ANTÍGONA
ÓSCAR DARÍO RUIZ HENAO (1967). Nació
en Medellín. Estudió Idiomas en la Universidad
de Antioquia y tiene una especialización
en Pedagogía Social de la FUNLAM. Publicó el libro
de poemas: Poemas, oraciones e inscripciones.
Primer premio en el tercer concurso de cuento
de Uniban en 1995, y también primer premio
en el concurso de ensayo La Promoción de la
Lectura Edilux-Comfenalco, con una propuesta
sobre Mamá Candó. Es profesor universitario
en Apartadó, y actualmente prepara un libro de
relatos ambientados en Urabá.
A Ulises, trabajador bananero,
que me contó esta historia en clase de ética
“Pájaro dos, pájaro dos. Una mujer como
una virgencita baja por el río en dirección al
objetivo”. “Le copio”, respondió uno de los
francotiradores, un poco perturbado por lo
de “virgencita”. Tenía la orden, con otro que
lo acompañaba, de dar de baja a cualquiera
que se acercara al objetivo.
“Que una virgencita viene a rescatar este
muerto”, dijo un tanto despectivo, dirigiéndose
a su compañero. Vestida de blanco, el
cabello trenzado, una canasta en las manos
llena de flores de murrapo, y en los ojos la
convicción y la certeza, ella se erguía decidida
a cumplir con su misión: llevarse el cuerpo
de su hermano, que había sido condenado
por la guerrilla a ser devorado por las aves
de rapiña, y darle cristiana sepultura. Debía
trasladarlo de una balsa en la que yacía desde
la noche anterior, semidesnudo, sobre el río
Atrato, a su casa. Ya había alistado el ataúd y
separado un espacio en el cementerio. El muerto había vivido plenamente el
infierno de la guerra. Pasó del bando de la
guerrilla a escolta de narcos. La muerte de su
hermano mayor a manos del frente 17 de las
FARC, lo acercó a los paramilitares, donde militó
hasta la venganza. Luego trabajó con el
ejército y, agotado y decidido a dejarlo todo,
a reinventar una nueva vida, regresó por su
hermana, dos sobrinos y un entenado (hijastro).
“No vengas que te matan, sos mi único
hermano”, le había advertido ella en su última
carta.
De un tiro de gracia, el comandante
Cruz, que estaba a cargo de dicha misión, lo
mató “por traidor”, y decretó que sería expuesto
a las alimañas sobre el río y que quien
se atreviera a oponerse a ello, sufriría la misma
suerte. La noticia corrió por todas las
poblaciones cercanas al río. Los pobladores
conocían la arbitrariedad y la crueldad del comandante
Cruz.
Los rumores de que la muchacha bajaba
por el río llevaron a que la gente se asomara
y, a pesar del miedo, algunos niños le enviaban
saludos con la mano. Erguida, sintiendo
el viento en su rostro y un sobrino de ocho
años que la acompañaba remando, recibió la
luz de la mañana y vio en el cielo las aves de
rapiña que se amontonaban.
Los dos francotiradores avistaron la embarcación
a lo lejos; desde su escondite, entre
matorrales y arbustos, se alistaron con sus
fusiles a cumplir la orden dada.
Llegó ella hasta la balsa. Sobre la balsa, el
muerto tenía el rostro vuelto hacia el cielo,
la cara sucia de sangre negra. Las aves carroñeras daban vueltas en lo alto, cada vez más
abajo. Ella descendió de la barca. El agua le
llegaba a los muslos. Aseguró la embarcación
con un lazo atado a una palma de coco de la
orilla, sacó un trapo de la canasta y comenzó
a limpiar el cuerpo de su hermano. Los dos
francotiradores apuntaban calladamente y
deseaban tener una hermana, alguien que se
preocupara por sus cuerpos, ellos, que habían
visto cientos de maltratados por la guerra.
Miraron cómo el niño jugaba con el agua, esperando
una orden de la mujer, mientras ella
vestía a su hermano muerto con una sábana.
Sonó la radio: “Pájaro dos, pájaro dos:
¿Qué pasa con el objetivo?”, era la voz del comandante
Cruz, instalado a tres minutos del
lugar donde esperaba escuchar al menos un
disparo. No hubo respuesta. Los dos francotiradores
se miraron y bajaron el fusil.
Pasados algunos minutos, la muchacha
y el niño ya habían logrado mover el cuerpo,
limpiarlo y envolverlo en la sábana en el
instante en que el comandante Cruz llegó impaciente al escondite de sus subalternos.
Miró la escena desde los matorrales y con la
cara de un diablo en furia gritó: “Estos perros
como que se ablandaron. Ahora arreglamos”,
y montó el fusil dispuesto a cumplir con su
propia orden. Apuntó a la joven de blanco,
la puso en la mira y sonó un disparo. Cayó
el cuerpo del comandante Cruz con el cuello
roto por una bala.
“Pájaro dos, pájaro dos, qué pasó con
el objetivo, responda, pájaro dos, pájaro
dos…”, sonaba insistentemente la radio. Los
dos guerrilleros desertaron esa mañana.
Dos kilómetros río abajo las aves de rapiña tuvieron su festín.
De Escritos desde la sala. Boletín cultural y
bibliográfico de la Sala Antioquia (18). Biblioteca
Pública Piloto, Medellín, diciembre de 2008.
No hay comentarios:
Publicar un comentario