LA
DEUDA
POR: JAVIER BARRERA LUGO
“Si yo te debo
una libra, tengo un problema; pero si te debo un millón, el problema es tuyo.”
John Maynard Keynes
Un
ebrio guitarrista inglés rasga las cuerdas de su instrumento en uno de los
bares de la plaza mayor de Villa de Leyva. La noche vibra en su cúspide lúdica.
El poeta observa, apunta en su libreta cada palabra que sale de aquella boca de
fuego, bemba vieja, llena de pequeñas líneas que parecen haber sido marcadas
con bisturí, enérgica jerga profética que los presentes no pueden evitar
escuchar, pese a que su ánimo, las ganas de no pensar, el hecho tácito de pagar
un trago para que nadie los joda, les debería evitar tamaño papelón.
A
continuación la transcripción del espontaneo discurso hecha por el sastre y
poeta Leocadio Bula:
“Deber dinero no sólo tiene una connotación
económica. Con cada cobre que llega a tus manos desde un bolsillo ajeno y te
saca temporalmente de un lío, con cada moneda extra que tienes que trabajar
para pagar los intereses de la cantidad que le solicitaste a tu usurero de
cabecera, sea este un chupasangre vecino o el banco más grande del país,
empeñas la vergüenza, la autonomía que los deseos incontrolables te hicieron
perder; un costo grande para cualquiera. Utilizando un famoso estribillo de Los
Hermanos Lebrón, digo sin pena: “…por
cada risa hay diez lágrimas...” Lo más chistoso del cuento es que las risas
debemos comprarlas, mientras el llanto nos lo regalamos generosos. ¿Eso se
llama estupidez o simple autodestrucción?
Sin
proponértelo, porque los deudores no pensamos, renunciamos a la voluntad y sólo
actuamos enfocados en la proximidad del goce o la posesión, sometes tus días
por venir a los caprichos de un tercero. Por obra y gracia de una pulsión
terminarás haciendo lo que no quieres, recibiendo insultos si no honras el
compromiso de pago el día señalado, te portas servil ante las exigencias del
usurero, cuando lo que quieres es imitar
a los vikingos, morir en tu ley, volver astillas tu nave, agarrar un
bidón lleno de gasolina, llenarte los bolsillos de cerillas y evitarles a los
dioses la tentación de salvarte cuando vean que las empiezas a encender.
Anhelas
que en tu camino al Valhalla, el salón
de los muertos en la mitología nórdica, se escuchen canciones de Valquirias y Putas
que aminoren los azotes del miedo y la dependencia, que subviertan tus ganas de
aparentar, de dejar de ser “…gente de rostros de poliéster que escuchan sin oír
y miran sin ver, gente que vendió por comodidad su razón de ser y su libertad…”
como pregona Rubencito Blades, en Plástico, su canción emblemática… Quemar las
naves, muchachos que no me escuchan, esa debería ser la fantasía cumplida para
el que debe algo a alguien.
La
deuda hace parte del ADN de nuestra especie, no respetar la palabra empeñada, complementa
el cuerpo de esta maldición. Si cometes la osadía de incumplir un pago, así sea
por un día, la afrenta para tu acreedor se vuelve una montaña embrujada que
impone diversos castigos a quien osa darle la espalda; dejas de ser el idiota
útil del usurero y te conviertes en un criminal cuya palabra vale menos que el
nauseabundo material que rebozan las cloacas en invierno.
El amo vuelve martirios sus reclamos. Insultos de
toda índole salen de su jeta y golpean los flancos, ponen en tela de juicio lo
que somos, lo que nos rodea, los amores, la integridad del alma, los sueños
simples. Nos tilda de ladrones sin sonrojarse, le dice a quienes nos conocen
que transitamos la vereda de los intocables. En algunos casos nos pondrá como
ejemplo de “conmigo no se juega,” se atreverá a propinarnos una paliza, machacará
los dedos de nuestros pies a punta de martillo e intentará matarnos para hacer
llegar un mensaje de horror a quienes piensen dejar de cancelar su extorsión
disfrazada de favor: no pagarle al agiotistas es una opción estúpida, todo
tiene valor, todo se paga.
El
prestamista basa su poder en el temor, la burla, en los deseos perniciosos de
sus clientes y su disciplina de deudores, no en el capital que se multiplica
solo, gracias a la necesidad ajena, como las plagas en el Egipto de los
faraones.
Pero
en algún momento, tarde o temprano,
ese tú honesto al que hiciste callar por conveniencia y placer sin sustancia,
se llena de motivos y desata una lluvia de fuego reparador, inconsciente,
cruel, aterrador, que te devuelve la vida como debe ser, llena de honor, de
heridas meritorias que recuerdan lo importante que es la dignidad para un
hombre; triunfar o fracasar por culpa de uno
mismo. Le dices a tu acreedor que no te robé más, ya cancelaste una
fortuna en intereses, ahora es él quien debe pagar, que decida lo que hará o
dejará de hacer… Que plata tuya no recibirá otra vez…”
Los
clientes del bar, llenos de curiosidad, en silencio, dejaron sus vasos sobre la
mesa; observaron absortos cómo aquel inglés desgarbado, calvo, anciano, lleno
de rabia, dejó su guitarra, se dirigió a la puerta del local y se fue sin pedir
reconocimientos. El poeta bajó su esfero y comenzó a leer las tres páginas que
alcanzó a llenar.
La
cotidianidad del sitio, afectada por una confesión, por esa idea de rebelión
contra lo que nos imponemos sin darnos cuenta, regresó. La música volvió a
tomarse los espacios de aquel patio colonial lleno de mesas y una fuente
artesanal por la cual, asumo, hace mucho no corre el agua.
El
poeta se acercó, puso sus papeles sobre la barra y me dio una orden que aún
hoy, que escribo estas líneas, no deja de latirme en la cabeza:
-Rodión
Raskólnikov, el protagonista de Crimen y Castigo, mató a la usurera y libró al
mundo de una escoria. Las deudas y los malditos prestamistas son nuestra
maldición, compañero. ¿Qué vamos a hacer nosotros? ¿Podemos también amputar el
tejido contagiado? ¿Nos inventamos algo para aniquilar a los que cobran 20% de
interés mensual por sacarlo de problemas y meterlo en otros? Este tipo tiene
razón, los avaros son los dueños de las almas perdidas, no el diablo. ¿Qué
vamos a hacer nosotros? Contésteme…
No
esperó mi respuesta. Tomó su botella de aguardiente casi vacía y se fue sin
decir nada. Me di cuenta de cuán aludido se sintió con los comentarios del
viejo músico; pero para ser sincero, creí que el asunto no pasaba de ser un
berrinche de borracho, que las preguntas fueron un acto de contrición que se regaló
un espíritu hastiado. Desafortunadamente, me equivoqué.
Un
par de horas después todo fue confusión. La patrulla de la policía cruzó frente
al bar llenando los silencios, que a esa hora crecían, con el ulular de la
sirena. Para un pueblo como Villa de Leyva, una comarca pacífica y paradisiaca
cuando no hay turistas estrafalarios, este desplazamiento de la autoridad era
raro. Curiosos, los pocos bohemios que rematábamos los tragos en el bar,
salimos en carrera buscando el epicentro de la emergencia.
Un tumulto
de personas se arremolinaba frente al negocio de Jacinto Hermida, reconocido
comerciante y prestamista del pueblo. Presentimientos cruzaron mi espalda y se
aferraron con fuerza a mis vísceras e ideas: “Este huevón la cagó,” pensé. Me
abrí paso entre la multitud sólo para chocarme con una escena absurda.
Don
Jacinto, con la camisa ensangrentada y el rostro atónito, le explicaba al sargento,
y a todo el que quisiera escucharlo, lo que acababa de suceder:
-El sastre
golpeó en la puerta de mi casa, me pidió que saliera. Al parecer tenía un
problema y necesitaba ayuda. No se me hizo extraño, siempre le presto plata y
es muy cumplido pagando… De un momento a otro sacó de la chaqueta unas tijeras
grandes, de esas que usa pa´ cortar los paños y me dijo que iba acabar con mi
negocio maldito, que ya no le robaría la plata que tanto se jodía en conseguir…
La verdad no le entendí; el susto fue muy verraco, un borracho gritando,
armado… ¡Gracias a la virgencita este pendejo no me mató! Malparido…-dijo antes
de romper en llanto.
La
gente comenzó a murmurar. Del murmullo pasaron a la protesta y de allí a la
acción. Un grupo de jóvenes intentó tomar al poeta por el brazo y fue en ese
momento cuando nos dimos cuenta que tenía
herida la mano izquierda. Se la cubría de mala manera con una bufanda amarilla
empapada de sangre. Los policías, previendo un linchamiento, sacaron las armas
de dotación, levantaron del piso al agresor y lo subieron a la patrulla. A Don
Jacinto, le dijeron que pasara por la comisaría para que colocara la denuncia.
El
comerciante estuvo varios minutos respondiendo las preguntas de los curiosos.
Mi mente se llenó de certezas sin fundamento, aunque lógicas para una cabeza
como la mía que trabaja a reacción: el poeta idiota quiso cumplir su palabra
asesinando al usurero, el gordo Hermida se defendió y apuñaló a su agresor. Quedó
mal herido y victimizado por partida doble el creador de versos y ropas a la
medida; ya no sólo debía plata, ahora era responsable de atentar contra una
vida y tendría que pagar sus dos obligaciones en la cárcel.
Afortunadamente
me equivoqué. Quien me sacó de la duda
fue el propio Jacinto. Se acercó y me dijo con tono imponente:
-¡Vaya
loco el que resultó ser su camarada! Ojalá usté no tenga las mismas mañas.
-¿A
qué se refiere?
-El
tipo vino y dijo hasta de qué me iba a morir. Me trató de ladrón, de buitre.
Cogió las tijeras y comenzó a mocharse los dedos de la mano izquierda-simuló el
movimiento-. Y continuó:- luego, amenazó con quitarse la mano completa porque
ya no necesitaba mi plata pa` comprarse anillos, colgandejos, ni las
“huevonadas” que le gustaban. ¡Un chiflado de mierda el pendejo ese…! Me
abrazó, gritó que me quería, que gracias a mí había descubierto sus
debilidades… Me volvió una nada la camisa… Juicioso conmigo, comunista
hijueputa… Usté sabe que ando armado… Pórtese finito, ¿oyó, marica?
Pasé
por la estación y solicité hablar con el poeta. Pese a su petulancia inicial,
el tenientico a cargo de la estación, un niño recién salido de la escuela de
cadetes, me permitió la visita. “Trate de no encabronar a esta “joyita”. Creo
que no va para la cárcel sino pa`l manicomio… Tiene cinco minutos.” Una vez dijo
esto, desapareció.
Una
enfermera suturaba de mala manera los muñones que sangraban aún. Los ojos del
poeta aparecieron lúcidos, brillantes,
en medio de la celda gris. Una alegría que jamás le conocí llenaba su rostro. Pidió que me acercara a la
cama. Temeroso, cumplí su orden.
-Ya
di el primer paso, amigo. Quitándome las necesidades del espíritu me libré de ese
remedio de sumisión que es peor que la enfermedad.
-¿No
se da cuenta que se mutiló? No me crea pendejo, hermano.
-Me
quité los dedos, la fuente de mi desdicha. Por los dedos y sus lujos me endeudé
con la rata de Hermida. Aguanté hambre
por pagar los anillos, las pulseras, hombre… No compré casa, no viajé, puse a
comer mierda de la buena a mi familia por tener oro en las manos. Ahora que no
hay dedos no habrá préstamos… Si todos hacemos lo mismo, le acabamos esa teta
al usurero, lo quebramos. ¿No le parece lógico?
El
amanecer me cogió más sobrio que una monja. Decidí ir al restaurante de Doña
Tránsito, a ver si me vendía una cerveza para bajar el estupor; era el único
negocio que a esa hora estaba abierto en el pueblo. La mesera no me puso
atención, dejó una Pilsen fría sobre
la mesa y continuó absorta leyendo un aviso publicitario del periódico que acababan
de traer desde Tunja.
-Póngale
cuidado-dijo a su compañera que doblaba servilletas de papel junto al mesón- :
¡ iphone 6 por dos millones de pesos…!
Le voy a decir al viejo Hermida que me los preste…
-¿Pero
luego no le iba a pedir lo de la matrícula del colegio de la Leidy?
-¡Achh!
Eso no tiene nada, amiga… A la “china” la pongo en la escuela municipal que`s
gratis y si se puede, el año entrante la paso a privao.
-Pero
es que el viejo le cobra al veinte, mija… Se queda empeñada un “montonón” de
tiempo…
-Eso
no tienen nada. De vez en cuando hay que darse un gustico, amiga…
-Bueno,
usté verá… Después no se esté quejando.
-Sí,
yo veré… A ver si se aguanta a pedírmelo prestaó pa` chatear con su Vídtor.
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