LOS ESPECTROS DE LEPANTO
Por:
JAVIER BARRERA LUGO
“Con todo mi poder perseguiré a los
herejes y les haré la guerra.”
Juramento de los obispos de la Iglesia
Católica Romana.
1.
La
búsqueda comenzó entrada la noche. Cuatro soldados por cada ciego, fueron los
encargados de ubicarlos en los claros del bosque para dejarlos explorar cuando
el Capitán Garmendia impartiera la orden; sin embargo, antes de lanzarlos a la
cacería describieron los detalles del terreno que alcanzaron a percibir entre
tinieblas, revelaron obstáculos, posibles rutas de avanzada, les dieron agua,
comida y hasta colgaron en sus cuellos
las campanillas de bronce con las que debían avisar a la tropa el lugar donde
la presa estaba escondida.
Lazarillos y sabuesos apenas se dirigieron
la palabra durante el tiempo que estuvieron juntos; eso sí, se tantearon, intuyeron
las pequeñas variaciones del aire como actos capitales a punto de
materializarse. Analizaron con alguno de sus seis sentidos los eventos mínimos
que las corazonadas juzgaron como pistas irrefutables. El ambiente se cargó con
energías siniestras que erizaron pelos y vivificaron los temores en las mentes
agoreras de los militares.
Los ciegos, entrenados para descartar
cualquier estímulo que no obedeciera la naturaleza
de su encargo, alzaron al unísono las cabezas cuando algo pareció no encajar o
lució perfecto en demasía. Todo terminó por ser susceptible de sospecha en sus
sentidos, el mínimo cambio en la densidad del aire llamó su atención, cada
espacio que caminaron desde su llegada al bosque lo revisaron escrupulosos.
“Perros de presa lúgubres,” así los tildaron los soldados el primer día que los
vieron ensayar para la obra macabra en la que fueron unos títeres con alto
protagonismo.
El aroma de cada cosa viva o muerta en
aquella naturaleza pasó por sus narices y se incrustó en el azul de la
clarividencia con la que nacieron y el Maese potenció. El calor, sus
radiaciones oscilantes, tomaron forma en aquellos instintos activados; tiró el
anzuelo y los condujo hasta el corazón pecador
que destilaba en su madriguera sangre espesa, a la fragilidad del cuerpo
jadeante tendido sobre la hierba, al terror de una mujer que intentó engañar a
unos adversarios desconocidos que fueron curtidos en el poderoso arte de
moverse entre sombras.
Inició la persecución. El Capitán
Garmendia movió una antorcha de arriba abajo y clavó su mirada en el cielo
opaco buscando el apoyo de sus santos preferidos. Los soldados replegaron líneas, cubrieron flancos
previendo el ataque de un rival etéreo. Sus armas se volvieron fetiches que les
restituyeron migajas de la seguridad que una pandilla de ciegos y su botín hicieron
trizas. Cada hombre abrazó su mosquete como si fuese el trozo de madera que
aparece flotando junto al náufrago que
se creyó condenado.
Los “perros lúgubres” siguieron tenues pistas,
manifestaciones casi invisibles que afectaron el orden de las cosas: una
exhalación apenas perceptible justo al lado de un matorral, el crujido de las
hojas secas, corrientes de viento cargadas con el fermento denso de la
transpiración ajena. Todos esos indicios que en la arbitrariedad terminaron por
unirse, los condujeron a las fauces de la enemiga hecha súcubo, a la brutalidad
de sus fechorías en contra de Dios y sus hijos virtuosos. Estaba cerca, la
sintieron observándolos.
“Las palabras de Dibós, eran ciertas,”
pensó uno de los ciegos, y evocó la instrucción final dada por su Maese antes
de que salieran a cazar: “Si distinguen movimientos en sus propias tinieblas,
si las súplicas tienen eco en las necesidades que por vergüenza no confiesan,
habrán dado con la enemiga del hombre. Si esas mismas palabras están
acompañadas de olores propios de muerte, aromas azufrados o metálicos tufos que
irriten las membranas de sus ojos blanqueados, habrán dado con la súbdita del
caos, la mismísima concubina del demonio, padre vil de avaros, amante de
meretrices y hechiceras que no tendrá compasión para entrar en sus deseos hasta
llevarlos a pecar, hijos míos. Los tentará y descuartizará una vez relajen la
guardia; cargará sus sueños de lujuria, la pesada cadena que amarrará sus almas
a las columnas del averno. ¡Ayúdenme en la captura de esta enemiga si
consideran que la vida eterna tiene algún valor!”
A La calma sin excusas. Los hombres de
guerra aquella noche de persecución le temieron a eso. Los ciegos se internaron
en la oscuridad vegetal y ninguno de los soldados volvió a tener noticias ciertas.
Sus pasos, sus ruidos mínimos, se borraron; aquellos seres perdieron la carnalidad,
se hicieron simples referencias carentes de índole. Ni huellas o frondas
moviéndose, nada delató su existencia. Durante unas horas los lazarillos se
volvieron figuras decorativas cargadas de armamento, y los ciegos, amos en ese
mundo común que con su ausencia de claridad rindió homenaje al arte de la
resignación. El sudor, contrastado con la escasa luz surtida por las antorchas,
desnudó las caras aterradas de los
soldados. Por recato ninguno fue capaz de mirar a su compañero, el riesgo de
tener una expresión peor a la del hombre que se consumía de miedo a su lado les
provocó vergüenza.
-No
eran exageradas las razones de Dibós. El diablo está presente esta
noche-murmuró el Capitán Garmendia para nadie. La tropa, mecánicamente, respaldó
su concepto asintiendo sin chistar.
Las miradas recorrieron los tonos
azabaches del horizonte como reclamándole a la Providencia un lucero, la
aparición de una chispa que hiciera menos compacta aquella pared forrada de
acertijos. La tropa empezó a impacientarse, algunos hasta dejaron escapar un
gimoteo. El Capitán no tuvo más remedio que repartir bofetadas a diestra y
siniestra tratando de mantener la cordura de la patrulla.
Uno de los hombres desenvainó un
cuchillo y exhortó a sus compañeros para que lo acompañaran a explorar en el
bosque. Aterrados, cruzaron los brazos sobre sus mosquetes y se limitaron a
mirar al infinito. El joven sargento cargó su arsenal de improperios contra
esos compañeros timoratos, puso en duda la hombría de todos y hasta las órdenes
dadas. Su insolencia y falta de disciplina fueron corregidas con un puñetazo al
mentón que el Capitán conectó limpio.
La anarquía se apoderó de las cabezas alborotadas
por el miedo. Garmendia no tuvo excusas válidas donde refugiarse cuando su experiencia
le escupió la dolorosa verdad: sus hombres se desmoronaron. Pero la voz de la
razón le dijo que aquellos soldados que conocía desde niños y se enrolaron en
empresas histéricas a favor de su rey, fueron entrenados para desafiar a
canallas ambiciosos, no a fantasmas que utilizaban artilugios mágicos para
desgastar los nervios de los seres hasta llevarlos a la tumba sin accionar un
arma.
Esa idea llenó de niebla sus convicciones.
La sensación de fracaso congestionó las venas del curtido militar que vio en un
instante cómo los sueños terminaron por ser una maldición cuyo remedio no
dependía de las manos propias, sino de un acertado tajo en el cuello propinado
por la sagacidad de una turba de ciegos lunáticos. Para su fortuna, los
pensamientos erráticos se esfumaron gracias a los alaridos triunfantes del vigía:
-¡Tintineo
en el bosque…! -¡Tintineo en el bosque…! ¡Los ciegos encontraron algo!
La tropa empezó a vitorear a los engendros
que tuvieron la capacidad de ver donde ellos fueron simples alimañas sin ojos. En
la excitación terminaron abrazados como chiquillos que encuentran aliados al final de una pesadilla
común que amenazó su inocencia.
-¡Silencio,
maldita sea!-Exigió el Capitán, turbado por la emoción.
Silencio se hizo efectivamente. El dulce
sonido del metal se volvió un compacto haz salido desde la esquina suroriental
del bosque. Los hombres tomaron posiciones y comenzaron a moverse según el plan:
de a cuatro y sin piedad. Garmendia, se dirigió con energía a sus subalternos:
-¡Total
entereza, señores! ¡Saben cuál es nuestro trofeo!
Maese Dibós, creyó siempre que las
grandes misiones debían ser encomendadas a las voluntades inflexibles. “Aquellos
proclives a ser comidos por las dudas terminan limpiando las botas de los
verdaderos hombres. Cada paso en falso, un resquicio pequeño en el armazón de
una tarea, se paga con el estruendo pestilente del fracaso, con su aroma a
flores podridas y ese silencio que acompaña el comentario hecho por alguien
antes de que el indigno entre al recinto donde su desgracia es conocida,” les
decía a sus servidores para motivarlos y amenazarlos.
La jornada transcurría lenta y sus
lacayos estaban lejos, incomunicados, libres de su presión cazando una bruja. Ni
las oraciones fueron suficientes para quitarle de la cabeza la idea de haber
cometido un error cuando le confió la misión más importante de su apostolado a
un tipo vanidoso como el Capitán. Las voces, las malditas voces de siempre, las
que insultaban y llenaron de miedo su espíritu desde que tenía memoria, le halaron
los faldones del hábito, chuparon su saliva hasta dejarle la boca libre de
fluidos e impregnada por un sabor ferroso parecido al de la sangre en la
lengua. “Eres un mediocre rodeado de alimañas tramposas,” repitieron cada
veinte segundos.
Nada detuvo la avalancha de frustración
que agitó su respiración. Pasaron cinco horas y Garmendia, Jefe de la guardia
personal de Don Fernando de Silva y Álvarez de Toledo, conde de Cifuentes, y
servidor incondicional del Santo Oficio, no transmitió noticias ni buenas ni
malas. Sólo la luna mostró la cara y le inyectó su carga de frío al crucifijo
que el cura portaba desde que era seminarista. El sagrado pedazo de metal terminó
quemándole el pecho como premio a su impaciencia. Cada uno de los dedos de la
mano izquierda se enterró mecánicamente en la piel del antebrazo contrario
queriendo despertar algo del resentimiento que hizo legendario a aquel anciano
piadoso que todo lo logró para bien de Cristo y su reino beatífico.
Se postró frente a la imagen de Nuestra Señora del Carmelo y
masculló una súplica cargada de veneno. Palabras y palabras salidas del
estómago que para cualquier testigo hubiesen sonado a orden terminante, estuvieron
acompañadas por golpes de cabeza al suelo. Su llamado no se limitó a la sordera
de un Dios y unos santos en los que confió siempre; fue más allá e invocó a los
ejércitos de arcángeles y querubines con insolencia para que lo ayudaran,
porque eso era él: un clérigo loco, un guerrero entrenado para preservar
legados y diseminarlos a cualquier precio.
La noche se estacionó en un punto febril
de las obsesiones. El monasterio terminó engullido por una quietud que alborotó
culpas y excentricidades en los sesos del Maese. Temerario, se encaramó sobre un taburete tratando de
descifrar formas a través de las grietas del techo. Un trozo de cal a punto de
caer se volvió parte funcional del enigma que al sumarse a un punto blanco en
apariencia incidental, que al sumarse a su vez con otro centenar, terminó
develando el intrincado sistema que
emparentó su vida con una serie de letras que mostraron la estructura gráfica
con la que el enemigo reclamaba su condición espuria de actor principal en la
vida de los creados a imagen y semejanza del Señor.
Para su desgracia el nombre prohibido
volvió a aparecer. Lo vio escrito en un estandarte cuando la carnicería inició
en Lepanto. Las hojas aceradas de los yataganes otomanos estaban pringadas de
él, de su magia sensual y sosegada decadencia. Cada vez que los plomos
disparados por su mosquete penetraron carne infiel y los estertores finales le
hicieron brotar los ojos al enemigo, ese nombre dominó el espacio físico que
alejó su materia de la muerte, se tatuó en las heridas abiertas, en los
quejidos de esos espíritus que le brindaron compañía mientras se desgastó
aguardando noticias que demoraron en llegar. Su historia resumida en cinco
letras que fueron la impronta de la sibila que logró martirizarlo sin esfuerzo.
“¡Incapaces…! ¡Todos una recua de
incapaces!” Expresó su ira a placer; pero segundos después entendió su grito
como un error en la intención de esconder
debilidades frente a posibles rivales que como él, buscaron desde su ingreso al
seminario puestos de privilegio en la estructura de la curia. El reclamo salido
de los más hondo de las vísceras, fue asumido por los habitantes del monasterio
como la orden perentoria de guardarse y orar para que los deseos inconfesados
de aquel bárbaro fanatizado a quien temían de verdad, se materializaran lo
antes posible por el bien de todos.
Su confesor y protector insigne, uno de
los hombres fuertes del Tribunal de Penas Del Santo Oficio, sabio inescrupuloso
a la hora de defender las causas divinas, le confió trabajos como el que esa
noche le estrujaba los nervios desde que asumió dignidades en defensa de la
religión y los Estados Pontificios. Dibós, un infante de marina relegado por
sus superiores de armas, menesteroso que erraba por las ciudades buscando
portar las banderas de una causa que lo ayudara a salvar la mísera dosis de paz
que le quedaba en el alma, asumió las tareas encomendadas con dedicación porque
también quería una parte de la gloria eterna, su espacio privilegiado en el
cielo y mucho poder en la tierra.
Su
maestro, calculador, cínico, honrado a su manera, jamás lo defraudó. Recogió las
virutas de Fermín Dibós, “asesino vehemente,” según opinión de quienes lo
conocieron de joven, y las convirtió con artificios de fe, en un monolito con
el cual amparó la obra de Dios. Le bastó mirarlo una vez para darse cuenta que aquel muchacho frágil en la confusión
estaba hecho de un material imposible de mellar. Lo volvió su cachorro y
ninguno de sus hermanos de comunión osó imponer censura alguna. Moldeó su
inestabilidad, respeto su carácter de bestia colérica y al mismo tiempo, le
impuso directrices para no claudicar cuando las dudas se le metieran entre ceja y ceja. Lo acogió
sin preguntas mayores, así se ganó la lealtad de un siervo que reclamó la mano
firme de un amo bueno.
Por su maestro convirtió la brutalidad a
cuenta gotas en un arma eficaz a la hora de desterrar la opresión del maligno
en reinos de hidalgos. Aplicó curas de sufrimiento (nombre generoso dado a la
tortura) para arrebatarle al infierno las almas de niños, mujeres y hombres que
terminaron por ceder ante la seducción del diablo. Purificó en hogueras
alimentadas por el morbo de la plebe los pecados de sus hermanos, sacó del
camino hacia el poder a encarnizados rivales de su protector, doctos señores
que vieron en la autoridad y sus gracias anexas no instrumentos sino fines expeditos
para disfrutar de “nauseabundos goces, objetivos primarios carentes de
sustancia,” según su opinión. Así era él, así actuaba: sin dilaciones. La
enfermedad necesitaba soluciones extremas, amputaciones salvadoras. La vida en
el paraíso, pensó hasta el cansancio, se luchaba cada día, no bastaba con
desearla.
Y esa jornada el deseo pareció ganarle
el pulso al honor del trabajo. Los años pasaron lentos sobre su necesidad de
éxito, la obsesión en cambio, se multiplicó en aquella cabeza atormentada por
los detalles. Si todo terminaba como esperaba, el proyecto de su maestro sería
una realidad llamada a cambiar la historia de la cristiandad. La misión
descansaba en las armas de un oficial, veinte hombres superiores y cinco ciegos
instruidos por él. Todo planificado y fuera de sus manos en ese instante, tan
perfecto en el papel y sin aviso positivo. Sus hombros cargaron la pesada cruz
de la responsabilidad y debió limitarse a esperar, a cocinarse vivo en un área
de nueve varas de mazmorra, su hogar para la posteridad, espacio donde el
presente ocurrió sin que se diera cuenta y en un futuro cercano reposarían sus
huesos hechos trizas.
-¡Por
amor a Dios, una respuesta!-Volvió a exigir. La incertidumbre terminó por ser
una aguja que se le clavó bajo las uñas.
Su cuerpo se hizo pira descontrolada.
Las mejillas hirvientes desfogaron en olas de calor el suplicio provocado por
la congoja, colmillos de metal desgarraron su interior, latigazos de terror le
midieron el ancho a su hombría. Las voces de locura regresaron, escaparon, metieron
aguijones llenos de ponzoña en sus coyunturas gastadas. Los muertos que llevó a
cuestas en la conciencia mancharon el frenesí de sus pensamientos, le
caligrafiaron el interior de la mirada
con sílabas que fueron parte de sus pesadillas. Íconos rojos, azules, negros, mares llenos de
esqueletos que devoraron los quejidos
roncos de su ambicioso maestro. Todo desazón, traición a los principios,
empezar a resquebrajarse siendo eslabón inicial en una cadena de infortunios
estrangulados por la gracia de su mediocridad.
Unas horas para el amanecer. El suplicio
de desconocer los hechos lo carcomió. Aguzó el oído para escuchar una vez más los
reclamos de sus fantasmas; pero el repicar de unos pasos vertiginosos en el
corredor le devolvieron la digna serenidad. Se incorporó sin dilaciones, estiró
los pliegues de la sotana y le dio la espalda a la puerta de su celda. La
compostura, por lo menos la simulación de esta, fue el truco que accionó para
solventar aquella situación límite, por eso dibujó un rostro de piedra en el
desastre gelatinoso en que se convirtieron
sus rasgos.
Los latidos del corazón se manifestaron
en espasmos perceptibles a lo largo de sus sienes. Gotas de sudor corrosivo
cruzaron su espalda. Pensó que así debió ser la agonía de Cristo antes de que
el romano perforara su antebrazo sagrado con el primer clavo de bronce. Todo
dolor pellizcó su costado derecho, que hinchado de bilis estiró la piel y la
volvió una película de vidrio. El premio a una vida de tesón pareció mutar en niebla
mientras el hombre que no creyó ser, yació petrificado una vez más viendo
Lepanto desde una de las ciento ochenta y siete galeras apostadas frente al
golfo, maravillado por el color de las banderas enemigas llamando a retirada sobre
los cuerpos de miles de guerreros asesinados y una cascada de alaridos que
condensaron su aliento cuando la esencia crédula abandonó su pecho hecho
cenizas. ”Lepanto… Lepanto…,”balbuceó.
El Capitán Garmendia no se atrevió a
cruzar el dintel de la puerta. Vio a Dibós perdido en medio de esa humildad que le tocó en suerte y sintió pena por él. Comunicó
la esperada nueva con fingida serenidad:
-Excelencia,
la encontramos donde nos indicó. A la espera de sus órdenes.
Dibós buscó los ojos celestes de Garmendia.
Su rostro no develó ninguna emoción; fue duro, consecuente, ruin. Llevó la mano
derecha al crucifijo de plata y reveló para su descanso, las palabras que
ensayó durante toda una noche de angustias:
-Sabe
qué hacer; pero primero quiero verla.
Continuará…
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