PAPÁ,
NO ME OLVIDES
Capítulo segundo (páginas
33-40), del libro ¿Cuánto cuesta matar a un hombre?, de José Alejandro Castaño
Alzheimer: eso dicen que
tienes. Tu no lo sabes, pero eso no importa, ya no. Ahora, mientras me miras y
ríes, yo te contaré una historia.
¿Recuerdas que en el frente
de la casa había un jardín?, ¿te acuerdas, papá?. Allí sembraste un árbol de
guayaba, uno de ciruelas, tres de naranja y uno de mandarina que nunca dio
fruto, pero que acentuaba el olor verde que se metía por la sala cuando la
puerta estaba abierta y nos hacía creer que vivíamos en un bosque. Había tres
palmas, cinco helechos, una mata de limoncillo y un montón de rosas: blancas,
violetas, rosadas, amarillas, rojas…era sorprendente que en un espacio así de pequeño, en mitad de un barrio de casas amontonadas en
las faldas de Medellín, pudieran crecer tantas plantas.
Tu mayor disgusto era
descubrir a un muchacho robando naranjas o pisando el jardín en busca de alguna
pelota perdida. Pero la naturaleza, ingeniosa y acrobática, se inventó un truco
para poner a salvo las rosas: asfixiadas por la sombra, fueron trepando el
tronco de los árboles y, abriéndose paso por entre el follaje, alcanzaron las
copas del ciruelo y el mandarino. De lejos, aquellos árboles parecían sombreros
de fiesta porque en sus copas, atraídos por el néctar de las rosas, danzaban
mariposas, colibríes y abejas. Las sombras proyectadas sobre el frente de la
casa tenían la forma de un estanque de rosas flotantes y pequeños peces con
alas que desconcertaban a los gatos de la cuadra.
¿Te acuerdas, papá?, la casa
también olía a pan recién horneado.
En el patio había un taller.
Allí hacíamos parva para vender por el barrio con viejas recetas de familia que
mamá no compartía con nadie: tostadas, panderitos, pan de salvado, galletas de
mantequilla, pandequeso, mojicones, milhojas y pasteles. Los domingos la cuadra
se llenaba de un olor que atraía a los vecinos y amenazaba, decías tú, con
cortar la señal de televisión. Al momento, enviadas por sus maridos para
preguntar que estábamos horneando, aparecían las vecinas en la puerta de la
casa.
Entre semana hacíamos
empanadas y arepas de huevo que vendías en la feria de ganados, cerca de Bello.
En vacaciones del colegio yo te acompañaba, entonces ocurría el milagro, uno
que yo esperaba como se espera un premio: nos íbamos caminando y tú
aprovechabas para contarme historias sobre cosas que te habían pasado. De
cuando te fuiste de la casa, o del perro de ojos de distinto color que un día
te encontraste y fueron amigos muchos años, de la novia que se llamaba Raquel y
se parecía a una actriz de película, de cuando viviste en una ciudad de hierro
y manejabas la rueda de Chicago y el carrusel de los caballos, de la primera
vez que viste pasar un avión y corriste a esconderte en un galpón de gallinas, de
la monja a la que le dejabas carticas en las bancas de la iglesia y del primer
paracaidista que hubo en el mundo, que por gritar groserías mientras caía
terminó ensartado en la cúpula de una iglesia y se quedó a vivir allí por tres
meses mientras traían una escalera de la China lo suficientemente larga para
bajarlo. Yo me reía, y esos viajes por las faldas del barrio hasta la feria se
hacían tan cortos, tan cortos, papá, que el tiempo parecía andar sobre patines.
Había otras historias,
claro.
Unas dolorosas que te hacía
llorar. Siempre fuiste un llorón. Yo me avergonzaba cuando la gente nos miraba.
Nunca fuiste un ogro, apenas un papa llorón que sabía contar historias. La de
las pelas era mamá, que a veces se quejaba de tu mansedumbre con mi hermana y
conmigo. Rosalba. Es el único nombre que ahora recuerdas y repites. Ella es
quien te cuida y se las arregla con tu memoria perdida.
El otro día vine a
visitarte.
Estabas en el suelo, apurado
con los puñados de maíz, fríjol y lentejas que ella tira para que tú recojas.
Es la única manera de tenerte ocupado, dice mamá, con la cara descompuesta y la
voz débil. Ya no lees, no ves televisión y, según mamá, ni siquiera duermes.
Caminas, te tropiezas con las cosas, desconectas el teléfono, escupes en el
suelo, te desvistes una y otra vez, quitas los bombillos, te tomas el agua de
los floreros, preguntas por gente que ninguno conoce…¿habrás preguntado por el
paracaidista ensartado en la cúpula de la iglesia? Mamá dice que no sabe, que
tal vez, que ella también comienza a perder la memoria.
Ayer te dieron de alta.
Dormí dos noches en el
hospital al lado de tu cama. Era una sala grande con quince enfermos más. Como
no había camillas, algunos estaban tirados en el piso, con sus bolsas de suero
colgadas en puntillas que las enfermeras iban clavando en la pared. Tú siempre
confiaste en los políticos. Eras del Partido Conservador, decías, y siempre
votaste por ellos en elecciones. Llegabas a casa con el dedo rojo, sucio de
tinta: la marca de quienes apoyan la democracia. ¡Qué mierda papá! Te robaron,
nos robaron. Hace tres meses debieron operarte. Tu vejiga es incapaz de
expulsar la orina que acumula y tu vientre se hincha como la giba de un dromedario,
entonces lloras de dolor, pero no sabes qué pasa. Estás en lista, dicen los
médicos sin mirarte a la cara.
Ahora estamos esperando un
examen de cerebro que debieron hacerte hace dos años. Mamá puso una tutela,
pero ni siquiera el fallo a tu favor ha logrado nada. Debemos esperar.
Hace un mes te pusieron una sonda.
A veces te la jalas y mamá
se las ingenia para distraerte dándote chupetas y ocultando la bolsa debajo de
tu ropa. Ella, nadie más, logra que tus ojos chispeen como antes, como cuando
salías a vender la parva por el barrio y, mientras te abotonaba la camisa y
alisaba tu delantal, te advertía que no te metieras a ninguna casa a conversar
porque te cogería la noche. Parecía la advertencia de un hada a un personaje de
cuento. No siempre hacías caso.
La gente te llamaba para
que, mientras te compraban, les contaras una historia, y el tiempo se te iba y
se hacía de noche. A veces llegabas a casa con cosas que no lograbas vender y
ella sentenciaba que seguro te habías quedado hablando. Entonces los desayunos
y parte de los almuerzos de los días siguientes eran los panes, panderitos,
mojicones y milhojas que no habías vendido.
De todas tus historias hay
una que recuerdo más que las otras. Es la más triste.
Es esa de tu mamá. La
llevaban camino al manicomio. Era una mujer rubia. Su foto está en casa, metida
en la biblia en la que mamá lee los salmos. De ella heredaste los ojos azules.
Tenía veinticinco años y los hombres que la llevaban se detuvieron para darle
de beber a los caballos. Tu padre iba con ellos. Te habían dejado allí dos años
antes, al cuidado de una tía, justo después de que ella empezó a perder la
cordura y a llamar las cosas con nombres distintos. ¿Qué edad tenías?, ¿seis
años, siete? Jugabas en el piso de madera de la casa, afuera del corredor de la
entrada. La sentaron en una piedra, con las manos amarradas. Tenía un vestido
largo, como alguien importante. El cabello dorado, recogido en una cola. El
cuello alto, los zapatos de tacón y la mirada perdida. Se llamaba Aurora y te
quedaste viéndola sin reconocerla. Entonces pasó algo: ella salió de su
silencio, como el preso que logra la escotilla de la celda en la que permanece
atrapado, y te sonrió. Después te llamó con la cabeza. Mientras caminabas hacia
ella tu padre ordenó desatarla y darle de beber.
Te besó en la frente, me
contaste. Fue un beso largo, largo, y luego te peinó con sus dedos libres. Te
llamó por tu nombre: Gustavo, y eso siempre lo recordaste como un prodigio,
como un último regalo. Ya no la viste más y es el único recuerdo que tienes de
ella. Mamá dice que a veces la llamas, y que mientras almuerzas de pronto
preguntas si vendrá.
Yo soy afortunado.
De ti tengo miles de recuerdos, papá. Hay uno que evoco
como se hace con un buen sueño que uno no quiere perder. Es de ese año en que
nos fuimos a vivir a Apartadó, en esa finca bananera llamada Bambú en la que te
dieron trabajo. Mamá estaba en el Sena. Allá trabajaba como aseadora y dejaba a
mi hermana en casa de la tía Inés. Por alguna razón, esa vez me llevaste
contigo. Yo tenía seis años. Debías cortar la maleza de un canal de agua antes
de que llegara la época de las lluvias. A ti, me contaste después, te habían
dado el más largo y enmalezado, quizás porque eras nuevo. Ya en el sitio,
juntaste un par de ramas de un árbol y, con la primera yerba cortada, me
hiciste una casa. En una así, me dijiste, había vivido Tarzán cuando era niño.
Esa fue, justo, la primera película que vimos en cine, y yo me quedé admirado
por tu habilidad. Después te quitaste la camisa y la llenaste de hojas para que
la usara de colchón. Yo me quedé ahí viéndote trabajar y te oía cantar
canciones. A veces regresabas y me traías conchas vacías de caracoles y las
garzas seguían tu rastro en busca de los insectos que quedaban al descubierto
cuando rozabas la yerba.
Mucho después, siendo un
adolescente, me contaste que limpiar ese enorme canal te había costado más
tiempo y esfuerzo que a tus compañeros, especialmente porque, al terminar cada
día, tu insistías en quedarte dos horas más para barrer la yerba, amontonarla
lejos, y prenderle fuego. Todos te decían que por ese trabajo no te pagarían
más. En efecto, al final de la semana, con el trabajo terminado, el pago fue
tan poco que fuiste a donde el dueño de la finca, el señor Howard, a hacerle el
reclamo. Él no te escuchó. Dijo que ese era el pago para quienes desmalezaban.
Pero dos días después, el domingo siguiente, cuando salía para el pueblo a
comprar la carne para sus perros, la limpieza de un canal llamó su atención e
hizo para el carro en el que viajaba.
Estaba tan desconcertado que
le preguntó al conductor si ese canal era de su propiedad porque no lo
recordaba, entonces se bajó y caminó una parte del trayecto. El agua pasaba
cristalina y podía oírse correr por el suelo limpio de yerbas y de hojas. El
lunes mandó llamarte, papá, te dio el doble de sueldo y te contrató en la
planta donde empacaban el banano, un lugar a la sombra y con agua para
hidratarse. Después te ofreció una casa en el campamento de los trabajadores y
nos fuimos a vivir los doce meses en que mamá accedió vivir lejos de Medellín.
Todo eso lo supe cuando yo era un adolescente y me quisiste enseñar que el
esfuerzo con atajos no sirve.
En realidad no sé si
aprendí.
Cuando vengo a visitarte me pregunto
qué puedo hacer por ti, y por mamá, que llora en silencio y tampoco duerme. A
veces se queja, dice que no será capaz. Debe bañarte pero tú no te dejas y
manoteas furioso sin entender qué pasa. Cuando yo te baño y peleas te aprieto
las manos. Tú cedes, humillado por mi fuerza y me miras con rabia. El otro día
me preguntaste por qué te hacía eso, y yo no supe qué contestar. Te abrazo,
papá. Te quiero, te digo. Y tú me preguntas quien soy.
Soy yo, papá. Y esta es mi
manera, mi pequeña manera de decirte que, quizás, después de todo, aprendí la
lección. Este libro es un esfuerzo sin atajos, espero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario