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lunes, 25 de abril de 2016

PREDICANDO UN SUEÑO

PREDICANDO UN SUEÑO
Varmis Terrero Cuevas

Él tenía hermosas barbas coloradas y un cuerpo montaraz. Había nacido en el vientre del bosque y criado entre la soledad de la naturaleza y los animales salvajes, sin fe, sin religión, aunque en su vida se registró una noche clara el curioso hecho de haber derrotado con suma dicción teológica los argumentos de cinco predicadores de la civilización. Por la primavera se echaba a andar bajo la luna, y frente al río su voz trinaba junta a las de los insectos cantores y los blancuzcos peces. Se alimentaba de culebras prehistóricas que atrapaba bajo las estupendas piedras. Era bastante alto y muy fuerte. En su cuerpo robusto ardía una infinidad de razas: los blancos de la Península Ibérica, los negros del África, los indios de la Madre América, etc. Sus cuerdas bucales sonaban como las piedras al caer, su cara era una enorme roca. Sus dos brazos eran largos y gordos y tenían una enorme fuerza. Su nombre simbolizaba la vastedad de la naturaleza y sus disímiles formas. A ese tal --a Augusto Sanz Villamercedes-- vine a conocerlo aquella fresca noche de junio del 2004, bajo la luna rosada.
La búsqueda de una nueva ruta en nuestro firme itinerario de Misioneros de la Luz nos había llevado un día hasta el mundo de los seres imaginarios y felices. Estimábamos que los hombres de nuestras tierras tenían claro el mensaje de Jesús y por eso un día nos fuimos a predicar sobre la vasta selva: sobre la extensa arboleda, los extraordinarios ríos, los monstruosos animales, los valerosos hombres. Éramos cinco: yo y mis cuatro mejores camaradas de toda la vida: Yimi, Eri, José Luís y el hombre de las cinco vocales: Aurelino.
Una noche nos recluimos a leer La Palabra alrededor de la llamarada ardiente, y, entre el susurro de los infinitos insectos y el ras de las hojas de los árboles al recibir el contacto de la brisa, sentimos las pisadas de unos pasos gigantescos. Cerramos rápidamente las Biblias y volamos ágilmente los arbustos cercanos y caímos dentro de una vivienda desarrapada que habíamos descubierto aquella misma tarde. Desde allí volvimos a sentir las pisadas del monstruo que se avecinaba y el desbarajuste demoníaco de los árboles ante su llegada triunfal. Un golpe duro deshizo la puerta de la pequeña y desde el infierno de la obscuridad rugió la estridente voz de lo que había allá afuera. Nos dijo:
-Abandonen, amigos, el escondite innecesario. Les prometo que les cuidaré de los demonios que por aquí rondan. También les prometo paz. Vamos, salgan.
Aurelino, el jefe indiscutible de la misión, imploró con voz nerviosa desde la esquinita en donde estábamos por la vida de todos. Una sombra muy negra nos invitaba a salir y nos garantizaba el pellejo. Salimos y nos colocamos bajo las numerosas estrellas y nos recibía una sombra cuya cabeza se perdía en lo alto. Nos dijo:
-Buenas noches, amigos, soy Augusto Sanz Villamercedes, el Hombre de la Selva, el Hombre de esta América. Veo que son bastante jóvenes y que están inmersos en un inmenso peligro. (Las fieras los asechan para comerlos vivos.) Sólo los valerosos y bienaventurados salen con el precioso don de la vida al salir de esta hermosa parte del Universo. Pueda que ustedes mueran esta noche. ¿Qué buscan sino la muerte? ¿Algún secreto? Pueda que ustedes mueran esta noche. ¿Buscan algún secreto? Quisiera saber.
-Anunciamos el Amor –cantó la todavía nerviosa voz de Aurelino.
-Buscamos a quien dar el anuncio del Evangelio –agregó Yimi.
-Aquí se necesita a Dios y se lo traemos –dijo José Luís.
Eri y yo, los más tímidos y débiles de todos, optamos por la caridad del silencio. Ya comenzábamos a tener algo de confianza en el extraño, quizás por la arrogancia de sus enormes brazos robustos. El Hombre de la Selva continuó:
-¿Quieren romper con nuestro presente? ¿Están arriesgando sus vidas a favor de la Utopía que les sonríe bajo los brazos? Aquí está también la muerte. Han encontrado lo primero porque quien les apareció fue un hombre que tal vez sueña como ustedes, y no una serpiente o un tigre feroz o un león. Pero hablemos. Mis padres vinieron alguna vez aquí desde la civilización, y decidieron no regresar jamás. Aquí nací, aquí he de morir. Me respetan las fieras salvajes y los árboles, no me pican las sierpes venenosas, la naturaleza me ha estado grande con migo. ¿En qué puedo servirles?
-Queremos que soñemos juntos –dijo, por fin, Eri.
El hombre le tendió su mano de acero. Luego se volteó hacia mí y me dirigió su cara repleta de misterios. Yo comencé a morir de miedo, los muchachos a reír. Acicateado por mi timidez y nerviosismo, el Hombre de la Selva emitió un sonido brusco al través de sus bembas. Me preguntó:
-¿Tu nombre?
-Gerson –le contesté, tal vez con la ayuda de los demás. Y, todavía nervioso, agregué--: Queremos que a esta parte de la Patria Grande llegue Jesús. Él tiene la respuesta.
Tomó mis manitas, más pequeña que cualquiera de sus rugosos dedos, y apretándolas no demasiado duro, dijo:
-Has descubierto el Universo. Eso me obliga ahora a intercambiar en esta fresca noche con ustedes algunas palabras.
-Escuchemos –dijo Aurelino, con su dedo índice acostado sobre todo el largo de la nariz.
-Soy –inició mirando las estrellas el Hombre de la Selva-- un ser humano que nació y crió en medio de los animales salvajes y feroces, las aves silvestres y cantoras y los árboles milenarios y verdes. De ellos aprendí el valor de la armonía y la convivencia y aprendí que la brisa es música. Desde niño observaba vivir a los animales que respetaban más su condición de animales que el hombre su condición de hombre. Los seres vivos relacionados formaban sobre la tierra el ecosistema; los organismos animales y vegetales, el bosque; mis padres y mis hermanos, la humanidad. Desconocían quizás el Dios que ustedes esta noche anuncian, pero le obedecían cuando convivían y proclamaban el amor. Conocer al Señor es hacer lo que él mando, aunque varíen las formas y las culturas. No les he dado muerte porque he aprendido en medio de este vasto mundo que la convivencia entre los seres humanos sólo la sostiene eternamente la caridad del amor al prójimo.
-Seamos uno, y proclamemos la civilización del amor –le interrumpe Aurelino--. La selva la necesita.
-¡Es que ya lo tenemos! –rugió Augusto Sanz--. El Evangelio es compartir, nosotros compartimos. El Evangelio es comunión, nosotros partimos en comunidad el pan. Nuestro principal mandamiento es: Amar al Prójimo Más que a Sí Mismo.
-Pues no necesitan más nada –me adelanté a decir, superados ya mi timidez y nerviosismo.
-Es todo lo contrario –continuó Augusto Sanz Villamercedes--. La selva necesita pelear para que todo aquello perdure. Los pueblos de esta América quieren darnos lo que todavía ellos no han experimentado y que nosotros tenemos de sobra. En sus tierras aún no ha sonreído la Justicia de Dios. Sus hombres, sus políticos han negado lo que ustedes hoy predican. ¿Es posible que se predique sin el ejemplo? En esta Patria Inmensa, el Evangelio no sólo debe proclamarse en los altares de las Iglesias. Debe caminar las calles, hacerse sentir sobre la gente, cantar entre las multitudes, reinar desde los Palacios de Gobierno. Hagan que sus hombres vivan ese mensaje y luego tráiganlo a la selva para que evaluemos los puntos de coincidencia. Con serenidad y sencillez, llévenlo a todos los barrios de sus pueblos y háganlo una sola voz: la voz de los que quieren vivir. Dios llama a todos a hacer realidad su reino en medio del hambre y las continuas violaciones a los derechos humanos. ¡Hagan la revolución e instauren el Gobierno del Señor!
-Los hombres se resisten a recibir a Cristo –me adelanté a decir--, por eso elegimos la selva.
-Eso no es excusa –Augusto Sanz lanza otra vez sobre mí su cara enorme--. En sus tierras trabajen hasta el final y díganles a los hombres que dirigen, que Jesús ha llegado para ocupar sus lugares en los Palacios de Gobierno, que los humildes necesitan vivir, que es hora de la utopía de la liberación, que soplan nuevos vientos y que la fe ha terminado por asumir su verdadero rol. Eso es predicar el Evangelio. Punto.
El sueño nos atrapó en medio de su brillantísima exposición que parecía haber venido desde la nada para indicarnos el verdadero camino de la felicidad. Al otro día, cuando despertamos, nos dijo no haber dormido durante toda la noche. Lanzó luego su potente brazo sobre la Biblia de José Luís, la ojeó con decidida paciencia y comentó:
-Me parece bien esta utopía.

Decidió acompañarnos hasta la línea perdida que divide a la barbarie de la civilización. Allí nos confió que estábamos ya fuera del peligro. Le soltamos desde el otro lado un adiós y él una sonrisa. Nos restaba un camino largo.

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