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domingo, 7 de abril de 2019

EL NEGRO QUE NUNCA TUVO MIEDO


EL NEGRO QUE NUNCA TUVO MIEDO
Por: Javier Barrera Lugo



Las calles fueron tomadas, literalmente, por el silencio. Contadas almas en pena, pasmadas por el exceso de licor y la sensación de vacío, llenaron de pasos mudos el retorno del día, enmarcaron el inicio de una pesadilla colectiva que sólo ocho años después pudo ser desalojada de los corazones. Pero las marcas que una navaja les trazó en la cara a  ciento setenta y seis mil personas que asistieron al Maracaná el 16 de julio de 1.950  y a los cien millones de brasileros que detuvieron sus vidas y las trasladaron a la cancha más famosa del mundo, seguros de lograr su primer título mundial de fútbol, aún hoy, supuran indignación y vergüenza que tiñen de abatimiento la bandera auriverde donde el lema Orden y Progreso resalta como una máxima por cumplir.

       Los goles de Juan Alberto Schiaffino (21´ del segundo tiempo) y Alcides Ghiggia,-la estocada mortal- (34´del segundo tiempo), aterrizaron a una nación que consideró como tarea cumplida, antes de jugar, el último partido de la copa que debían ganar. Toda ilusión le cedió el turno de fluir por las venas a la triste realidad: promesas absurdas de los políticos, miseria, racismo, exclusión y resignación que se hacían menos palpables cuando un grupo de hombres salía a patear entusiasta una pelota que volvía hermanos, por unas horas, a los esclavos y sus amos. Duro despertar para una sociedad acostumbrada a la alegría que se experimenta y se inventa también.

       Pero esta hazaña se cuenta desde dos orillas. El tamaño del perdedor, las grietas que quedaron en el suelo tras su caída, hacen notable la victoria del David de este relato: la selección uruguaya de fútbol, liderada por Obdulio Jacinto Muiños Varela, Obdulio Varela para los conocidos,  mítica camiseta celeste número 5, el Negro Jefe, como era llamado por sus compañeros y la gente de la República Oriental, revalidaba lo que veinte años antes obtuvo un grupo de hombres que las arenas del tiempo enterraron para las generaciones siguientes. Varela y su pandilla cosecharon con gallardía un nuevo fruto para llenar de felicidad a sus paisanos. Devolvieron el estremecimiento provocado por el triunfo a un país pequeño geográficamente, pero que atesoraba un espíritu que era superior al de muchas potencias globales. Este título, alcanzado en tierras cariocas, se sumaba al primer campeonato del mundo (1.930) del que fueron anfitriones y ganadores,  las medallas de oro olímpicas del 24 y 28,  y las copas América del 16, 17,  20, 23, 24, 26, 35 y 42. Los dirigidos por Juan López, se coronaron vencedores pese a los pronósticos nada optimistas de sus propios dirigentes, de los mandamases de la FIFA, los organizadores del torneo, los mandaderos de las autoridades civiles y militares y del mundo que giraba alrededor  de una esfera de cuero y millones de preconceptos.

       El Negro Jefe, desconoció los augurios de sus propios capataces de corbata y terno, quienes en un acto de indecencia, natural en los políticos, le pidieron al plantel antes de saltar al campo “ser dignos, perder por menos de seis goles, jugar con guante blanco (no dar patadas), porque según ellos estar en la final era de por sí una ganancia, un estandarte que colocaba a su país en el centro de las miradas”. Obdulio, un ser honesto y orgulloso de su estirpe mulata, una persona que nunca le tuvo miedo ni a la escasez, ni al trabajo, un individuo que no dio por sentada condición o destino, reunió a sus compañeros en la boca del túnel y les gritó unas palabras que orientaron al grupo hacia el éxito: “Vamos a jugar como hombres. Nunca miren a la tribuna. No piensen en toda esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo, y si ganamos no va a pasar nada, nunca pasa nada. Este partido se juega con los huevos en la punta de los botines. ¡Los de afuera son de palo!”. Las cartas quedaron sobre la mesa.

       Albino Friaça, adelantó al local en el minuto dos del segundo tiempo. El partido estaba parejo, juego ansioso de Brasil, control por parte de Uruguay. Una vez validado el tanto, Obdulio, corrió al encuentro del árbitro, el señor George Harris, y comenzó a reclamarle un supuesto fuera de juego.  Mientras el traductor consultado por el juez ayudó a zanjar las diferencias de conceptos e idiomáticas, pasaron varios minutos. Nadie entendía la actitud del Negro Jefe, ni siquiera sus compañeros. El gol fue legal, obtenido sin ventajas; pero él tenía clara la estrategia: enfriar a los adversarios, desesperarlos, darle aire a sus muchachos. Sobre esto, en una entrevista conferida años después, contó los detalles de su ardid: “Si seguíamos así, si les procurábamos tiempo de respirar, nos pasaban por encima. Tomé el balón y busqué al inglés. El público comenzó a gritar, los rivales estaban desesperados. Inicié una guerra de nervios que tuvo recompensa”.

       Y así fue. Vinieron el empate,  el gol del triunfo, el manejo formidable de los tiempos de juego por parte del Negro Jefe. El resto es novela, anécdota. El rito de premiación careció de pompa, la banda marcial, la calle de honor, la pirotecnia, todo lo alistado para hacer fastuosa la ceremonia de investidura del local como campeón se fue al tacho de la basura. Jules Rimet, presidente de la FIFA, abrumado por lo sucedido, perdido en medio de rostros llenos de lágrimas y apatía desbordante, comenzó a dar vueltas por la pista del estadio y sólo la intervención de Obdulio, quien le sacó el trofeo de las manos, lo salvó de parecer uno más de los orates que en ese momento no sabían qué hacer. Los uruguayos celebraron a rabiar mientras el público abandonaba silente el estadio. La final más emotiva en la historia del fútbol, la más dramática, la más sorpresiva, la más dolorosa para los habitantes de Brasil, dejaba de ser un hecho cumplido para convertirse en la leyenda fundacional del deporte que mayores adeptos tiene en el mundo. Como buen relato épico, este posee héroes, villanos, némesis como el Negro Jefe,  chivos expiatorios como Moacyr Barbosa, arquero de Brasil a quien su pueblo condenó al ostracismo, a la humillación pública, pero ese es otro cuento que algún día escribiré.

Mi patria es la gente que sufre

       Una vez en el hotel, eufóricos, los integrantes del plantel campeón decidieron beberse unos tragos para celebrar su proeza. Los directivos uruguayos tomaron la vocería y todos se fueron de copas por los elegantes bares de la zona de Copacabana. El único que eludió tamaño despropósito fue Obdulio Varela, quien caminó en sentido contrario al del rebaño y se fue como cualquier parroquiano a las cantinas de la ciudad para compartir la pena con los habitantes de Río, quienes lo felicitaron y alabaron su labor, eso sí, sin poder ocultar sus miradas llenas de desolación. No estaba contento, sin quererlo había ayudado a alimentar al monstruo contra el que luchó desde su potestad: la dirigencia corrupta y abusiva. No se equivocó. Tras llegar a  Montevideo, los autoindulgentes mandos se premiaron con medallas de oro; a los jugadores y plantilla técnica, los hacedores del sueño, sus verdaderos patrones, los humillaron entregándoles medallas de plata y una remuneración simbólica que el Negro Jefe invirtió en la compra de un carro modelo treinta y uno que le robaron ocho días después. Fue tanta la paradoja con la autoridad mal ejercida que la camiseta y botines que usó en ese partido legendario reposan hoy en las galerías de la asociación uruguaya de fútbol. Hasta eso le terminaron quitando, jamás recibió una moneda por estos tesoros.

       “Mi patria es la gente que sufre”, dijo a un periodista que lo interrogó sobre el desplante que le hizo a la élite y gobernantes de su nación. Impávido reconoció cuánto le dolió traicionar a los brasileros del común, al obrero, al pequeño empresario, al peluquero, a la prostituta, a la gente que con su laboriosa humildad hace posible que una comunidad progrese. Siempre defendió sus principios, a los de su clase. En 1.948 lideró la huelga de futbolistas uruguayos  que buscaban el reconocimiento de su sindicato. Pese a los tejemanejes de los “titiriteros” dueños de los clubes, la agremiación fue aceptada y aún continua vigente. Cuando le preguntaron si sintió miedo de ser vetado por su actuación, contestó lleno de humor que podía trabajar en lo que quisiera: “he sido albañil, ayudante de taller, hasta periódicos vendí; me fue bien y eso que en la prensa lo único verdadero que aparece es la fecha y el precio”.

       Fue el único jugador de Peñarol, (militó también en Wanderers y Deportivo Juventud) que no lució publicidad en su camiseta. A mediados de los cincuenta, el equipo fue el primero de su tierra en publicitar marcas comerciales en la indumentaria, pero el Negro Jefe defendió con pundonor su postura vital, expresó fuerte para que a nadie le quedaran dudas: “Antes, a los negros nos llevaban  de una argolla en la nariz. Ese tiempo ya pasó”. Fue un hombre afable, honorable, controvirtió al injusto con argumentos, con actitudes coherentes, con una férrea personalidad a prueba de sacrificios. El negro que nunca tuvo miedo se retiró de la actividad sin aspavientos. No aceptó los pocos reconocimientos que sus poderosos enemigos quisieron brindarle para ablandarlo. Se fue sin decir una palabra, sabiendo que el pueblo, sus hermanos, sus iguales, nunca dejarían de idolatrarlo, de considerarlo el mejor de los suyos.

       El dos de agosto de 1.996 dejó de existir el mejor mediocampista en la historia futbolística de Uruguay. La pena que le produjo la muerte de su adorada Catalina, la esposa fiel, meses antes, acentuaron sus dolencias de vejez. Setenta y ocho años trascurrieron desde que respiró por primera vez el aire de una tierra bendecida, pequeña, pero con un corazón inmenso de león. Las carencias económicas siempre lo acompañaron; como sucede con los deportistas de este lado del mundo fueron la falta de apoyo, de moralidad de los dirigentes a cualquier escala, la necesidad de aprovechar las oportunidades, las que le grabaron ese carácter a prueba de fuego que lo llevó al Olimpo no sólo del fútbol sino de la consecución de metas cuando más agudas fueron las circunstancias. Ahora en Montevideo, en Maldonado, Colonia, en los potreros de las ciudades donde el talento brota milagroso, miles de niños refieren su mito, lo veneran, es su herencia. Saben que desde que el Negro Jefe dejó de jugar, la celeste no ha obtenido resultados siquiera parecidos, que ahora la histórica garra charrúa se confunde con el simple agravio, con la sucia agresión. El Negro nunca tuvo miedo porque desde el principio estuvo seguro de llegar hasta donde quiso… Lo logró con honores.

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