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lunes, 29 de mayo de 2017

CUANDO LA CORDILLERA SE EMBARAZA


 
CUANDO LA CORDILLERA SE EMBARAZA

Pedro Alberto Zubizarreta, Buenos Aires, Argentina


Asunción

El agente sanitario Alejandro Villanueva, a quien los amigos llamábamos Jano, tenía un olfato llamativo para detectar embarazadas. A las pocas semanas de gestación ya estaba Jano zumbando en torno a la familia de la embarazada para asegurar que se cumpliesen los controles de salud.
“Encontré una embarazada nueva”, me comentó Jano un día. “Se me vino escapando, ahora debe andar por el quinto mes”.
“¿Quién es?”
“Asunción Carvajal. Usted no la conoce, pues vive a cinco horas de caballo bien caminadas”, respondió Jano.
Cuando Jano decía cinco horas de caballo “bien caminadas” significaba sin descansos en el trayecto. Con estos datos uno podía tener ya una buena idea de porqué para algunas personas resultaba difícil concurrir a los controles de salud.
“Si te parece vamos a hacerle una visita nosotros”, le dije.
No es que yo tuviese la obligación de ir a la casa de todos los que vivían lejos, pero a la conveniencia de hacerle los controles a Doña Asunción se sumaba mi profundo interés por recorrer las distancias que hacen de la Patagonia un espacio de dimensiones inconmensurables. No se tiene una plena conciencia de lo que es el espacio en su dimensión humana hasta que uno no lo recorre a pie o al menos a caballo. El automóvil y el avión nos han quitado la experiencia de la de los límites de los músculos y el cansancio.
Jano y yo emprendimos a caballo el camino hacia la casa de la familia de doña Asunción una mañana de sol de pleno verano. Hay que dejar que el caballo elija su ritmo y su camino. Al trepar y más aún al descender una cuesta, los caballos de la cordillera, de baja talla y con espeso pelaje, reaccionan con prudencia y pisan sobre terreno seguro. Lo mismo ocurre al vadear un río caudaloso. Espolear al animal u obligarlo a cambiar el rumbo puede entrañar un grave peligro. Entonces uno aprende a dejarse llevar. Fue una extraña sensación para mí depositar tal confianza en un animal. De él dependían nuestras vidas y ambos lo sabíamos. De pronto se establecía un vínculo crucial con el caballo, un nexo profundo y genuino que no admitía menoscabos ni cuestionamientos.
Llegamos a la casa después del mediodía, sorprendiendo a sus habitantes, que lo que menos esperaban era ver llegar al doctor de visita por primera vez en sus vidas. Doña Asunción se aprestó de inmediato para la consulta. Luego del examen físico y la extracción de sangre para análisis, todos nos sentamos a churrasquear, con suficiente carne que Jano había traído para todos. Acordamos con Doña Asunción que ella vendría hasta el hospital una semana antes de la fecha del parto para permanecer internada junto con la niña más pequeña.
Doña Asunción cumplió con su palabra. No era para menos, el gesto de mi visita se pagaba con la misma moneda. El parto normal se produjo en la fecha prevista y cuatro días más tarde la parturienta regresaba a los confines del mundo civilizado llevándose consigo una nueva boca para alimentar.

Carmen

Carmen estaba embarazada de nueve meses y venía en camino al Hospital del pueblo para tener su parto. Venía de lejos, a caballo, bajando con lentitud de los llanos por las empinadas laderas. Se dejaba bajar por el caballo. Llegando a los ranchos de invernada se le rompió la bolsa de las aguas. Como no había amanecido aún, decidió esperar la luz del alba para hacer los kilómetros que faltaban para llegar al hospital. Pero la naturaleza había disparado sus gatillos misteriosos para burlar estos planes. Recibí un radio para ir a buscarla en ambulancia pues estaba con dolores de parto. Cuando llegamos con Mauricio, el chofer de la ambulancia, serían las nueve de la mañana de un día radiante pero frío en extremo, sorteando manchones de nieve que no se alcanzaban a derretir por las bajas temperaturas reinantes. Carmen nos esperaba en la puerta de su casita, con un bolso en la mano y un niño de unos cuatro años en la otra.
“¿Qué le parece, llegamos o no?”, le pregunté, confiando en su experiencia de varios partos previos.
“No sé...”, dijo Carmen con una expresión en el rostro que me hizo tomar una rápida decisión.
“Acuéstese, por favor. La voy a revisar”, le dije.
La dilatación era completa y el parto era inminente. Llamaba la atención que minutos antes hubiese estado parada esperando en la puerta de su casa. El parto se produjo cinco minutos después. Con total normalidad nació un niño de buen peso y vitalidad. Lo sequé rápidamente y lo envolví en una frazada.
Mientras esperaba el alumbramiento y Carmen se reponía antes del traslado al hospital, Mauricio trajo unas brasas que distribuyó en forma de círculo sobre el piso de tierra apisonada del rancho. En el medio ubicamos al bebé recién nacido, que permanecía atento y con los ojos abiertos. Con ese spiedo improvisado, cuidando que el calor fuese el necesario, el bebé se mantuvo con una buena temperatura en el frío de la mañana que lo vio nacer.

La manito

Fue el primer parto que me tocó asistir de recién llegado, con las manos ávidas de tocar vida. Pero esta vez me ganaron de mano, al punto de que cuando estaba palpando como venía la presentación del bebé, una manito me agarró un dedo. Más allá de lo risueño que pueda parecer, mi cerebro reaccionó en ese momento como médico, sabiendo que lo que técnicamente se llama procidencia de miembro superior, podía transformarse en un problema serio para el parto. Lentamente le empujé la mano hacia arriba que se deslizó con suavidad entre mis dedos. La cabeza luego descendió ocupando todo el espacio y no permitiendo que la mano volviese a salir. El parto fue excelente. Una madre que ya tenía cinco hijos y que daba cátedra de entereza y tranquilidad.
A mi pequeño amigo que se había presentado tan desinhibidamente confiriéndome el honor de ser la primera persona a quién le estrechó la mano, lo seguí viendo durante su primer año de vida. Cuando empezó a deambular por este mundo, y creo que fue la última vez que lo vi, nos estrechamos la mano nuevamente, esta vez sin ansiedades de por medio y acompañando el varonil gesto con una sonrisa ancha.

Rosa

La tormenta de nieve había arreciado durante la noche, pero había amanecido con el sol brillando en un cielo completamente despejado. Un poblador vino corriendo a traer la mala noticia. Doña Rosa Montero había muerto.
Rosa Montero era una joven mujer de treinta y ocho años y siete hijos sin contar la gestación actual que según mis cálculos rondaría los ocho meses. En los controles del embarazo no había detectado factores de riesgo. Con el corazón estrujado nos preparamos rápidamente para ir hasta su domicilio en La Matancilla. En menos de media hora estábamos en camino y a los tumbos, poniendo a prueba un vehículo de doble tracción rodando sobre medio metro de nieve recién caída.
Llegamos pasado el mediodía. De la luminosa claridad de la nieve y el sol pasé a la penumbra del interior del rancho de Rosa Montero. Su cuerpo estaba recostado sobre un delgado y raído colchón, sobre el piso de tierra apisonada, con el vientre prominente de la gestación avanzada, rodeada de velas encendidas por sus parientes y vecinos, en el mismo lugar en el que sus hijos la hallaron muerta. Fueron los niños mayores los que se dieron cuenta que había fallecido, después de un buen rato durante el que los más pequeños se treparon y jugaron sobre ella. Su marido estaba ausente y lejano, plantando árboles para otros en los llanos.
A la luz mortecina de las velas, en compañía de las sombras de la silueta yacente agitándose en las paredes de adobe, no supe pensar en nada, anonadado por el cruel privilegio de ser testigo, sólo eso.
Después se supo que en medio de la nieve y la crudeza de la tormenta de la noche anterior, Rosa había estado acarreando gruesas ramas y troncos para alimentar el fuego de la cocina económica, única fuente de calor de la casa. Buscando combustible para darle calor a sus hijos, a Rosa se le había apagado su propio fuego.


No supe pensar en nada, aplastado por el cruel privilegio de ser testigo, sólo eso.

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