LOS ESPECTROS DE LEPANTO
Por:
JAVIER BARRERA LUGO
“Con todo mi poder perseguiré a los
herejes y les haré la guerra.”
Juramento de los obispos de la Iglesia
Católica Romana.
1.
La
búsqueda comenzó entrada la noche. Cuatro soldados por cada ciego, fueron los
encargados de ubicarlos en los claros del bosque para dejarlos explorar cuando
el Capitán Garmendia impartiera la orden; sin embargo, antes de lanzarlos a la
cacería describieron los detalles del terreno que alcanzaron a percibir entre
tinieblas, revelaron obstáculos, posibles rutas de avanzada, les dieron agua,
comida y hasta colgaron en sus cuellos
las campanillas de bronce con las que debían avisar a la tropa el lugar donde
la presa estaba escondida.
Lazarillos y sabuesos apenas se dirigieron
la palabra durante el tiempo que estuvieron juntos; eso sí, se tantearon, intuyeron
las pequeñas variaciones del aire como actos capitales a punto de
materializarse. Analizaron con alguno de sus seis sentidos los eventos mínimos
que las corazonadas juzgaron como pistas irrefutables. El ambiente se cargó con
energías siniestras que erizaron pelos y vivificaron los temores en las mentes
agoreras de los militares.
Los ciegos, entrenados para descartar
cualquier estímulo que no obedeciera la naturaleza
de su encargo, alzaron al unísono las cabezas cuando algo pareció no encajar o
lució perfecto en demasía. Todo terminó por ser susceptible de sospecha en sus
sentidos, el mínimo cambio en la densidad del aire llamó su atención, cada
espacio que caminaron desde su llegada al bosque lo revisaron escrupulosos.
“Perros de presa lúgubres,” así los tildaron los soldados el primer día que los
vieron ensayar para la obra macabra en la que fueron unos títeres con alto
protagonismo.
El aroma de cada cosa viva o muerta en
aquella naturaleza pasó por sus narices y se incrustó en el azul de la
clarividencia con la que nacieron y el Maese potenció. El calor, sus
radiaciones oscilantes, tomaron forma en aquellos instintos activados; tiró el
anzuelo y los condujo hasta el corazón pecador
que destilaba en su madriguera sangre espesa, a la fragilidad del cuerpo
jadeante tendido sobre la hierba, al terror de una mujer que intentó engañar a
unos adversarios desconocidos que fueron curtidos en el poderoso arte de
moverse entre sombras.
Inició la persecución. El Capitán
Garmendia movió una antorcha de arriba abajo y clavó su mirada en el cielo
opaco buscando el apoyo de sus santos preferidos. Los soldados replegaron líneas, cubrieron flancos
previendo el ataque de un rival etéreo. Sus armas se volvieron fetiches que les
restituyeron migajas de la seguridad que una pandilla de ciegos y su botín hicieron
trizas. Cada hombre abrazó su mosquete como si fuese el trozo de madera que
aparece flotando junto al náufrago que
se creyó condenado.
Los “perros lúgubres” siguieron tenues pistas,
manifestaciones casi invisibles que afectaron el orden de las cosas: una
exhalación apenas perceptible justo al lado de un matorral, el crujido de las
hojas secas, corrientes de viento cargadas con el fermento denso de la
transpiración ajena. Todos esos indicios que en la arbitrariedad terminaron por
unirse, los condujeron a las fauces de la enemiga hecha súcubo, a la brutalidad
de sus fechorías en contra de Dios y sus hijos virtuosos. Estaba cerca, la
sintieron observándolos.
“Las palabras de Dibós, eran ciertas,”
pensó uno de los ciegos, y evocó la instrucción final dada por su Maese antes
de que salieran a cazar: “Si distinguen movimientos en sus propias tinieblas,
si las súplicas tienen eco en las necesidades que por vergüenza no confiesan,
habrán dado con la enemiga del hombre. Si esas mismas palabras están
acompañadas de olores propios de muerte, aromas azufrados o metálicos tufos que
irriten las membranas de sus ojos blanqueados, habrán dado con la súbdita del
caos, la mismísima concubina del demonio, padre vil de avaros, amante de
meretrices y hechiceras que no tendrá compasión para entrar en sus deseos hasta
llevarlos a pecar, hijos míos. Los tentará y descuartizará una vez relajen la
guardia; cargará sus sueños de lujuria, la pesada cadena que amarrará sus almas
a las columnas del averno. ¡Ayúdenme en la captura de esta enemiga si
consideran que la vida eterna tiene algún valor!”
A La calma sin excusas. Los hombres de
guerra aquella noche de persecución le temieron a eso. Los ciegos se internaron
en la oscuridad vegetal y ninguno de los soldados volvió a tener noticias ciertas.
Sus pasos, sus ruidos mínimos, se borraron; aquellos seres perdieron la carnalidad,
se hicieron simples referencias carentes de índole. Ni huellas o frondas
moviéndose, nada delató su existencia. Durante unas horas los lazarillos se
volvieron figuras decorativas cargadas de armamento, y los ciegos, amos en ese
mundo común que con su ausencia de claridad rindió homenaje al arte de la
resignación. El sudor, contrastado con la escasa luz surtida por las antorchas,
desnudó las caras aterradas de los
soldados. Por recato ninguno fue capaz de mirar a su compañero, el riesgo de
tener una expresión peor a la del hombre que se consumía de miedo a su lado les
provocó vergüenza.
-No
eran exageradas las razones de Dibós. El diablo está presente esta
noche-murmuró el Capitán Garmendia para nadie. La tropa, mecánicamente, respaldó
su concepto asintiendo sin chistar.
Las miradas recorrieron los tonos
azabaches del horizonte como reclamándole a la Providencia un lucero, la
aparición de una chispa que hiciera menos compacta aquella pared forrada de
acertijos. La tropa empezó a impacientarse, algunos hasta dejaron escapar un
gimoteo. El Capitán no tuvo más remedio que repartir bofetadas a diestra y
siniestra tratando de mantener la cordura de la patrulla.
Uno de los hombres desenvainó un
cuchillo y exhortó a sus compañeros para que lo acompañaran a explorar en el
bosque. Aterrados, cruzaron los brazos sobre sus mosquetes y se limitaron a
mirar al infinito. El joven sargento cargó su arsenal de improperios contra
esos compañeros timoratos, puso en duda la hombría de todos y hasta las órdenes
dadas. Su insolencia y falta de disciplina fueron corregidas con un puñetazo al
mentón que el Capitán conectó limpio.
La anarquía se apoderó de las cabezas alborotadas
por el miedo. Garmendia no tuvo excusas válidas donde refugiarse cuando su experiencia
le escupió la dolorosa verdad: sus hombres se desmoronaron. Pero la voz de la
razón le dijo que aquellos soldados que conocía desde niños y se enrolaron en
empresas histéricas a favor de su rey, fueron entrenados para desafiar a
canallas ambiciosos, no a fantasmas que utilizaban artilugios mágicos para
desgastar los nervios de los seres hasta llevarlos a la tumba sin accionar un
arma.
Esa idea llenó de niebla sus convicciones.
La sensación de fracaso congestionó las venas del curtido militar que vio en un
instante cómo los sueños terminaron por ser una maldición cuyo remedio no
dependía de las manos propias, sino de un acertado tajo en el cuello propinado
por la sagacidad de una turba de ciegos lunáticos. Para su fortuna, los
pensamientos erráticos se esfumaron gracias a los alaridos triunfantes del vigía:
-¡Tintineo
en el bosque…! -¡Tintineo en el bosque…! ¡Los ciegos encontraron algo!
La tropa empezó a vitorear a los engendros
que tuvieron la capacidad de ver donde ellos fueron simples alimañas sin ojos. En
la excitación terminaron abrazados como chiquillos que encuentran aliados al final de una pesadilla
común que amenazó su inocencia.
-¡Silencio,
maldita sea!-Exigió el Capitán, turbado por la emoción.
Silencio se hizo efectivamente. El dulce
sonido del metal se volvió un compacto haz salido desde la esquina suroriental
del bosque. Los hombres tomaron posiciones y comenzaron a moverse según el plan:
de a cuatro y sin piedad. Garmendia, se dirigió con energía a sus subalternos:
-¡Total
entereza, señores! ¡Saben cuál es nuestro trofeo!
Maese Dibós, creyó siempre que las
grandes misiones debían ser encomendadas a las voluntades inflexibles. “Aquellos
proclives a ser comidos por las dudas terminan limpiando las botas de los
verdaderos hombres. Cada paso en falso, un resquicio pequeño en el armazón de
una tarea, se paga con el estruendo pestilente del fracaso, con su aroma a
flores podridas y ese silencio que acompaña el comentario hecho por alguien
antes de que el indigno entre al recinto donde su desgracia es conocida,” les
decía a sus servidores para motivarlos y amenazarlos.
La jornada transcurría lenta y sus
lacayos estaban lejos, incomunicados, libres de su presión cazando una bruja. Ni
las oraciones fueron suficientes para quitarle de la cabeza la idea de haber
cometido un error cuando le confió la misión más importante de su apostolado a
un tipo vanidoso como el Capitán. Las voces, las malditas voces de siempre, las
que insultaban y llenaron de miedo su espíritu desde que tenía memoria, le halaron
los faldones del hábito, chuparon su saliva hasta dejarle la boca libre de
fluidos e impregnada por un sabor ferroso parecido al de la sangre en la
lengua. “Eres un mediocre rodeado de alimañas tramposas,” repitieron cada
veinte segundos.
Nada detuvo la avalancha de frustración
que agitó su respiración. Pasaron cinco horas y Garmendia, Jefe de la guardia
personal de Don Fernando de Silva y Álvarez de Toledo, conde de Cifuentes, y
servidor incondicional del Santo Oficio, no transmitió noticias ni buenas ni
malas. Sólo la luna mostró la cara y le inyectó su carga de frío al crucifijo
que el cura portaba desde que era seminarista. El sagrado pedazo de metal terminó
quemándole el pecho como premio a su impaciencia. Cada uno de los dedos de la
mano izquierda se enterró mecánicamente en la piel del antebrazo contrario
queriendo despertar algo del resentimiento que hizo legendario a aquel anciano
piadoso que todo lo logró para bien de Cristo y su reino beatífico.
Se postró frente a la imagen de Nuestra Señora del Carmelo y
masculló una súplica cargada de veneno. Palabras y palabras salidas del
estómago que para cualquier testigo hubiesen sonado a orden terminante, estuvieron
acompañadas por golpes de cabeza al suelo. Su llamado no se limitó a la sordera
de un Dios y unos santos en los que confió siempre; fue más allá e invocó a los
ejércitos de arcángeles y querubines con insolencia para que lo ayudaran,
porque eso era él: un clérigo loco, un guerrero entrenado para preservar
legados y diseminarlos a cualquier precio.
La noche se estacionó en un punto febril
de las obsesiones. El monasterio terminó engullido por una quietud que alborotó
culpas y excentricidades en los sesos del Maese. Temerario, se encaramó sobre un taburete tratando de
descifrar formas a través de las grietas del techo. Un trozo de cal a punto de
caer se volvió parte funcional del enigma que al sumarse a un punto blanco en
apariencia incidental, que al sumarse a su vez con otro centenar, terminó
develando el intrincado sistema que
emparentó su vida con una serie de letras que mostraron la estructura gráfica
con la que el enemigo reclamaba su condición espuria de actor principal en la
vida de los creados a imagen y semejanza del Señor.
Para su desgracia el nombre prohibido
volvió a aparecer. Lo vio escrito en un estandarte cuando la carnicería inició
en Lepanto. Las hojas aceradas de los yataganes otomanos estaban pringadas de
él, de su magia sensual y sosegada decadencia. Cada vez que los plomos
disparados por su mosquete penetraron carne infiel y los estertores finales le
hicieron brotar los ojos al enemigo, ese nombre dominó el espacio físico que
alejó su materia de la muerte, se tatuó en las heridas abiertas, en los
quejidos de esos espíritus que le brindaron compañía mientras se desgastó
aguardando noticias que demoraron en llegar. Su historia resumida en cinco
letras que fueron la impronta de la sibila que logró martirizarlo sin esfuerzo.
“¡Incapaces…! ¡Todos una recua de
incapaces!” Expresó su ira a placer; pero segundos después entendió su grito
como un error en la intención de esconder
debilidades frente a posibles rivales que como él, buscaron desde su ingreso al
seminario puestos de privilegio en la estructura de la curia. El reclamo salido
de los más hondo de las vísceras, fue asumido por los habitantes del monasterio
como la orden perentoria de guardarse y orar para que los deseos inconfesados
de aquel bárbaro fanatizado a quien temían de verdad, se materializaran lo
antes posible por el bien de todos.
Su confesor y protector insigne, uno de
los hombres fuertes del Tribunal de Penas Del Santo Oficio, sabio inescrupuloso
a la hora de defender las causas divinas, le confió trabajos como el que esa
noche le estrujaba los nervios desde que asumió dignidades en defensa de la
religión y los Estados Pontificios. Dibós, un infante de marina relegado por
sus superiores de armas, menesteroso que erraba por las ciudades buscando
portar las banderas de una causa que lo ayudara a salvar la mísera dosis de paz
que le quedaba en el alma, asumió las tareas encomendadas con dedicación porque
también quería una parte de la gloria eterna, su espacio privilegiado en el
cielo y mucho poder en la tierra.
Su maestro, calculador, cínico, honrado
a su manera, jamás lo defraudó. Recogió las virutas de Fermín Dibós, “asesino vehemente,”
según opinión de quienes lo conocieron de joven, y las convirtió con artificios
de fe, en un monolito con el cual amparó la obra de Dios. Le bastó mirarlo una
vez para darse cuenta que aquel muchacho
frágil en la confusión estaba hecho de un material imposible de mellar. Lo volvió
su cachorro y ninguno de sus hermanos de comunión osó imponer censura alguna.
Moldeó su inestabilidad, respeto su carácter de bestia colérica y al mismo
tiempo, le impuso directrices para no claudicar cuando las dudas se le metieran entre ceja y ceja. Lo acogió
sin preguntas mayores, así se ganó la lealtad de un siervo que reclamó la mano
firme de un amo bueno.
Por su maestro convirtió la brutalidad a
cuenta gotas en un arma eficaz a la hora de desterrar la opresión del maligno
en reinos de hidalgos. Aplicó curas de sufrimiento (nombre generoso dado a la
tortura) para arrebatarle al infierno las almas de niños, mujeres y hombres que
terminaron por ceder ante la seducción del diablo. Purificó en hogueras
alimentadas por el morbo de la plebe los pecados de sus hermanos, sacó del
camino hacia el poder a encarnizados rivales de su protector, doctos señores
que vieron en la autoridad y sus gracias anexas no instrumentos sino fines expeditos
para disfrutar de “nauseabundos goces, objetivos primarios carentes de
sustancia,” según su opinión. Así era él, así actuaba: sin dilaciones. La
enfermedad necesitaba soluciones extremas, amputaciones salvadoras. La vida en
el paraíso, pensó hasta el cansancio, se luchaba cada día, no bastaba con
desearla.
Y esa jornada el deseo pareció ganarle
el pulso al honor del trabajo. Los años pasaron lentos sobre su necesidad de
éxito, la obsesión en cambio, se multiplicó en aquella cabeza atormentada por
los detalles. Si todo terminaba como esperaba, el proyecto de su maestro sería
una realidad llamada a cambiar la historia de la cristiandad. La misión
descansaba en las armas de un oficial, veinte hombres superiores y cinco ciegos
instruidos por él. Todo planificado y fuera de sus manos en ese instante, tan
perfecto en el papel y sin aviso positivo. Sus hombros cargaron la pesada cruz
de la responsabilidad y debió limitarse a esperar, a cocinarse vivo en un área
de nueve varas de mazmorra, su hogar para la posteridad, espacio donde el
presente ocurrió sin que se diera cuenta y en un futuro cercano reposarían sus
huesos hechos trizas.
-¡Por
amor a Dios, una respuesta!-Volvió a exigir. La incertidumbre terminó por ser
una aguja que se le clavó bajo las uñas.
Su cuerpo se hizo pira descontrolada.
Las mejillas hirvientes desfogaron en olas de calor el suplicio provocado por
la congoja, colmillos de metal desgarraron su interior, latigazos de terror le
midieron el ancho a su hombría. Las voces de locura regresaron, escaparon, metieron
aguijones llenos de ponzoña en sus coyunturas gastadas. Los muertos que llevó a
cuestas en la conciencia mancharon el frenesí de sus pensamientos, le
caligrafiaron el interior de la mirada
con sílabas que fueron parte de sus pesadillas. Íconos rojos, azules, negros, mares llenos de
esqueletos que devoraron los quejidos
roncos de su ambicioso maestro. Todo desazón, traición a los principios,
empezar a resquebrajarse siendo eslabón inicial en una cadena de infortunios
estrangulados por la gracia de su mediocridad.
Unas horas para el amanecer. El suplicio
de desconocer los hechos lo carcomió. Aguzó el oído para escuchar una vez más los
reclamos de sus fantasmas; pero el repicar de unos pasos vertiginosos en el
corredor le devolvieron la digna serenidad. Se incorporó sin dilaciones, estiró
los pliegues de la sotana y le dio la espalda a la puerta de su celda. La
compostura, por lo menos la simulación de esta, fue el truco que accionó para
solventar aquella situación límite, por eso dibujó un rostro de piedra en el
desastre gelatinoso en que se convirtieron
sus rasgos.
Los latidos del corazón se manifestaron
en espasmos perceptibles a lo largo de sus sienes. Gotas de sudor corrosivo
cruzaron su espalda. Pensó que así debió ser la agonía de Cristo antes de que
el romano perforara su antebrazo sagrado con el primer clavo de bronce. Todo
dolor pellizcó su costado derecho, que hinchado de bilis estiró la piel y la
volvió una película de vidrio. El premio a una vida de tesón pareció mutar en niebla
mientras el hombre que no creyó ser, yació petrificado una vez más viendo
Lepanto desde una de las ciento ochenta y siete galeras apostadas frente al
golfo, maravillado por el color de las banderas enemigas llamando a retirada sobre
los cuerpos de miles de guerreros asesinados y una cascada de alaridos que
condensaron su aliento cuando la esencia crédula abandonó su pecho hecho
cenizas. ”Lepanto… Lepanto…,”balbuceó.
El Capitán Garmendia no se atrevió a
cruzar el dintel de la puerta. Vio a Dibós perdido en medio de esa humildad que le tocó en suerte y sintió pena por él. Comunicó
la esperada nueva con fingida serenidad:
-Excelencia,
la encontramos donde nos indicó. A la espera de sus órdenes.
Dibós buscó los ojos celestes de Garmendia.
Su rostro no develó ninguna emoción; fue duro, consecuente, ruin. Llevó la mano
derecha al crucifijo de plata y reveló para su descanso, las palabras que
ensayó durante toda una noche de angustias:
-Sabe
qué hacer; pero primero quiero verla.
2.
“La sustancia que sostiene
los imperios, a los hombres que los regentan es el miedo. Sólo el
individuo capaz de generar la dosis correcta de desasosiego tiene posibilidades
de convertirse en el pastor que guiará al rebaño lejos del precipicio.” Un
joven Fermín Dibós, abordó la galera Enrica
con esta convicción labrada en la cabeza. Lepanto era el primer escollo de
los muchos que tendría que superar para ser un líder respetado.
Matar cobijado por el manto poderoso de Dios,
le dio certezas y confianza ilimitada. Supo desde que se entregó en cuerpo y
alma a la causa, que a lo largo de la historia los dirigentes de su iglesia
fueron políticos, no obreros de la
salvación; pero en aquel momento los hechos le mostraron que el revulsivo para
encaminar la fe estaba en los guerreros a quienes el sacrificio les fortalecía
el espíritu. La espada y la cruz bañadas de crueldad eran instrumentos
principales de la evangelización que debía imponerse sobre el sarraceno, el
sefardí, el idólatra o cualquier enemigo que osara desafiar el poder del
catolicismo.
Lepanto fue su prueba de fuego. Peleó
como una hiena hambrienta, no eludió rivales, a todos los invitó a herirle la
carne porque estaba seguro que su espíritu estaba blindado. Al final de la
batalla aquella ciudad fue prueba de honor para la Liga Santa, y el joven muchacho extraído del peor séquito del
ejército imperial español, el héroe que arrancó las cabezas a veintitrés
otomanos que fueron ajusticiados por el hierro que empuñó con arrojo pese a las
súplicas. Vinieron las condecoraciones, el reconocimiento por parte de los
cuadros principales de la Liga, el
encuentro con ese maestro que lo llevó a un seminario en Segovia y lo introdujo
en los intestinos del Santo Oficio, sabiendo que había encontrado al halcón que
necesitaba el más férreo tribunal de la tierra.
Abrió la puerta de un golpe. La mujer se
puso de pie y buscó refugio en un rincón de la celda. Sus ojos verdes se
cruzaron con los pardos del Maese, que no reflejaron ira sino miedo. Se
estudiaron los movimientos, las expresiones que no pudieron escapar de sus
rostros en los segundos que precedieron la conversación que definió lo que les
quedaba de futuro. Dibós aferró el pomo del bastón buscando seguridad, ella jugó
nerviosa con los ribetes de su saya. Fue el captor quien pronunció las primeras
frases:
-Sabías
que de Dios y sus elegidos no te puedes esconder. En Nápoles te burlaste de mí,
me engañaste; no contenta con esta afrenta me marcaste el cuerpo-. Se levantó
la sotana y le mostró la cicatriz. Continuó-: Pero eso no me importó… No
dejarse ver el torso desnudo, ese fue el remedio… En cambio tú…
La mujer sonrió apesadumbrada. Sus
cincuenta y dos años no ocultaron la belleza que se transformaba en fuego con
cada respiración. Sus manos rascaron las piedras de la jaula mientras pensaba
la respuesta que no demoró en aparecer en su cerebro y su boca escupió con toda
la crueldad que le fue posible supurar:
-De
tu Dios nunca me fie. Si es capaz de engendrar y escoger como secuaces a
individuos de tu talante, no espero otra suerte que la desaparición. En este
momento eres el dueño de mi materia; lo que nunca lograrás es ser el dueño de
mis creencias… Eres un lacayo de tu supuesto Creador, de tu pasado, mi servil
mascota así lo niegues. Analiza cuántas cosas hiciste para llegar hasta este
momento… Del dolor temporal de la hoguera no me salvo, volveré a la casa de mi
padre. Tú, por el contrario vivirás siempre en el infierno, tratando de
desaparecer los recuerdos que esa herida seca del vientre tendrá siempre
frescos para martirizarte.
Las muecas de Dibós revelaron turbación. Se acercó, la
tomó por los hombros y la tumbó sobre el montículo de paja que servía como cama
en aquel hueco infecto donde fueron encerrados los peores herejes del Mediterráneo.
Subió las faldas de la saya y se extasió viendo las piernas blancas, fuertes y
lisas. Ella trató de impedir la violación, arañó la cara del elegido, lo maldijo
en las ocho lenguas que aprendió desde niña en el templo, imploró. Nada evitó
que se consumara la afrenta. No lloró, le negó ese premio a un hombre brutal al
que amó desde los dieciséis años. Se arregló el vestido y en cuclillas comenzó
a recitar versos de lluvia para Baal,
su padre. El Maese, confundido, tomó sus aperos, peinó las hilachas de cabello
que su cráneo conservaba y volvió a ser el sombrío verdugo que retomó la
esperanza de volverse en el futuro cercano
figura central no de una iglesia,
sino del más poderoso imperio creado por los hombres en honor a Dios.
La anarquía danzó en la celda. Dibós,
inescrutable, planeó el siguiente movimiento. Sus aspiraciones deambularon por lugares
donde latirían su cuerpo y la brutalidad que era capaz de generar: “¿Cuenca,
Zaragoza, Palermo? ¿Cuál de los tribunales se peleará el honor de tenerme como
procurador fiscal de la causa, como inquisidor?” Pensó en voz alta, y además concluyó que su tiempo
de alguacil, su lucha, terminó con la captura de la bruja. Para el agrado del Altísimo,
su persistencia fue la confirmación de que el plan para el que fue elegido se
consumaba tal cual lo concibió por
décadas.
La gloria, ese estremecimiento que fue
aplazado desde que ingresó al seminario
para ser domesticado, estalló en su corazón. Pese a todo, la sensación de
alegría no pudo contener un par de frases que se le quedaron atoradas en la garganta:
-Sabes
que vas a morir por culpa de tu idolatría. La fertilidad es la excusa cómoda
con la que disfrazas mil mentiras, los ritos paganos, tu debilidad por el caos
y la depravación. Malhaya el día en que te conocí, maldita la hora en que me
crucé contigo en aquella función del polichinela Magistris. Cuántas cosas
hechas en nombre del maligno gracias a tu sensualidad, a lo que considerabas
amor, a la traición que consumé contra la causa de la verdad… ¡Puta! Vas a morir y
sólo espero que tu alma no se vaya directamente al tártaro. Te daré unas horas
para que te arrepientas de todo lo malo que hiciste… La hoguera te espera.
-Lo
único malo que hice, mi único pecado, fue no ver en un ser pusilánime al peor engendro vomitado por natura. Tu Dios no
existe. Sus seguidores son una recua de criminales… Lo sabes, por eso me
matarás en este instante, no puedes resistir el peso de tus embustes por mucho
tiempo, prueba de ello son esos ciegos que creyeron descubrir los secretos de
la creación. Al igual que tú, ven lo que les conviene, oyen, no escuchan. Seguro
los eliminarás… Haz lo que debes-, dijo con la frescura de quien bebe un sorbo
de agua.
Hundió sus garras en el cuello de la
hermosa criatura. Tres décadas y media de zozobra obtuvieron el premio del
desahogo. Baal apareció en medio de un cielo lleno de agua y manifestó su
perdón al pecado de amor en lo estertores finales de Ilsen, la única persona
que fue capaz de apartar a Fermín Dibós, el Maese, del camino que le marcó la
supuesta magnificencia del Creador desde el inicio de sus aventuras. “¡Exurge domine et judica causam tuam!” “¡Exurge domine et judica causam tuam!” “¡Álzate, oh Dios, a
defender tu causa!” Gritó como poseso mientras los ojos de su víctima,
los mismos de la pequeña Casilda, se le fueron metiendo en un rincón
olvidado de las tripas.
A Garmendia la ansiedad le jugó una mala
pasada. Pocas veces vio al Maese sonreír de la forma que lo hizo en ese
momento. Un hormigueo en las piernas comenzó a desesperarlo, sudó a chorros,
imaginó la reprimenda de la vida por haber demorado el resultado de la misión. Los cambios de humor del alguacil eran
legendarios, pasaba de la excitación a la ira, de la ira a la tristeza; pero en
ese momento el júbilo apareció como el peor de los escenarios para estar junto
a un chiflado de esa calaña. Se equivocó. Con una seña de la mano el viejo cura
le indicó que se sentara.
-Capitán- dijo solemne-, todo salió
a pedir de boca. He escrito una carta en la que solicito su promoción dentro de
los ejércitos de su majestad. Los servicios a su reino y sobre todo a la Santa
Madre Iglesia, deben ser generosamente recompensados. Mañana saldrá para Cádiz
guardando a la tropa. Allí, gente del tribunal los llevará ante el señor
inquisidor para que reciban sus gracias. Respecto a los ciegos, ya sabe qué
hacer con ellos. Utilizamos los medios del maligno para derrotarlo, fue una
vergüenza, lo sabemos; pero no tuvimos otra opción. Fusílelos. Sus almas
estarán en unas horas junto al Padre que todo lo perdona. De la mujer ya me
encargué. Gracias por todo, buen amigo.
Acercó unas copas y le ofreció un trago
de mosto de Trebugena. Garmendia agradeció el gesto con una
venia, bebió el contenido de golpe y se retiró. Una hora después, los ciegos
fueron redimidos con tiros de mosquete. El cuerpo Ilsen fue incinerado y
enterrado en las caballerizas del monasterio.
El aturdido Capitán alcanzó a preparar
al contingente para el viaje, pero un punzante dolor en el estómago lo hizo
caer de rodillas en una tierra que no era la suya. La agonía duró escasos momentos.
Maese Dibós amortajó el cuerpo, profirió un rosario de difuntos, coordinó el
embalaje del ataúd y elevó unas palabras antes de que los estibadores cerraran
la bodega de la nave:
-Los demonios nos quitan un
héroe y la Divina Providencia nos entrega un mártir para la causa. Un
sortilegio realizado por la bruja que atrapó le cuesta la vida a un noble
señor. Oremos por el valeroso Capitán Garmendia.
Los recuerdos, más bien el ajuste de los
mismos, envolvieron su cuerpo y lo
sacaron temporalmente de las llamas eternas. El olor a pólvora, el hedor de la
cadaverina, las ráfagas de salitre, lo hicieron nuevamente el joven ambicioso
que salió de la batalla de Lepanto convertido en un ídolo que exhibía orgulloso
las heridas con las que los infieles purificaron su alma. La victoria el premio que le otorgó el
Todopoderoso por los sacrificios que asumió en defensa de la verdad. Las muertes
de infieles provocadas por sus manos, lavaron las manchas tempranas otorgadas
por su débil carácter, el pecado y la vergüenza que le prodigó la mujer más
hermosa que conoció reino alguno.
Con la fetidez de la masacre
pegada en el olfato, entendió que lo único pendiente para comenzar su romería
hacia la grandeza del cielo pasaba por la eliminación de cualquier huella de
pecado en su vida. Su maestro, el gran obispo de Cuenca, su excelencia Gaspar
de Quiroga y Vela, le otorgó licencia para entrar al ejército de la luz con la
condición de desterrar del mundo a la maga que le enseñó la mejor cara de
Belcebú. “El maligno no tuvo reparos en utilizarte y poner en riesgo la
integridad de tu alma. Envió una bruja que te enseñó la precariedad de la
carne, puso en tu ruta hacia el paraíso a un súcubo que te inculcó métodos de
nigromancia e idolatría con falsos dioses, todo para arruinar tu apostolado.
Usa sus mismas armas, deshazte de la mácula. Ni tu Dios ni sus vasallos juzgarán las acciones necesarias que debes
poner en práctica.”
Fermín
no perdió tiempo. Volvió al barrio de los mercaderes, y como supuso, la
encontró en la trastienda de la posada realizando su ritual de fuego para Baal.
Observó sus formas, el cuerpo pintado con plegarias antiquísimas que dulcificaron
el imperio de las moscas. La debilidad por ella regresó a su sangre y
excrecencias, a los movimientos involuntarios de las manos que quisieron
reclamar cada centímetro de aquella mujer que representó la más baja de sus
pasiones: el amor erótico, la lujuria matizada con cariño.
Se acercó despacio, la tomó por los
hombros y la besó como Judas. La sacó del trance en el que estaba inmersa y le
susurró al oído:
-De ahora en adelante
se hará lo que el Señor quiere. Cegaste mi corazón, el pecado se volvió la
menos aceptable de mis condiciones. ¿De qué vale el amor sin decencia?
-Eres
hijo de Baal, Fermín, de la fertilidad. Casilda, nuestra pequeña, es prueba de
ello. ¿Qué dignidad es superior a la transmisión de la vida? Ciegos y perros no
ven lo realmente esencial; con nosotras descubriste que tienes ojos- dijo con
ternura y sin poder dominar los espasmos que el miedo le produjo.
-Los
únicos dadores de vida son Dios, su hijo Jesucristo y el Espíritu Santo. Tu
blasfemia casi me cuesta la eternidad del alma. Vine a destruir el estercolero
que creé en nombre de tu padre maldito.
Cerró la puerta y colocó la pesada
tranca de madera. La espada resplandeció como si el arcángel Miguel se la
hubiese prestado aquella noche. Ella no lo invitó a reflexionar. El carácter impulsivo siempre
dominó las actuaciones de un individuo proclive a volverse monstruo. En varias
ocasiones aguantó crisis peores y tras el desahogo retornaba el compañero
bueno, el ser escrupuloso del que estaba enamorada. Pero en ese momento las
cosas no fueron normales, lo vio en el fulgor de su mirada.
Dibós destrozó altares, mesas, lo que se
le atravesó. Fuera de sí se acercó a la cuna donde la niña berreaba de pánico,
la tomó por el cabello y le hundió el estoque en el cuello. La sangre que le
salpicó lo cara lo frenó. Lanzó un chillido y se abalanzó sobre Ilsen, que lo
esperaba con una daga ceremonial de cobre con la que le apuñaló el abdomen.
La oscuridad llenó de espuma sus
reflejos. Se desmayó. Cuando retomó el sentido, de la hija que asesinó y su
mujer no quedaron sino una mancha bermeja en el piso y la cicatriz en el
abdomen que comenzó a infectarse. Las fuerzas le alcanzaron para salir. La casa
se incendió en un suspiro. Un pedazo inconfesable de su pasado se volvió
ruinas.
Herido en el honor más que en el cuerpo,
caminó por una ciudad que tenía grabada una historia que lo avergonzaría a
perpetuidad. La claridad tomó control pleno de Nápoles. Fermín Dibós, quien en
ese momento ignoraba cuanta vida y cuanta suciedad le faltaba por remar, se
prometió que tarde o temprano alcanzaría a Ilsen y la mataría con sus propias
manos. Miró el poniente queriendo encontrar en alguna parte del firmamento que
agonizaba, la galera en la que resucitó hundiéndose en los océanos del cielo
que fueron en Lepanto su cordón umbilical.
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