HISTERIA DE KAUIL
SEMPER
SIMUL SEMPER CARMINA, CATA
LA CASA EMBRUJADA DEL NUNCIO
Por: Javier Barrera Lugo
Miguel Ángel Osorio Benitez, nació con alma de
fantasma. Consideró que su existencia física no pasaba de ser un instrumento
para lograr placer, un mecanismo cruzado de tejidos y huesos anclados por la
gravitación universal a una tierra que no tenía límites perceptibles, espacio
que debía calar para que nadie tuviera dudas de la eternidad de sus huellas.
La carne era la forma en que se materializaba para
interactuar con los individuos que no lo entendieron y le daba pereza entender,
para beber desaforadamente el fermento de la caña y sentir los efectos
narcotizantes de la marihuana, para disfrutar el roce de las manos de amigos,
novios, maridos con tiempo de caducidad y amantes de ocasión que le arañaban la
piel cuando penetraban un cuerpo que sentía como elemento extraño en una ecuación
inventada por un dios sádico.
Para Miguel Ángel, cada órgano cumplía una misión:
acercarlo de a poco a esos individuos simples e incapaces de concebir la
existencia de criaturas como él, venidas
del círculo último del infierno con
ganas de rehacer el mundo a patadas.
Cada beata, militar, reaccionario, veía en el poeta no una simple manifestación
de la naturaleza, sino una figura siniestra a cuyo pie estaba atado el cascabel
que atraía al demonio.
Por eso al Miguel Ángel Osorio Benitez, parido en Santa
Rosa de Osos, Antioquia, en julio de 1883, el niño mestizo con aires de desamparo,
lo reemplazaron sin dolor y en etapas discrónicas, Ricardo Arenales,
Maín Ximénez, Juan Pedro Pablo
y el que es más conocido para la mayoría
de los mortales: Porfirio Barba Jacob.
Se hizo llamar de diversas formas durante su
existencia porque el nombre, pensaba, era una formalidad insana. Creía en la
renovación, en la revolución, en la expansión de un remoquete que identificaba
un grupo de células, no la naturaleza fantasmagórica, el juego llevado a los
extremos, la pasión desbordada que también comparten los cientos de satanes que
recorren el planeta.
Y fueron estos personajes los que transcribieron las
ideas, los sentires de ese espíritu y grabaron sobre papeles la posteridad, la
obra de una criatura mítica que tomó forma en un pequeño pueblo rodeado de
cerros e iglesias.
Ximénez escribió crónicas y artículos periodísticos,
Arenales, Juan Pedro Pablo y Barba Jacob, la poesía llena de ruidos y reclamos
a las piedras, parecidas a los corazones de su época dominada por déspotas que
odiaban o tenían en su nómina a la curia y su agenda represiva.
Ese mismo cuerpo llevó al fantasma a peregrinajes
por Colombia, Cuba, Guatemala, El Salvador y México principalmente, lugares donde
el alma le ordenó a la masa gruñir duro, poner a marchar revistas pobres de
recursos con argumentos generosos y contarle a todo el que tuviera la capacidad
de escuchar, que aquellos gobernantes a quienes soportaban, eran simples
ladronzuelos de pacotilla escondidos tras medallas que nunca ganaron, con discursos
plagados de mierda y corruptas ambiciones que agudizaban su enfermedad de poder.
El alma enloquecida y su envoltura fueron expulsadas
de casi todos los lugares donde estuvieron, frecuentaron a García Lorca en
Cuba, arengaron con su lírica oscura a ejércitos revolucionarios y hasta
escuelas para pobres llegaron a fundar. Esa es historia conocida y lo que debo
contar es una serie de acontecimientos esotéricos que le ocurrieron a un poeta
colombiano acostumbrado a armar zafarranchos por donde pasaba.
Barba Jacob, a inicios del año 20, asienta su demencia en Ciudad de
México, en esa época un hato de bestias lleno de corazones intoxicados por la
política, sublevaciones inútiles y pobreza.
Había recorrido el año anterior los desiertos del norte de la República, donde terminó contaminándose
la imaginación con fábulas de los nativos sobre hombres muertos que cargaban el lastre de unos cuerpos
llenos de ímpetu energético y ninguna conciencia, cadáveres que deambulaban por
El Paso, San Antonio y Ciudad Juárez, imitando a peregrinos sin hogar.
Con ellos bebe infusiones psicotrópicas de peyote,
los escucha relatar hazañas de contrabandistas y bandidos, de timadores y
cuatreros al servicio de gringos usurpadores, de pasados gloriosos en naves que
naufragaron en el golfo, de recipientes orgánicos sin fantasmas en su interior
que negaban la lógica inventada por los biólogos.
De ellos aprende, a ellos traiciona. Redacta artículos en los que
describe las experiencias narradas por sus némesis, los poseedores de la carne
errante, no de la esencia. El Porvenir, prestigioso diario del norte, se vende
como pan caliente y el grueso de lectores asume como ciertas las historias de
aquel escribano fiel a sus obsesiones.
Músculos y esencia pueden divorciarse, lo sabe, por
eso se llena el cerebro con humos tóxicos y licores de mala estirpe. Su idea,
volar hasta su propia maldad para liberar a ese fantasma que ansioso por hacer
estragos, encamina su ímpetu a través de los vicios.
En México capital, trabajando para El Heraldo, redacta
crónicas amarillistas donde pululan los maridos ebrios que destrozan a
puñaladas a sus amantes con una frialdad que define el tono de una época, las
masacres políticas y oleadas de crímenes que despedazan los callejones de la gigantesca ciudad donde es un invitado no
grato.
Pero la serie de escritos que lo catapulta como una
estrella transitoria en el firmamento histérico del periodismo mexicano de aquellos
años, es la que realiza como testigo de hechos que superan realidades y
ficciones: "Los fenómenos espíritas en el Palacio de la Nunciatura,"
los tituló.
El gobierno anticlerical del presidente Venustiano
Carranza, invitó al soberano del Vaticano “a no hacer llegar por ningún motivo
a su Nuncio (embajador de la Santa Sede) hasta un país donde no se confiaba en
hombres que usaban faldas”.
La orden del comandante de la revolución mexicana en
su segunda etapa, fue acatada a regañadientes por Benedicto XV, papa genovés en
ejercicio. Por ende, el Palacio de la Nunciatura quedó sin titular, aunque por
poco tiempo. Barba Jacob, el fantasma, sus amigos intelectualoides, guitarras,
marihuanas, licores y juergas, se lo tomaron por asalto con el beneplácito del
establecimiento que prefería tener a una turba de perdedores a su lado y no a
los conspiradores de los crucifijos guindados en el pecho.
En ese espacio, Porfirio, el alma errante para
decirlo mejor, creó versos inmortales para la literatura de América: “Balada de
la loca alegría,” “Canción de la noche diamantina,” “Elegía de Sayula,” “Estancias,”
“Canción de un azul imposible” y “Canción de la soledad”.
La sede mexicana del mismísimo Vaticano, se volvió
la caverna donde un puñado de excelsos íncubos desató el caos. El poeta realizó
orgías que las musas ayudaron a plasmar en viejas libretas y papeles
desordenados que después conocieron la plancha de impresión. Para la muestra un
botón sacado del poema “Balada de la loca alegría”:
“Mi
vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi
esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy
un perdido -soy un marihuano-
a
beber -a danzar al son de mi canción...
Ciñe
el tirso oloroso, tañe el jocundo címbalo”.
En "Los fenómenos espíritas en el Palacio de la
Nunciatura", Barba Jacob, Ricardo Arenales o Miguel Ángel, llámenlo como
quieran, su nombre no importa, relata una serie de eventos paranormales de los
que él mismo fue protagonista.
Apariciones, objetos que se desplazan por el aire, ánimas
que rasgan el envés de los espejos y se mueven en ese mundo paralelo al que
separan del nuestro una lámina de vidrio y el nitrato de plata que lo cubre,
gritos que preceden la aparición de cinco niños que juegan con una pelota roja,
una monja fascinada con el danzón y un pálido obispo con tres heridas profundas
en el cuello, atiborran las páginas centrales de El Heraldo y llenan de fuego el
instinto morboso de los lectores.
Barba Jacob, es la figura central unas semanas. Su
rostro cobrizo, nariz prominente, grandes ojos, piel de indio y cabello peinado
hacia atrás, embadurnado de gomina, no hacen sino encuadrar la grandeza del
poseedor de toda la sabiduría del más allá.
-La primera noche que nos colamos en la nunciatura
bebimos mezcal, invocamos el alma de viejos sabios aztecas asesinados por los
mismos hombres de fe que levantaron ese edificio. Reímos como sátiros. Horas
después, cuando experimentaba una borrachera afable, una joven robusta envuelta
en hábitos de clausura que la hacían parecer un cuervo gordo, con una sonrisa
gris y de nombre Ernestina, me pidió bailar un danzón que le alegraba las
tardes de sábado a la gente de su pueblo, "El bombín de Barreto," de
José Urfé. Jamás olvidaré esa melodía. Sonaba diáfana mientras nuestros cuerpos
se rozaban- contó una mañana a varios compañeros del periódico cuando lidiaban
la resaca con unas cervezas heladas.
-La canción sonó no sé cuántas veces, muchas esos
sí… De pronto la monja comenzó a gritar, “en dónde están los niños, qué hizo
con ellos, Monseñor Urbina, sáquelos del cuarto de castigo, ¡Monseñor Urbina…! ¡No
lo quiero apuñalar de nuevo…!” Sus alaridos rebotaron contra el techo, se
volvieron grietas llenas de calostro que contaminaron los muros. La música
cesó-, dijo; -pero los bohemios, mis invitados, no percibieron nada de lo
vivido a escasos pasos.
Por varios días el ritual se repitió. El poeta
fantasma, a través del cuerpo que jamás sintió suyo, bailó danzones, reprimió preguntas y de
vez en cuando le aulló a esa luna testaruda que se empeñaba en esconderse. La
monja blasfemó en contra del encierro de los niños. Urbina aparecía, se tocaba
las heridas, unas lágrimas densas como aceite cruzaban sus mejillas amarillas,
no musitaba palabra y abandonaba la estancia donde la juerga de los poetas era
ley.
-Ya lárgate con tu parranda de ateos vagos. No
quiero bailar contigo nunca más. Jamás me preguntaste quién fui, por qué Urbina
encerró a los niños en ese salón y los dejó morir de hambre. Por qué apuñalé al
cabrón. Ya lárgate, fantasma enfermizo. Vienes a irrespetar a los muertos así
como lo haces con los vivos. Compartimos un infierno, la soledad; pero al menos
nos limitamos a molestarnos entre nosotros, no tomamos cuerpos de mala manera y
violamos los principios básicos del cosmos. Lárgate, estúpido espectro con mil
nombres…
Esa fue la última vez que Barba Jacob, osó entrar al
imperio de lo que no puede explicarse. Escribió las cinco crónicas que le
dieron algo de fama y todo quedó como la genialidad de un perdedor que se hizo
humo.
Las dudas se le quedaron pegadas a las entrañas del
cuerpo que expropió de mala forma: ¿Producto de la marihuana las apariciones de
la nunciatura? ¿Hermanos en la tragedia que pedían auxilio las apariciones?
¿Fantasmas que atormentan a otro que quiere serlo en propiedad?
No se quedó con esa espina clavada en la curiosidad.
Un redactor joven fue encargado por el espectro Barba Jacob, para enterrarse en
los archivos del Palacio de la Nunciatura y averiguar todo acerca de la monja
Ernestina, Monseñor Urbina y los niños encerados en el cuarto de castigo. Sus
pesquisas fueron infructuosas. Después de quince días y sus noches revolviendo
memoriales y bitácoras, no encontró huellas de la existencia de ninguno de los
personajes.
-Con tanta marihuana, no me extraña que te hubieras
encontrado con el mismísimo Cura Hidalgo, Miguel Ángel. Olvídalo todo y
acompáñame a beber un par de cervezas, tengo el gaznate seco -le dijo el dueño
del periódico al confundido poeta.
Acatando el
mandamiento promulgado por sus conocidos, envió a las brumas de su memoria el
incidente en la casa del Nuncio. Las
explosivas condiciones políticas del país, sus farras inagotables, lo llevaron
por los caminos llenos de espinas que adoraba transitar y logró su propósito. En
1922, avalado por las críticas hacia su gobierno, realizadas por Barba Jacob
desde las páginas editoriales de la revista Cronos, el presidente Álvaro
Obregón, decide expulsarlo de México. Rondó por Guatemala, El Salvador,
Honduras (disfrazado de cura predica la revolución en las bananeras) y Perú, sitios
en donde corre la misma suerte. Los dictadores lo odiaban y a él le encantaba
rascarles hasta el hastío sus dignísimas pelotas.
En 1926, tras 20 años de travesías por Centroamérica,
retorna a Colombia. Trabaja como jefe de redacción de El Espectador. 36 meses
estuvo “estorbando” en su patria; pero su esencia de fantasma nómada lo lleva
de nuevo a surcar los mares que terminan depositándolo en Cuba.
Apenas desembarcado, es invitado a una cena en la
casa de un amigo en un barrio cercano al malecón, donde conoce a un joven
engendro que le llena el alma de celos y sincera admiración. Federico García
Lorca, lo saluda con efusión, le cuenta como escolar recitando la lección, que ha
leído varios de sus poemas y se siente fascinado por cómo concibe los eventos
extraños del mundo que les tocó en suerte caminar.
La gala es formal.
Pseudo intelectuales y diplomáticos pululan por un espacio reservado a
la trivialidad. Con un par de rones de
más entre pecho y espalda, los dos fantasmas empiezan a contarse anécdotas, a
revolverse abusivos los sentimientos. Son enemigos cordiales brindándose un
acto de generosidad que muy pocos testifican.
Barba Jacob, como un mago oscuro, relata a García
Lorca los acontecimientos del Palacio de la Nunciatura; una levedad eléctrica
lleva a su cabeza esos recuerdos. Se avergüenza de sí por traer a colación tamaña
anécdota. Aun así, pone toda su pasión en la narración, describe el lugar, las
circunstancias, la temperatura y rasgos de los personajes. Federico, absorto, olvida
el trago que su mano izquierda sostiene por inercia.
La noche fenece, acaban las confesiones. El poeta
fantasma envejecido se despide del poeta fantasma joven; pero este le hace una
seña y lo lleva a un costado para decirle algo importante:
-Debo confesarte una cosa, Miguel Ángel. Tu historia
me conmovió por una sola razón. Yo baile ese mismo danzón con una monja llamada
Ernestina en el café Alameda en Granada, una noche de tertulia con mis amigos.
Me contó lo de los niños, lo de Monseñor Urbina. Lo único diferente es que la
tragedia, según ella, ocurrió en un convento a las afueras de Tarragona. De
esto tengo que escribir algún día, amigo mío. Creí que estaba loco por hablar con
apariciones… ¡Qué alivio me has dado!
Acabó de decir esto, tocó agradecido el hombro de Barba
Jacob y se escapó por entre las tinieblas de la noche habanera para siempre.
Unos días antes de morir de tuberculosis, en medio
de una crisis de fiebre, tras varias horas marihuana y recuerdos, vio cruzar
por su humilde habitación a varias figuras conocidas. Ernestina, Federico,
asesinado años antes por el cáncer del franquismo, Urbina y los niños que
jugaban desde hace mucho con una pelota roja, se juntaron frente a su cama y se
quedaron mirándolo.
Federico, impecablemente vestido, sonriendo con
tristeza, le dijo con toda la dulzura que le es posible brindar a un juglar
mitológico, que ya estaba bueno de trasegar. El poeta fantasma que pidió
prestados un cuerpo y varios nombres, le estiró su cigarro de marihuana y
comenzó a llorar.
-Sufrimos por lo que no es nuestro, soñamos sueños
ajenos en cuerpos ajenos y con personas ajenas a lo que somos. Ven con nosotros
a la casa embrujada del Nuncio, siempre habrá danzones, monseñores y poetas
asesinados, cuellos heridos, niños que juegan con balones colorados. Ocupar
cuerpos, tomar como propios nombres que no dicen nada, es demasiado aburrido.
No nos hagas esperarte tanto.
Ernestina lo miró fijo. Barba Jacob, destapó la
botella de aguardiente y bebió un trago largo. No pensó en nada, salvo que en Santa
Rosa de Osos, había demasiadas iglesias.
El viejo Barba es uno de los grandes poetas colombianos y uno de los más olvidados también. Gracias por esta anécdota tan interesante.
ResponderEliminarMARIO DÍAZ.
LOS ESPANTOS ESTÁN A LA ORDEN DEL DÍA EN TODO LADO. EN CHARALÁ, MI PUEBLITO, ESO ES DE TODOS LOS DÍAS.
ResponderEliminarExcelente recordar a un grande..., gracias al autor.
ResponderEliminar