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lunes, 27 de febrero de 2017

LOS MALANDROS DEL BARRIO

LOS MALANDROS DEL BARRIO
Por: Javier Barrera Lugo








“Mantente alejado de los bordes. No te dejes sorprender por la espalda. Debes estar alerta. El trabajo del diablo nunca se revela por completo hasta después de medianoche” -Reflexiones espeluznantes sobre la nafta, la locura y la música”,  Hunter S. Thompson-

El entorno etílico de mi barrio estaba marcado por tres elementos que lograban una perfecta simbiosis: masculinidad, que debía demostrarse a cualquier precio -no era tierra para débiles-, un obstinado instinto de supervivencia- lo mío, los míos, no se tocan-, y el chisme como arte depurado. El vulgar cuento llevado al límite ponía a prueba no sólo al interlocutor sino a las fuentes, a los testigos presenciales y de oídas que casi nunca se equivocaban, así el 90 por ciento de lo que contaran fuera parte de su calenturienta imaginación.
       Las cantinas del Citi (Ciudad Jardín Norte), el barrio donde me crie, o malcrié, más bien; llenas hasta el gorro de maestros de las diferentes ramas de la construcción y la decoración, choferes de bus, intelectuales de izquierda que siempre estaban a la espera del puesto soñado en alguna entidad del estado y bachilleres recién egresados, eran la principal agencia de noticias de la pequeña comunidad encerrada en sus problemas, una especie de Associated Press tercermundista.
       Desde allí partía la confirmación oficial de cualquier evento, por ejemplo, las infidelidades de alguna fulana, “la mujer” de un conductor de bus amarillo que se revolcaba -mientras este se partía el lomo haciendo la ruta Ciudad Jardín Nte - Marco Fidel Suárez, por toda la avenida Caracas, de cuatro de la madrugada a once de la noche-, con un ruso desempleado que como único atributo varonil presentaba seis niños de tres madres diferentes a las que molía a golpes para marcar territorio.
       El lema del grupo de tertuliantes era el mismo: “esto no puede salir de aquí,” lo que significaba que el cornudo se enteraría tres días después de todo, ¡y de último! Ese era  el premio a su inocente forma de amar. El tema se cerraba con un lavatorio del honor: golpiza invalidante a la casquivana, un machete o cruceta incrustado en la cabecita del ofensor y el pendejo del bus dos meses encerrado en La Modelo por intento de homicidio, cargo del que lo exoneraba algún juez tras el pago de una coima… Y después, la paz.
       En esas cantinas de barrio eran los hombres quienes repetían como loros la información que recogían desde las fuentes primarias sus compañeras sentimentales durante el día. Ellas, celosamente vigilaban los movimientos de los vecinos: a qué hora llegó tal, qué se compraron los Barrera, esos petardos que se creían diez estratos más que todos, o cuáles “chinas” entregaron su virginidad al vago del noviecito y arreglaron las consecuencias de este acto generoso, una madrugada practicándose abortos en la droguería de Hermes, ese tegua que se jactaba de ser un médico de prestigio y sólo recetaba tabletas de asawin y colmen, medicamentos que volvían aún más violenta a mi loca abuela Ana Rosa.
       El chisme tenía una connotación de bando real. Cada residente cuidaba sus actuaciones para no caer en los infundios de Alicia de Talero, matrona apodada  por los mamagallistas “El Espacio” (periódico popular de la época donde eran los pobres, el lumpen, sus tragedias,  protagonistas de los titulares). También se evitaba caer en las garras de la señora Nativa, denominada “El Bogotano,” (competencia del primer diario reseñado y cuya esencia, descrita con toda la visceralidad por el filósofo y educador Germán Solano, era su sello de calidad: “Ese pasquín se dobla y la sangre salpica por todo lado.”)
       Completaba el ideario del cuarto poder colombiano insertado en nuestra comunidad la señora Rosa de Valderrama, “El Tiempo,” llamada así porque al igual que el otrora diario de la familia Santos  -y bien diabólicos todos-, hoy propiedad de “Sarniento Anculo,” era una chismosa de marca mayor, ventajosa y casi centenaria. Decían los vecinos que la entrometida anciana “le daba teta a la puerta de su casa,” porque se la pasaba entre gallos y medianoche recostada contra el dintel esperando material para alimentar su morboso placer. “En la noche la gente sí es como es, el hijueputa es hijueputa y los angelitos se empelotan,” le gritó una tarde a una mujer acusada por ella de infiel, cuando le hizo reclamo.
     De esta trinidad de la patraña se desprendía una tropa de matronas que como leales miembros de la Gestapo, recogían información de todos los rincones y de quien diera “papaya,” para entregársela calientita a las viejas generalas de la calumnia. Un protocolo no escrito ordenaba que fueran ellas y sólo ellas, las encargadas de inundar con veneno los ansiosos oídos del barrio.
              El chisme era la espina dorsal de una comunidad engordada en la candidez, donde los problemas apretaban, pero carecían de la crueldad que el mundo de ahora brinda como mazamorra. La gente en esos años no se tomaba tan en serio el amor o la carencia, ni el logro o los lujos innecesarios como lo hacemos nosotros. El himno de batalla era existir sin mayores pretensiones filosóficas o complejos arribistas; ser no parecer.
       El chisme era la forma de vencer el tedio, ponerle color a la vida que todavía no tenía los grilletes del chat, netflix, o la basura que nos enreda el existir. Desafortunadamente, a raíz de varios eventos cargados de atrocidad, ese  entorno bucólico y el alma colectiva  cambiaron. Sin darnos cuenta se hicieron diferentes las relaciones, entramos de lleno a una realidad que por estos días es ya una inatajable condena para toda la nación.


       Los malandros del barrio hicieron su aparición. Salieron del cascaron y se mimetizaron tras el argumento de la pobreza para justificar y llevar a cabo fechorías. De los grupos de muchachos que coronaron la adolescencia fumando marihuana y enamorando colegialas, gracias a la irrupción del bazuco en la calle, se pasó al empoderamiento de pequeñas pandillas que comenzaron a cometer asaltos a los comercios, atracos a punta de cuchillo (si los tarados conseguían un revólver lo vendían para consumir. Un cuchillo no vale nada) y robos a las casas de sus vecinos.  El Citi se volvió una “olla” donde los niños ricos de los barrios aledaños llegaban en sus carros a comprar el vicio que les destrozaba la vida, con el dinero que sus padres (los mismos que les destrozaron la vida desde antes de nacer) les daban. Los niños pobres recolectaban chatarra, robaban las pocas cosas que tenían sus ranchos para complicarse aún más la existencia. La maldita droga comenzaba a volver zombis a una generación de bogotanos.
       Los Zarabanda, los Coloreto, el parche del cabezón Valderrama (una copia paupérrima de Ramón Valdez,  pero sin gracia, hijo de doña Rosa, la chismosa conocida como El Tiempo), los hermanos Barón, entre otros, comenzaron a patrullar el barrio como hienas. Nada se podía dejar olvidado, las puertas, abiertas de par en par por 30 años, se cerraban con pasador. El estado de zozobra fue patente.
       Los borrachos andaban en manada para evitar ser atracados, los niños de la escuela éramos víctimas del famoso: “deme una moneda o lo chuzo,” que casi siempre terminaba con el robo de la maleta y de los maltrechos zapatos. Todo, absolutamente todo, era objeto de hurto por parte de estos personajes nefastos; hasta las escasas señales de tráfico de la avenida principal eran robadas para vender el metal del que estaban hechas.
       Lo que por décadas fue chisme institucionalizado y hasta inocentón, en los tempranos años ochenta se volvió reporte judicial: que le dieron una puñalada a fulano anoche como a las 11 cuando llegaba de la universidad, que de la tienda de zutano se llevaron un poco de mercancía, que a perencejo lo amenazaron de muerte por denunciar un atropello en la estación de policía.
      El caos dominaba, pero nadie en sus cabales padece sentado tanto atropello. En las cantinas los hombres, mis vecinos, los amigos de mi familia y de las familias de todos, recios personajes curtidos en los vejámenes de la violencia partidista que los afectó en sus pueblos, los que en el cuartel hicieron frente a los secuaces de Tirofijo y Guadalupe Salcedo, los policías retirados que se amangualaron con Efraín González para matar masones liberales y persiguieron sin titubeos a Sangrenegra, tomaron decisiones.
       Como paso inicial en su estrategia de guerra contra el delito, utilizaron la mejor herramienta de comunicación con la que contaban, el chisme, para enviarles mensajes a los malandros del barrio: “La muerte les pisa los talones.” “Tres huevones no van a dañar la tranquilidad del vecindario.” “Si matar a veinte vagos es salvar a doscientos niños del vicio, le cortaremos la cabeza a sesenta para dejar bien limpias las cuadras.” “Vale la pena el sacrificio si el bien vuelve a las calles.”
       Desde las cantinas se diseminaban las advertencias, pero con una característica de honor: el autor o autores de las amenazas no tenían rostro, el miedo a represalias estaba también incrustado en el bando de los justicieros. Y la consigna se respetó,  la causa gozaba de la simpatía popular. La gente defendió a sus defensores.
       Los malandros pusieron cara a sus nuevos adversarios. Comenzaron a usar a sus madres, usuarias y víctimas del chisme, para enviar recados de vuelta: Que ellos no se metían con nadie, sólo “metían…” Que no eran cobardes y se enfrentarían al que fuera, que no se dejarían matar como marranos... Que por eso eran adictos, por la falta de amor y comprensión de la sociedad… Unos maricas completos, siempre lo he creído, y pido excusas por la licencia que me tomo al dar esta opinión.
       Los vengadores no se precipitaron, no contestaron; le permitieron bajar la guardia al enemigo. Dos meses después del intercambio de mensajes el primero de los malandros cayó víctima de tres plomos que le destrozaron el pecho. Los “bazuqueros” estaban en uno de los parques cercanos a la iglesia consumiendo tranquilamente cuando dos grupos apostados en las entradas comenzaron el ritual de purificación. Nadie vio quién disparo, no se distinguieron voces, los gritos fueron ruido que se perdió en medio del traqueteo, pero hubo gratitud en las miradas, en los silencios cómplices.
       Así empezaron a morirse miembros de cada una de las pandillas hasta que según palabras de mis vecinos, el barrio se limpió. Los Zarabanda, hijos de unos viejos que se dedicaban a arreglar estufas de gasolina en un rancho a punto de desplomarse, terminaron sus días en un potrero aledaño con sendos tiros de gracia en la nuca. Dos hombres y una niña bonita a los que la droga volvió engendros famélicos llenos de costras y arrugas, acabaron aferrados a pipas de bazuco que los policías apagaron para vendérselas después a otros seres que nunca llegaron a importarle a nadie. Al otro día del crimen los padres de los Zarabanda abrieron el local como si nada. Creo que descansaron.
       De a poco, los miembros de las pandillas se fueron perdiendo del panorama, migraron para las invasiones de Suba,  para el sur, para la mierda, si se me pregunta. El barrio volvió a su letargo, pero algo se perdió. Ya en las cantinas la pelea leal se cambió por caras hostiles, tipos armados que demostraban su poder disparándole a los pendejos que todavía creían en el honor de un combate parejo.
       La guerra del país se metió en nuestro paraíso feo. Muchos de los delincuentes se transformaron en militantes y milicianos de movimientos armados de izquierda por mera necesidad comercial. Las banderas del M-19 y el ELN ondeaban en los sitios públicos. Los malandros nuevos fueron protegidos por los guerrilleros ya que se volvieron sus mecenas gracias a las cuotas que pagaban para que los dejaran distribuir el vicio. Los insurgentes les enseñaron el arte de hacer la guerra como contraprestación a su aporte.
     Los viejos defensores de la moral y la salud de los niños esta vez no se metieron. Estaban cansados, viejos, esas batallas ya no eran de ellos y además los malos, los drogadictos sin padrinos se volvieron paisaje, cotidianidad. Problemas más grandes empezaban a crecer en nuestras casas: la estafa del UPAC, la falta de trabajo, la apertura de Gaviria que destrozó a la clase media, los sueños que se hicieron imposibles de cumplir, el horror de la masificación, el dolor de la comunicación que se volvió pegarle con un dedo a un aparato sin alma.
       Las chismosas y el chisme mutaron, empezaron a morir. Las cantinas, con su olor a orina y amistad,  le dieron paso a los Bogotá beer Company, a los bares con temática y sin sustancia, a la trivialidad de la conquista porque toca fornicar con alguien, a facebook, donde el chisme es joda tonta.  Todo pasa y todo queda, esa es la ley de la vida.

       La nostalgia me llevó a la tienda del viejo Santafé hace unas semanas. De allí salió el tema para este relato. Quería escuchar a Julio Jaramillo y  Alci Acosta, tomarme un whiscacho sir Edward, hablarles a mi viejo y sus amigos también fallecidos. Rodaba mis pensamientos cuando se me acercó un señor mayor: “¿Barrera?”¿Usted es el hijo de Barrera el pintor, cierto? Vea, me contó mi hija que usted trabaja en un periódico...” Quise explicarle que alimento un blog que nadie lee, pero me di cuenta que sería estéril hacerle entender algo que para mí también es una ecuación algebraica. Le respondí que sí. El señor se animó, me invitó un trago y me dijo:
-¿Se acuerda lo de la matanza de los viciosos aquí en el citi por allá en el 84? Yo fui uno de los que “quemó” a varios de esos hijueputas. Se lo merecían. Si no es por nosotros este barrio sería un antro.
        La confesión me heló la sangre, me agarró fuera de base, con pocos tragos en la cabeza para resistir el golpe. Además, me perturbó concluir que lo que el señor esperaba de mí era agradecimiento por un acto macabro que según él, se realizó en nombre de las buenas intenciones Quería mi venia y mis plausos  sin siquiera darme a conocer al menos un detalle mínimo de sus motivaciones.
       El viejo Santafé, que todo lo escucha, que todo lo sabe, y lo que es peor aún, todo lo comunica, ni se mosqueó con lo que el otro anciano me relataba. A las 8 de la noche, cuando el “cuchito” me pidió ayudarle a cerrar el local, me dijo: “Esos manes eran unos verracos.” Se refería al anciano y su grupo de vengadores. “No les tembló el culo con esos pendejos que se estaban tirando el barrio. Si no fuera por ellos, muchos de ustedes, “chinos” en esa época, se hubieran ido por el mal camino. Les debemos mucho, no crea… Es que esos marihuaneros dañaron “harta juventu” por acá y la policía no hacía ni mierda; allá, echados en la estación sacando panza… ¡Malparidos!” Calló para ver qué comentaba.
       Quise decirle que lo que esta patrulla vengadora cometió fue un abuso igual o mayor al de los malandros, ejecuciones sumarias, nada menos; pero recordé cómo las autoridades a quienes la constitución y las leyes honraron con la tarea de servir al pueblo, se arrodillaban ante el dios dinero y los dejaban libres, o ni siquiera se tomaban el trabajo de ficharlos sino que cobraban el soborno frente a la mirada aterrada del vecindario.
       Los que hablan de derechos humanos parecen no ponerse en los zapatos de las víctimas, igualan comportamientos delictivos con dignidad personal y al final la gente que se porta bien termina debiéndole al criminal que nunca pensó en la sociedad cuando por calmar una adicción o su codicia, terminó dañando a gente inocente.
       Puede que suene a fascismo lo que acabo de escribir, pero es una realidad de a puño. Una democracia sin justicia es simplemente un accesorio inútil, un título con el que un grupo de personas adecenta un país que siempre ha estado hecho trizas.
       Caminé hasta el Bulevar Niza para tomar el bus hacia mi casa. Ahora que Emilia está presente en mi vida la idea de proteger es casi frenética. No dulcifiqué lo que aquellos hombres hicieron, simplemente entendí lo que logró el desespero en unos padres y vecinos que en aquellos años pasaban ya las cuatro décadas de vida, como yo ahora, y  que como yo, velaban por niños que en esa época tenían la edad de mis sobrinos hoy. Los pensamientos quebraron mi cabeza, la conversación con el viejo fluía como un torrente, volvía… Su voz, firme, detallaba lo sucedido:
-Cuando esos huevones empezaron con su marihuana y sus escándalos, algunos dijimos que había que pegarles un “sustico” para que dejaran la joda. La mayoría decidió que los dejáramos quietos, que esas vainas se les pasaban cuando dejaran embarazada a alguna “tontarrona…” Es más, varios maestros de construcción, hombres decentes, se los llevaron a trabajar a las obras y a la semana nos contaban “emberracados”  que se les habían perdido las herramientas, la plata, o que a los maricas en quienes quisieron confiar hicieron perder la “coloca” a toda la cuadrilla porque los ingenieros encontraron a los viciosos fumándose  un “bareto” en horas laborales.

-Cuando dice, “la  mayoría decidió”, ¿a quienes se refiere? Pregunté.

-Pues a los que colaborábamos en el barrio, los primeros que llegamos a construir aquí: unos policías pensionados que fueron chulavitas* y otros tipos que fueron cachiporros** bravos en los llanos, algunos de la junta de acción comunal, dueños de negocios, padres preocupados, los mismos vecinos de los basuqueros que todos los días los padecían con su fumadera y atracos a sus hijos cuando llegaban de estudiar, y por la noche los escándalos, la venta de drogas.  A los civiles les tembló la mano y no nos dejaron darles una buena “muenda” a esos pendejos. Cuando la cosa se puso color de hormiga, fueron ellos quienes nos pidieron de rodillas sanear el barrio.        

       El cerebro me burbujeaba. Aquel anciano de casi 80 años contaba las cosas como quien relata su día de compras en el supermercado. Su cara golpeada por los años no le hacía honor a la mirada llena de fuego que envidiaría el propio Lucifer. Seguí con mis preguntas:
-Pero ¿por qué no les advirtieron, sólo los asustaban y dejaban que se fueran?

-Pues claro que lo hicimos. Las mujeres de nosotros les contaban a las chismosas del barrio lo que estaba por suceder, que habían escuchado por ahí lo de las amenazas. Mijo sabe que un chisme empieza así y llega hasta donde tiene que llegar. La mayoría de las mamás de los marihuaneros supieron; pero decían que era injusto, que sus “chinitos” eran unos angelitos… ¡Viejas alcahuetas! Los malparidos metían vicio en la terraza o frente a sus casas todo el día, apuñalaban a la gente que madrugaba a trabajar honradamente… ¿y disque angelitos? ¡Alcahuetas!

También hicimos lo mismo en las cantinas. La mayoría de los hombres sí sabían quiénes éramos y que queríamos hacer. Regaban el cuento, pero nos cubrían la espalda, no sé si por gusto a la causa, por cariño o miedo… A lo mejor más miedo que otra cosa, ¿cierto, “chino”?- Su carcajada apagada me heló la sangre por segunda vez.
       “El mundo no es justo y menos lógico,” pensé. El viejo me invitó otro Sir Edwards. Debí darle una señal equívoca de simpatía por su causa -trate de no revelar ninguna emoción, pero fallé-,  porque me apretó la mano y dijo: “no tiene que agradecer nada, por nuestro esfuerzo, usted tiene que escribir en su periódico esto que le cuento (¿?). Y nosotros tener nuestros últimos años en paz… Cumplimos con nuestro deber, así vale la pena morirse…”
       Los monstruos viven mucho, su aparente superioridad pide elogios; son impertinentes, megalómanos, estúpidos funcionales. Los farcos, los elenos, los paras, los del M, todos argumentaron pelear y asesinar a nombre de nosotros, el pueblo, todos pidieron ser reparados por su “patriotismo” y lo lograron. Hasta un viejo que creyó estar hablando con un chiquillo de siete años me restregó su testosterona a la hora de jugarse el pellejo a mi nombre, aunque sin mi tácita autorización.
       “¿Va a escribir sobre lo que le conté, periodista?” dijo mientras con una seña le pedía la cuenta a don Santafé. Intente hacer lo que regularmente hago, decirle a la gente lo que quiere escuchar y después desechar la promesa: “Claro, jefe. La otra semana lo coloco en “mi periódico...” Una fuerza, el ímpetu de ser un individuo y no un hipotético “chino huevón” que se iba a volver bazuquero a los 8 años, me llevaron a contestarle lo que de corazón pensaba:
-Yo no escribo lo que un delincuente me confiesa y quiere que publique.  Váyase para un juzgado y cuente su cuento  allá. A lo mejor lo declaran héroe, protector de la juventud… No me interesa… Y además ya le dije: ¡no soy periodista! ¡No trabajo para nadie! ¡Soy un borracho con ínfulas de novelista, así que no me joda!
       El viejo ni se mosqueó, el sí, sin pudor, escuchó lo que quiso escuchar. “Chao, Barrerita, gracias por su comprensión, mijito.” Sacó unos billetes arrugados, los dejó sobre el mostrador y se fue. Desde la puerta me dijo: “Ustedes los periodistas no son sino chismosos que ganan plata con eso. Seguro todo lo que le conté se sabrá…. ¡No me los conociera…!
       Le dije a don Santafé, que así lo hubiera hecho ya el anciano matón, yo pagaba los whiskys que me tomé, que ningún asesino me subsidiaría jamás algo que consumiera. El viejo Félix, sabio y curtido en el arte de escuchar y no juzgar, me aconsejó: “No se llene de odio, amigo. Si supiera lo que he visto y oído en este local… Mejor dicho es que ni vuelve.” Su risa llenó la cantina.
       Caminar es la mejor forma de activar la mente, a mí me funciona, así que rebasé el Bulevar Niza y mis pasos me llevaron hasta la calle 100 con avenida Suba, donde finalmente tomé el bus. Cavilé mucho, seguí enfadado, dándome golpes de pecho por haber caído en la tentación de creer en lo pragmático de las acciones que nos da miedo, pereza o pudor, ejecutar.
       No es malo tener ideas preconcebidas, lo difícil es creer que son inamovibles. Siempre me consideré un ciudadano correcto, un defensor de la legalidad, un dechado de virtudes democráticas… La conversación con el anciano vengador, me hizo entender que no lo soy. En un país donde la ley se compra y las autoridades vuelven grisácea la frontera entre el bien y el mal,  la concepción de justicia como valor no pasa de ser un mero accesorio para decorar y  adecentar la consciencia. “Todo colombiano lleva un “paraquito” ***adentro,” dijo algún filósofo popular. Desgraciadamente no se equivocó. En Colombia el amor, los amados, se defienden a muerte o son ellos los que dejan de existir.
       Chismes, malandros y muerte… En el Citi se encontraron una vez para no separarse nunca. Las chismosas fallecieron, las calles se quedaron solas, ladronzuelos venidos del infierno roban a granel. Todo es tan artificial en estos días que asquea. Ojalá el viejo Santafé dure mucho, no resistiría tomar licor barato en un chuzo pretencioso de la 93 donde los malandros, esos sí de verdad, políticos y sus ejércitos de gorilas, narcos y modelos con tarifa, son el ejemplo de éxito para una generación ciega.     

*Policía paraestatal del partido conservador colombiano en la época de la violencia.
**Miembro beligerante del partido liberal Colombiano en la época de la violencia.

***Forma despectiva para llamar a los paramilitares colombianos.

lunes, 13 de febrero de 2017

EL PRECIO DE LA FELICIDAD

Histeria de Kauil
Semper Simul Semper Carmina, Cata


EL PRECIO DE LA FELICIDAD

Por: Javier Barrera Lugo

Lo encontré tirado sobre una banca del parque del barrio Pío Xll. Estaba lleno de escaras, ojos melancólicos, siempre lo fueron, el color de su rostro, detenido en algún estadio del infierno, se mezclaba con la inmunda tonalidad de la ropa que parecía tener puesta desde hacía décadas. Su apatía parecía consciente. No pude ser ajeno a los sentimientos de repugnancia de la gente que lo miraba sin hacerlo, sin compasión o emociones, como si de un mal augurio ubicado en el paraíso se tratara. Lo vi y lo irrespeté, sentí pena sincera por aquel guiñapo que alguna vez consideré mi amigo y en ese momento cargaba la espantosa enfermedad terminal del abandono. No lo quise molestar, me alejé.
Doce años antes, Henry, era el ejemplo perfecto de cómo la perseverancia y la falta de escrúpulos llevados con inteligencia son capaces de generar dioses mentirosos. En la empresa donde trabajábamos se destacó por sus arriesgadas maniobras comerciales, por el carisma que embrujaba hasta los funcionarios más déspotas de la aduana nacional, por la temeridad con que sustraía mercancías importadas sin ruborizarse, de frente, sin falaces atisbos de moral. “Pinta pa’ millonario”, dijo alguna vez el dueño de la compañía mientras el intrépido muchacho entregaba escrupuloso el resultado de un saqueo organizado por él. Al final de la tarde todos en la oficina lucíamos lentes de diseñador, corbatas de seda Hermès, botas militares robadas de algún menaje de la embajada americana, navajas suizas y hasta utensilios de cocina que hipócritas disfrutábamos como si fueran nuestros; en el fondo pensábamos que culpable era quien ejecutaba, no quienes nos lucrábamos del botín.
Como casta ejemplar de adolescentes lanzados al mundo con expectativas de triunfo siempre estábamos bebiendo, trabajando como mulas adiestradas, inventando faenas sexuales que involucraban mujeres inalcanzables, retirando dinero del banco donde la agencia tenía cuenta para sobornar a honestos hombres a nombre de otros hombres honestos que eran nuestros referentes, celebrando una vida que apenas comenzábamos. Lo que fue marginal al principio se hizo ley y nadie tuvo los pantalones o las ganas para detenernos. Henry, se volvió una especie de capo dispuesto a no desamparar a los cachorros de su generación. Los viejos funcionarios de la oficina lo odiaban, acusaban por la espalda, rasgaban sus vestiduras olvidando que ellos también fueron “rateritos” que se pulieron con los años y en ese momento despotricaban de sus jóvenes contrincantes escudados en prósperos negocios legales e hijos estudiantes de medicina que les lavaban la vergüenza de la cara.

Pero a Henry, eso lo tenía sin cuidado. Se echó al bolsillo a las piezas claves en la aduana, la empresa y las oficinas de los clientes, lo que le garantizó además de dinero, control absoluto sobre la agencia donde éramos, según la documentación legal, “simples” tramitadores de aduana ganando el salario mínimo. El dueño estaba feliz, las cosas fluían, se multiplicaban los negocios, la vida era buena. Un grupete de muchachitos le estaba generando más dinero que la “parranda de veteranos cicateros” que pedían mucha más tajada por hacer menos. Las ganancias ya no se le quedaban a mitad del camino. A los viejos les lanzaba huesos para que gruñeran pero no mordieran. Ellos aceptaron sin chistar: la experiencia les dictaba lo que terminaría por suceder.
Los saqueos de mercancía y comisiones cobradas a los transportistas se volvieron ganancias de segundo orden con la nueva dinámica impuesta por Henry. Los sobornos coparon el espectro e hicieron palpable la bonanza. Cada cliente requería más y más cosas que debían pasar a través de la franja gris otorgada por la legislación aduanera del país y sus corruptos guardianes. Insaciables, pagaban por pecar y los integrantes de cada nivel de la cadena no nos hacíamos rogar. A un grupo de “rapaces”, se les concedió el poder sin contarles que éste es como una boa constrictora: hechiza, acaricia, se cierra y termina por romper el espinazo de su víctima.
Las palabras del padre Camilo sobre la honestidad, repetidas por seis años de bachillerato, escaldaron mi culpa. Mis viejos no se rompieron el lomo para que fuera un simple rufián ignorante. Decidí irme de aquel lugar, dejar de figurar como elemento en una ecuación de la que nunca me sentí parte. De aquel grupo hambriento de pelafustanes sólo estimaba a Henry y a Juan Carlos, “el pollo”. De los otros siete compañeros jamás me fié y el tiempo le dio la razón a mis instintos. Henry, confiaba en mí, daba razones, me contaba sus asuntos, jamás suavizó puntos de vista y eso se lo agradezco todavía. Tomaba en cuenta mis razonamientos aunque al final decidiera hacer lo contrario. La noche en que celebramos mi despedida de la empresa nos separamos de la muchedumbre y dijo con voz de verdadera tristeza, que me cuidara, que no los olvidara, que mantuviéramos contacto. Incumplí cada una de estas promesas. La cautela y esa maldita propensión a juzgar estando manchado, jugaron en contra de unos principios débiles, o por lo menos a prueba, de un muchacho asustadizo.
-¿Por qué seguir haciendo esta mierda,Henry? -pregunte, más como imposición maniquea que como inquietud. Con una sonrisa sació mi curiosidad.
-Vea poeta marica, soy un tipo que se rompe por sus sueños y mi sueño es ver feliz a mi mamá, a mi “chinito” (3 años en aquel entonces) y a Kelvy, la noviecita. No estudié, no respeto lo ajeno ni valoro el esfuerzo y sus recompensas.  Mire cómo andan los que lo han hecho así, llenos de deudas, saltando “matones”, no son nadie la mayoría. Sin padrinos esta pendejada no funciona. Estoy aprovechando mi cuarto de hora. En unos añitos me retiro con plata y todos contentos. El plan es seguro…  ¡Camine nos emborrachamos y deje de joder, hermano. Hoy es su último día aquí!
Si hay algo seguro es que nada lo es. Entender eso costó lágrimas. Comencé a vivir otras cosas, me enamoré, perdí, volví a enamorarme, pagué por ello, encontré rostros hermosos en la selva,  las ilusiones ya no fueron amantes sino compañeras, no busqué más trabajo y le aposté a escribir. Pasaron varios años, las noticias sobre Henry y su grupo me llegaban a cuentagotas y por terceros: que empezaron a consumir coca, que los sobornos se intensificaron,  que formaron una banda y robaron tractomulas que llevaban mercancías de los clientes, que se transportaban en camionetas 4x4, que Henry ya no era Henry sino un criminal con demasiadas ínfulas, que andaba armado y lleno de fantasmas que lo obligaban a hacer estupideces, que le dieron un tiro en el pecho, que los amigos lo delataron y terminó “comiéndose” cinco años en La Modelo, que ellos quedaron tranquilos en sus casas, que Kelvy, lo mandó al carajo y se casó con otro tipo, que al hijo se lo llevó la  ex esposa para Cali, hastiada de aguantar privaciones, que a Henry, lo volvieron a encarcelar en Francia por robarse una chaqueta en Charles de Gaulle,   que traficaba drogas en Corea del Sur, que era un perdedor llevado por el vicio, que… Que… Que…
Tantas cosas se dijeron, tantas se comprobaron y otras tantas entraron a ser parte de la visceralidad de su leyenda. Lo más triste es que los beneficiarios de sus escaramuzas de bandido se cansaron de aguantarlo y se fueron no bien la fortuna cambio de acera. Alguna vez me encontré por casualidad al “pollo” y me contó cosas que matizaron mi irrelevante punto de vista respecto a la historia que estoy narrando:
-Todo lo que le comentaron es cierto, poeta. Del muchacho buena gente no quedó nada. Siempre estaba en unas “turcas” increíbles, metiendo como loco y jodiendo con esa puta pistola que disparaba cada vez que le ganaba el vicio. Cuando le entraba la depresiva se ponía a mirar al infinito y se acordaba de una vaina que le dijo a usted,  algo sobre los sueños.
Mi cara apesadumbrada debió activar algún mecanismo de recuerdos, porque acto seguido, dejó el vaso de cerveza sobre la mesa y comenzó a hablar con sincera congoja.
-No le miento. El hombre se ponía “mamón” cuando estaba borracho, pero tenía sus razones y ninguno era capaz de preguntárselas, le teníamos miedo. Me contó por ejemplo que la ex mujer no lo dejaba ver al niño si no llevaba equis cantidad de plata, la mamá le quitó unos ahorros y se los dio a una iglesia cristiana a la que asistía- su rostro se tornó sombrío-imagínelo, poeta, el man reventado y la señora regalando lo único que tenían…Qué estupidez… Y la de Kelvy, fue peor: Henry, le mandó arreglar las tetas y la muy bandida se fue con un vecino porque el hombre no le estaba dando plata. Mucha rata, poeta… Le pagó carrera en la universidad, le puso carro, apartamento, le mantenía el hogar al suegro y el h.p. del paseo fue él… ¡Qué descaro!

-¿Y qué dijo él cuando pasó todo eso?-pregunté.
-No dijo nada, no se quejó. Un varón de verdad, poeta. Siguió rebuscando, pero ya nadie le tenía confianza. Nuestro jefe el Doctor XXXX que tanta plata ganó con los torcidos que hicimos, lo “vendió” con las demás agencias, nadie le daba trabajo, por eso se puso a robar carga de los antiguos clientes… Ese viejo es un hipócrita y hasta para el senado se postuló diciendo que iba a luchar contra la corrupción… Pobre marica.
Insistí con la pregunta, quería saber que había dicho respecto a lo de sus sueños, de lo que hablamos la noche de mi despedida de la agencia. El “pollo”, hizo un esfuerzo, bebió un trago largo y me dijo:
-Estábamos en Galerías, en un “rumbeadero”  a donde  fueron varias veces, según recordó. Me contó que usted le preguntó las razones por las que hacía lo que hacía y que él le contestó que por sus sueños, o algo así. La vaina fue, y nunca se me va a olvidar, poeta, porque los ojos se le llenaron de lágrimas, que me dijo que se le había olvidado decirle algo más ese día: que prefería vivir diez años llenos de alegría y pagar lo que tocara, así fuera la muerte, a vivir toda la vida esperando el momento indicado para sentirse feliz y que este nunca llegara. Eso fue lo que me dijo. Todo de ahí para adelante ya lo sabe.-concluyó.
Lo paradójico del asunto es que los beneficiarios jamás seremos culpables a los ojos del mundo, hasta de víctimas se disfrazaron algunos. Los viejos de la oficina retomaron sus negocios una vez desapareció el postulante a príncipe de los ladrones. Sus hijos se graduaron de médicos y los recogen, siendo hoy respetables abuelos, los sábados para almorzar en sus lujosos almacenes de muebles, en sus fábricas de tubos o en las agencias que compraron. Los doctores y dueños se atornillan aún al poder y ya prepararon a la siguiente generación de cafres ansiosos por acabar con todo. Kelvy, debe ser una respetable matrona sin pasado, obsesiva, traidora.  Los delatores, los siete nefastos cómplices, estarán rumiando su pusilanimidad en oficinas donde son tímidos puntos grises dispuestos a vender a cualquiera por treinta monedas de plata. Todos tan culpables como inocentes, porque el paso del tiempo nos limpia todo menos el remordimiento, esa vocecita incómoda que se esfuerza por no dejarnos dormir tan rápido cada noche.

El precio de la felicidad. Cuánto estamos dispuestos a arriesgar, cuánta paciencia tenemos… No es un asunto de ética sino de compulsión, tomarlo todo, atragantarnos, escapar, repetir hasta hacernos daño o menospreciar el tiempo, aguantar, pujar, esperar. Es un asunto personal, creo que hasta intuitivo. Sólo dejo una historia por si la quieren leer, no voy a juzgar a nadie, no tengo esa potestad.

lunes, 6 de febrero de 2017

LA VENTANA

LA VENTANA

Por Fernando Vanegas Moreno


La memoria es mi único tesoro...,

Oscar era un rogado…, cada vez que había fiesta donde Ramírez, nos sumergía en sus cavilaciones, nostalgias y desvelos, nos involucraba por dos horas o más, en su bohemia infinita, para al final, sacarnos el cuerpo y decir, no, yo no voy…, hombre, no joda, porque no dijo desde el comienzo, explotaba Vlas…, los demás, seguíamos el juego y nos apartábamos en paz; luego, la noche continuaba y lo que ocurriera o dejara de ocurrir, siempre llegaba a la ventana.

“Los Ritos” (Rito y Rita), era como cariñosamente conocíamos a los padres de la familia Páez Pinilla, gente divinamente, arraigada en Ciudad Jardín norte, uno de los muchos barrios de la capital colombiana. Tenían más por tradición que como medio de sustento, una pequeña miscelánea, que para nosotros, impúberes currinches, se convirtió en el punto de encuentro y de “cónclave” adolescente; en la ventana de ese comercio, se ennobleció el dulce trasegar de estos polluelos.

Jorge, Chepe, Nano y Adriana, son los hermanos mayores de esta historia, entonces eran nuestros héroes; ya eran “grandes”; profesionales o en camino a serlo, tenían relaciones adultas, hablaban con madurez…, nosotros todavía, nos emocionábamos con “profesión peligro y los magníficos”, series televisivas de la época, y que bueno, hablan bien de nuestra seriedad infantil.

Como decía, esa ventana era punto de encuentro, de salida, de llegada, de anécdotas, carcajadas, chistes, bromas, y muchas veces, testigo mudo de dolor y lágrimas, la ventana era un parcero más en ese parche.

Fue también celestina y alcahueta: muchos nos reunimos ahí con nuestras  tiernas amantes de jardinera gris y saco verde, las siempre presentes niñas del Instituto Ciudad Jardín del Norte. -¿Lalita nos vemos a la salida del cole?, claro, ¿Dónde?, -ya sabes, en la ventana, ahí te espero-. Y no fui el único, todos geo referenciamos el lugar, como punto romántico de amores inocentes, primeros besos, chocolatinas, esquelas, credenciales, solitarios, poemarios, peluches…, despedidas, llanto, promesas vanas. Alix, Adriana, Diana, Viky, y por supuesto, Monika (así, con K), fueron nombres recurrentes en el viejo dintel.

Casi todas las tardes, Andrés “el cabezón”, “Chucho”, Ernesto, Vladimir, el señor Oscar, en algunas ocasiones Italo Javier, y obvio, este servidor, y previo a nuestro “voluntariado”, como alfabetizadores nocturnos, nos reuníamos allí para corregir exámenes, sacar notas, preparar clase, hacer demagogia…, carreta…, solo hablábamos mierda, (fumábamos algunos), arreglábamos el colegio, programábamos salidas, fútbol, baloncesto; nos hacíamos matoneo y nos sacábamos los trapos al sol, lo normal a esa edad. Madreábamos a los de décimo, y trazábamos tácticas y estrategias para las contiendas, fuimos malos de novela, los perversos de los pitufos, los malandros de mi pequeño pony.

También en aquel entrañable vitral, planificamos sin éxito, grupos de estudio pre ICFES, pre universitarios, pre…, presuntuosos, era lo que éramos…, tales grupos siempre fueron una disculpa para el desorden y la juerga.

“Que es lo que pasa camaleón, calma la envidia que me tienes, que aunque tu cambies de color, yo sé muy bien por dónde vienes”…, Nano trato de mil formas, de adentrarme en el son, la salsa, el guaguancó, la charanga y todos estos ritmos caribeños…, no lo logró, yo iba por otro lado, sin embargo, lo entendió, y entonces, apoyado en la calma inquietante de nuestra ventana, me hablaba de sus experiencias en el ejército, me regalaba consejos y palmadas en la espalda, me obsequio en una hoja cualquiera, la letra de “pedro navajas”, esa canción de calle, de putas y borrachos, el tema aquel que nos trae sorpresas, todo, porque mi adorada niña, necesitaba ese poema urbano para algún deber escolar, así era Nano, un bacán, desprendido, generoso, grande, inmenso…,

El arrabal sigue ahí, estoico, nuestra ventana por el contrario, ya no está, al igual que varios de los protagonistas de esta historia…, sin embargo, cada vez que retorno  a aquel suburbio, visito el sitio, vuelvo a atrás en mi memoria, rebobino el casete, y siento que el tiempo se detuvo, entonces, recuerdo al viejo Nano de nuevo, su sonrisa despidiéndome con esa voz eterna que me susurra al oído:

Ay ya tú ves
como el que no sabe,
conoce más
que aquel que cree que sabe.
Y aunque pagué
por mis viejos errores,
aún guardo en mí,
Amargos sinsabores.

“El pasado no perdona”

Del álbum: el que la hace la paga, Ruben Blades, 1983.