LATIDOS
Por: Javier Barrera Lugo
(Adaptación de “El Corazón Delator” de Edgar Allan
Poe)
PARTE
I
Todo estaba
abandonado en la habitación: muebles cubiertos con sábanas estropeadas, la
acuarela de la Sagrada Familia llena de polvo junto a la ventana cuya cortina
nunca abrí, libros regados por doquier, ropa sucia tirada en cada rincón,
papeles en el piso, la cama sin tender en la que por precaución no dormía más
de tres horas. “Un cuarto de locos”, dijo una vez el viejo con el que viví
desde los doce años.
Ningún extraño
entraba a la pieza, detesto a los entrometidos; en aquella ocasión el anciano
se coló mientras me bañaba. Fue la última vez que se permitió aquellas dos
impertinencias: invadir mi espacio e insinuar que mi mente se hundía en estados
de irracionalidad. Soy un tipo particular, extraño si se quiere; jamás
chiflado. Qué quede claro.
¡Es cierto! Las
ideas revolotean en mi cabeza, respiran, desesperan, se meten en la piel de mis
brazos para comerme la carne como si fuesen larvas. Cuando siento ganas de
gritar, mi boca se cierra, los sentidos se niegan a esculcar el mundo, mis
miradas caminan lugares del cerebro donde cada mecanismo utilizado para meditar se incendia sin remedio. Sé que esto puede considerarse un problema,
lo asumo; pero calificarme como loco es una exageración que no estoy dispuesto
a tolerar. Si mis pensamientos estuvieran idos de la realidad no les contaría,
con pelos y señales, la historia que a continuación escucharán.
La música de Black
Sabbath, retumbó en la casa desde que las circunstancias me llevaron a vivir
allí. Paranoid, en la voz de Ozzy Osbourne, es de las pocas cosas del mundo que
en verdad llenan mi espíritu de paz, es un emblema, el espejo que refleja el
color mi alma. Cada nota y acorde sustituyen a esos padres y hermanos que
perdí, no necesito y el viejo trató de reemplazar sin que se lo hubiese pedido.
De todas maneras mi estimación por él jamás tuvo discusión, lo juro.
Subsistíamos en un
espacio alejado de cualquier cosa. El barrio era tranquilo, se escuchaban los
ruidos necesarios para no sentir que flotábamos en la nada. Los vecinos se
escondían al darse cuenta que los observaba, no se atrevían a sostenerme la
mirada, creo que los intimidaba la profunda cicatriz de mi mejilla derecha. La
entrada del cementerio queda frente a la casa, como estaba lleno hacía años, no
había cortejos fúnebres ni curiosos dolientes revoloteando. Unos pocos
visitantes que dejaban tres tristes flores eran los únicos seres que alteraban
el paisaje unos minutos al día y luego desaparecían.
Como ya les dije,
estimaba al viejo. No lo quería, tampoco me caía mal; éramos carne que habitaba
la misma prisión. Acompañábamos la soledad con nuestras sospechas y algunas
palabras al almuerzo, la única comida que compartíamos. La mayoría del tiempo
permanecíamos encerrados en nuestros cuartos dejando que el tiempo nos
aplastara. Bueno, así fue hasta hace unas horas.
¿Qué me llevó a
tomar la decisión que cambió mi vida y confieso en este relato? Fue el impacto
de un ojo enfermo sobre mis sentidos, un tajo flotando de mala manera en el
extremo de una cara arrugada que le daba aires de demonio a su dueño. El
parpado estropeado enmarcaba una protuberancia azulada, forrada por una
membrana lechosa muy tensa que con cada movimiento involuntario del globo
ocular, se estiraba como si un feto perezoso la habitara. El anciano lo sabía y
jamás se esforzó en disimularlo.
“All day long i think of things but nothing
seems to satisfy…”. Paranoid golpeaba los techos, me recordaba que sus
frases sueltas eran hebras de mi espíritu buscando algo que no iba a encontrar,
que mis cosas ni siquiera le interesaban de verdad al viejo con el que compartí
este universo pequeño que nos tocó inventarnos para sobrevivir al tedio.
Estuve, estoy y estaré solo, pero repito por enésima vez, no estoy loco,
simplemente las ideas me desbordan.
Llegan y se repiten
tan fuerte en mi mente, que invento actividades para minimizar su impacto desde
que era niño. La más reciente, la que disfruté impune, fue espiar al viejo
mientras dormía. Lo hice por ocho noches seguidas, contando la que acaba de
pasar. Sus ronquidos eran la señal esperada para iniciar mi travesía hasta su
cuarto. Cada gruñido, que eso eran, bestiales, portentosos jadeos ahogados,
daban comienzo a las tareas necesarias
para completar la misión:
-Primer gruñido: no
hacer ruidos que delataran mi insomnio y las ganas de escarbar la intimidad
ajena
-Segundo gruñido: sacar la linterna de la
cómoda
-Tercer gruñido: calibrar la luz de la linterna
para iluminar un espacio determinado que no generara sombras o contrastes.
-Cuarto gruñido:
abrir la puerta del cuarto evitando que chirreara.
-Quinto gruñido:
descalzo, caminar despacio por el pasillo.
- Sexto gruñido:
abrir la puerta del cuarto del viejo.
-Séptimo gruñido:
camuflarme en el rincón de observación previamente escogido.
-Octavo gruñido:
apuntar la luz al párpado dañado que cubría de mala manera una tela lechosa de
la que el feto monstruoso quería escapar.
-Noveno gruñido:
centrar los pensamientos que golpeaban mi cordura, en aquella masa turbia desde
la que los demonios del viejo bufaban hasta despertar a los míos.
-Décimo gruñido:
buscar en un túnel de sombras las repuestas que acallaran las voces de mis
ideas.
Esos diez pasos los
completé anoche. Las siete ocasiones anteriores me obsesioné con la devoción
hacia ese diosecito caído en desgracia que roncaba. Verlo respirar
trabajosamente me emocionaba, sus manos llenas de pecas, la piel pegada a los
cartílagos que alguna vez fueron dedos con los que sostuvo una pistola y
accionó el gatillo, uñas amarillentas, duras como caparazón de tortuga, eran
las características apreciables de ese engendro. Sus venas gruesas llevando
sangre cansada a todos los rincones de un cuerpo acostumbrado a hacerse más
pequeño cada segundo, demostraban que la vida siempre da la pelea así no sea
conveniente.
El afecto hacia mi
compañero de celda se volvió repulsión cuando el haz de luz, después de tantos
intentos, logró rascar, sin que el viejo lo notara, la textura orgánica de
aquella tela blancuzca que acorralaba un ojo ciego y sus movimientos involuntarios.
Paranoid… Un anciano peleando con su inconciencia, la música de Sabbath
abofeteando la lúgubre solemnidad del cuarto donde mi deseo y su sed terminaron
por saciarse.
¿Loco? ¿Aún creen,
que soy loco? Me considero un poeta arriesgado que encuentra belleza hasta en
la perversidad. La luminosidad creó mundos nuevos en aquella estructura azul
que atrapaba al feto infernal. Aparecieron silentes las víctimas olvidadas del
viejo, fantasmas que abandonaban el cementerio y velaban su descanso cada noche
sólo para recordarle que gracias a sus actos, deambularán eternamente por esa
pieza húmeda colmada de tinieblas.
En mi inconsciente
las formas de ese cosmos encerrado entre cuatro paredes se transformaron en
símbolos de fortaleza. No volvería a tenerles miedo a los monstruos; por más poderosos que sean, los hijos del
averno renuncian a la violencia cuando sueñan. No sé cuánto tiempo estuve en
ese rincón observándolo. Las piernas se me entumecieron, los brazos flaquearon,
el sudor cubrió mi frente.
Con sigilo me
levanté. Sentí la ropa pegada al cuerpo; obvié ese detalle para no arruinar mi
escape con pensamientos triviales. Manipulé el mecanismo de la linterna
buscando que el chorro de luz fuese compacto e iluminara de manera específica
la ruta de escape. Recogí mis pasos, levité en vez de caminar. Mi mano aferró
el pomo de la puerta, lo giró despacio, muy despacio… El chasquido del seguro
saltando fue el grito metálico que nos cambió la suerte.
“¿Quién anda ahí…?”
El alarido retumbó en los rincones de la habitación. Instintivamente,
camuflándome con la oscuridad, me quedé
quieto; apenas si respire. Aproveché la dificultad del viejo para levantarse y
me escondí tras el sillón. “¿Quién anda ahí? ¡Conteste de una vez…! Su voz
inyectada de horror caló mis huesos. El aire se hizo pesado; al quitarse las
cobijas la fetidez cálida de su sudor invadió la atmósfera. Ahí, imitando a una
estatua, mis pensamientos se revolucionaron… “Make a joke and i will sigh and
you will laugh and i will cry”, cantó en mi oído el maestro de Birmingham, Mr. Osbourne. “Haz un chiste y suspiré y
tú reirás y yo lloraré… ¡Maldita sea, como me gusta esa canción!”, pensé.
Un quejido infantil
brotó de la boca del viejo. Amasijos de crueldad contenida y olas de alarma que
le desgarraron los músculos de la laringe, salieron disparadas de su boca al
mismo tiempo y se estrellaron contra la impotencia que lo agobiaba. Sentí pena
por él, aquel llamado de auxilio era también el mío; a lo largo de la vida esa
reserva de negatividad me mordía el interior del tórax hasta cerrarme la
garganta. Quise decírselo, demostrarle que por lo menos una persona en la
tierra experimentaba su misma orfandad; entendí al instante que esa no era una
opción viable para ninguno.
El silencio se
mantuvo por varios minutos, eternos, si me lo preguntan. Quise meterme en las
obsesiones del viejo, hacerlo pensar en algo que lo tranquilizara: “Debió ser
una corriente de aire que le pegó a la puerta… Las tuberías del agua se
llenaron de aire y por eso se produjo el ruido… Las pesadillas me dejarán en
paz… No son mis muertos diciéndome que recuerdan todo…” Para mi pesar los
poderes telepáticos que me otorgó la naturaleza son limitados y ninguno de mis
argumentos llegó hasta su cerebro.
Mis nervios estaban
crispados. Pálpitos que iban, regresaban y me cacheteaban, tornaron
claustrofóbica la situación. Vi cómo el viejo volvió a acostarse y asumí que se
quedaría dormido en un santiamén. Toda certeza se esfumó cuando sus desvaríos
se volvieron balbuceos y rezongos de ansiedad. Estos duraron poco y fueron
reemplazados por el eco intolerable de los latidos de su corazón, frenéticos,
perceptibles, tamborileos rítmicos que encandilaron la tonalidad verde del
universo.
Encendí la linterna
de nuevo; con la precaución del caso dirigí el tubo de pasta e incandescencia
en dirección a la cama. La sorpresa me dejó sin aliento: el ojo azulado pareció
trascender la tela orgánica y denunciar mí presencia. “¡Me ha visto! ¡Me ha
visto! ¡Estoy perdido…! Un bombazo de sangre tiñó mis mejillas, revolvió mi
cabeza como si me hubiesen dado un martillazo. Con el riff de Paranoid como fondo, los segundos se volvieron cuchillas
bailando dentro del estómago… “¡Me descubrió…!”
Estaba equivocado.
El poder de aquel ojo radicaba en la facilidad con la que infiltraba perverso
cada espíritu, lo físico, veía sin mirar, omitía el análisis directo o la
confrontación. Lo importante reposaba en la culpa ajena y su capacidad de martirio;
allí se necesitaban sentidos más sofisticados. No me vio, ni lo necesitaba,
intuía mi presencia y eso era suficiente.
Su torso comenzó a
sacudirse con violencia. Los latidos se mantuvieron prolongados, furiosos,
resonaban, frenaban sólo para acelerarse y hacerse más vehementes. El sonido
que producían era insoportable: tun- tun… tun – tun-tun… tun- tun-tu-tun… tun –
tun… Los cristales vibraron, estuvieron a punto de quebrarse porque la cadencia
brutal de ese músculo esencial fue en el fondo una sentencia con tintes de
amenaza: “Estoy vivo y ningún novato enfermo va a quitarme la intimidad.
Primero tiene que matarme.”
La ira, ese
sentimiento que engendra héroes y asesinos por igual, llenó todos los espacios
de mi ser. Su corazón despiadado fue el motor que impulsó las ofensas en mi
contra. Lo que sentí por él alguna vez, respeto, cierta ternura, se volvió
rencor puro en un santiamén. Paranoid fue incapaz de detener las ideas que
nublaron mis escrúpulos. “Lo odio,” concluí con frialdad. Sí, fue odio lo que sentí por aquel rufián
que escupió soberbia con el silencio de sus labios, con miradas que mezclaban
un sentido paternal que nunca solicité y la arrogancia de quien brinda caridad
de manera insolente.
Escondido como una
alimaña le di la razón. No soy un pusilánime, tampoco un perturbado que se
extasía con la inocencia de una víctima potencial. No. Fui hasta ese cuarto a
experimentar un matiz de perfección extraña y encontré los latidos de un
demonio que parecía feliz al hacerme pensar que descubrió mi presencia con
facilidad, como si fuese un niño sin capacidad de raciocinio. Jugó conmigo
desde el principio.
El piso se
estremeció, goznes y clavos intentaron salirse de la madera. La situación se
volvió caótica, los latidos se hicieron extremos. Acuchillé las sombras con la
linterna, me acerqué como un guerrero hasta la orilla de la cama e iluminé el
ojo dañado que tanto temor me produce aún. El viejo siguió las sombras que se
proyectaron en la pared con el ojo sano. Su expresión se tornó histérica cuando
encontró mi cara a unos centímetros de la suya.
-¡Hijito,
qué susto me has dado! Toda la noche he escuchado ruidos extraños… Menos mal
eres tú… ¿También te han perturbado? ¿Serán ladrones que entraron a la casa?
-…
-¿Por qué te
quedas callado? ¿Dime de una vez qué pasa? ¿Acaso…? ¿Acaso es una broma que
quieres jugarme? ¡Habla de una vez!
Los latidos eran ya
insoportables. Asumí que hasta en el centro de la ciudad los escuchaban, tun-
tun… tun – tun-tun… tun- tun-tu-tun… tun – tun… Pálpitos ensordecedores que
estallaron hasta colmarme la paciencia.
Quise responderle que todo estaba bien, que lo oí gemir y entré al
cuarto para comprobar que estaba bien. Callé de nuevo…
UNA EXCELENTE ADAPTACIÓN COMPADRE, PERO LE HUBIERAS COLOCADO LA IDEA OBSESIVA CON LISANDRO MEZA O ALFREDITO GUTIÉRREZ, MI PAISANO. MUY BUENO EL CUENTO Y ESPERO ANSIOSO LA SEGUNDA PARTE.
ResponderEliminarFLORENTINO BORRÁS.
CHÉVERE EL ASUNTO.... A LA ESPERA DE LA SEGUNDA PARTE.
ResponderEliminarMARIO DÍAZ