavar, pero la arena era demasiado férrea. Debía encontrar ese valle donde la tierra me enterrara y me absorbiera al punto de hacer parte de ella. Esperaba entonces ser sembrado por el Dios del fango. Necesitaba ensuciarme, ya estaba demasiado limpio, tanto que mi existencia carecía de diversión. Nunca entendí porque los dioses no quisieron escapar conmigo.
Jamás encontré aquella región en la cual me sería posible huir de la hostil ostentación que me pertenecía, aquella petulancia de los Dioses, menos del hastío que embargaba mi soledad, aquella necedad del nihilismo inconsciente.  Siempre quise seguir el instinto de mi obstinación. Así que intenté superarles, pero también fue en vano; el hecho de haberles alcanzado, ya era en sí una gran hazaña.
A veces los Dioses cargaban una gran esfera de vidrio (vulnerable a la furia del gran mago encolerizado por la insensatez de los risueños Dioses) en la cual veían cómo la humanidad demacrada se aniquilaba entre sí, con las armas que le sobrepasaban.
Sentían envidia por no ejercer voluntad, ni profesar el poder; tenían fuerzas, pero de nada les servía. Entonces discutían sin palabras ni gestos, solo miradas amenazantes que hechizaban a los más débiles, pero cuyas brujerías eran apariencias superfluas y encantos efímeros, nada de ellos era eterno, únicamente ellos y la apatía de aquel mundo.
Me fueron dados por el habitad nuevos oídos para la supervivencia y para comprender el nuevo lenguaje. Era una música asimétrica, nada común, compuesta por micro-tonalidades, diminutos sonidos casi imperceptibles, agudos estruendos, rozando la gravedad de lo radical.
Era un invento de los Dioses matemáticos, en un mundo repleto de dimensiones imposibles de describir, un lugar plural, un multiverso, un océano de soles, una galaxia encerrada en un recinto de cráteres y desiertos húmedos.
Poco a poco fui hallando mis propias esferas, entonces practicaba el lenguaje en soledad. Aquellas resonancias evocaban mi vida de hombre, cuando aprendí a interpretar ese instrumento llamado Theremin. El viento también cantaba en un idioma diferente, universal y tirano.
Me acariciaron los jardines fastuosos, y el éxtasis del aroma de cada arbusto, escuchaba los colores del caballero de la noche que junto al roció de la luna, respiraban aires de intensos arreboles. Las Auroras Boreales eran nubes que danzaban por doquier, adornando el océano blanco y helado.
El universo se compaginaba como una orquesta declamando la sinfonía de la inmensidad, la armonía de los horizontes magnificentes. Aquel último instante en el que aprendí a observarlo todo con gran detalle, fue cuando perdí la conciencia, terminó la fascinación, rompí en delirio y me fugué del misticismo”.
Desperté en el asfalto de la misma calle que estaba desamparada, mis audífonos aún servían, pero la colección de obras de Bach había finalizado, el ambiente estaba colmado de sirenas ambulantes.
El desperdicio de sangré fue alarmante, hubiera preferido que me hubiesen dejado allí tendido. Pero al final de la noche, terminé en casa de un anciano psiquiatra que trataba de adivinar mi enfermedad examinando una bola de cristal. El efecto de mi medicamento, había culminado al fin.

JUANITA LA ETERNA
Fernando Vanegas Moreno

En el viejo anaquel de su cuarto, Kent y Barbie lloran en silencio; los acompañan una gran cantidad de ositos de felpa,  muñecas sin estrenar y el viejo perro de trapo; todos, llevan en la mirada el dolor de su partida. Juanita, la más grande enana, la de los 12 añitos, la de la mirada alegre, la de la sonrisa eterna, había dicho adiós.
No pude soportar lo que antecedió. Soy un  idealista que cree que la vida es un ciclo, que se debe vivir lo suficiente, y morir en el caluroso abrazo de las canas; otra idea tiene Dios, Él nos llama cuando nos requiere, simple, sin más honduras; sin embargo, he de confesar que al no compartir ese pensamiento con el Todopoderoso, me arruga el alma que alguien muy joven, o, como en este caso tan angelical, extienda sus alas inexpertas para tocar las cumbres celestiales. Por eso fui lejano, no por indolencia, al contrario, por dolor…, he recibido varios golpes duros, ¿pero una niña?
En fin, de verdad era un Ángel: a pesar de las circunstancias, nunca se doblegó, nunca sintió miedo, y nunca negó a nadie su alegría, mataba de risa un payaso, y era capaz de levantar la moral de Kobain. Bailaba…, hacía por saltar, soñaba con fiestas enormes y viajes fantásticos, con trajes de princesa y caballos azules, su corazón se dividía entre la devoción a sus padres y el cariño manifiesto a todo el que se le acercara, su inocencia era el escudo transparente que siempre anteponía.
“El patio de mi casa es muy particular, cuando llueve se moja, como los demás”; esa sencilla ronda, ahora se escucha allá arriba, con eco sublime aquí, en la tierra…, para mí, ya nunca sonará igual, la melodía era ella y la armonía debía ser yo. Kent habla de organizar algo en su honor, mientras Barbie y el viejo perro de trapo, lo reprenden y le dicen que respete, que el dolor de la familia esta primero, que luego vendrán las consideraciones, que Juanita no se ha marchado, que solo trascendió, que pronto volverán a verse…, de otro lado, el galán de plástico, recibe apoyo de los osos de felpa y las muñecas sin estrenar; argumentan que Juana la eterna, merece hasta el último homenaje que pueda rendírsele. Están tan polarizados, que hasta han pensado llamar como jueces imparciales a Santos y a Uribe, que tal vez con un plebiscito…, ojalá no.
El heladero, también está triste, la vainilla perdió su sabor desde anoche, el chocolate se derritió, y el limón se tornó más amargo. Hoy, me uno al desconsuelo de unos padres, me duele como hace rato no dolía…, unos componen canciones, yo, bueno, yo solo hago el deber de escribir; y contrariando a Barbie y a Kent y a su séquito inanimado, rindo homenaje a mi Juana enorme.
Es un cliché, pero un verdadero Ángel desde anoche engrosa las filas celestiales, mientras yo, quedo absorto en la ventana de mi casa, fumo un cigarrillo, miro a la bóveda celeste y después de un largo suspiro, veo atento su mirada en las estrellas.

¿EL ORIGEN DEL MAL?
Javier Barrera Lugo

A cada uno el demonio nos saluda con amabilidad cada vez que estamos en la mina o en la chacra haciendo lo que el amo y sus secuaces nos ordenan. Pregunta por aquellas familias que se borran de la memoria, el calor de la selva que queda al otro lado del mundo y tenemos tatuada en el iris, por las palabras que dejamos pegadas al amamba, el agua, cuando el hombre que dice ser nuestro propietario nos adornó los tobillos con fríos grilletes de hierro y nos trajo hasta su reino de niebla y sal, para trabajar bajo una lluvia que no deja de llorar.
       No sé si este demonio, una metáfora de alas inmensas que mueve las hojas pardas de nuestros espíritus, sea más despiadado que el hombre que intenta robarnos la transparencia del corazón con oraciones recitadas a un todopoderoso que nunca quiere hablarnos, mientras con el látigo nos deja la espalda en carne viva.
       El demonio no quiere doblegarnos el espíritu, al contrario, invita a cantarles a los dioses bantú (pueblos e ídolos son lenguajes), sus hermanos, para que no se sientan olvidados, que nos abramos el pecho con la punta de un rayo de plata y dejemos que las flores se escapen y lleguen a la montaña sagrada donde nacimos, morimos, volvemos a nacer, a morir, y le aullamos a la luna un universo entero de metáforas porque los ciclos son perpetuos.
       Todas las mañanas el dueño del mundo que caminamos, pequeño como una lágrima, nos dice que el mal se mide en desnudeces, insurrecciones y libertades. Yo no le creo. La naturaleza es sabia, venimos con lo necesario. Si la ropa fuese primordial, naceríamos vestidos; si de callar hablara el acertijo, no tendríamos boca; si fuésemos esclavos, nos quedaríamos encerrados en el útero de la madre.
       El demonio es poesía, hablar duro, pero con respeto; nunca he escuchado un insulto de su parte hacia mí. El origen del mal es el silencio, su apostolado, perpetuarlo o  conformarse con soportarlo. ¡Hoy tengo ganas de cantar y ser magia! Aprovechando que el amo tiene una gripa cerrera, te hablaré bajito de la verdadera cara del diablo, joven Abeeku, de los espíritus errantes que somos todos los que alguna vez implantamos en el corazón la certeza de caminar por la tierra sin que nadie nos indicara una ruta a seguir.
       Los defensores de una fe minúscula, basada en las enseñanzas de un hombre al que crucifican con cada delito que cometen; los defensores del ultraje, que con palabras bellas y actos contrarios dicen preservar la verdad, tienen la misma lógica de los paganos a quienes temen y han perseguido por mil siglos, de los herejes como nosotros, pueblos unidos al atavismo hacia el fuego que honramos porque además de calor brinda luz, un elemento primario que utilizamos los personas para no sentirnos solos.
       Tras descubrir el fuego, la humanidad inventó a sus dioses, a los honestos, a los díscolos, dio vida a los rebeldes amándonos con la misma intensidad con la que nos odia. Los amos y sus amos, sintetizaron el cúmulo de miedos que los atormentaban en sólo dos deidades principales: dios y el diablo, a quien llamaron Luzbel, el portador de la luz.
       Y ese nombre es paradójico. Sus leyendas cuentan que antes de hundirse en la oscuridad del inframundo, este demonio fue el ángel más bello del cielo, pero sus ansias de poder lo llevaron a generar una rebelión contra la supuesta bondad de dios que casi acaba con la lógica del cosmos y terminó por condenarlo al más cruel de los exilios desde donde, supuestamente, tienta y convence a los hombres para cometer fechorías tan atroces como la insurrección, la libertad de conciencia, el sexo o las ganas de conocer.
       Los amos de los amos disfrazaron la naturaleza de su alma, el miedo que se tienen, su propensión al crimen y a atormentar al débil, creando una caricatura que genera histerias con la sola mención de su nombre, con la aparición de unos cuernos, un tridente, alas negras y hasta genitalidades erectas o mezcladas con características femeninas, como si la sexualidad y la fecundidad fuesen faltas contra el orden dado por la naturaleza.
       Demiurgo, Satán, “el patas,” “el putas,” anticristo, Baal, Asmodeo, son los otros apodos con los que se identifica al pobre Luzbel en estas tierras donde se cocina a fuego lento el horror. Lo llaman los señores con tantos apelativos que ya ni nosotros sabemos quién es. Es una dolorosa verdad.
       Los más viejos me contaron que en una tierra que se conoce como Roma, los reyes se sentaban a ver arder las casas de los pobres y sacrificaban, por creer en otro dios que no era el de ellos, a los ancestros de nuestros amos. Hoy, los blancos que poseen el mundo, hacen lo mismo con los que adoramos a la naturaleza, la verdadera luz, la auténtica e irrefutable verdad de la vida.
       Sabes, pequeño Abeeku,  nunca entenderé cómo esta gente que se nos come el alma, el cuerpo y cree que sólo somos cosas, ve con malos ojos  la música, de la que dicen es un atentado a la moral. Detestan nuestros tambores, las flores que salen de la garganta de mamá Nosipho cuando el calor que tienen sus entrañas  se mezcla con el de esta selva infecta a la que llamaremos por siempre hogar. Pecado es abstenerse de disfrutar los dones de la madre, del suelo, del cielo, la tierra roja de esa África ausente que tememos aún bajo las uñas, de los diluvios que duran un suspiro y llenan de vegetación la esencia de las cosas que existen. El diablo son ellos, por eso lo nombran tanto y le temen cuando se ven las caras reflejadas en el agua, cuando sus cuerpos están desnudos, cuando cierran puertas, ventanas y corazones mientras copulan.
      Te prometo una cosa, amigo, desde hoy seré un demonio. Ya estoy cansado de implorarle favores a unas estatuas que siempre están sufriendo y jamás me responden, a una masa de yeso, madera y pintura demasiado triste. Los demonios, los que nos describen los amos,  no agreden, no violan a las esposas de otros, no dicen ser mejores que otros cuando el pánico los doblega y se pegan del color de su cuero pálido para imponerse.
       Soy negro, no idiota. Mi historia es igual que la de muchos, sólo que se ha desarrollado en otros lugares, en otras circunstancias. ¡Sí, seré demonio! Demonio unido a más colegas que queremos cambiar las cosas, los que vemos siempre belleza en el mundo y sus seres, los que no nos limitamos a ser simples monstruos que acumulamos piedras, tierras que son de todos, leche que regalan las vacas. ¡Sí, seré demonio!
       Seré dueño de supuestos pecados y sismas, leeré las intenciones en el viento cuando corra a través de los árboles, sin inocencia malsana o infame cursilería. Escucharé aleteos mínimos en la penumbra, de colores disímiles, míos a perpetuidad. Renuncio a la miseria del corazón, a pensar como mezquino ángel que sea cómplice de las cosas brutales que hagan otros.
       Demonios somos los hombres dispuestos a salvar del hambre espiritual a quienes desesperados, transitan como sombras por las paredes de calicanto que levantaron los amos para encerrar  el alma de otros.
       Escribiré sentencias de vida en las nervaduras de los músculos de los dioses muertos esperanzado en que nadie las lea. Un día toda mi retahíla, la que has escuchado con paciencia, respetado Abeeku, será patente cuando los hombres como tú y como yo, como los amos, no nos limitemos a pensar que el demonio es malo y el resto, la cara linda de un paraíso que anhelan y nunca tendrán para sí.




LOS CABALLOS QUE NO QUERIAN AMO


En una hacienda de caña había un caballo color melado, que a fuerza de trabajar y comer mal, mostraba las costillas y parecía que iba a desarmarse. Durante la semana cargaba caña y el domingo traía el mercado del pueblo. No conocía, pues, día de descanso. Por otra parte, las moscas no le dejaban punto de reposo, revoloteando alrededor de las mataduras que tenía en el lomo. ¿Comida? Apenas la poca yerba que encontraba en el potrero. Sintiéndose viejo y enfermo pensó que muy pronto lo matarían para aprovechar su piel. Había sido resignado, pero no hasta el punto de dejarse matar después de tanto sufrir. Resolvió huir de la hacienda en busca de mejores aires. Como lo pensó lo hizo. Al amanecer salió al camino y se dirigió al pueblo; no se le ocurrió irse al monte porque estaba seguro de que por allá irían a buscarlo, mientras que a ninguno se le ocurriría que estaba en la ciudad. Era malicioso el viejo caballo. Iba medroso porque creía encontrar enemigos en todas partes.

Al pasar por la hacienda vecina salió un perro conocido suyo.  ‑Ahora, éste va a contar que me vio y estoy perdido- se dijo para sí. Resolvió hablarle con franqueza y contarle que se iba, aburrido de soportar a sus amos. El amigo le concedió la razón y le prometió guardar secreto. Camino adelante, las moscas empezaron a atormentarlo volando alrededor de sus heridas, que se habían irritado con el calor. –No puedo seguir con este sol tan fuerte- y se internó en el monte vecino; se echó sobre la yerba. ¡Qué gusto! ¡Cómo se sentía de libre! Se revolcó gozoso y dio grandes relinchos. Cuando refrescó la tarde siguió su camino y anduvo gran parte de la noche. Ya iba por campos desconocidos para él, que nunca había salido de los límites del pueblo. Se sintió trotamundos y se culpó de haber permanecido tanto tiempo en la finca; sólo ahora sabía lo que era vivir. ¡Qué pastos tan fértiles y tiernos! ¡Qué arroyos más frescos! Había casas a lado y lado del camino y se encontraba a cada paso con otras bestias que lo saludaban con un alegre ¡adiós, camarada! Era todo tan agradable y tan fácil. Ya no le dolían las heridas y hasta las moscas escaseaban cerca de él. Avanzada la noche entró por un potrero hasta cerca de una casa, cuando oyó que varios caballos conversaban en un pesebre y se acercó. Se quejaba uno del mal trato que le daba su amo haciéndole trotar todo el día sin descanso. “Melado”, entonces, le propuso que se fueran juntos y, el otro, ni corto ni perezoso, aceptó. Ya eran dos e iban felices relatándose sus quebrantos.

Servían hoy a un labriego, mañana transportaban leña, al otro día caminaban; así iban ganando el sustento y adelantaban camino. Hicieron valiosas relaciones y aprendieron cosas útiles. Primero se hicieron amigos de un caballo de carreras que los invitó a la pista para que lo vieran correr. Los dos caballos campesinos estaban deslumbrados; jamás habían visto tanta gente reunida, ni caballos tan enjaezados y que corrieran tan aprisa. Pero se alejaron desengañados al comprender la envidia y la rivalidad que existía entre esos caballos; las gentes los habían dañado prodigándoles elogios.
En un pueblo donde pernoctaron, trabaron amistad con una pareja de yeguas de tiro que arrastraban el coche de una anciana señora. Eran blancas, gordas, con crines cuidadas y muy presumidas ellas. Parados al borde del camino las vieron al día siguiente uncidas a su vara, erguidas y solemnes. No; tampoco aquella vida era envidiable por más que las mimaran. Siguieron adelante. En un recodo se pararon en seco; entre la cuneta había un pobre caballo que no podía valerse; los generosos amigos lo ayudaron a salir y él les dijo que su amo lo había abandonado por inútil. Si el amo cruel hubiera entendido el lenguaje de los caballos habría huido horrorizado al saber lo que de él decían. Siguieron marchando más despacio para que el enfermo pudiera seguirlos. Como ya eran tres, resolvieron ponerse un nombre, repartir el trabajo y ayudarse mutuamente. “Melado” escogió para su primer compañero el nombre “Amigo” y el de “Infortunado” para el último llegado. Fue “Melado” el jefe natural porque era el más recorrido e inteligente. “Amigo” le ayudaría en todo y sería como su secretario. El “Infortunado” no tendría que hacer por el momento sino reponerse. Corrieron los días y los tres compañeros fueron por regiones montañosas de donde descendían grandes corrientes de agua; pasaron ante socavones por cuyos agujeros salían hombres tiznados; vieron las dragas en las minas de aluvión: se pararon muchas veces mientras pasaba el ferrocarril y siempre se les volvía cosa de maravilla que aquél corriera tanto sin necesidad de caballos; caminaron por la orilla de un gran río y vieron deslizarse por él barcos inmensos; fueron luego por entre maizales verdes, por sembrados de caña, por platanales extensos; pasaron más tarde por pastales altísimos, llenos de novillos. Estaban embriagados de dicha, cada vez querían conocer más. Oyeron nombres de ríos, de ciudades y de regiones. “Melado” amaba las montañas porque en ellas había nacido y trepaba ágilmente pero sus dos compañeros se decidían por los valles, sus años y sus enfermedades no les permitían subir con la misma agilidad.
Asistieron, escondidos en el monte, a una cacería de venado y llegaron a interesarse tanto que casi se delatan con sus relinchos.
Pero todo va cansando y “Amigo” fue el primero en manifestar que quería radicarse en algún sitio. –Tendrás que tomar dueño, –le dijo “Melado”–.¡Eso nunca!– contestó el caballo. –Entonces: ¿cómo piensas vivir?
– ¡Libre!
– ¡¿Crees que si el hombre te ve suelto y sin dueño te va a durar la libertad?
– Entonces, ¡huiré!
– Pues tendrás que vivir huyendo, porque el hombre es igual en todas partes.
“Infortunado”, que estaba oyendo, intervino:
– Ambos tienen razón: es bueno tener casa, comida y sitio fijos, pero es tremendo tener amo. Podríamos buscar un refugio a donde el hombre no llegue.
– ¿A dónde el hombre no llegue? Y qué lejos debe estar ese lugar –repuso “Melado”.
– Pero debe existir –dijo “Amigo”–. Vamos a buscarlo.
Reanudaron la marcha. El hombre estaba en todas partes; ya era el hacendado, el vaquero, el médico, el leñador o el militar. No había camino por donde pudieran ir tranquilos, monte donde estuvieran seguros o poblado donde pudieran descansar. Sentían siempre que el hombre estaba cerca. Al fin divisaron la selva y creyeron que habían llegado al término de su viaje, cuando les salió al encuentro una yegua que huía.
– De dónde vienes? –le preguntaron.
– De la selva; allí hay unos colonos y me maltrataban tanto que tuve que escapar.
– Se miraron desconsolados.
– ¿A dónde ir, pues?
– Yo sé a dónde –dijo la recién llegada–. ¡Síganme!
Trotaron felices detrás de ella presintiendo la cercanía de un llano, rico en pastos, con grandes ríos y lejos de los hombres. Al fin de varias jornadas se presentó a sus ojos un gran arenal; era el desierto.
– Hemos llegado –dijo la yegua.
– Pero aquí no podremos vivir –exclamó “Amigo”–, no hay agua ni yerba.
– Además –agregó “Melado”– hace un calor insoportable y no veo un árbol que nos dé abrigo.
– Aquí no hay vida, todo está muerto, repuso “Infortunado”.
– Pues es el único sitio en donde no vive el hombre –dijo la yegua.
Los cuatro amigos se declararon derrotados y se echaron en el límite del campo a esperar la llegada de un amo.








NUEVOS COLORES
Homenaje a Don Héctor y Catalina

Javier Barrera Lugo

“Quizás el sufrimiento y el amor tienen una capacidad de redención
 que los hombres han olvidado o, al menos, descuidado.”
Martin Luther King

La vida siempre encontrará formas para hacernos entender que es ella la que tiene el poder y ninguno de nuestros actos podrá  trastocar sus designios. Bajo su tutela  no pasamos de ser simples criaturas con intenciones superficiales, ambiciones primarias, quimeras que se la pasan alcoholizadas, son buenas y nada esenciales,  conclusiones apresuradas que van como kamikazes japoneses a estrellarse contra los cristales que nos protegen de la lluvia. Caminamos nuestra particularidad con el dedo metido en la boca pensando que poseemos los medios para cambiar el destino; pero una pequeña clave salida del lugar menos esperado, un milagro o una tragedia, nos ponen en sintonía con esa realidad que se desnuda frente a nuestra mirada sin ningún pudor.

      Ella, la vida, es feliz dando bofetadas y llamando la atención de quienes, como yo, creímos tener un poco de control sobre las cosas que pasan cotidianamente. Puede que en algún momento nos otorgue la autoridad de ponerle algo de picante a nuestras acciones, aunque lo esencial parece estar atado a un plan mayor y desconocido que nos va mostrando sus cartas con astucia.

       Hoy labro una tierra que da frutos hermosos, tiernos manjares para los que no me preparé y consideré descartados, confiado en que los oráculos habían borrado mi rostro golpeado de sus archivos. Latidos rápidos y llenos de brío infiltran las tres capas de mi corazón. Sus raíces calan profundo en huesos y mente, retan el buen juicio, me regalan el beneficio del error como condición inapelable para disfrutar de pequeñas grandes recompensas.

     Con cinco años de diferencia la diosa fortuna se atreve a darme un premio, cambia el dolor de la muerte a cuotas por curiosidad y un tipo de amor que no conocía. En octubre, hace un lustro, Yacó se llenó de vientos, de ruina, escapó el ángel con alas de colibrí hasta un lugar donde tengo prohibido caminar la inmensidad del azul, sus ondas que generan tranquilidad. Todo se volvió tenebroso en un espíritu que desde la adolescencia defendió los actos simples  de bondad como factor de verdadera revolución.

       No quiero decir que las nuevas bendiciones hayan logrado hacerme olvidar a mi gente y sus circunstancias, es sólo que la desesperación tiene nueva cara, otra intensidad, el desasosiego le abrió paso a esa sensación anárquica llamada fe. He aprendido a sonreír cuando quiero, no cuando debo; la imposición falaz de la cortesía frente a los sátrapas se convirtió en la primera gran extinción certificada  que he afrontado con alegría.

       Reafirmo lo que me dijo La Filipina durante el encuentro que genera este escrito: no le debo nada a nadie. Hoy puedo manifestar la incomodidad ante quienes pretenden darme órdenes o imponer tradiciones que no estimo significativas. Una pizca de libertad me otorgué ante tantos eventos patéticos que cruzaron mi anterior universo lleno de falsa dependencia. Mudé la piel, los músculos y el cerebro. Soy una salamandra que no necesita mayores recursos para existir salvo a sí misma y su hambre.

       Ahora con mis fantasmas y ángeles sostengo una relación simbiótica. Ellos cruzan puertas metafísicas, me besan, cuidan de mis histerias, me acompañan cuando las cosas malas parecen irremediables, confortan ese espacio de soledad autoimpuesto desde que decidí quitarme de los ojos la venda atada con cinco nudos e imputada por quienes dominan un mundo que se descompone lento, huele mal y está al borde de la destrucción. A cambio les doy mis palabras cada mañana cuando voy embutido en un bus para el trabajo, o los echo de menos en las reuniones con mis hermanos y sobrinos, cuando hablo con Teresa y descubro que ella también se niega a tratarlos como pasado. Estoy vivo y sorprendido de estarlo, y aún más con la aparición de un nuevo personaje en mi historia.

     Lia llegó para enseñarme la redención sin dramatismos, porque la esperanza auténtica se sustenta en el cambio, en el trabajo duro que debe realizarse sin esperar beneficios. La recompensa que me brinda la existencia es el privilegio de afrontar las circunstancias extremas en completo silencio y agradeciendo a quienes realmente merecen la lealtad de un hombre que tiene el corazón lleno de fuego otra vez. El grupo se redujo, pero es incondicional.

       Nuevos colores tiene el rostro de mi amor, el que se construyó en un bosque donde un árbol sustenta el andamiaje de las fantasías. Cada paso que comienzo a dar tiene la contundencia de la resurrección.  Nada de lo que a continuación contaré está exento de realidad, delirio mental o expiación. Así lo asumo y defiendo. Que crea el que quiera, el que no, que se abstenga de decir algo.  Mi mundo no tiene reglas de narración, tampoco oficina de quejas y menos corrector literario. 


 

Aparecen de la nada para hacerme feliz una vez más.

       Esta reflexión la causó la visita de dos personas esenciales que como ya lo expresé, cerraron ciclos en el mismo espacio de una línea temporal en la que, con años de diferencia, nuevas voces me pidieron asumir riesgos,  ser de verdad un adulto, soñar y hacer realidad esos sueños, porque la vida es un instante y somos los individuos responsables de su desarrollo.  Ellos aparecieron para darle a mi espíritu una dosis de magia que me permita  no desfallecer, para quitarle al pasado sus cicatrices... Y lo lograron. 

       Junto a una incubadora en la unidad de cuidado intensivo pediátrico vigilo el sueño de mi hija que dos horas antes nació. Don Héctor y La Filipina traspasaron el ruido producido por la máquina que monitoreaba el corazón de Lia, agitado porque llegar a este país loco no es fácil. Con prevención comenzaron a acercarse y no me percaté de esta maniobra. Fue inevitable que mis pensamientos se centraran en las tragedias y las absurdas coincidencias que viví. Con años de diferencia se repetía el escenario: un amor martirizado por cánulas, bolsas de suero y cables, un par de ojos muy abiertos que me pedían consuelo, acompañamiento, que no los dejara solos nunca, enfermeras genéricas que practicaron el consuelo como procedimiento de trabajo, luces blancas que quemaban los pocos pensamientos racionales, médicos que pensaban, antes que en sus pacientes, en las cuotas atrasadas de sus autos de lujo y las casas que estúpidos preceptos sociales les obligaron a comprar, un sinnúmero papás que en las mismas circunstancias, se limitaron a mirar como vacas hacia un punto neutro de las persianas cerradas para no aumentar su preocupación con la nuestra.

       Aunque me propuse no sentir angustia por la similitud de los hechos y fechas, la experiencia me condujo a un lugar común que me horrorizará siempre: el escenario que comparten el amor, la enfermedad y la muerte. Seis años antes, en una noche cargada de pánico, Don Héctor dejo de ser un bolero cargado de amor y advertencia sobre lo importante que es ser música en un mundo sordo, para convertirse en la estampita vestida de ángel que con gafas, canas y nuevas alas engalanó el árbol de navidad que Diana, mi cuñada, decoró para hacernos menos tortuosa su ausencia ese diciembre.

       Literalmente un año después de la partida de mi viejo, Cata, decidió hacerse compañera del viento que una madrugada de octubre pasó por Yacó para arrancarla del techo de la casa y llevarla hasta el lugar donde los ángeles como ella, alas de colibrí y ojos rasgados, diseccionan los misterios del paraíso. Todo mi mundo se vino a pique, padre, esposa, un par de amigos, se hicieron un agujero en mi pecho que mató lo que alguna vez creí ser. Su silencio fue una cuchilla quitándome pedacitos de carne cada día.  Nada más fuerte o contundente que esta verdad, nada más evidente que su ausencia física y su arraigo en el corazón de un hombre con ínfulas de guerrero que los vio perderse en el cielo. Todo se juntó para hacerme sentir el latigazo de la orfandad.

       Don Héctor  y La Filipina se manifestaron, tocaron mi hombro y nos acompañaron a Lia y a mí en este nuevo reto.  “¿Quién les dijo que están solos?” Mi viejo preguntó con esa delicadeza que le agradeceré siempre, ese era su sello. No fue un interrogatorio, gracias a un cuestionamiento me trasladó a un lugar donde todo fue claro y las respuestas que me negué por desesperación se hicieron evidentes.  Mientras él se esforzaba por darme la luz yo me aferraba al pesimismo:

-Todo se repite, viejo. Cada vez que creo tener algo o amo profundamente a alguien, cosas malas les suceden-. Respondí como si fuera un niño de siete años. Estaba asustado.

-Nada es igual. Hasta que no crea esta verdad estará haciéndose difícil la vida y de paso se la joderá a quienes estén a su lado. Lia no muere, está empezando a vivir, es algo diferente a lo que quiere creer, ¿no le parece? ¿Por qué le cuesta entender eso?

       Don Héctor jugó su carta por un lado que ni siquiera contemplé. Fui un necio. Se acercó a Lia y le acarició la mejilla. “Es igualita a Teresa,” dijo sonriente. Levantó la mano y se despidió. La sala quedo con un leve tufo a cigarrillo que me confortó.

      La Filipina, en silencio, se acercó apenas mi viejo empezó a hacerse invisible. Sentí como la punta de sus alas rozaron mis mejillas con delicadeza. Me habló  a través de sus ojos orientales que terminaron hechizándome una vez más: “Extraño tu presencia en mis pensamientos, en los versos que debiste olvidar porque el mundo no se detiene cuando un colibrí deja atrás el desierto donde fue feliz sin extravagancias o pruebas que debiesen mostrarse a aquellos que no estuvieron involucrados en lo que fuimos. Eres un debilucho que aguanta mucho castigo; como decías siempre: “soy un fajador con cero músculos en el tórax, pero con terquedad en la cabeza.” Y es cierto, no pegas golpes y resistes los que te impactan. Ganas las peleas por desgaste del rival. Lo de Lia es una prueba más, no te preocupes, estará bien. Ella es el premio que ganaste por resignarte a dejar volar a otra gente que amarás a perpetuidad así hayan tenido el descaro de escaparse entre las corrientes de un vendaval. No le debes nada a nadie, lo que pasó fue el desarrollo de un plan en el que tu papel fue accidental. ” No movió los labios, su voz estaba en mi corazón, en el deseo y su sentido egoísta. “Quédate,” quise decirle. Cata, como de costumbre se anticipó:

-Sigue siendo fuerte y ten claro que en mí alma nada cambiará, ni siquiera el amor que nos tenemos. Los secretos seguirán enterrados en el tiempo que ya no compartimos. Vuelo por las venas del cosmos, esa es la tarea que acepté y cumplo. Siempre te escucho y velo por tu tranquilidad.  Ausencia no significa olvido, loquito. Esta Filipina sigue rondando tu naturaleza, te complementa y te ama diferente a cómo te aman las que hoy lo hacen. Deja de llorar, las circunstancias se repiten si lo queremos… y tú no quieres eso. Sé fuerte, poeta varado, lucha por tu hija. Yo estaré bien-. Sus palabras me confortaron; pero las lágrimas poco entienden de corrección, no son lógicas.

       Me miró como solía hacerlo, con respeto, con pasión implícita, sin aspavientos. Entornó los ojos y mecánicamente las azules alas de colibrí salieron de su espalda y comenzaron a batirse con una vehemencia que terminó por hechizarme. Antes de remontar los techos del hospital, los cielos de la noche que se cerraba, gritó  su dulce sentencia: “¡Eres libre, siempre lo has sido, deja de perder el tiempo! ¡Lia necesita sortilegios en su vida y tú eres el indicado para mostrárselos! ¡Te amo por amarme como me amas!  Sus palabras fueron una puñalada de vida en mis entrañas.

       A las nueve de la noche las enfermeras me sacaron de la unidad de cuidados intensivos. Los instintos de mi hija se activaron, comenzó a moverse, a respirar con fluidez, mejoraba. La besé y salí. En la sala de espera comencé a procesar lo que acababa de suceder. La piedra monumental que cinco años atrás me impuse cargar sobre los hombros se desintegró. Estuve  casi una hora descansando y sin pensar en aquellos muebles viejos de cuero, después de tantos años de estar corriendo en círculos. 

       Resurrección. Los creyentes le dicen así al proceso de mudar la piel quemada. Mis tareas, decidí, serán inventar nuevos colores que se basen en el azul de los colibríes y el rojo profundo de los boleros de papá, enseñarle a Lia que los principios que rijan su vida no tolerarán imposiciones o dolores heredados y que el amor es la fuerza capaz de mover este universo que día a día debe reinventarse.

       Sé que La Filipina y Don Héctor están bien, que nos cuidan sin interferir. Verlos me enseñó a creer que nada es definitivo, ni siquiera la muerte. Lo que resta por hacer es llenar de deseos el umbral gris de las agonías que pretendan doblegarnos la ilusión, cumplir lo que me prometo, evitar a toda costa la certeza de replicar las cadenas que los demás quieran imponernos. Es por Lia, por preservarme y hacer de nuestras vidas una maravillosa travesía que debo volverme a enamorar de mis sonrisas. 

LAS INMIGRANTES
Beatriz Botero
Ese frío día de otoño madrileño, Juana entró corriendo al dispensario. —Por favor, ¿en dónde encuentro a la señora Tarkov?
 —¿Es pariente?
—No, soy compañera.
—¿Compañera?
 —y la enfermera alzó las cejas. —Sí, sí, compañera.
—Pero, usted puede tener sesenta años menos…
“Imbécil” pensó. Luego: —Compañera de vivienda.
—¿Vive usted en la Casa Refugio?
—Sííí… —casi gritó con impaciencia—. Por favor, ¿puede decirme en dónde está? —Está bajo sedantes, la impresión que recibió ha sido demasiado fuerte.
—Sí, pobrecita, su única amiga. 
—¿Conocía usted también a la señora Aslan? —preguntó la enfermera.
—Claro, todos la conocíamos, al menos los que vivimos en el Refugio.
—¿Y por qué razón vive usted allí? Francamente, si le quitan los puestos a los ancianos…
—No he quitado ningún puesto, yo pago, no estoy gratis. Nuevamente la enfermera la escudriñaba de arriba abajo. “No le voy a dar explicaciones”, pensó Juana “a nadie le interesan mis asuntos personales”.
—¿Cree que puedo esperar a que despierte para verla?

—Como quiera —respondió la enfermera, empezando a revisar papeles. Juana se sentó en una banca al lado de la ventana y, al tiempo que miraba, empezó a recordar su llegada a Madrid después de tantos planes. Su ingreso al Tecnológico no había sido difícil dadas sus buenas notas; su alojamiento en un hostal cercano había sido contratado desde antes y en su viaje no había tenido tropiezos. Pero, al llegar al hostal, encontró una enorme pancarta que decía: Cerrado por orden del Ayuntamiento de Madrid. No hubo quién le diera razón de nada hasta que al fin se le ocurrió llamar a una pariente de su madre que vivía en el Convento del Carmelo. Tras una corta conversación, Sor Aurora de los Desamparados le dijo que se dirigiera al Refugio de Ancianos de la Plaza de Santa Engracia, que era manejado por otra monja de su comunidad y, mientras tanto, ella llamaría para que le dieran, al menos, asilo temporal. Era una casa en donde vivían ocho ancianos, seis hombres y dos mujeres. No había allí servicio de comidas; todos los días eran traídos, en un coche cantina, el desayuno, el almuerzo y la comida. Una sola monja cuidaba de todos repartiendo los platos; ya por la noche, los ayudaba a acostarse. Esto hizo que la recibiera bien cuando ella llegó y empezó a ayudarle con los ancianos y, como no se presentó nadie más, la dejó quedarse en una habitación pequeña que quedaba detrás de la cocina, sin afanarla para que se consiguiera otro vividero. Pero no fue fácil alternar con los ancianos. Por lo general, cada cual se la pasaba encerrado en su cuarto frente a un televisor o dormitando. Algunos escasamente la saludaban y los otros la ignoraban. Con la única que consiguió amistarse fue con la señora Tarkov, esa viejita inmigrante rusa que le contaba de sus primeros tiempos duros por una Europa empobrecida y no muy amigable para aquellos cientos de inmigrantes de la Gran Rusia. Decía haber alternado en París con los intelectuales más importantes de la época; pero al poco tiempo de estar allí murió su esposo, y entonces ella siguió buscando un mejor pasar, hasta que finalmente fue a dar a Madrid, en donde, gracias a un movimiento caritativo mundial, había por fin podido descansar y tener asegurada su manutención. —Ahora —decía— vivo sólo de mis recuerdos. Muchas veces, Juana le indagaba sobre sus orígenes familiares; si había tenido, o no, hijos. Pero la vieja señora se emocionaba y empezaba a hablarle en ruso y ella no se atrevía a interrumpirla, así que quedaba sin saber mayor cosa. Sólo con la señora Aslan, la otra anciana de la casa, se la veía contenta. Se reunían en su cuarto todas las tardes y en un samovar calentaban el té que tomaban con unas galletas que guardaban del desayuno y el almuerzo. Se instalaban al lado de un pequeño gramófono del que invariablemente salían notas del compositor ruso Katchaturian, a quien Juana reconocía por ser también el compositor preferido de su padre. Muchas veces, cuando llegaba, ya después de oscurecido, al entrar, las oía reír y conversar siempre con la misma música de fondo. La señora Aslan era diminuta; si acaso alcanzaría un metro con cincuenta. Llevaba siempre el pelo blanco recogido en una moña y estaba tan encorvada que para saludar tenía que alzar completamente la cabeza. Y, entonces, mostraba unos ojos grises y vivos y una bella sonrisa. En varias ocasiones, Juana quiso detenerse a conversarle, pero ella le daba unos toquecitos en la mano y seguía derecho a su habitación o se entraba donde la señora Tarkov. “Ha de ser tímida” pensaba Juana. “Pero el todo es que se la ve contenta”. —Oiga, ¿se ha dormido? —la voz vino desde el mostrador. —Ah, me habla a mí —respondió Juana, aún sin saber de qué se trataba. —Claro, a usted le hablo, mire, la señora Tarkov ya está más despierta. Puede pasar a saludarla si quiere. —Gracias —respondió Juana levantándose de un salto. —Segunda puerta a la derecha, en el piso de encima. Subió y en puntillas se dirigió hacia la habitación, que estaba entreabierta. Silenciosamente se acercó y miró. ¡Cómo parecía de pequeña la señora Tarkov! Se diría, apenas, una niña. Lentamente se arrimó y le tomó las manos entre las suyas. Le parecieron frías, por lo cual le subió un poco más la manta. —¿Juana? —preguntó la anciana con voz débil. —La misma, ¿cómo se encuentra? —Cansada, pareciera que todos los años que tengo, los hubiera vivido en una sola mañana. —No hable, ahora descanse un poco. —No, no, quiero hablar, quiero sacar de mí este día terrible. —¿Qué pasó? —Ayer por la mañana Sonia y yo desayunamos juntas luego de que el coche cantina trajera las comidas. Ella estaba de muy buen humor y quedamos de vernos a la hora del té, como de costumbre. A las cuatro yo salí a comprar una torta para la reunión y me senté a esperarla. Pero no vino, entonces Sor Ignacia de la Trinidad, a quien pedí averiguar, me dijo que la encontraba un poco indispuesta y que guardara la torta para el desayuno de hoy y ella nos lo traería a mi habitación. Esta mañana cuando Sor Ignacia trajo los desayunos me dijo que subía por Sonia y, al rato, oí que corría escaleras abajo y llamaba al Ayuntamiento. Presintiendo algo, esperé. Muy pronto llegó una ambulancia con un médico y otros dos señores. Usted salió muy temprano hoy, ¿no? —Sí —respondió Juana—. Tenía una clase a las siete de la mañana. —Pues más o menos a las diez entró el doctor a saludarme junto con Sor Ignacia a quien vi con los ojos llorosos. Me lo contaron: Sonia debe haber muerto en la noche, estaba acostada y cobijada. Se le paró el corazón. El doctor mismo me acompañó a verla. ¿Sabe, Juana? Tenía la misma sonrisa que le conocí desde hace ya unos cuarenta años. Era linda, ¿verdad? “Ella era armenia. Salió de allí unos años después de mi salida de Rusia. Llevaba yo acá varios años cuando un día oí una melodía rusa y entonces subí: desempacaba sus cosas y de un pequeño gramófono salía la música. ¿Sabe usted? Toda pieza musical lleva siempre dentro de ella el alma del pueblo del autor. Se acercó y me mostró una vieja fotografía; ella era reconocible por su sonrisa, estaba joven y hermosa. A su lado, un hombre joven la miraba fascinado y pude distinguir una dedicatoria firmada ‘Aran Katchaturian’. “No necesitamos más, desde ese momento fuimos dos amigas reencontradas en un mundo diferente al nuestro. Luego, empezamos a pasar las tardes juntas y fuimos más que hermanas durante todo este tiempo. ¡Quién creyera! la ambulancia sólo sirvió para traerme a mí hasta acá” —la señora Tarkov se silenció y se pasó un pañuelo por la cara. Con un nudo en la garganta y haciendo un esfuerzo, Juana preguntó: —¿Cómo salió de Armenia la señora Aslan? —Nunca lo supe. —¿Tuvo hijos? —No lo creo. —¿Tuvo esposo? —Lo ignoro. Desconcertada, Juana volvió a tomar en las suyas las manos de la señora Tarkov. —¿Usted nunca le preguntó nada de eso? —Claro que sí, sólo que no supe la respuesta. Dígame Juanita, ¿habló usted alguna vez con Sonia? —No, ni siquiera sabía su nombre, ahora que lo pienso. —Pero, ¿sí la oyó hablar conmigo? —Por supuesto. —Pues bien —dijo la anciana luego de un largo suspiro—, ninguna de las dos conocía la lengua de la otra. De origen ruso, sí, ambas, pero de dialectos distintos. Yo aprendí español y ella no. Cada una contaba sus cosas y la otra simplemente escuchaba. Luego reíamos juntas y con eso bastaba. Ya lo ve, tantos años de amistad. Además estaba la música, la de su amigo el compositor armenio. ¿Sería su hermano? ¿Su amante? Tampoco lo supe. Pero ése fue siempre nuestro mejor punto de comunicación. “Una vez, hace ya varios años, pude ahorrarle a Sonia una pena. Sucedió una tarde ya oscura cuando tomábamos el té en mi cuarto y de repente el aire pareció llenarse de nuestra música. Salía de todas las habitaciones. Sonia se paró asombrada y tomadas de la mano salimos al corredor. La habitación del señor Sandino estaba entreabierta y nos asomamos. En el televisor un hombre leía las últimas noticias con nuestra música de fondo. Informaba sobre la muerte del compositor. Sonia no se dio cuenta, pues sólo escuchaba arrobada. Así que yo aplaudí y ella me imitó. Salió de la habitación contentísima, casi bailando. Sí, esa pena pude ahorrársela”. La señora calló. Luego dijo: —Iba a pedirle algo, antes de que pasen por ella los de las honras fúnebres. Vuelva allá y le prende el gramófono con su música una vez más; y, por favor, recoja la fotografía de la mesa de noche. Quiero ponerla en la mía. Nadie va a pedírsela, no tendrá ningún inconveniente. Váyase ya, Juana, que estoy cansada. Juana le estrechó de nuevo sus manos, le arregló las cobijas y, en silencio, bajó las escaleras. —Oiga, ¿cómo la encontró? —le llegó la voz de la enfermera. Sin responder, Juana abrió la puerta y salió al frío de la calle. A ese frío que corta la cara y congela las lágrimas. 

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