SOBRE AQUELLOS QUE RECORREN LAS
ESTRELLAS
Por: Javier Barrera Lugo
Dedicado a los armeritas, sus
familias y sus sueños de reencuentro.
A mi mamá, Teresa Lugo.
Sandra,
Yaneth y Leonardo Díaz, los niños que aparecen en la foto que apoya este
escrito, perdieron la vida en la tragedia de Armero. Aquel 13 de noviembre de 1985, sus sueños
adolescentes, sus risas, los deseos que sólo se le cuentan a la almohada por las
noches, dejaron de latir.
Mi
hermano Andrés y el Idiota Inútil que
escribe estas palabras (el “mechudito que completa el cuadro”), conocimos a
Sandra, la más alta en la imagen, en unas vacaciones de fin de año en las que
estuvo varios días hospedada en nuestra casa del “city”. Recuerdo su ternura, su
espontaneidad, respeto y paciencia con un par de “bellacos” que desde el
principio dieron señas de atorombolamiento. Aún sentimos por ella un cariño
profundo. Mis hermanos Alejo y Lili eran muy pequeños, no creo que la
recuerden.
Esa fatídica noche millones de toneladas
de hielo mezcladas con vegetación, rocas de increíble tamaño y escombros
variados bajaron por las laderas de la cordillera, se hicieron un torrente con
el caudal del río lagunilla y el resultado fue una avalancha que borró de la
faz del mundo a una prospera ciudad que fue sostén de la economía del Tolima
por más de un siglo. Un tufo azufrado, que poseía el lodo estacionado, le puso
olor al concepto de muerte que Dante en su Divina Comedia asocia con el
infierno. La gente de Armero me ha referido el impacto de esta fetidez en sus
recuerdos.
25.000 almas quedaron sepultadas allí.
Otros miles, deambulando como fantasmas que hubiesen salido de un una mala
película de terror, llenos de barro, con la mirada baja, no podían creer lo que
acababa de pasar. Lo que fue una fértil población inundada de árboles y algarabía,
el 14 de noviembre, con los primeros rayos del sol, se convirtió en un desierto
gelatinoso que se tragó entero la felicidad.
En minutos, cientos de niños quedaron
huérfanos. Un estado golpeado por la violencia política y de la mafia arregló
de manera absurda, a través del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar ICBF,
el problema que él mismo generó por su falta de piedad.
Sus representantes organizaron “adopciones
exprés”, que sin metáforas quiere decir, adelantar procesos de adopción
sospechosamente rápidos. Gracias a este mecanismo, muchos menores fueron
entregados a familias del exterior y perdieron todo contacto con su historia de
vida. Nunca se cotejaron antecedentes, no se hizo lo adecuado para atajar las
separaciones, se destruyeron familias,
lazos sentimentales y de sangre. El daño estaba hecho. Fundaciones como
“Armando Armero” y el mismo ICBF, luchan por encontrar la verdad y enmendar
tamaño error propiciado por la burocracia.
No creo que la intención de los
funcionarios haya sido criminal y premeditada; pero a todas luces, los modos
demostraron una precipitud que rayó en el facilismo cínico.
El volcán, treinta años después, aún
sigue martirizando a cientos de armeritas y como por variar, nadie responde. Los
estamentos del gobierno central se conforman con realizar homenajes bobalicones
y todo queda ahí. Las responsabilidades
se evaden, la verdad está escondida y es un deber ciudadano exigir
aclaraciones.
En los días posteriores a la catástrofe testifiqué
como mi madre, desesperada, recorría hospitales buscando a mi abuela Ana Rosa,
a su tía Elvira, a su primo Ezequiel y a más de dos docenas de familiares y
amigos que desaparecieron del mundo, jamás de su corazón.
En la Hortúa, La Samaritana, el infantil
Lorencita Villegas de Santos, en la Cruz Roja, los heridos se contaban por
miles, la mayoría con la piel quemada, golpeados, desorientados en ciudades
frías y extrañas. Acompañé a mi mamá en estas búsquedas sin resultado, compartí
su desasosiego, el horror. Nunca olvidaré los lamentos a lo largo de pasillos
atiborrados de víctimas preguntando, en medio de sus delirios, por los hijos,
las mamás, la familia que vivía cerca a Telecom, sobre todo por qué dios se
había olvidado de ellos.
El desorden era patente, listas de pacientes
que aseguraban la presencia de un sobreviviente en tal o cual clínica no eran confiables.
Por arte de emergencia el paciente aparecía en otra, o nunca llegó. La
catástrofe desbordó las posibilidades de los servicios de socorro y sus
integrantes, verdaderos héroes en esta historia.
La nación estaba en caos, en una semana
el M-19 se tomó el Palacio de Justicia, la naturaleza borró del mapa a la
población de Armero y las circunstancias desnudaron la mediocridad de los
dueños del poder. El gobierno de la República, maniatado por los militares,
evitó realizar grandes movilizaciones de ciudadanos o crear zozobras que
afectaran el orden público. Omisión y negligencia jugaron en contra de los
armeritas.
Esos días marcaron mi vida, fueron el
final de la inocencia. Ver los estragos de la muerte, el sufrimiento ajeno, arrugó
mi alma. Entendí que las cosas buenas se acaban, que mi mamá, aquella mujer
hermosa y con carácter, no era invencible, que la muerte nos doblega, aunque
ella, una guerrera vital, superó la desesperanza. Sé que todos los días, además
de por sus “pollos”, “zurrones”, por Don Barrera, las amigas, huérfanos y todo
el que tenga una dificultad, Doña Teresa
ora por el alma de los paisanos que descansaron en paz y los sobrevivientes que
aún buscan a sus niños (hoy adultos) en todo el mundo.
Prueba de fe, que la vida sigue y da
alegrías en medio de la desdicha, son su prima Consuelo, Ernesto su
esposo y sus hijos, quienes milagrosamente sobrevivieron a la avalancha. Para
ellos también es este homenaje.
Armero
vivirá en ellos, es la marca de su nuevo nacimiento. Insisto, mientras las
personas estén en nuestra memoria, no han muerto, sólo están recorriendo las
estrellas hasta que nos volvemos a encontrar. Un beso a Sandra y sus hermanos,
ángeles desde que estaban vivos.
Un hecho lamentable, historias de vida admirables. gran escrito, amigo "Mechudito"
ResponderEliminarFlorentino Borrás Rojas