RUFINO
Por: Fernando Vanegas Moreno
I
En
cualquier lado donde existiera un café gratis, una tertulia literaria, libros
por descubrir o actividad cultural cuyo costo no sobrepasara los mil pesos, ahí
estaba…, lo encontraban sin mayor esfuerzo en la Jiménez con séptima, presto a
enrutar sus pasos hacia la Luis Ángel, a la Biblioteca Nacional, o a algún
museo. Siempre presuroso, jadeante, como si la vida se le escapara en cada
paso. Un cigarrillo en la mano derecha, periódicos viejos bajo el brazo
izquierdo y cuando la fortuna lo permitía, algún café de calle, de esos de vaso
desechable y sabor a Clorox, esas eran sus herramientas, en los diarios se
actualizaba de noticias y eventos por realizarse, no importaba que ya hubieran
pasado, el saber, que no había estado allí, también le agradaba.
Siempre
pendiente de lanzamientos editoriales en los que se pudiera colar para gorrear
algún canelazo o pasa bocas trasnochado, era su virtud, y no, no era un mendigo
de ocasión, poseía un doctorado en letras de la UNAM. En mejores épocas, fue
docente universitario y aún hoy, cuando el cansancio se lo permitía y mientras
descansaba en cualquier parque cercana las horas de luna, le encantaba hablar
con las personas que lo rodeaban de su pasión: los libros.
Vestía
pobre pero dignamente, unos zapatos Verlon colegiales del 82, que, y a pesar
del uso, siempre mantenía lustrados, un pantalón azul oscuro, una camisa raída
en el cuello pero siempre inmaculada, un viejo buso de hilo y un prehistórico
bléiser que alguna vez fue negro, pero que por el tiempo, ahora era gris…, se
podría decir que su ropa solo tenía tres posturas; la de su abuelo, la de su
padre y la de él.
Nadie
sabía a ciencia cierta dónde dormía, o como vivía, se especulaba que su
apariencia y su “locura”, eran solo el disfraz de una persona acaudalada y excéntrica,
otros, por el contrario, decían que de tanto leer se había estropeado y que su
morada permanente era una vieja habitación maloliente y obscura de la 17 con
17, nadie era dueño de su verdad, solo él, y como siempre hacia quites
diplomáticos a las preguntas que le incomodaban, pues ni modo, solo dejarlo
ser.
II
Una
mañana despertó y ya no quiso volver a dormir…, despertó del letargo de una
sociedad conforme, sin aspiraciones ni futuro y decidió, así, por
convencimiento propio, mandar todo a la mierda y volverse loco; dejó su trabajo
en la universidad, le escribió una despedida lacónica a su hermano en Alemania
(único pariente que tenía y a quien nunca veía), canceló cuentas bancarias,
heredó su apartamento a las hermanitas clarisas y se dio a vagabundear, caminó
la ciudad una y mil veces, anduvo el Cartucho, san Bernardo, las Cruces,
Girardot; fue puteado y agredido varias veces, se encamo con mil hetairas,
deshojo uno que otro vicio, y al final, el alma le reclamo tanta perfidia.
Debía dejar todo lo que lo atara, menos lo que siempre fue su pasión. Fue así
como se dio a conocer en los círculos exclusivos de la palabra en el centro de
la ciudad, no había librero, sala de teatro, museo, librería o biblioteca que
no supiera quien era Rufino (así le decían, nadie supo su nombre), muchos,
inclusive, lo dejaban pasar de agache a los eventos que tenían algún costo, y
es que, la presencia de Rufino (dada su sapiencia), engalanaba hasta la salida
del nuevo Bristol. El Caro y Cuervo (a escondidas y muy a su pesar), lo consultó
una que otra vez, y en alguna otra, en el viejo San Moris, debatió
acaloradamente con don Álvaro Castaño Castillo acerca de los nuevos escritores
colombianos y el facilismo presente en la producción literaria contemporánea…,
duro; duelo de titanes, al final don Álvaro, pidió que le consiguieran un
whisky; Rufino, una botella de aguardiente y la borrachera marco el final de
ese cuadro.
III
Los
años pasaron y Rufino, como es obvio, no era eterno, los pies le pesaban, la vista
empezaba a fallar y aunque un buen samaritano diera en obsequiarle algunos
lentes, nunca los usaba, no pudo acostumbrarse. Un acceso de tos lo hizo
abandonar más de una vez sus amadas bibliotecas, el Mustang le provocaba náuseas,
si se tomaba un trago, no era resaca lo que en él producía, era enfermedad
crónica, de cama y todo y los añorados canapés gratuitos, ahora lo
indigestaban. Una mañana, al orinar, descubrió algo rojo en su micción, pensó
cualquier banalidad y olvidó…, no será nada grave, se dijo y miro hacia otro
lado.
Esa
mañana, sin embargo, ocurrió algo aún más extraño, se sintió viejo:- Pero si
solo tengo 7…, ¡¡¡¡ jueputa, a qué hora!!!!-
Pero
Rufino no era de preocupaciones, salió derecho a la plaza de Bolívar, y al
voltear por el edificio Lievano, en la esquina del Instituto Distrital de
Cultura y Turismo, se palmoteó la frente, soltó una carcajada y se gritó seguro:
-los del 43 somos de buena madera y linaje- y siguió de largo a la cita que
ocupaba su momento. Nada más, sin aspavientos.
IV
Lo
encontraron una mañana a la entrada del museo de Arte Colonial, un soldado del
guardia presidencial lo vio sentado y recostado contra uno de los muros y pensó
que era un indigente más de los muchos que frecuentan la zona…, al acercarse y
llamarlo a atención y luego que con cuidado lo moviera, cayó en la realidad de
que estaba en presencia de un cadáver, cuentan que las letras se opacaron y que
el cielo capitalino se hizo más oscuro. Medicina legal llegó pronto y solo la
matrícula del auto que lo recogió quedo de testigo, Un señor X pago el entierro
en el Central, una señora Y, mil rosas rojas donó, fulanito armó procesión
solemne y zutanito dio el permiso para que fuera por la calle real…, no faltó
ningún miembro de la alta alcurnia cultural bogotana y don Álvaro, botella de
buchanas en mano se despachó en sentido discurso de despedida. Dicen, que
alguien encontró una vieja nota en el desajustado pantalón de Rufino y proclamo
leerla en pleno adiós:
“SI NO HUBIERA ABANDONADO LA
GLORIA DE MIS TITULOS, LA COMODIDAD DE UNA VIDA MARCADA POR EL TEDIO Y LA
DESIDIA, TAL VEZ HOY, SOLO SERÍA UN OCUPANTE COMUN DE CUALQUIER FOSA”
RUFINO.
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