LOS
MALANDROS DEL BARRIO
Por: Javier Barrera Lugo
“Mantente
alejado de los bordes. No te dejes sorprender por la espalda. Debes estar
alerta. El trabajo del diablo nunca se revela por completo hasta después de
medianoche” -Reflexiones espeluznantes sobre la nafta, la locura y la
música”, Hunter S. Thompson-
El
entorno etílico de mi barrio estaba marcado por tres elementos que lograban una
perfecta simbiosis: masculinidad, que debía demostrarse a cualquier precio -no
era tierra para débiles-, un obstinado instinto de supervivencia- lo mío, los
míos, no se tocan-, y el chisme como arte depurado. El vulgar cuento llevado al
límite ponía a prueba no sólo al interlocutor sino a las fuentes, a los
testigos presenciales y de oídas que casi nunca se equivocaban, así el 90 por
ciento de lo que contaran fuera parte de su calenturienta imaginación.
Las cantinas del Citi (Ciudad Jardín Norte),
el barrio donde me crie, o malcrié, más bien; llenas hasta el gorro de maestros
de las diferentes ramas de la construcción y la decoración, choferes de bus,
intelectuales de izquierda que siempre estaban a la espera del puesto soñado en
alguna entidad del estado y bachilleres recién egresados, eran la principal
agencia de noticias de la pequeña comunidad encerrada en sus problemas, una especie
de Associated Press tercermundista.
Desde allí partía la confirmación
oficial de cualquier evento, por ejemplo, las infidelidades de alguna fulana,
“la mujer” de un conductor de bus amarillo que se revolcaba -mientras este se
partía el lomo haciendo la ruta Ciudad Jardín Nte - Marco Fidel Suárez, por
toda la avenida Caracas, de cuatro de la madrugada a once de la noche-, con un
ruso desempleado que como único atributo varonil presentaba seis niños de tres
madres diferentes a las que molía a golpes para marcar territorio.
El lema del grupo de tertuliantes era el
mismo: “esto no puede salir de aquí,” lo que significaba que el cornudo se
enteraría tres días después de todo, ¡y de último! Ese era el premio a su inocente forma de amar. El
tema se cerraba con un lavatorio del honor: golpiza invalidante a la
casquivana, un machete o cruceta incrustado en la cabecita del ofensor y el
pendejo del bus dos meses encerrado en La Modelo por intento de homicidio,
cargo del que lo exoneraba algún juez tras el pago de una coima… Y después, la
paz.
En esas cantinas de barrio eran los
hombres quienes repetían como loros la información que recogían desde las
fuentes primarias sus compañeras sentimentales durante el día. Ellas,
celosamente vigilaban los movimientos de los vecinos: a qué hora llegó tal, qué
se compraron los Barrera, esos petardos que se creían diez estratos más que
todos, o cuáles “chinas” entregaron su virginidad al vago del noviecito y arreglaron
las consecuencias de este acto generoso, una madrugada practicándose abortos en
la droguería de Hermes, ese tegua que se jactaba de ser un médico de prestigio y
sólo recetaba tabletas de asawin y colmen, medicamentos que volvían aún más
violenta a mi loca abuela Ana Rosa.
El chisme tenía una connotación de bando
real. Cada residente cuidaba sus actuaciones para no caer en los infundios de
Alicia de Talero, matrona apodada por
los mamagallistas “El Espacio” (periódico popular de la época donde eran los
pobres, el lumpen, sus tragedias,
protagonistas de los titulares). También se evitaba caer en las garras
de la señora Nativa, denominada “El Bogotano,” (competencia del primer diario
reseñado y cuya esencia, descrita con toda la visceralidad por el filósofo y
educador Germán Solano, era su sello de calidad: “Ese pasquín se dobla y la
sangre salpica por todo lado.”)
Completaba el ideario del cuarto poder
colombiano insertado en nuestra comunidad la señora Rosa de Valderrama, “El
Tiempo,” llamada así porque al igual que el otrora diario de la familia
Santos -y bien diabólicos todos-, hoy
propiedad de “Sarniento Anculo,” era una chismosa de marca mayor, ventajosa y casi
centenaria. Decían los vecinos que la entrometida anciana “le daba teta a la puerta
de su casa,” porque se la pasaba entre gallos y medianoche recostada contra el dintel
esperando material para alimentar su morboso placer. “En la noche la gente sí
es como es, el hijueputa es hijueputa y los angelitos se empelotan,” le gritó
una tarde a una mujer acusada por ella de infiel, cuando le hizo reclamo.
De esta trinidad de la patraña se
desprendía una tropa de matronas que como leales miembros de la Gestapo,
recogían información de todos los rincones y de quien diera “papaya,” para
entregársela calientita a las viejas generalas de la calumnia. Un protocolo no
escrito ordenaba que fueran ellas y sólo ellas, las encargadas de inundar con
veneno los ansiosos oídos del barrio.
El chisme era la espina dorsal de una comunidad
engordada en la candidez, donde los problemas apretaban, pero carecían de la
crueldad que el mundo de ahora brinda como mazamorra. La gente en esos años no
se tomaba tan en serio el amor o la carencia, ni el logro o los lujos
innecesarios como lo hacemos nosotros. El himno de batalla era existir sin
mayores pretensiones filosóficas o complejos arribistas; ser no parecer.
El
chisme era la forma de vencer el tedio, ponerle color a la vida que todavía no
tenía los grilletes del chat, netflix, o la basura que nos enreda el existir.
Desafortunadamente, a raíz de varios eventos cargados de atrocidad, ese entorno bucólico y el alma colectiva cambiaron. Sin darnos cuenta se hicieron
diferentes las relaciones, entramos de lleno a una realidad que por estos días
es ya una inatajable condena para toda la nación.
Los malandros del barrio hicieron su
aparición. Salieron del cascaron y se mimetizaron tras el argumento de la
pobreza para justificar y llevar a cabo fechorías. De los grupos de muchachos
que coronaron la adolescencia fumando marihuana y enamorando colegialas,
gracias a la irrupción del bazuco en la calle, se pasó al empoderamiento de
pequeñas pandillas que comenzaron a cometer asaltos a los comercios, atracos a
punta de cuchillo (si los tarados conseguían un revólver lo vendían para
consumir. Un cuchillo no vale nada) y robos a las casas de sus vecinos. El Citi se volvió una “olla” donde los niños
ricos de los barrios aledaños llegaban en sus carros a comprar el vicio que les
destrozaba la vida, con el dinero que sus padres (los mismos que les destrozaron
la vida desde antes de nacer) les daban. Los niños pobres recolectaban chatarra,
robaban las pocas cosas que tenían sus ranchos para complicarse aún más la
existencia. La maldita droga comenzaba a volver zombis a una generación de
bogotanos.
Los Zarabanda, los Coloreto, el parche del
cabezón Valderrama (una copia paupérrima de Ramón Valdez, pero sin gracia, hijo de doña Rosa, la
chismosa conocida como El Tiempo), los hermanos Barón, entre otros, comenzaron
a patrullar el barrio como hienas. Nada se podía dejar olvidado, las puertas,
abiertas de par en par por 30 años, se cerraban con pasador. El estado de
zozobra fue patente.
Los borrachos andaban en manada para
evitar ser atracados, los niños de la escuela éramos víctimas del famoso: “deme
una moneda o lo chuzo,” que casi siempre terminaba con el robo de la maleta y
de los maltrechos zapatos. Todo, absolutamente todo, era objeto de hurto por
parte de estos personajes nefastos; hasta las escasas señales de tráfico de la
avenida principal eran robadas para vender el metal del que estaban hechas.
Lo que por décadas fue chisme
institucionalizado y hasta inocentón, en los tempranos años ochenta se volvió
reporte judicial: que le dieron una puñalada a fulano anoche como a las 11
cuando llegaba de la universidad, que de la tienda de zutano se llevaron un
poco de mercancía, que a perencejo lo amenazaron de muerte por denunciar un
atropello en la estación de policía.
El caos dominaba, pero nadie en sus
cabales padece sentado tanto atropello. En las cantinas los hombres, mis
vecinos, los amigos de mi familia y de las familias de todos, recios personajes
curtidos en los vejámenes de la violencia partidista que los afectó en sus
pueblos, los que en el cuartel hicieron frente a los secuaces de Tirofijo y
Guadalupe Salcedo, los policías retirados que se amangualaron con Efraín
González para matar masones liberales y persiguieron sin titubeos a Sangrenegra,
tomaron decisiones.
Como paso inicial en su estrategia de
guerra contra el delito, utilizaron la mejor herramienta de comunicación con la
que contaban, el chisme, para enviarles mensajes a los malandros del barrio: “La
muerte les pisa los talones.” “Tres huevones no van a dañar la tranquilidad del
vecindario.” “Si matar a veinte vagos es salvar a doscientos niños del vicio,
le cortaremos la cabeza a sesenta para dejar bien limpias las cuadras.” “Vale
la pena el sacrificio si el bien vuelve a las calles.”
Desde las cantinas se diseminaban las
advertencias, pero con una característica de honor: el autor o autores de las
amenazas no tenían rostro, el miedo a represalias estaba también incrustado en
el bando de los justicieros. Y la consigna se respetó, la causa gozaba de la simpatía popular. La
gente defendió a sus defensores.
Los malandros pusieron cara a sus nuevos
adversarios. Comenzaron a usar a sus madres, usuarias y víctimas del chisme,
para enviar recados de vuelta: Que ellos no se metían con nadie, sólo “metían…”
Que no eran cobardes y se enfrentarían al que fuera, que no se dejarían matar
como marranos... Que por eso eran adictos, por la falta de amor y comprensión
de la sociedad… Unos maricas completos, siempre lo he creído, y pido excusas
por la licencia que me tomo al dar esta opinión.
Los vengadores no se precipitaron, no
contestaron; le permitieron bajar la guardia al enemigo. Dos meses después del
intercambio de mensajes el primero de los malandros cayó víctima de tres plomos
que le destrozaron el pecho. Los “bazuqueros” estaban en uno de los parques
cercanos a la iglesia consumiendo tranquilamente cuando dos grupos apostados en
las entradas comenzaron el ritual de purificación. Nadie vio quién disparo, no
se distinguieron voces, los gritos fueron ruido que se perdió en medio del
traqueteo, pero hubo gratitud en las miradas, en los silencios cómplices.
Así empezaron a morirse miembros de cada
una de las pandillas hasta que según palabras de mis vecinos, el barrio se
limpió. Los Zarabanda, hijos de unos viejos que se dedicaban a arreglar estufas
de gasolina en un rancho a punto de desplomarse, terminaron sus días en un
potrero aledaño con sendos tiros de gracia en la nuca. Dos hombres y una niña
bonita a los que la droga volvió engendros famélicos llenos de costras y
arrugas, acabaron aferrados a pipas de bazuco que los policías apagaron para vendérselas
después a otros seres que nunca llegaron a importarle a nadie. Al otro día del crimen
los padres de los Zarabanda abrieron el local como si nada. Creo que
descansaron.
De a poco, los miembros de las pandillas
se fueron perdiendo del panorama, migraron para las invasiones de Suba, para el sur, para la mierda, si se me
pregunta. El barrio volvió a su letargo, pero algo se perdió. Ya en las
cantinas la pelea leal se cambió por caras hostiles, tipos armados que
demostraban su poder disparándole a los pendejos que todavía creían en el honor
de un combate parejo.
La guerra del país se metió en nuestro
paraíso feo. Muchos de los delincuentes se transformaron en militantes y
milicianos de movimientos armados de izquierda por mera necesidad comercial. Las
banderas del M-19 y el ELN ondeaban en los sitios públicos. Los malandros
nuevos fueron protegidos por los guerrilleros ya que se volvieron sus mecenas
gracias a las cuotas que pagaban para que los dejaran distribuir el vicio. Los
insurgentes les enseñaron el arte de hacer la guerra como contraprestación a su
aporte.
Los viejos defensores de la moral y la
salud de los niños esta vez no se metieron. Estaban cansados, viejos, esas
batallas ya no eran de ellos y además los malos, los drogadictos sin padrinos
se volvieron paisaje, cotidianidad. Problemas más grandes empezaban a crecer en
nuestras casas: la estafa del UPAC, la falta de trabajo, la apertura de Gaviria
que destrozó a la clase media, los sueños que se hicieron imposibles de
cumplir, el horror de la masificación, el dolor de la comunicación que se
volvió pegarle con un dedo a un aparato sin alma.
Las chismosas y el chisme mutaron,
empezaron a morir. Las cantinas, con su olor a orina y amistad, le dieron paso a los Bogotá beer Company, a
los bares con temática y sin sustancia, a la trivialidad de la conquista porque
toca fornicar con alguien, a facebook, donde el chisme es joda tonta. Todo pasa y todo queda, esa es la ley de la
vida.
La nostalgia me llevó a la tienda del
viejo Santafé hace unas semanas. De allí salió el tema para este relato. Quería
escuchar a Julio Jaramillo y Alci
Acosta, tomarme un whiscacho sir Edward, hablarles a mi viejo y sus amigos
también fallecidos. Rodaba mis pensamientos cuando se me acercó un señor mayor:
“¿Barrera?”¿Usted es el hijo de Barrera el pintor, cierto? Vea, me contó mi
hija que usted trabaja en un periódico...” Quise explicarle que alimento un
blog que nadie lee, pero me di cuenta que sería estéril hacerle entender algo
que para mí también es una ecuación algebraica. Le respondí que sí. El señor se
animó, me invitó un trago y me dijo:
-¿Se
acuerda lo de la matanza de los viciosos aquí en el citi por allá en el 84? Yo
fui uno de los que “quemó” a varios de esos hijueputas. Se lo merecían. Si no
es por nosotros este barrio sería un antro.
La confesión me heló la sangre, me
agarró fuera de base, con pocos tragos en la cabeza para resistir el golpe. Además,
me perturbó concluir que lo que el señor esperaba de mí era agradecimiento por
un acto macabro que según él, se realizó en nombre de las buenas intenciones
Quería mi venia y mis plausos sin
siquiera darme a conocer al menos un detalle mínimo de sus motivaciones.
El viejo Santafé, que todo lo escucha,
que todo lo sabe, y lo que es peor aún, todo lo comunica, ni se mosqueó con lo
que el otro anciano me relataba. A las 8 de la noche, cuando el “cuchito” me
pidió ayudarle a cerrar el local, me dijo: “Esos manes eran unos verracos.” Se
refería al anciano y su grupo de vengadores. “No les tembló el culo con esos
pendejos que se estaban tirando el barrio. Si no fuera por ellos, muchos de
ustedes, “chinos” en esa época, se hubieran ido por el mal camino. Les debemos
mucho, no crea… Es que esos marihuaneros dañaron “harta juventu” por acá y la
policía no hacía ni mierda; allá, echados en la estación sacando panza…
¡Malparidos!” Calló para ver qué comentaba.
Quise decirle que lo que esta patrulla
vengadora cometió fue un abuso igual o mayor al de los malandros, ejecuciones
sumarias, nada menos; pero recordé cómo las autoridades a quienes la
constitución y las leyes honraron con la tarea de servir al pueblo, se
arrodillaban ante el dios dinero y los dejaban libres, o ni siquiera se tomaban
el trabajo de ficharlos sino que cobraban el soborno frente a la mirada
aterrada del vecindario.
Los que hablan de derechos humanos
parecen no ponerse en los zapatos de las víctimas, igualan comportamientos
delictivos con dignidad personal y al final la gente que se porta bien termina
debiéndole al criminal que nunca pensó en la sociedad cuando por calmar una
adicción o su codicia, terminó dañando a gente inocente.
Puede que suene a fascismo lo que acabo
de escribir, pero es una realidad de a puño. Una democracia sin justicia es
simplemente un accesorio inútil, un título con el que un grupo de personas
adecenta un país que siempre ha estado hecho trizas.
Caminé hasta el Bulevar Niza para tomar
el bus hacia mi casa. Ahora que Emilia está presente en mi vida la idea de
proteger es casi frenética. No dulcifiqué lo que aquellos hombres hicieron,
simplemente entendí lo que logró el desespero en unos padres y vecinos que en
aquellos años pasaban ya las cuatro décadas de vida, como yo ahora, y que como yo, velaban por niños que en esa
época tenían la edad de mis sobrinos hoy. Los pensamientos quebraron mi cabeza,
la conversación con el viejo fluía como un torrente, volvía… Su voz, firme,
detallaba lo sucedido:
-Cuando
esos huevones empezaron con su marihuana y sus escándalos, algunos dijimos que
había que pegarles un “sustico” para que dejaran la joda. La mayoría decidió
que los dejáramos quietos, que esas vainas se les pasaban cuando dejaran embarazada
a alguna “tontarrona…” Es más, varios maestros de construcción, hombres
decentes, se los llevaron a trabajar a las obras y a la semana nos contaban
“emberracados” que se les habían perdido
las herramientas, la plata, o que a los maricas en quienes quisieron confiar
hicieron perder la “coloca” a toda la cuadrilla porque los ingenieros encontraron
a los viciosos fumándose un “bareto” en
horas laborales.
-Cuando
dice, “la mayoría decidió”, ¿a quienes
se refiere? Pregunté.
-Pues
a los que colaborábamos en el barrio, los primeros que llegamos a construir
aquí: unos policías pensionados que fueron chulavitas* y otros tipos que fueron
cachiporros** bravos en los llanos, algunos de la junta de acción comunal,
dueños de negocios, padres preocupados, los mismos vecinos de los basuqueros
que todos los días los padecían con su fumadera y atracos a sus hijos cuando
llegaban de estudiar, y por la noche los escándalos, la venta de drogas. A los civiles les tembló la mano y no nos
dejaron darles una buena “muenda” a esos pendejos. Cuando la cosa se puso color
de hormiga, fueron ellos quienes nos pidieron de rodillas sanear el barrio.
El cerebro me burbujeaba. Aquel anciano
de casi 80 años contaba las cosas como quien relata su día de compras en el
supermercado. Su cara golpeada por los años no le hacía honor a la mirada llena
de fuego que envidiaría el propio Lucifer. Seguí con mis preguntas:
-Pero
¿por qué no les advirtieron, sólo los asustaban y dejaban que se fueran?
-Pues
claro que lo hicimos. Las mujeres de nosotros les contaban a las chismosas del
barrio lo que estaba por suceder, que habían escuchado por ahí lo de las
amenazas. Mijo sabe que un chisme empieza así y llega hasta donde tiene que
llegar. La mayoría de las mamás de los marihuaneros supieron; pero decían que
era injusto, que sus “chinitos” eran unos angelitos… ¡Viejas alcahuetas! Los
malparidos metían vicio en la terraza o frente a sus casas todo el día, apuñalaban
a la gente que madrugaba a trabajar honradamente… ¿y disque angelitos?
¡Alcahuetas!
También
hicimos lo mismo en las cantinas. La mayoría de los hombres sí sabían quiénes
éramos y que queríamos hacer. Regaban el cuento, pero nos cubrían la espalda,
no sé si por gusto a la causa, por cariño o miedo… A lo mejor más miedo que
otra cosa, ¿cierto, “chino”?- Su carcajada apagada me heló la sangre por
segunda vez.
“El mundo no es justo y menos lógico,”
pensé. El viejo me invitó otro Sir Edwards. Debí darle una señal equívoca de
simpatía por su causa -trate de no revelar ninguna emoción, pero fallé-, porque me apretó la mano y dijo: “no tiene
que agradecer nada, por nuestro esfuerzo, usted tiene que escribir en su
periódico esto que le cuento (¿?). Y nosotros tener nuestros últimos años en
paz… Cumplimos con nuestro deber, así vale la pena morirse…”
Los monstruos viven mucho, su aparente
superioridad pide elogios; son impertinentes, megalómanos, estúpidos
funcionales. Los farcos, los elenos, los paras, los del M, todos argumentaron
pelear y asesinar a nombre de nosotros, el pueblo, todos pidieron ser reparados
por su “patriotismo” y lo lograron. Hasta un viejo que creyó estar hablando con
un chiquillo de siete años me restregó su testosterona a la hora de jugarse el
pellejo a mi nombre, aunque sin mi tácita autorización.
“¿Va a escribir sobre lo que le conté,
periodista?” dijo mientras con una seña le pedía la cuenta a don Santafé.
Intente hacer lo que regularmente hago, decirle a la gente lo que quiere
escuchar y después desechar la promesa: “Claro, jefe. La otra semana lo coloco
en “mi periódico...” Una fuerza, el ímpetu de ser un individuo y no un
hipotético “chino huevón” que se iba a volver bazuquero a los 8 años, me
llevaron a contestarle lo que de corazón pensaba:
-Yo no escribo lo que un
delincuente me confiesa y quiere que publique.
Váyase para un juzgado y cuente su cuento allá. A lo mejor lo declaran héroe, protector
de la juventud… No me interesa… Y además ya le dije: ¡no soy periodista! ¡No
trabajo para nadie! ¡Soy un borracho con ínfulas de novelista, así que no me
joda!
El viejo ni se mosqueó, el sí, sin
pudor, escuchó lo que quiso escuchar. “Chao, Barrerita, gracias por su
comprensión, mijito.” Sacó unos billetes arrugados, los dejó sobre el mostrador
y se fue. Desde la puerta me dijo: “Ustedes los periodistas no son sino
chismosos que ganan plata con eso. Seguro todo lo que le conté se sabrá…. ¡No
me los conociera…!
Le dije a don Santafé, que así lo
hubiera hecho ya el anciano matón, yo pagaba los whiskys que me tomé, que
ningún asesino me subsidiaría jamás algo que consumiera. El viejo Félix, sabio
y curtido en el arte de escuchar y no juzgar, me aconsejó: “No se llene de
odio, amigo. Si supiera lo que he visto y oído en este local… Mejor dicho es
que ni vuelve.” Su risa llenó la cantina.
Caminar es la mejor forma de activar la
mente, a mí me funciona, así que rebasé el Bulevar Niza y mis pasos me llevaron
hasta la calle 100 con avenida Suba, donde finalmente tomé el bus. Cavilé
mucho, seguí enfadado, dándome golpes de pecho por haber caído en la tentación
de creer en lo pragmático de las acciones que nos da miedo, pereza o pudor,
ejecutar.
No es malo tener ideas preconcebidas, lo
difícil es creer que son inamovibles. Siempre me consideré un ciudadano
correcto, un defensor de la legalidad, un dechado de virtudes democráticas… La
conversación con el anciano vengador, me hizo entender que no lo soy. En un
país donde la ley se compra y las autoridades vuelven grisácea la frontera
entre el bien y el mal, la concepción de
justicia como valor no pasa de ser un mero accesorio para decorar y adecentar la consciencia. “Todo colombiano
lleva un “paraquito” ***adentro,” dijo algún filósofo popular. Desgraciadamente
no se equivocó. En Colombia el amor, los amados, se defienden a muerte o son
ellos los que dejan de existir.
Chismes, malandros y muerte… En el Citi
se encontraron una vez para no separarse nunca. Las chismosas fallecieron, las
calles se quedaron solas, ladronzuelos venidos del infierno roban a granel.
Todo es tan artificial en estos días que asquea. Ojalá el viejo Santafé dure
mucho, no resistiría tomar licor barato en un chuzo pretencioso de la 93 donde los
malandros, esos sí de verdad, políticos y sus ejércitos de gorilas, narcos y
modelos con tarifa, son el ejemplo de éxito para una generación ciega.
*Policía paraestatal del partido conservador
colombiano en la época de la violencia.
**Miembro beligerante del partido liberal Colombiano
en la época de la violencia.
***Forma despectiva para llamar a los paramilitares
colombianos.