AMOR PROHIBIDO
Por: Javier Barrera Lugo
A: Florentino Borrás y la
señora Margarita.
Esta noche pasaste por mi camino
y me tembló en el alma no sé qué afán
pero yo estoy consciente de mi destino
que es mirarte de lejos y nada más.
y me tembló en el alma no sé qué afán
pero yo estoy consciente de mi destino
que es mirarte de lejos y nada más.
José Ángel Buesa
Tristeza por los sentidos que dejamos acabar. La
conveniencia que trae la cotidianidad que nos inventamos y seguimos ciegos, por
más revolucionarios que pretendamos ser, se nos mete profunda en las
convicciones y las trastoca. El daño tiene diversas motivaciones: para algunos
traicionarse y vender a los demás es un acto banal cuando se quiere ganar. La voz
de la conciencia le cede el paso al galopante deseo en su expresión más
miserable. Para otros ser llevados por la diosa fortuna a lugares incómodos en
los que los sacrificios que hacen son sólo la consecuencia de la falta de
talante o el dolor ante un golpe implacable del destino que como cretinos creyeron
inexistente, les termina afectando la psiquis. Así de terminantes son las
cosas.
Preséntese
como quiera la tristeza ante la renuncia
que no quiere asumirse, los sentidos quedan marcados, se extrañan las
sensaciones del beso, la piel desnuda que creímos jamás poseer, la eterna
taquicardia cada vez que se asiste a la cita de cada tres años en un centro
comercial atiborrado de gente que no existe para los involucrados en el
encuentro, el no hallar la forma de encender las luces de una habitación de hotel
donde cualquier escrúpulo se revierte a favor de la lujuria del amor y los
goces del cuerpo se vuelven el sentido real para una vida cuya densidad, en ese
momento específico, no está marcada por necesidades sino por instintos.
A
Ismael nada le había movido la existencia con violencia dulce, nada le había
enseñado el pecaminoso sabor de las orillas de la muerte hasta que conoció a Matilde Amarilla, mujer a quien
la intensidad de la luz transfiguraba. Por ella desertó, aguantó la ofensa de
ser “sólo su amigo,” y servirle de sicoanalista cuando otros imbéciles no la
querían, con ella construyó mundos perfectos que se incendiaron fácil y hasta
bajó a los profundos infiernos para comprobar que se parecen mucho a la tierra.
La autoflagelación
aparecía cuando veía a la esposa rumiar su clasismo, hablar de eso con un grupo
de brujas tan perversas como ella, ignorarlo, faltar a la promesa de dejarse
llevar por la mística de la vida sin pretensiones mayores. “¿Cuándo se fue todo
a la mierda?” Sólo se preguntaba eso.
Rebelde tibio, invocaba a Matilde como el más
digno de los remedios. La echaba de menos, decidía buscarla otra vez en esa
memoria privilegiada que tienen los
suicidas potenciales; pero un comentario susurrado por la esposa, un “ya está
otra vez pensando pendejadas,” lo llevaban a borrarla de las pulsiones porque
un hombre viejo no puede darse el lujo
de la esperanza. “Tristeza de los
sentidos que dejó acabar,” repetía hasta que el cansancio lo doblegaba.
Matilde,
ese milagro que apareció para hacerlo trizas llenas de alegría cuando ya todo eran
trizas por costumbre, la amada que un
día desapareció y le pidió perdón sólo para otorgarle perdón años después
cuando fue él quien sin ánimo de revancha la apuñaló, la mujer que le ralló con una puntilla al rojo
vivo el corazón, aparecía en la negación del sueño para decirle con cada
gemido, con cada caricia plagada de viento: “nada es para siempre, ni siquiera
la tristeza,” y lo llevaba a sentirse como un viejo ridículo demasiado feliz,
mientras ella tenía veinte años y le cantaba sin armonía, una vez más, “amor prohibido” de Selena, mientras sus
abuelos eternos escuchaban la misa del padre Guillo en Bojacá.
Ni
siquiera las borracheras eternas con poetas tan malos o peores que el “gran Ismael
Landázuri,” (invento de un editor que practicaba la avaricia como estimulante)
le impidieron faltar a la cita telefónica de cada domingo de 1.999 a las 8 de la mañana para escucharla
desafinar con cada nota que dejaba salir
del centro del estómago. Ese fue el año en que conoció el veneno de la
romántica espera y a su gestora.
-Eres la libertad de un esclavo enguayabado- le decía para hacerla
entender que era el centro del universo de alguien; ambos sabían que para el
novio divorciado y médico eminente, Matilde no lo era.
-Contigo hago cosas que no he hecho con nadie más: cantar, ser una
gamina, tomar cerveza, tirar piedra en las manifestaciones del primero de mayo
sólo por joder, no tener responsabilidades.
-¿Algún día haremos el amor…? Ni siquiera me besas con la boca
abierta…
-Esa es la prueba máxima de intimidad con alguien… Me gustas… pero…
-A uno le gustan centenares de cosas y ama pocas… ¡Te amo!
-Yo a ti no, bueno, te amo poquitas veces, otras te odio, la mayoría
del tiempo te quiero como amigo, me caes bien. Lo siento.
-Siéntelo cuando al día siguiente de dormir conmigo no quieras que me
vaya de tu cama…Disculpa la sinceridad de mis deseos… ¿Te pusiste roja? ¡Lo
logré! Te alcancé a mover el piso.
-Cállate, idiota, sólo seremos amigos, buenos amigos. Ten claro eso… “Amor prohibido nos dice todo el mundo, el
dinero no importa en ti y en mí, ni en
el corazoooón…”
La vida
dictó otras órdenes, generó alucinaciones y después las aplastó con la
vehemencia de un niño sádico. Amor y odio coexistieron, se hicieron fuertes y
agonizaron; pero lo peor que les sucedió fue que se acostumbraron al silencio -El
silencio es la muerte- Las despedidas se hicieron lánguidas, comunes.
Tristeza por los sentidos que dejamos acabar. Siempre es igual, por eso
la mayoría de los humanos están amargados, esperan milagros, campos florecidos,
mucho verde y amarillo y rojos de locura, aunque jamás pelean por ello. La vida
les demuestra que todo se extingue y muta, que somos cenizas humedecidas que se
resisten a la corriente.
Matilde
zozobra en un montón de palabras que no quiere escuchar y el considera inútiles
en el imperio de la sordera. Amor
prohibido es el que nosotros mismos invalidamos, la colofón parece ser el
gimoteo eterno.
Ismael,
en el estudio del que nunca sale por físico tedio, no pierde la esperanza de
volver a desnudarla y sentir que por un instante todo volverá a tener sentido y
millones de segundos perdidos comenzarán de nuevo. La esperanza parece ser el
último seguro que poseemos para no pegarnos un balazo en la cabeza.
Respetado Barrera. Gracias hermano por tenernos en cuenta a Margoth y a mi. eres un gran escritor, amigo. Un abrazo.
ResponderEliminarFlorentino Borrás.