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lunes, 16 de noviembre de 2015

SOBRE AQUELLOS QUE RECORREN LAS ESTRELLAS

SOBRE AQUELLOS QUE RECORREN LAS ESTRELLAS
Por: Javier Barrera Lugo

Dedicado a los armeritas, sus familias y sus sueños de reencuentro.
A mi mamá, Teresa Lugo.



Sandra, Yaneth y Leonardo Díaz, los niños que aparecen en la foto que apoya este escrito, perdieron la vida en la tragedia de Armero.  Aquel 13 de noviembre de 1985, sus sueños adolescentes, sus risas, los deseos que sólo se le cuentan a la almohada por las noches, dejaron de latir.
       Mi hermano Andrés y el Idiota Inútil que escribe estas palabras (el “mechudito que completa el cuadro”), conocimos a Sandra, la más alta en la imagen, en unas vacaciones de fin de año en las que estuvo varios días hospedada en nuestra casa del “city”. Recuerdo su ternura, su espontaneidad, respeto y paciencia con un par de “bellacos” que desde el principio dieron señas de atorombolamiento. Aún sentimos por ella un cariño profundo. Mis hermanos Alejo y Lili eran muy pequeños, no creo que la recuerden.
       Esa fatídica noche millones de toneladas de hielo mezcladas con vegetación, rocas de increíble tamaño y escombros variados bajaron por las laderas de la cordillera, se hicieron un torrente con el caudal del río lagunilla y el resultado fue una avalancha que borró de la faz del mundo a una prospera ciudad que fue sostén de la economía del Tolima por más de un siglo. Un tufo azufrado, que poseía el lodo estacionado, le puso olor al concepto de muerte que Dante en su Divina Comedia asocia con el infierno. La gente de Armero me ha referido el impacto de esta fetidez en sus recuerdos.
       25.000 almas quedaron sepultadas allí. Otros miles, deambulando como fantasmas que hubiesen salido de un una mala película de terror, llenos de barro, con la mirada baja, no podían creer lo que acababa de pasar. Lo que fue una fértil población inundada de árboles y algarabía, el 14 de noviembre, con los primeros rayos del sol, se convirtió en un desierto gelatinoso que se tragó entero la felicidad.
       En minutos, cientos de niños quedaron huérfanos. Un estado golpeado por la violencia política y de la mafia arregló de manera absurda, a través del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar ICBF, el problema que él mismo generó por su falta de piedad.
       Sus representantes organizaron “adopciones exprés”, que sin metáforas quiere decir, adelantar procesos de adopción sospechosamente rápidos. Gracias a este mecanismo, muchos menores fueron entregados a familias del exterior y perdieron todo contacto con su historia de vida. Nunca se cotejaron antecedentes, no se hizo lo adecuado para atajar las separaciones,  se destruyeron familias, lazos sentimentales y de sangre. El daño estaba hecho. Fundaciones como “Armando Armero” y el mismo ICBF, luchan por encontrar la verdad y enmendar tamaño error propiciado por la burocracia.
       No creo que la intención de los funcionarios haya sido criminal y premeditada; pero a todas luces, los modos demostraron una precipitud que rayó en el facilismo cínico.
       El volcán, treinta años después, aún sigue martirizando a cientos de armeritas y como por variar, nadie responde. Los estamentos del gobierno central se conforman con realizar homenajes bobalicones y todo queda ahí.  Las responsabilidades se evaden, la verdad está escondida y es un deber ciudadano exigir aclaraciones.


       En los días posteriores a la catástrofe testifiqué como mi madre, desesperada, recorría hospitales buscando a mi abuela Ana Rosa, a su tía Elvira, a su primo Ezequiel y a más de dos docenas de familiares y amigos que desaparecieron del mundo, jamás de su corazón.
       En la Hortúa, La Samaritana, el infantil Lorencita Villegas de Santos, en la Cruz Roja, los heridos se contaban por miles, la mayoría con la piel quemada, golpeados, desorientados en ciudades frías y extrañas. Acompañé a mi mamá en estas búsquedas sin resultado, compartí su desasosiego, el horror. Nunca olvidaré los lamentos a lo largo de pasillos atiborrados de víctimas preguntando, en medio de sus delirios, por los hijos, las mamás, la familia que vivía cerca a Telecom, sobre todo por qué dios se había olvidado de ellos.
        El desorden era patente, listas de pacientes que aseguraban la presencia de un sobreviviente en tal o cual clínica no eran confiables. Por arte de emergencia el paciente aparecía en otra, o nunca llegó. La catástrofe desbordó las posibilidades de los servicios de socorro y sus integrantes, verdaderos héroes en esta historia.
       La nación estaba en caos, en una semana el M-19 se tomó el Palacio de Justicia, la naturaleza borró del mapa a la población de Armero y las circunstancias desnudaron la mediocridad de los dueños del poder. El gobierno de la República, maniatado por los militares, evitó realizar grandes movilizaciones de ciudadanos o crear zozobras que afectaran el orden público. Omisión y negligencia jugaron en contra de los armeritas.
       Esos días marcaron mi vida, fueron el final de la inocencia. Ver los estragos de la muerte, el sufrimiento ajeno, arrugó mi alma. Entendí que las cosas buenas se acaban, que mi mamá, aquella mujer hermosa y con carácter, no era invencible, que la muerte nos doblega, aunque ella, una guerrera vital, superó la desesperanza. Sé que todos los días, además de por sus “pollos”, “zurrones”, por Don Barrera, las amigas, huérfanos y todo el que tenga una dificultad,  Doña Teresa ora por el alma de los paisanos que descansaron en paz y los sobrevivientes que aún buscan a sus niños (hoy adultos) en todo el mundo.
       Prueba de fe, que la vida sigue y da alegrías en medio de la desdicha, son su prima Consuelo, Ernesto su esposo y sus hijos, quienes milagrosamente sobrevivieron a la avalancha. Para ellos también es este homenaje.

Armero vivirá en ellos, es la marca de su nuevo nacimiento. Insisto, mientras las personas estén en nuestra memoria, no han muerto, sólo están recorriendo las estrellas hasta que nos volvemos a encontrar. Un beso a Sandra y sus hermanos, ángeles desde que estaban vivos.

1 comentario:

  1. Un hecho lamentable, historias de vida admirables. gran escrito, amigo "Mechudito"

    Florentino Borrás Rojas

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