LA NIÑA
Por: Javier Barrera Lugo
Mi
consultorio quedaba al frente de su casa. No era un lugar espectacular; nada de
lujos o detalles que llamaran la atención más de lo debido: un escritorio que
heredé de la desaparecida ferretería de papá, un afiche descolorido de José
Gregorio Hernández, fantasmal médico venezolano cuya santidad erigió el pueblo
al que aún cura de la enfermedad mientras duerme, dos sillas de madera con
cojinería de hule color café y una cartelera en la que con tiza registraba el
valor de los servicios que prestaba. La niña se la pasaba horas frente a una
ventana mirando hacia mi local.
Y no era de extrañar que eso sucediera
con cualquier vecino o transeúnte; un letrero que anuncia: “Se lee la suerte, ligo el amor y
la fortuna sin importar la fase de la luna. A través de la telepatía ubico
tesoros, gente perdida y deudores en huida,” es un cascabel para la
curiosidad; pero que una pequeña de seis años se plantara desde las ocho de la
mañana hasta las siete de la noche a espiarme, a escrutar a mis clientes y las
estupideces que hacía por ellos, no dejaba de ser perturbador, y esa sensación
no aparecía por mi vida desde que estuve sumido en la indigencia.
Fui marihuanero por muchos, muchísimos
años. Mis padres me dieron todo, buenas universidades en las que me movía como
borracho posgraduado y certificado en los bares aledaños, antros llenos de
gente estúpida a quien usé y me usaron. Los
viejos invirtieron una tonelada de billetes sólo para que no aprendiera a ser
médico, zootecnista, economista o ingeniero civil. Me gradué de vago y papá lo
único que pudo hacer fue echarme de esa, su casa, donde me malcriaron y los
problemas se resolvían de un plumazo.
Deambulé con un costal al hombro por varios
meses, aguanté miserias, enfermedad, comí mierda de la buena y asumí el fracaso
absoluto como vocación hasta que conocí a “la pelirroja,” una pitonisa y
vidente llegada de la costa atlántica
con la que después de mucho rogarle, me organicé. También estaba enviciada,
pero tenía claro su oficio y cómo hacerlo provechoso. Dayanis, así se llamaba,
fue generosa siempre, me enseñó todo lo que debe saber un lector de destinos y un
amante sin lecho para salir de pobre.
Mi mujer de arcilla, la difunta “pelirroja,”
me repetía todo el tiempo: “No tenemos poderes, sólo un cerebro sin usar y
mucha hambre…” “La gente pide a gritos que le digas lo que quiere escuchar.”
“La telepatía es saber hacer la pregunta correcta para que te den la respuesta que
necesitan sin darse cuenta… Después es cuestión de organizar las ideas y
hacerles creer que esa solución que siempre han tenido frente a sus narices, se
las envió a través de ti un demonio o un santo, eso depende del marrano. A la
gente le da pereza pensar en serio… ¡Son una partida de maricas!”
Y así comenzó mi vocación. Los
militares, mis mejores clientes, pringados de ego y venéreas, me pedían
menjurjes para torcerle el cuello a la
disfunción eréctil y la falta de plata. Yo les colocaba a unos frasquitos plásticos
gotas de agua de rosas, leche condensada, creolina, y les decía que se los
untaran por todo el cuerpo para quitarse la sal.
“Este es el remedio que usan los Yariguíes
del Carare para curarse los males del
cuerpo y de la suerte. Hágalo con fe “comando,” que es bendito… Verá cómo la
plata vuelve a llegarle,” les decía. Y continuaba fingiendo un trance: “Una
ojizarca llanera con los huesos llenos de humor demoniaco le pego la “pava,”
caballero... Evite meterse con otras “viejas” que no sean su mujer por un
tiempito y fijo se le arregla el “aparato…”
Los que hacían caso volvían agradecidos cargados
con mercado, plata, nuevos clientes para mi negocio de adivinación. Era obvio,
si no se iban de putas, si estaban pendientes de su casa y descansaban, sus
problemas económicos y sexuales se arreglaban. Era el círculo
idiotez-remedio-redención-caída.
Me volví un tipo que a punta de engaños
salió de la plaza de los limosneros para hacerse príncipe. La adicción a mentir
y ganar plata destruyó los demás vicios. Mis padres trataron de corregirme sin
éxito; me los saqué de encima diciéndoles que tuve una visión del futuro
cercano en la que los mandaba al carajo. Ofendidos, juraron nunca volver a
hablarme. Rompieron su promesa cuando el viejo hizo un mal negocio y la
ferretería se fue a pique. Les di unos pesos para que pagaran deudas y me
dejaron en paz.
Todo lo mío iba en línea recta hasta que tuve conciencia de la existencia de
mi pequeña vecina. Al principio sus miradas frías parecieron un acto indiscreto
propio de su inocencia; pero ante la reiteración de su comportamiento obsesivo, la cuestión se me fue volviendo una molesta carga
sicológica. Me sentí espiado.
Antes de su aparición pasaba horas en la
puerta atrayendo a incautos para que picaran el anzuelo y me entregaran su
dinero a cambio de paz espiritual; después de detectar a mi censora muda, lo
que hacía era esconderme como una alimaña. Una niña muda se volvió la voz de mi conciencia.
La cúspide de mi delirio llegó una
mañana de jueves. Abrí el local e hice un par de consultas sin mayores
problemas. Salí a pescar un poco de aire
fresco y la mirada de la niña se me cruzó en el camino por enésima vez. No
aguante la irritación que me causaron esos ojitos castaños clavados en los
míos. Me quité el penacho que me hacía “El indio Tibasosa, maestro adivinador,”
y agitándolo en dirección a ella pretendí pegarle un susto inolvidable para que
me dejara en paz. No movió un sólo músculo.
Herido en mi orgullo de adulto
controlador de mentes débiles, crucé la calle y timbré en su casa. Una atractiva mujer abrió la puerta. Los
mismos ojos castaños y penetrantes, el cabello negro lacio a la altura de los
hombros, piel blanca con diminutas pecas que traslucía una vena junto al labio
inferior, me aclararon lo que pasaba. La madre de Lucía, así se llamaba la espía,
me contó que la pequeña era autista y la única forma de mantenerla tranquila
era colocarla junto a la ventana para que, a su modo, se distrajera.
Me sentí como una sabandija. A
diferencia de mis habituales clientes, pusilánimes con ganas de que los demás
les resolvieran los problemas que ellos mismos generaron, Lucía avanzaba cada
día por un bosque lleno de desinterés y silencio que la naturaleza le otorgó.
Me disculpé con la mujer por el acto
precipitado que acababa de cometer en contra de su hija. Con una sonrisa que nunca desapareció, me dijo
que le transmitiría mis excusas a la niña. ”Ella es un solecito, lo perdonará.
Igual, usted no sabía nada. A lo mejor una noche de estas le cuenta cosas sobre
su mundo, del por qué lo espía. Seguro lo contactará.
La mujer se despidió y cerró la puerta
sin darme espacio para preguntar. Concluí que la desesperación por la condición de Lucía,
le había zafado varios tornillos. ¿Cómo una niña rara me daría su punto de
vista sobre lo que le atraía de mi local, de mi oficio de pitoniso? ¿Acaso la
pena llevaba a una madre al extremo de imaginar comportamientos normales en una hija que no lo
era? Una catarata de sensaciones amargas me hizo renunciar a seguir trabajando.
Decidí terminar mi jornada en la cantina. Cerré la puerta y le hice una seña a
Lucía, que como era de suponer, no respondió.
Las ganas de licor se fueron apagando con
cada paso. Bebí un par de sorbos de cerveza y me fui para la casa. Encendí la
televisión y automáticamente el sueño me venció. Estaba en duermevela, los
movimientos de las manecillas fluorescentes sobre el tablero del reloj eran
palpables, las luces de los carros, que invadían por milésimas de segundo el
cuarto, me mantenían alerta…
Sin aviso, Lucía apareció silente junto
a la cama. Me miró un instante, buscó la puerta y dijo: “No pida perdón por
creerme una persona extraña, sé que soy diferente…” El miedo me paralizó. No
pude musitar palabra, el corazón peleaba por salírseme del pecho.
“Al igual que usted, señor telépata, hablo a
través de la mente, pocos pueden escucharme, bueno, usted lo hizo.” Intenté
gesticular. Estaba paralizado. Pensé las frases que no le pude gritar y para mi
sorpresa las mismas le llegaron por un canal desconocido para mí. Le dije: “Claro
que puedo y creo que tú y tu madre son unas farsantes.” No respondió.
Lucía sonrió. Me miró fijo el centro del
alma y dijo antes de desaparecer: “Abra mañana temprano su consultorio. La
verdad esta tarde estuve muy aburrida.”
Llegué temprano y Lucía ya estaba
acomodada en la ventana. Imagine palabras y sin éxito trate de transmitirlas
con el pensamiento. La niña se mantuvo imperturbable. “Fue una pesadilla, sólo
eso,” me dije.
Las consultas me tuvieron ocupado hasta
las ocho de la noche. Me apresuré a cerrar. La niña no estaba en la ventana. Su
presencia en mi cuarto, sus palabras; pero por encima de todo, la forma en que
se instaló en mi mente, me llenaron la vida de zozobra.
¿Fue
un sueño? ¿Estoy pensando lo que su mamá quiso que pensara? ¿Al igual que yo
con los desgraciados que me llenaban los bolsillos, la mujer utilizó a su hija para
hacerme imaginar y manipularme? ¿Sí tengo capacidades especiales de
adivinación, de hablar sin palabras?
Entre a mi casa con temor. Lo primero
que hice fue encender todas las luces y el televisor para darme valor. Una hora
después, calmado, convencido que el karma actuaba y era presa de una
manipulación, me acosté. Eso sí, encendí la radio para no sentirme solo.
En la madrugada intuí pasos en el
cuarto, un pequeño bulto que cruzó raudo y se instaló justo a mi lado. La niña
puso su mano derecha sobre mi frente y comenzó a cantar. De nuevo el terror
inundó cada una de mis células y quedé paralizado. Quise gritar. La boca y la
laringe no respondieron por segunda vez. Rígida, Lucía comenzó otra conversación mente-mente:
-Gracias
por llegar temprano está mañana. Espero que no lo haya puesto a pensar más de
la cuenta con esto de nuestras charlas
poco convencionales. Sé lo que atormenta su cerebro… Y sí, puede hablar a
través de pensamientos.
-¿Cómo
una niña tan pequeña puede saber tanto, expresarse de esa forma?-Pregunté
confundido.
-Es
que nací hace mucho, morí y decidí volver a nacer hace seis años.
-Y
eso que tiene que ver conmigo.
-Nada
es casual. Algo que no comprendo aún me llevó a buscarlo para informarle que
dentro de poco morirá, volverá a nacer y será como yo.
-¡No
quiero morir!
-Ya
le dije, uno no decide morir o vivir, simplemente estas condiciones ocurren.
Uno resuelve nacer, eso es todo. Cómo sean las características de esa
existencia, es un asunto aleatorio que puede darnos sorpresas…
Piénselo,
no sabía que podía hablar con la mente y ahora me cuenta que no quiere dejar de
respirar… Uno sólo posee lo que puede decidir…
-¿Y
cuándo voy a morir?
-Ya
empezó el proceso.
Todo sucedió muy rápido. Sentí las
palpitaciones del corazón deteniéndose. Los sonidos cesaron. No hubo luz… Se
hizo la paz.
El ruido de los carros me despertó. El
pánico llameó en mi interior. Intenté moverme; los
músculos no respondieron. Desesperado, quise gritar. No lo logré. Sentí un
flujo cálido bajando entre mis muslos.
La madre de la niña entró y dijo con el
pensamiento: Lucía, te he dicho que me avises cuando tengas ganas de orinar. Ahora
tengo que limpiar…
Me llevó al baño y aterrado vi en el
espejo que yo, “El indio Tibasosa, maestro adivinador,” era la pequeña Lucía.
Quise llorar y no pude, mi rostro estaba
hecho de piedra.
La mujer me volvió a colocar frente a la
ventana. Mis pensamientos fueron lapidarios: injusticia, castigo, locura. Estas palabras cruzaron anárquicas por mi
mente hasta que un hecho contundente me hizo entender que lo que pasaba era
obra de algo desconocido que no comprendía, como dijo la niña tras anunciar mi
muerte:
Al consultorio llegó mi antiguo cuerpo y
abrió el local. Antes de entrar se quedó mirándome y utilizó el poder de la telepatía para
decirme: “Nací hace mucho, morí, decidí volver a nacer hace seis años. Anoche
volví a morir y decidí nacer en el cuerpo adulto de un hombre experto en
decirle a la gente lo que quiere escuchar.”
Jajajaja, el "indio Tibasosa", y el "Cacique Mendez", jajaja
ResponderEliminarHombre excelente, muy bueno, hace rato no lo leia como hoy, vuelve a lo básico, a lo que mueve y conmueve, no se necesita "ladrillar un escrito", las emociones transpiran. Mi admiración señor, y que ese don no se pierda y siga fructificando. PACHO M
ResponderEliminarGRACIAS POR LAS PALABRAS Y EL APOYO, PACHO. UN ABRAZO.
EliminarBuen cuento, Javi. Excelente. Una joya de tu producción literaria.
ResponderEliminarPABLO CONTRERAS