CUANDO
LA CORDILLERA SE EMBARAZA
Pedro Alberto Zubizarreta, Buenos Aires, Argentina
Asunción
El agente sanitario
Alejandro Villanueva, a quien los amigos llamábamos Jano, tenía un olfato
llamativo para detectar embarazadas. A las pocas semanas de gestación ya estaba
Jano zumbando en torno a la familia de la embarazada para asegurar que se
cumpliesen los controles de salud.
“Encontré una
embarazada nueva”, me comentó Jano un día. “Se me vino escapando, ahora debe
andar por el quinto mes”.
“¿Quién es?”
“Asunción Carvajal.
Usted no la conoce, pues vive a cinco horas de caballo bien caminadas”,
respondió Jano.
Cuando Jano decía
cinco horas de caballo “bien caminadas” significaba sin descansos en el
trayecto. Con estos datos uno podía tener ya una buena idea de porqué para
algunas personas resultaba difícil concurrir a los controles de salud.
“Si te parece vamos a
hacerle una visita nosotros”, le dije.
No es que yo tuviese
la obligación de ir a la casa de todos los que vivían lejos, pero a la
conveniencia de hacerle los controles a Doña Asunción se sumaba mi profundo
interés por recorrer las distancias que hacen de la Patagonia un espacio de
dimensiones inconmensurables. No se tiene una plena conciencia de lo que es el
espacio en su dimensión humana hasta que uno no lo recorre a pie o al menos a
caballo. El automóvil y el avión nos han quitado la experiencia de la de los
límites de los músculos y el cansancio.
Jano y yo emprendimos
a caballo el camino hacia la casa de la familia de doña Asunción una mañana de
sol de pleno verano. Hay que dejar que el caballo elija su ritmo y su camino.
Al trepar y más aún al descender una cuesta, los caballos de la cordillera, de
baja talla y con espeso pelaje, reaccionan con prudencia y pisan sobre terreno
seguro. Lo mismo ocurre al vadear un río caudaloso. Espolear al animal u
obligarlo a cambiar el rumbo puede entrañar un grave peligro. Entonces uno
aprende a dejarse llevar. Fue una extraña sensación para mí depositar tal
confianza en un animal. De él dependían nuestras vidas y ambos lo sabíamos. De
pronto se establecía un vínculo crucial con el caballo, un nexo profundo y
genuino que no admitía menoscabos ni cuestionamientos.
Llegamos a la casa
después del mediodía, sorprendiendo a sus habitantes, que lo que menos esperaban
era ver llegar al doctor de visita por primera vez en sus vidas. Doña Asunción
se aprestó de inmediato para la consulta. Luego del examen físico y la
extracción de sangre para análisis, todos nos sentamos a churrasquear, con
suficiente carne que Jano había traído para todos. Acordamos con Doña Asunción
que ella vendría hasta el hospital una semana antes de la fecha del parto para
permanecer internada junto con la niña más pequeña.
Doña Asunción cumplió
con su palabra. No era para menos, el gesto de mi visita se pagaba con la misma
moneda. El parto normal se produjo en la fecha prevista y cuatro días más tarde
la parturienta regresaba a los confines del mundo civilizado llevándose consigo
una nueva boca para alimentar.
Carmen
Carmen estaba
embarazada de nueve meses y venía en camino al Hospital del pueblo para tener
su parto. Venía de lejos, a caballo, bajando con lentitud de los llanos por las
empinadas laderas. Se dejaba bajar por el caballo. Llegando a los ranchos de
invernada se le rompió la bolsa de las aguas. Como no había amanecido aún,
decidió esperar la luz del alba para hacer los kilómetros que faltaban para
llegar al hospital. Pero la naturaleza había disparado sus gatillos misteriosos
para burlar estos planes. Recibí un radio para ir a buscarla en ambulancia pues
estaba con dolores de parto. Cuando llegamos con Mauricio, el chofer de la
ambulancia, serían las nueve de la mañana de un día radiante pero frío en
extremo, sorteando manchones de nieve que no se alcanzaban a derretir por las
bajas temperaturas reinantes. Carmen nos esperaba en la puerta de su casita,
con un bolso en la mano y un niño de unos cuatro años en la otra.
“¿Qué le parece,
llegamos o no?”, le pregunté, confiando en su experiencia de varios partos
previos.
“No sé...”, dijo Carmen
con una expresión en el rostro que me hizo tomar una rápida decisión.
“Acuéstese, por
favor. La voy a revisar”, le dije.
La dilatación era
completa y el parto era inminente. Llamaba la atención que minutos antes
hubiese estado parada esperando en la puerta de su casa. El parto se produjo
cinco minutos después. Con total normalidad nació un niño de buen peso y
vitalidad. Lo sequé rápidamente y lo envolví en una frazada.
Mientras esperaba el
alumbramiento y Carmen se reponía antes del traslado al hospital, Mauricio
trajo unas brasas que distribuyó en forma de círculo sobre el piso de tierra
apisonada del rancho. En el medio ubicamos al bebé recién nacido, que
permanecía atento y con los ojos abiertos. Con ese spiedo improvisado, cuidando
que el calor fuese el necesario, el bebé se mantuvo con una buena temperatura
en el frío de la mañana que lo vio nacer.
La manito
Fue el primer parto
que me tocó asistir de recién llegado, con las manos ávidas de tocar vida. Pero
esta vez me ganaron de mano, al punto de que cuando estaba palpando como venía
la presentación del bebé, una manito me agarró un dedo. Más allá de lo risueño
que pueda parecer, mi cerebro reaccionó en ese momento como médico, sabiendo
que lo que técnicamente se llama procidencia de miembro superior, podía
transformarse en un problema serio para el parto. Lentamente le empujé la mano
hacia arriba que se deslizó con suavidad entre mis dedos. La cabeza luego
descendió ocupando todo el espacio y no permitiendo que la mano volviese a
salir. El parto fue excelente. Una madre que ya tenía cinco hijos y que daba
cátedra de entereza y tranquilidad.
A mi pequeño amigo
que se había presentado tan desinhibidamente confiriéndome el honor de ser la
primera persona a quién le estrechó la mano, lo seguí viendo durante su primer
año de vida. Cuando empezó a deambular por este mundo, y creo que fue la última
vez que lo vi, nos estrechamos la mano nuevamente, esta vez sin ansiedades de
por medio y acompañando el varonil gesto con una sonrisa ancha.
Rosa
La tormenta de nieve
había arreciado durante la noche, pero había amanecido con el sol brillando en
un cielo completamente despejado. Un poblador vino corriendo a traer la mala
noticia. Doña Rosa Montero había muerto.
Rosa Montero era una
joven mujer de treinta y ocho años y siete hijos sin contar la gestación actual
que según mis cálculos rondaría los ocho meses. En los controles del embarazo
no había detectado factores de riesgo. Con el corazón estrujado nos preparamos
rápidamente para ir hasta su domicilio en La Matancilla. En menos de media hora
estábamos en camino y a los tumbos, poniendo a prueba un vehículo de doble
tracción rodando sobre medio metro de nieve recién caída.
Llegamos pasado el
mediodía. De la luminosa claridad de la nieve y el sol pasé a la penumbra del interior
del rancho de Rosa Montero. Su cuerpo estaba recostado sobre un delgado y raído
colchón, sobre el piso de tierra apisonada, con el vientre prominente de la
gestación avanzada, rodeada de velas encendidas por sus parientes y vecinos, en
el mismo lugar en el que sus hijos la hallaron muerta. Fueron los niños mayores
los que se dieron cuenta que había fallecido, después de un buen rato durante
el que los más pequeños se treparon y jugaron sobre ella. Su marido estaba
ausente y lejano, plantando árboles para otros en los llanos.
A la luz mortecina de
las velas, en compañía de las sombras de la silueta yacente agitándose en las
paredes de adobe, no supe pensar en nada, anonadado por el cruel privilegio de
ser testigo, sólo eso.
Después se supo que
en medio de la nieve y la crudeza de la tormenta de la noche anterior, Rosa
había estado acarreando gruesas ramas y troncos para alimentar el fuego de la
cocina económica, única fuente de calor de la casa. Buscando combustible para
darle calor a sus hijos, a Rosa se le había apagado su propio fuego.
No supe pensar en
nada, aplastado por el cruel privilegio de ser testigo, sólo eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario