JAIRO ANIBAL NIÑO
Nació en Moniquirá,
Boyacá, en 1941. Incursionó primero en las artes plásticas y en la pintura. Fue
miembro del grupo de pintores La Mancha. Posteriormente fue actor, director de
teatro, titiritero y dramaturgo. Fue profesor universitario y director de
grupos universitarios de teatro. Sus obras El golpe de Estado, El monte
Calvo y Las bodas del hojalatero o El baile de los
arzobispos, han sido merecedoras de varios premios. Entre sus guiones para
cine se destacan Efraín González, ganador en el concurso de guiones
para largometraje argumental convocado por Focine, y El manantial de
las fieras. Ha escrito cuentos para adultos como Toda la Vida,
conjunto de relatos cortos, y Puro Pueblo. Entre sus obras para
niños se destacan: Zoro, ganadora del Premio Enka de Literatura
Infantil en 1977. De las alas caracolí, Dalia y Zazir, Razzgo, Indo y
Zaz, entre otras; y los libros de poemas La alegría de querer y Preguntario.
A sus oídos llegó
un rumor como el que levantaría una poderosa conversación de pájaros. Luego
percibió un resplandor azul detrás del cerro.
Vasco Núñez de
Balboa detuvo la marcha de su tropa. Desmontó y lentamente levantó la cabeza en
dirección de la cima erizada de arbustos espinosos. Desde allí tendría la
fortuna de ver las aguas del nuevo mar. El sería el primero en vislumbrarlo y
reclamaría la gloria de su descubrimiento.
Ese sueño había
estado navegando tercamente en su ánima desde el día en que un indio le habló
de un océano tan grande como el mundo, que estaba en algún lejano lugar del
occidente, detrás de las montañas.
Vasco Núñez, ante
esa noticia, sintió en su corazón de tahúr que un as de oros había llegado a su
mano y se dispuso a jugarlo de la mejor manera posible, con el fin de ganarle
esa partida al destino.
El juego había sido
largo, sangriento y azaroso. En una ocasión, una india con figura de sota de
copas estuvo a punto de matarlo al ofrecerle una vasija con licor emponzoñado,
y no podía olvidar el abrazo de la gigantesca boa que, como un sinuoso as de
bastos, intentó estrangularlo.
– ¿Lo acompaño? –
preguntó con ansiedad el clérigo Andrés de Vera.
– No. Todos ustedes
esperan en este lugar. Me pertenece el derecho de que mis ojos sean los
primeros en ver el mar del Sur y descubrirlo.
El perro Leoncico
lanzó un gruñido sordo y Vasco Núñez de Balboa sonrió al comprobar que su
bestia lo estaba respaldando.
El enorme animal se
colocó frente a la tropa y se echó en el suelo. Leoncico era uno de los más
despiadados combatientes españoles. Un escribano puntilloso que los acompañaba
y que tenía la manía de contabilizarlo todo, ya había perdido la cuenta de los
indios caídos bajo sus dentelladas. El animal crecía todos los días en astucia
y en fiereza. Sus dientes habían adquirido un ominoso color rojo. Sus fauces
abiertas mostraban dos amenazantes hileras de rubíes afilados.
– Cristóbal Colón
descubrió una nueva tierra. Yo voy a descubrir un nuevo mar. Ojalá un hijo mío
descubra un nuevo cielo – dijo Núñez de Balboa al emprender el ascenso.
Los miembros de su
tropa permanecieron inmóviles. El viento sopló con fuerza y trajo agridulces
perfumes de la selva.
– Huele a mujer
pichona – susurró un soldado.
– Huele a
presentimientos – musitó otro.
– No. Lo que
olfateamos es el rico sudor del oro – dijo el clérigo.
Andrés de Vera,
alto y flaco, tenía la sotana arremangada y sujeta a la cintura con un bejuco
de agua. Completaba su atuendo un casco de fierro, botas altas y un gran
crucifijo de acero que pendía de su cadera como una espada. Cayó de rodillas y
cuando los demás lo imitaron, comenzó a rezar en voz alta. Fervorosamente
sostenía en sus manos un rosario hecho con pepas de oro, perlas, y zafiros
blancos.
Sobre el horizonte
surgió una bandada de aves. Daba la impresión de que no volaba sino que
caminaba sobre el aire con sus anchas patas en forma de platos. Los pájaros se
alejaron prontamente caminando sobre los altos cielos de la selva.
Núñez de Balboa
apuró el ritmo de su trepada. Todas sus pasadas fatigas se transmutaron en un
ansia acezante que le llenaba la boca con un sabor a frutas de polvo. Se le
dulcificaron también los recuerdos de los pantanos, los insectos, las víboras y
los bosques tan altos y tupidos que caminar por ellos era hacerlo a través de
una noche oscura. En esas ocasiones los indios guías repartían ramas de árboles
fosforescentes que los hombres se colocaban a manera de lámparas en el pecho.
Al marchar cortando la noche tenebrosa de esas selvas apretadas, parecía que
cada hombre había cazado una estrella. Rememoró de manera lejana los combates
en los que los indios habían caído bajo el fuego de los arcabuces, el filo de
los aceros y la ferocidad de los perros. Sin poderlo evitar, le llegó, también,
el retrato memorioso de la hermosa india Mincha.
Vasco Núñez de
Balboa estaba muy cerca de la cima del cerro y su cuerpo se sacudió con una
alegría y una exaltación nunca antes experimentadas. El legendario y
maravilloso mar del Sur estaba, por fin, a su alcance. Nada ni nadie le
quitaría la gracia de ser la primera criatura venida del viejo mundo que lo
acercaría por primera vez a los ojos.
Se detuvo un
instante y vislumbró a sus hombres, que inmóviles, lo esperaban abajo, al pie
de la colina.
De repente, una
sombra pasó por su lado. El perro Leoncico, como una exhalación, llegó a la
cima y contempló la inacabable llanura de agua del nuevo mar. Miró a su amo de
manera desdeñosa y aulló largamente. Abajo, la tropa se estremeció porque por
primera vez había oído el esotérico canto de los perros.
Vasco Núñez de
Balboa, presa la ira, la frustración y los celos, desenvainó su espada para
darle un golpe, pero lo detuvo el hecho de pensar que no podía matar
impunemente al verdadero descubridor del mar del Sur.
Españoles y perros... Tan parecidos que provocan tristeza y risa.
ResponderEliminarFlorentino Borrás.