NUEVOS COLORES
Homenaje a Don Héctor y Catalina
Por: Javier Barrera Lugo
“Quizás el sufrimiento y el
amor tienen una capacidad de redención
que los hombres han olvidado o, al menos,
descuidado.”
Martin Luther King
La
vida siempre encontrará formas para hacernos entender que es ella la que tiene
el poder y ninguno de nuestros actos podrá trastocar sus designios. Bajo su tutela no pasamos de ser simples criaturas con
intenciones superficiales, ambiciones primarias, quimeras que se la pasan
alcoholizadas, son buenas y nada esenciales,
conclusiones apresuradas que van como kamikazes japoneses a estrellarse
contra los cristales que nos protegen de la lluvia. Caminamos nuestra
particularidad con el dedo metido en la boca pensando que poseemos los medios
para cambiar el destino; pero una pequeña clave salida del lugar menos esperado,
un milagro o una tragedia, nos ponen en sintonía con esa realidad que se
desnuda frente a nuestra mirada sin ningún pudor.
Ella, la vida, es feliz dando bofetadas y
llamando la atención de quienes, como yo, creímos tener un poco de control sobre
las cosas que pasan cotidianamente. Puede que en algún momento nos otorgue la autoridad
de ponerle algo de picante a nuestras acciones, aunque lo esencial parece estar
atado a un plan mayor y desconocido que nos va mostrando sus cartas con
astucia.
Hoy labro una tierra que da frutos
hermosos, tiernos manjares para los que no me preparé y consideré descartados,
confiado en que los oráculos habían borrado mi rostro golpeado de sus archivos.
Latidos rápidos y llenos de brío infiltran las tres capas de mi corazón. Sus
raíces calan profundo en huesos y mente, retan el buen juicio, me regalan el
beneficio del error como condición inapelable para disfrutar de pequeñas grandes
recompensas.
Con cinco años de diferencia la diosa
fortuna se atreve a darme un premio, cambia el dolor de la muerte a cuotas por
curiosidad y un tipo de amor que no conocía. En octubre, hace un lustro, Yacó
se llenó de vientos, de ruina, escapó el ángel con alas de colibrí hasta un
lugar donde tengo prohibido caminar la inmensidad del azul, sus ondas que
generan tranquilidad. Todo se volvió tenebroso en un espíritu que desde la
adolescencia defendió los actos simples
de bondad como factor de verdadera revolución.
No quiero decir que las nuevas bendiciones
hayan logrado hacerme olvidar a mi gente y sus circunstancias, es sólo que la
desesperación tiene nueva cara, otra intensidad, el desasosiego le abrió paso a
esa sensación anárquica llamada fe. He aprendido a sonreír cuando quiero, no
cuando debo; la imposición falaz de la cortesía frente a los sátrapas se
convirtió en la primera gran extinción certificada que he afrontado con alegría.
Reafirmo lo que me dijo La Filipina
durante el encuentro que genera este escrito: no le debo nada a nadie. Hoy
puedo manifestar la incomodidad ante quienes pretenden darme órdenes o imponer
tradiciones que no estimo significativas. Una pizca de libertad me otorgué ante
tantos eventos patéticos que cruzaron mi anterior universo lleno de falsa
dependencia. Mudé la piel, los músculos y el cerebro. Soy una salamandra que no
necesita mayores recursos para existir salvo a sí misma y su hambre.
Ahora con mis fantasmas y ángeles sostengo
una relación simbiótica. Ellos cruzan puertas metafísicas, me besan, cuidan de
mis histerias, me acompañan cuando las cosas malas parecen irremediables,
confortan ese espacio de soledad autoimpuesto desde que decidí quitarme de los
ojos la venda atada con cinco nudos e imputada por quienes dominan un mundo que
se descompone lento, huele mal y está al borde de la destrucción. A cambio les
doy mis palabras cada mañana cuando voy embutido en un bus para el trabajo, o
los echo de menos en las reuniones con mis hermanos y sobrinos, cuando hablo
con Teresa y descubro que ella también se niega a tratarlos como pasado. Estoy
vivo y sorprendido de estarlo, y aún más con la aparición de un nuevo personaje
en mi historia.
Lia llegó para enseñarme la redención sin
dramatismos, porque la esperanza auténtica se sustenta en el cambio, en el
trabajo duro que debe realizarse sin esperar beneficios. La recompensa que me
brinda la existencia es el privilegio de afrontar las circunstancias extremas
en completo silencio y agradeciendo a quienes realmente merecen la lealtad de
un hombre que tiene el corazón lleno de fuego otra vez. El grupo se redujo,
pero es incondicional.
Nuevos colores tiene el rostro de mi
amor, el que se construyó en un bosque donde un árbol sustenta el andamiaje de
las fantasías. Cada paso que comienzo a dar tiene la contundencia de la
resurrección. Nada de lo que a
continuación contaré está exento de realidad, delirio mental o expiación. Así
lo asumo y defiendo. Que crea el que quiera, el que no, que se abstenga de
decir algo. Mi mundo no tiene reglas de
narración, tampoco oficina de quejas y menos corrector literario.
Aparecen de la nada para hacerme feliz una vez más.
Esta reflexión la causó la visita de dos
personas esenciales que como ya lo expresé, cerraron ciclos en el mismo espacio
de una línea temporal en la que, con años de diferencia, nuevas voces me
pidieron asumir riesgos, ser de verdad
un adulto, soñar y hacer realidad esos sueños, porque la vida es un instante y
somos los individuos responsables de su desarrollo. Ellos aparecieron para darle a mi espíritu
una dosis de magia que me permita no
desfallecer, para quitarle al pasado sus cicatrices... Y lo lograron.
Junto a una incubadora en la unidad de
cuidado intensivo pediátrico vigilo el sueño de mi hija que dos horas antes
nació. Don Héctor y La Filipina traspasaron el ruido producido por la máquina que
monitoreaba el corazón de Lia, agitado porque llegar a este país loco no es
fácil. Con prevención comenzaron a acercarse y no me percaté de esta maniobra.
Fue inevitable que mis pensamientos se centraran en las tragedias y las
absurdas coincidencias que viví. Con años de diferencia se repetía el escenario:
un amor martirizado por cánulas, bolsas de suero y cables, un par de ojos muy
abiertos que me pedían consuelo, acompañamiento, que no los dejara solos nunca,
enfermeras genéricas que practicaron el consuelo como procedimiento de trabajo,
luces blancas que quemaban los pocos pensamientos racionales, médicos que
pensaban, antes que en sus pacientes, en las cuotas atrasadas de sus autos de
lujo y las casas que estúpidos preceptos sociales les obligaron a comprar, un
sinnúmero papás que en las mismas circunstancias, se limitaron a mirar como
vacas hacia un punto neutro de las persianas cerradas para no aumentar su
preocupación con la nuestra.
Aunque me propuse no sentir angustia por
la similitud de los hechos y fechas, la experiencia me condujo a un lugar común
que me horrorizará siempre: el escenario que comparten el amor, la enfermedad y
la muerte. Seis años antes, en una noche cargada de pánico, Don Héctor dejo de
ser un bolero cargado de amor y advertencia sobre lo importante que es ser
música en un mundo sordo, para convertirse en la estampita vestida de ángel que
con gafas, canas y nuevas alas engalanó el árbol de navidad que Diana, mi
cuñada, decoró para hacernos menos tortuosa su ausencia ese diciembre.
Literalmente un año después de la
partida de mi viejo, Cata, decidió hacerse compañera del viento que una
madrugada de octubre pasó por Yacó para arrancarla del techo de la casa y
llevarla hasta el lugar donde los ángeles como ella, alas de colibrí y ojos
rasgados, diseccionan los misterios del paraíso. Todo mi mundo se vino a pique,
padre, esposa, un par de amigos, se hicieron un agujero en mi pecho que mató lo
que alguna vez creí ser. Su silencio fue una cuchilla quitándome pedacitos de
carne cada día. Nada más fuerte o
contundente que esta verdad, nada más evidente que su ausencia física y su
arraigo en el corazón de un hombre con ínfulas de guerrero que los vio perderse
en el cielo. Todo se juntó para hacerme sentir el latigazo de la orfandad.
Don Héctor y La Filipina se manifestaron, tocaron mi
hombro y nos acompañaron a Lia y a mí en este nuevo reto. “¿Quién les dijo que están solos?” Mi viejo
preguntó con esa delicadeza que le agradeceré siempre, ese era su sello. No fue
un interrogatorio, gracias a un cuestionamiento me trasladó a un lugar donde
todo fue claro y las respuestas que me negué por desesperación se hicieron
evidentes. Mientras él se esforzaba por
darme la luz yo me aferraba al pesimismo:
-Todo
se repite, viejo. Cada vez que creo tener algo o amo profundamente a alguien,
cosas malas les suceden-. Respondí como si fuera un niño de siete años. Estaba
asustado.
-Nada
es igual. Hasta que no crea esta verdad estará haciéndose difícil la vida y de
paso se la joderá a quienes estén a su lado. Lia no muere, está empezando a
vivir, es algo diferente a lo que quiere creer, ¿no le parece? ¿Por qué le
cuesta entender eso?
Don Héctor jugó su carta por un lado que
ni siquiera contemplé. Fui un necio. Se acercó a Lia y le acarició la mejilla.
“Es igualita a Teresa,” dijo sonriente. Levantó la mano y se despidió. La sala
quedo con un leve tufo a cigarrillo que me confortó.
La Filipina, en silencio, se acercó
apenas mi viejo empezó a hacerse invisible. Sentí como la punta de sus alas rozaron
mis mejillas con delicadeza. Me habló a
través de sus ojos orientales que terminaron hechizándome una vez más: “Extraño
tu presencia en mis pensamientos, en los versos que debiste olvidar porque el
mundo no se detiene cuando un colibrí deja atrás el desierto donde fue feliz
sin extravagancias o pruebas que debiesen mostrarse a aquellos que no
estuvieron involucrados en lo que fuimos. Eres un debilucho que aguanta mucho
castigo; como decías siempre: “soy un fajador con cero músculos en el tórax,
pero con terquedad en la cabeza.” Y es cierto, no pegas golpes y resistes los
que te impactan. Ganas las peleas por desgaste del rival. Lo de Lia es una
prueba más, no te preocupes, estará bien. Ella es el premio que ganaste por resignarte
a dejar volar a otra gente que amarás a perpetuidad así hayan tenido el descaro
de escaparse entre las corrientes de un vendaval. No le debes nada a nadie, lo
que pasó fue el desarrollo de un plan en el que tu papel fue accidental. ” No
movió los labios, su voz estaba en mi corazón, en el deseo y su sentido
egoísta. “Quédate,” quise decirle. Cata, como de costumbre se anticipó:
-Sigue
siendo fuerte y ten claro que en mí alma nada cambiará, ni siquiera el amor que
nos tenemos. Los secretos seguirán enterrados en el tiempo que ya no
compartimos. Vuelo por las venas del cosmos, esa es la tarea que acepté y
cumplo. Siempre te escucho y velo por tu tranquilidad. Ausencia no significa olvido, loquito. Esta
Filipina sigue rondando tu naturaleza, te complementa y te ama diferente a cómo
te aman las que hoy lo hacen. Deja de llorar, las circunstancias se repiten si
lo queremos… y tú no quieres eso. Sé fuerte, poeta varado, lucha por tu hija. Yo
estaré bien-. Sus palabras me confortaron; pero las lágrimas poco entienden de
corrección, no son lógicas.
Me miró como solía hacerlo, con respeto,
con pasión implícita, sin aspavientos. Entornó los ojos y mecánicamente las
azules alas de colibrí salieron de su espalda y comenzaron a batirse con una vehemencia
que terminó por hechizarme. Antes de remontar los techos del hospital, los
cielos de la noche que se cerraba, gritó
su dulce sentencia: “¡Eres libre, siempre lo has sido, deja de perder el
tiempo! ¡Lia necesita sortilegios en su vida y tú eres el indicado para
mostrárselos! ¡Te amo por amarme como me amas! Sus palabras fueron una puñalada de vida en
mis entrañas.
A las nueve de la noche las enfermeras
me sacaron de la unidad de cuidados intensivos. Los instintos de mi hija se
activaron, comenzó a moverse, a respirar con fluidez, mejoraba. La besé y salí.
En la sala de espera comencé a procesar lo que acababa de suceder. La piedra
monumental que cinco años atrás me impuse cargar sobre los hombros se desintegró.
Estuve casi una hora descansando y sin
pensar en aquellos muebles viejos de cuero, después de tantos años de estar
corriendo en círculos.
Resurrección. Los creyentes le dicen así
al proceso de mudar la piel quemada. Mis tareas, decidí, serán inventar nuevos
colores que se basen en el azul de los colibríes y el rojo profundo de los
boleros de papá, enseñarle a Lia que los principios que rijan su vida no tolerarán
imposiciones o dolores heredados y que el amor es la fuerza capaz de mover este
universo que día a día debe reinventarse.
Sé que La Filipina y Don Héctor están
bien, que nos cuidan sin interferir. Verlos me enseñó a creer que nada es
definitivo, ni siquiera la muerte. Lo que resta por hacer es llenar de deseos
el umbral gris de las agonías que pretendan doblegarnos la ilusión, cumplir lo
que me prometo, evitar a toda costa la certeza de replicar las cadenas que los
demás quieran imponernos. Es por Lia, por preservarme y hacer de nuestras vidas
una maravillosa travesía que debo volverme a enamorar de mis sonrisas.
Y vio que la vida era buena; y por fin Dan, hizo las paces con Dios, un pacto que hoy tiene nombre propio: Lía.
ResponderEliminarFercho, gracias por el mensaje y el acompañamiento. Vamos por el disfrute merecido de la vida. Arbolitos grandes y diminutos componen el nuevo imaginario.
ResponderEliminarSaludos y gracias.
en el pueblo de este servidor los muertos son tan importantes que una vez al año nos vamos a tomar guarapo con ellos al cementerio. bonito que no olvide a sus amore, mi querido poeta. Un abrazo y prepare a lia pa`llevarla a comer oreada para que se le cure el estomaguito.
ResponderEliminarsaludos, amigo.
Florentino Borrás.