DUDAR
Por: Javier Barrera Lugo
“… tal vez lo único que podríamos
decir Fernanda y yo es que hay despertares sumamente inesperados y que,
incluso, a veces, en nuestro afán de no causarle daño alguno a terceros,
terminamos convertidos nosotros en esos terceros. Y bien dañaditos, la verdad.”
Alfredo Bryce Echenique-La
amigdalitis de Tarzán-.
Todo comienza con
un Alfa Romeo verde que espera el cambio de luces en un
semáforo parisino para continuar su ruta. Allí, transcurridos unos segundos,
sin intención tácita, la existencia de varias personas cambia. Dudar es lo
único que se necesita para dejar de ser feliz, libre al menos; el veredicto se
materializa con una campanada. Dudar, plantar en el pecho la sensación malsana
que obliga a creer que las oportunidades sobran, que se merecen sin esfuerzo
días soleados si el deseo lo decreta, que los amores épicos y plagados de
perfección aislarán de la lluvia a las coyunturas hechas pelotas de urea, que
no importa cuántos instantes precisos terminen desperdiciados; “la vida da
segundas oportunidades”, repite como plegaria la mente embaucada. Ese es el
error, creerse digno beneficiario de la buena estrella. Cuando la realidad
enseña sus colmillos en tono de ataque y se cae como un saco de papas sobre el
pavimento, se logra entender que la única certeza posible de manejar es que
nada, NADA, puede etiquetarse como seguro mientras pisemos el polvo en el cual
se cimentan las percepciones.
El Alfa
Romeo verde parte raudo y su conductora, Fernanda María de la Trinidad
del Monte Montes, una pelirroja encantadora, salvadoreña, educada, flaca,
pecosa, nariz prominente que le da un toque de imperfección a un rostro
angelical, frenética, inocente, bajita de estatura, un original sueño de mujer,
escribe en los músculos anestesiados de Juan Manuel Carpio, cantautor peruano,
que las oportunidades de seguir con ella se acabaron, que la luz roja que
interpuso el destino para que corriera y salvara la parte lúdica de su
cotidianidad, duró lo necesario y no acudió a su encuentro; que desde ese
momento y por el resto de la eternidad estarán condenados a encontrarse
instantes apenas que incluirán contemplación, plazos con fecha de caducidad,
raudales de amor egoísta, amor intenso y tóxico y por lo mismo idílico, pero
con cero realizaciones demostrables. “Duda, Juan Manuel; una vacilación malsana
te hizo perder el desarrollo normal que mereció tu esencia”, pensamos quienes
descuartizamos el relato en este punto.
La Amigdalitis de
Tarzán, novela epistolar de Alfredo Bryce Echenique (en mi concepto uno de los
grandes escritores de América, el mejor de su país), deja en evidencia cómo
pesa en el corazón lo que se deja de hacer para uno mismo, para la alegría,
denuncia sin rubores que abstenerse es la peor herida con la que marcamos el
futuro. Los errores tienen la potestad de ser corregidos, eso hace valiosas las
decisiones; lo que no se hizo o se dijo, lo que simplemente se elaboró en la
mente, coloca amarras invisibles en las muñecas, y atadas a ellas, diez
toneladas de fierros que debemos cargar cuando cruzamos un lago que apenas se
congeló. Pero la historia, si se mira con generosidad, no es triste; refiere
también la lucha de sus protagonistas por sacarle jugo a los recuerdos
que se esmeran por construir, a sus reencuentros, pocos y llenos de una
temeridad que rebasa las convenciones impuestas por quienes se creen
dueños de la verdad y cuya pócima sulfúrica, la mayoría compramos en oferta.
Una ficción intensa que deja pensando y activa la ineludible capacidad de
evocar hechos anteriores con criminal optimismo.
La amigdalitis es eso,
zarandearle al pasado la tibieza de esos lugares en los que se fue feliz y hubo
emancipación, quedarse clavado en la añoranza de una ruta donde lo único que
importaba era contar con buena compañía, algo de licor, y la destreza congénita
que posibilita sentirse vivo con recursos mínimos cargados de fantasía. Juan
Manuel, el protagonista, pasados los años y las ganas de perder la razón, se
brinda el placer de dejar fluir el llanto en la habitación de un hotel clavado
en alguna sucia urbe latinoamericana. Su amada pelirroja aparece entre vapores
de embrujo para decirle que titubear mientras las bombillas de un semáforo
están a punto de cambiar de color es darle demasiada ventaja a las ganas de no
ser feliz. Esa, creen muchos, es la maldición para los hombres comunes
desde el inicio de los tiempos: “unirse con quien toca, no con quien se
quiere”, decía Germán Solano, mi profesor de filosofía en quinto de
bachillerato. A fe que el loco, aunque me cueste admitirlo, no estaba tan
errado.
Y todos los
esfuerzos se encaminan hacia ese punto. Los admiradores del masoquismo celebran
tamaña imposición sacando las manos por entre los barrotes de sus celdas,
avivan las llamas de su mediocridad. La resignación aparece; por suerte los
instintos salen de sus madrigueras a defender aquello que las dudas hicieron
ley. Cinco palmos delante de su renuncia, una mujer especial, la hembra que se
negó torpe en el cruce de dos calles como si se tratara de una mala canción, lo
espera diez años después, en un bar que apuñala las entrañas de un viejo centro
comercial. Ella, una de las miles Fernanda Mía del mundo, pese a ser noche de
vienes con lluvia, aguarda silente la llegada del cantautor.
Juan Manuel
vivencia las mismas palpitaciones del corazón que le inundan la carne cada vez
que la ve, los nervios, el escalofrío que le eriza, uno a uno, los vellos de la
espalda. Juntos otra vez, todo se les va en parir la esencia del recuerdo, el
paseo a pie por un sendero lleno de árboles junto a la avenida, la charla
acompañada de un whisky y numerosos cocteles azules hechos para paladares poco
acostumbrados al licor, los besos que no se niegan porque de antemano saben que
representan un amor que se vive cada par de años y por una semana, por
diez días a lo sumo, donde las emociones se revuelcan en un estanque de dulce
paz interior y la desnudez es su hogar. Reviven el abrazo fundamental mientras
caminan, la despedida en el mostrador de una aerolínea que viaja todos los
domingos hacia Estados Unidos, la invitación de ella para que terminen lo que
nunca empezó en el mismo cuarto de un Embassy Suites donde se
conocieron el cuerpo y las intenciones, en penumbras otra vez, porque a la
bendita luz siempre se le embolata el camino, las promesas sin fundamento y por
lo tanto valiosas, el existir, la hijita que tuvo nombre y color, pero no
materia; esas sensaciones que se pegan a las células como pájaros que
energúmenos, vuelan en círculos por la eternidad de sus espíritus.
La novela es
urgente, hecha para quienes aman con ferocidad sin importar las circunstancias.
La conclusión de la misma es brutal, densa, hermosa: el amor ardiente muta,
tras muchos descalabros, en amistad sincera, no exenta como es lógico, de
deseo, lealtad, de buena fe. El cantautor y Mía terminan por entender que sus
circunstancias los hacen un imposible en esta reencarnación: ella tiene niños,
él, continúa siendo en un ermitaño cuyas melodías hablan de ella así no
aparezca su nombre, que la pasión es ella, sus imperecederas pecas, ella,
su rostro de “muchachita bien”, su nariz rara, sus cuentos ilustrados para
mocosos impertinentes; ella, sus avatares con esposos que se la
encuentran en el camino y a quienes les vende ideas que quieren escuchar.
Dudar, la maldita impronta de quienes no se sienten merecedores del infortunio.
Dudar, la única circunstancia, además de la muerte y el sexo, que nos hermana
como especie.
Al Alfa
Romeo se lo tragó el óxido de un planeta que no se detiene por nada o
por nadie. Ya Mía tiene una organizada sucesión de eventos, críos, mil
trabajos, y Juan Manuel es sólo una de esas memorias que se amalgaman con la
tranquilidad de su alma. El amor es cosa rara, cínica, el sentimiento máximo
llevado por los cabellos si no hay nada más importante por hacer mientras se
levita. Dudar es darse el chance de sentirse incompleto y no acomplejarse por
ello. La amigdalitis de Tarzán, es un recordatorio sublime de
que las cosas no ocurren como quisiéramos, que las evocaciones, las pijamas
amarillas de la abuela, dormir en un sofá cama verde que hace minúscula una
minúscula buhardilla, entender que los angelitos no dan regalos cuando queremos
tener una hija a cualquier costo, y experimentar que la respiración se vuelve
eterna si dejamos de tener cuidado, hacen parte de una maravillosa confusión
que se asemeja a la travesía de un ciego que desorientado, encuentra a tientas
el lugar donde se siente la tibieza del sol.
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